Desde el mar Negro hasta el Adriático, de Budapest a Salónica, se extiende un territorio cruzado de montañas salvajes y valles fértiles que asume las peligrosas cualidades de un polvorín. Lleno de conflictos irresolubles, de discordias irreconciliables, ese territorio cargado de explosivos está siempre dispuesto a estallar. Una refriega de frontera o una irrazonable incursión de patriotas o de bandoleros puede cuando menos se piensa provocar un estallido.
Y el mal no sería nada después de todo si ese macizo geográfico no radicase precisamente en un flanco estratégico e indefinido de Europa. Pues las comunicaciones balcánicas no son temibles por ellas mismas, sino porque actúan inmediatamente sobre el gran organismo europeo.
Así, hemos visto a Europa incendiarse en la más horrible de las guerras sólo por la chispa del pistoletazo de Sarajevo. Europa no tiene más que un depósito de explosivos. Pero pudiera haber tenido dos. Los Balcanes hubieran podido repetirse en el extremo opuesto del continente.
Todo parecía ser favorable a una formación occidental del fenómeno balcánico. Pero la voluntad de España lo impidió.
Es la península de los Balcanes el punto en que se tocan Europa y Asia, el Oriente y el Occidente, formando un verdadero remolino etnográfico que el tiempo no logra nunca reducir al reposo y a la normalidad. Es el camino obligado de las grandes migraciones. Por ese puente de tránsito han pasado numerosos pueblos belicosos, los tracios y los escitas, los galos y los godos, los búlgaros y los húngaros, los eslavos y los turcos. Allí han acudido las religiones más contrarias, incluyendo el judaismo y el mahometanismo.
Confundidas la sinagoga, la mezquita y las iglesias griega, romana y luterana; aunando veinte idiomas a la vez; rozándose las razas y las costumbres más diversas y dispares, la Península balcánica se ofrece al mundo como una viva representación del caos.
España hubiera podido ser los Balcanes de este otro lado de Europa, si una profunda responsabilidad histórica no la hubiera inducido a erigirse en lo contrario; en el paladín y el baluarte de la civilización cristiana occidental.
Lo mismo que la península balcánica, la península ibérica se ofrecía como el puente de tránsito a las migraciones orientales. El Oriente invasor hacía una maniobra desviada por la costa inferior del Mediterráneo, arrastraba los elementos de África, con los que se robustecía al paso, y caía violentamente sobre España.
Al mismo tiempo franqueaban la barrera de los Pirineos las hordas rubias de los germanos, en oleadas tan copiosas como intranquilas.
Mucho tiempo atrás, los fenicios y los griegos, los cartagineses y los romanos habían escogido la Península como favorable campo para sus factorías y sus competencias políticas y mercantiles.
Más tarde, avanzada la Edad Media y respondiendo, al particularismo político dé la época, España se cubrió de pequeños Estados. Y la zona musulmana de la Península quedó, por su parte, disgregada en los pequeños y turbulentos reinos de taifas.
Pero España no consintió en su territorio la permanencia indefinida del caos. No quiso ser el inveterado palenque de las diversidades irreconciliables, de las comarcas o las razas o las religiones eternamente hostiles.
España no retrocedió ante los sacrificios más severos cuando estuvo en peligro la suerte de esa obra que el destino le había encomendado. La expulsión de los judíos y los moriscos han querido presentarla como una acción de simple y mero fanatismo religioso y hasta como una especie de complacencia de la crueldad. Otros se detienen a recalcar el hecho considerándolo como una imperdonable equivocación hija de una obtusa ignorancia.
Pero en esa doble expulsión, que tuvo el carácter de una dolorosa y calculada amputación, tenemos que ver, por el contrario, un designio principalmente político, aceptado, con todo el espíritu de la responsabilidad histórica y practicado con una firmeza dramática.
Los gobernantes y los directores de aquella época demasiado sabían la trascendencia de lo que estaban realizando; de sobra conocían la merma en valores productivos, económicos e incluso espirituales que la amputación semita significaría para España; es absurdo suponer que las clases dirigentes e ilustradas de la nación compartían los rudos sentimientos xenófobos de la plebe, sin otros estímulos ni otras miras que los de la plebe.
Los políticos no ignoraban la enorme gravedad de lo que estaban haciendo.
No ignoraban el terrible sacrificio que hacían, y a pesar de todo lo realizaban con dramática firmeza.
El tiempo se encarga de decirnos que no se equivocaron. Es cierto que nunca probablemente se extinguirá del todo la raza de historiadores y sociólogos que aseguran que la expulsión de judíos y moriscos fue una equivocación, y una equivocación, además, perjudicial para la causa de la cultura europea.
Pero contra ese criterio de baratillo ofrecen los hechos su realidad, y la realidad nos dice que si España, o por un grosero espíritu utilitario o por debilidad y poltronería conservara en su seno los poderosos y siempre intranquilos núcleos disidentes de hebreos y musulmanes, la experiencia balcánica se hubiera repetido en el Occidente de Europa, y el poder musulmán de África, la piratería y la constitución de fuertes Estados, agresivos, nunca, o muy tarde, o incompletamente, se hubieran podido abatir.
Sólo una mente ligera se atreverá a negar que a España le debe Europa el papel más importante, acaso más eficaz que las mismas Cruzadas, en el trabajo de contener, primero, el impulso invasor del mahometismo, y guardar luego el Mediterráneo contra las osadías de la barbarie africana.
JOSÉ M. SALAVERRÍA (1873-1940)
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