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Tema: Debate en las “Cortes” de Cádiz sobre el proyecto de nueva "Constitución"

  1. #1
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    Debate en las “Cortes” de Cádiz sobre el proyecto de nueva "Constitución"

    Voy a ir reproduciendo en este hilo (s.D.q.) los debates más interesantes que se produjeron durante la discusión del proyecto de "Constitución" de Cádiz entre los realistas y los liberales, pues considero que pueden arrojar bastante luz a la hora de diferenciar los criterios que separan a la Tradición y a la Revolución en materia político-social, en tanto en cuanto esas diferencias arrancan precisamente, como una de sus primeras manifestaciones "fundacionales", de los referidos debates.

    Me he permitido destacar en negrita algunos pasajes del debate, añadiendo además un subrayado a aquellas partes que creo merecen mayor consideración; aparte también, añado notas mías indicadas con asterisco.

    Los textos están tomados del Archivo digitalizado del Congreso de los Diputados.

  2. #2
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    Re: Debate en las “Cortes” de Cádiz sobre el proyecto de nueva "Constitución"

    La primera sesión de debate del proyecto de Constitución tuvo lugar el 25 de Agosto de 1811.

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    Fuente: Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias. Número 327. Sesión del 25 de Agosto de 1811.

    Cortes Cádiz (25 agosto 1811).pdf




    El Sr. PRESIDENTE: Señor, ha llegado felizmente el deseado día en que vamos a ocuparnos en el más grande y principal objeto de nuestra misión. Hoy se empieza a discutir el proyecto formado para el arreglo y mejora de la Constitución política de la Nación española, y vamos a poner la primera piedra del magnífico edificio que ha de servir para salvar a nuestra afligida Patria, y hacer la felicidad de la Nación entera, abriéndonos un nuevo camino de gloria. Por lo mismo me ha parecido propio del lugar, que sin mérito mío ocupo, tomar la palabra para suplicar a V. M. que así como el punto no se parece a los que hasta ahora hemos tratado, es preciso que tampoco se parezcan las discusiones que sobre él haya. Examínese el proyecto con la detención, profundidad de conocimientos y sabiduría que V. M. acostumbra; pero con toda la dignidad que es propia del carácter español y del asunto de que se trata. Lejos de nosotros, aun más de lo que están, las pequeñeces, personalidades y disputas académicas ajenas de este augusto lugar. Sean estas discusiones modelo para la posteridad, y aparezcan en los Diarios de Cortes como pide el interesantísimo objeto a que se dirigen, y como corresponde al sabio proyecto que se ha presentado: a este proyecto, que en mi juicio llenará de honor y alabanzas para siempre a V. M. por la acertadísima elección que hizo de los Sres. Diputados que lo han formado, y a estos de un eterno nombre y agradecimiento universal de la Nación por la sabiduría, tino y acierto con que en mi concepto han desempeñado tan arduo como difícil encargo, sin que disminuya su mérito las alteraciones y modificaciones que V. M. estime oportunas, porque generalmente no es lo mejor lo más útil y conveniente. Empecemos, pues, la gran obra, para que el mundo entero y la posteridad vean siempre que estaba reservado solo a los españoles mejorar y arreglar su Constitución, hallándose las Cortes en un rincón de la Península, entre el estruendo de las armas enemigas, combatiendo con el mayor de los tiranos, cuya cerviz se humillará más con este paso que con la destrucción de sus ejércitos. Espero asimismo que el público que nos oye, y de cuya felicidad y la de sus hijos se trata, guardará el más profundo silencio, y se abstendrá de los murmullos y otras acciones tan impropias de este sagrado recinto, como contrarias al respeto debido al Congreso, porque sería muy sensible usar de la autoridad que me concede el Reglamento, levantando unas sesiones en que tanto se interesa la Nación.

    Después de este discurso del Sr. Presidente, leyó uno de los Sres. Secretarios el siguiente trozo de la Constitución.


    PROYECTO

    DE CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA, PRESENTADA A LAS CORTES GENERALES Y EXTRAORDINARIAS POR SU COMISIÓN DE CONSTITUCIÓN


    En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad.

    Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, después del más detenido examen y madura deliberación, de que las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones que aseguren de un modo notable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bienestar de toda la Nación, decretan la siguiente Constitución política para el buen gobierno y recta administración del Estado.

    TITULO I

    DE LA NACIÓN ESPAÑOLA Y DE LOS ESPAÑOLES

    CAPITULO I

    De la Nación española


    Artículo 1.º La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.




    El Sr. CREUS: Supuesto que este proyecto de Constitución se ha presentado por una comisión, me parece corto el término que se ha prefijado para que todos se hayan enterado de cada uno de los artículos, ni aun del todo del proyecto. También sería conveniente que V. M. supiese si todos los señores que componen la comisión han presentado su consentimiento en todas sus partes; porque si alguno hubiese disentido, convendría que diese las razones que ha tenido para ello; y entonces podríamos tal vez los que no tenemos suficientes conocimientos, formar nuestro juicio para votar con más acierto.

    El Sr. PEREZ DE CASTRO: En el proyecto que se presenta hoy a la discusión se encuentra que de 15 Diputados que componen la comisión, los 14 lo han firmado; por consiguiente, no comprendo qué es lo que se propone el Sr. Creus en su pregunta. Claro es que en una reunión de 15 hombres es casi imposible que hayan convenido unánimemente en todos los artículos como están. Que la mayoría ha hecho el acuerdo es evidente, como consta de las firmas que se hallan en dos partes del impreso. Procedamos, pues, a la discusión; y aquellos individuos de la comisión cuyas ideas no convengan con algunos artículos del proyecto, podrán impugnarlos como los demás Diputados.

    El Sr. CAÑEDO: Yo soy uno de los individuos de la Constitución. He sido contrario a muchos de los artículos; pero por eso no he rehusado suscribir a todo el proyecto, conforme lo dictan las leyes comunes del orden en estos casos, pues creo que no debe privarse a los que han sido de dictamen contrario a la comisión de la libertad de proponer sus observaciones, aunque sean opuestas a lo que aparece firmado. Así, reservándose, como yo me reservo, la facultad de exponer lo que crea oportuno, aunque sea contrario a lo que propone la comisión, no hallo inconveniente en que principie desde luego la discusión. No obstante, no puedo menos de manifestar que me ha causado alguna novedad el ver que tratándose de un objeto de tanto interés, tan digno de la atención de los individuos que componen este Congreso, se haya designado su discusión con tanta prontitud que apenas ha habido lugar para leer el proyecto.

    El Sr. LEIVA: El proyecto que se presenta es el resultado del acuerdo de la mayoría de la comisión. En varios puntos hay votos particulares que se expondrán en sus respectivos lugares, según se acordó.

    El Sr. PRESIDENTE: Parece que el orden exige que siga la discusión, pues los señores que no hayan convenido en algún punto, tienen la facultad de proponer lo que les parezca cuando llegue el caso de discutirse el artículo en que hayan disentido.

    El Sr. GOLFIN: Está bien que lo haga; pero la firma que falta de uno de los individuos, parece que indica que ésta no conviene en el todo del plan de la Constitución. Sería bueno que tuviéramos su voto particular para poder comparar sus ideas con las de la comisión.

    El Sr. MUÑOZ TORRERO: Si el Sr. Valiente no ha convenido en unos artículos de la Constitución, ha convenido en las principales bases de ella; y podrá cuando llegue la discusión de aquéllos exponer todos los motivos que le han movido a no aprobarlos.

    El Sr. VALIENTE: Lo prevenido por el Reglamento es que siempre que un individuo de alguna comisión no se conforma con el acuerdo, entonces da su voto por escrito; pero esto se entiende cuando se le facilita el expediente para ver la parte en que no ha podido convenir, porque el objeto es que, examinado todo, vea lo que no halla por conveniente. En este negocio no ha podido ser así, porque V. M. y el público deseaban con ansia que esto se llevase a efecto. No queda, pues, otro arbitrio sino el que cada uno manifieste su opinión; pero si se facilitase el expediente, ¿quién se había de negar a dar su voto?


    Leída otra vez la invocación, dijo


    El Sr. GUEREÑA: Cuando un Congreso tan augusto como el que representa a la católica Nación española ha jurado con solemnidad defender nuestra religión sacrosanta, y pone a los ojos de los españoles mismos la Constitución política que perpetuará sus felicidades, entre las que son sin duda alguna de más dignidad y preferencia las que pertenecen al espíritu, me parece escasa o demasiado concisa la expresión que solo habla de Dios trino y uno, como autor y legislador supremo de la sociedad, pudiendo en pocas líneas extenderse una protestación de los principales misterios. Induce a pensarlo así el ilustre ejemplo que advertimos en nuestra legislación, examinada desde sus más remotas épocas. Notamos, pues, en los Fueros Juzgo y Real, en el sabio Código de las Partidas, en las Recopilaciones Nueva y Novísima de Castilla, y en la que se formó para las Indias, el esmero con que se preconiza nuestra santa fe, y el elogio con que se recomiendan todas sus máximas. Igual conducta han observado los cuerpos legislativos eclesiásticos, como es de ver en el común de los cánones y en los Concilios generales, nacionales y provinciales. Y por último, según la idea que inspira el símbolo de San Atanasio, adoptado por la Iglesia, la fe del cristiano es confesar los principales dogmas de ella. Así que, para desempeñar acerca de este importantísimo objeto nuestro deber, y la confianza de una Nación, que tiene por la primera de sus glorias la de ser y protestarse católica, apostólica, romana, convendría insinuar en una fórmula, aunque breve, los artículos más necesarios.

    El Sr. MUÑOZ TORRERO: La comisión ha tenido presentes los cuadernos de Cortes. Examínense, y se verá el método que en ellos se observa en la invocación. Aquí se considera a Dios con respecto a la sociedad; por eso le invocamos bajo aquella relación y el objeto principal de establecer leyes, poniendo la expresión de supremo legislador. Así, esta parte se ha extendido con arreglo a lo que se ha practicado hasta ahora, y a los principios que corresponden a la materia de que tratamos.

    El Sr. RIESCO: Yo también estaba persuadido a que no se señalaría tan pronto el día de la discusión de este proyecto de Constitución; sin embargo, no he podido menos de pedir la palabra para decir lo que el Sr. Presidente. Ha manifestado con mucha razón que éste es el día grande de la Nación española, verdaderamente día notable, porque cuando se ve vacilante y llena de amargura, se atreve a colocar la piedra más firme de su consistencia; y siendo este asunto el más grande que puede presentarse, estoy conforme con el señor preopinante, y me ha llenado de satisfacción ver que los señores de la comisión, siendo la religión el fundamento más sólido de la Nación española, hayan dado principio a la Constitución, invocando el sagrado nombre de la Santísima Trinidad; pero espero que no lleven a mal que éste se ponga conforme a los Códigos eclesiásticos. Es verdad que todo se expresa con esas palabras: no obstante, aún puede indicarse más la religión que profesa la Nación, según está prevenido por las leyes; porque si en los testamentos, que son leyes particulares de cada familia, se pone la protestación de la fe, mucho más se debe poner en ésta, que es una ley constitucional, por lo cual pudiera añadirse alguna expresión con la cual diese V. M. al mundo entero un testimonio de que renueva los sentimientos del gran Recaredo, Sisenando, Suintila y otros. Los Concilios de Toledo IV, VI y XVI, y cuantas protestaciones de fe ha hecho la Nación, todas están conformes en esto.

    El Sr. LOPEZ (D. Simón): No tengo nada que añadir. Es conveniente que hagamos una protestación más solemne de nuestra fe; es necesario que se haga la de la encarnación del Hijo de Dios, como que de ahí nace la religión católica, apostólica, romana. Esta declaración es tanto más necesaria, cuanto que estamos en un tiempo en que reina mucho la herejía de la filosofía, tan contraria a esta religión que tanto nos honra, y sin la cual nada se puede salvar según el símbolo Credo in unum Deum etcétera. Aquí, aunque se hace mención del Hijo, no se hace mención de Jesucristo, como Redentor y Establecedor de la religión católica, apostólica, romana, y como tal se debía hacer mención de Él y de la Purísima Virgen María, conforme se hace en los Concilios y se previene en la ley de Partida.

    El Sr. LEIVA: La comisión ha creído que siendo la invocación de la Santísima Trinidad el principio de nuestras instituciones, y la primera señal del cristiano, debió concebirse en los términos del proyecto. Pretender que se coloque en seguida la profesión de la fe es salir del orden y sacar este artículo de su lugar natural. La Nación española es la que va a reiterar dicha profesión. Así, es preciso anticipar los elementos constitutivos de esta Nación. Cumplido este antecedente en el título I, y designado su territorio en el primer capítulo del título II, viene oportunamente el art. 13, que dice así: «La Nación española profesa la religión católica, apostólica, romana, única verdadera, con exclusión de cualquier otra.» Estas dos líneas contienen las adiciones de los señores preopinantes, siendo indudable que la fe ortodoxa, fundada en la palabra divina y en la unidad de los fieles bajo la suprema potestad pastoral del sucesor de San Pedro, tiene por objeto cuanto la Iglesia canoniza y reconoce por cierto. Es inútil hablar de Concilios generales o ecuménicos: sus decisiones son respetadas universalmente, y tenidas por cánones infalibles de la religión católica en materias de fe y costumbres. Por tanto, el que profesa la religión, profesa, entre otras cosas, la obediencia a los Concilios.

    El Sr. MENDIOLA: El libro de la Constitución es el libro grande de la Monarquía española, que por lo mismo debe introducirse en los ánimos de cuantos la componen bajo de las ideas más grandiosas y elevadas, tomando el ejemplo así de los libros sagrados, como de los mejores profanos, cuyos comienzos, para influir aquella dignidad, han adoptado el sublime de la brevedad, que según dice Tácito, forma el carácter del idioma de la soberanía y del imperio.

    La misma obra inmortal divina del Evangelio comienza: «Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham,» en donde resplandece la sencillez justamente con la sublimidad. El libro de la Historia Sagrada no tiene otro comienzo que el siguiente: «En el principio crio Dios el cielo y la tierra.» ¡Qué sencillez! ¡Qué majestad! De la misma suerte, como aquí se trata de la obra de la libertad de una grande Nación, de su soberanía e independencia, imitándose los mejores modelos, ha díchose en tres proposiciones distintas lo que esencialmente es solo un principio, único y suficiente, para que sirviendo de elemento a los Códigos de la Nación, después en ellos se ostente como en otras materias, con preferencia, la religiosa amplificación de nuestra sólida creencia.

    El Sr. OLIVEROS: Señor, extraño mucho las dificultades propuestas por los señores preopinantes. No hay teólogo alguno que no conozca que se halla bien expresado el misterio de la Santísima Trinidad en las palabras «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.» “En el nombre” está la unidad de la esencia, y por esto dicen los teólogos que no se dice “en los nombres”; la distinción de las personas está clarísima; las adiciones que otros señores proponen son santas, pero no necesarias. San Pablo exige solo que hagamos en nombre de Dios las obras que hagamos. La comisión ha añadido a esto «autor y legislador de la sociedad» por las razones que ha expuesto sabiamente el Sr. Torrero. Se invoca a la Divinidad, como que es quien puede dar una sanción a las leyes que los hombres no pueden dar. Esto basta a mi juicio para satisfacer a las dudas propuestas.

    El Sr. LERA: Siendo este un Código breve, como se dice, que deberán llevarlo los niños para leerle en las escuelas a fin de que vayan bebiendo con la leche los principios elementales de la Constitución, no sería extraño que se pusiera una fórmula más extensa de nuestra santa religión, así como en el símbolo de los Apóstoles se contienen todos los elementos principales de ella. De este modo habría brevedad, y todo el mundo, cuando viera la Constitución española, vería la creencia de nuestra fe, y se conseguía que los niños se imbuyeran en estos principios tan saludables.

    El Sr. MUÑOZ TORRERO: En las escuelas se ha de enseñar con un catecismo. Si no se hubiera de dar otra educación cristiana que hacer leer la Constitución, vendría bien lo que dice el señor preopinante; pero como ha de acompañar a una educación religiosa, no hay necesidad de más extensión.

    El Sr. PÉREZ: Se tuvo muy presente en la comisión, y con el mayor escrúpulo se examinó y se vio que la España estaba corrompida en las costumbres mas no en el dogma. Por esto en el artículo siguiente no se puso, como en Francia y otras partes, que «la religión será la católica,» sino que «la Nación profesa la religión católica, etcétera.» Porque aunque haya decaído en las costumbres, todos hemos permanecido y conservado la pureza de la religión y dogma. Así, lo que se trataba era de remediar la Nación en lo que había necesidad; y no necesitando cosa alguna en punto de religión, se creyó que no debía hacer esta protesta con tanta extensión. V. M. tiene presente que en el proyecto del Concilio nacional, que poco hace se ha presentado, su autor no se ha extendido en esto, no obstante que allí convendría mejor, porque sabe muy bien que todos los Concilios empiezan sus sesiones con esta protestación, y a él le pertenece. Por tanto, viendo la comisión, como he dicho, que la España se conserva pura en el dogma, juzgó que no era necesario hacer una protestación de nuestra fe, como si fuera para otra nación naciente, y se temió también que los españoles se agraviarían de que los tratasen de un modo que diese a entender que necesitaban que se les pusiese delante de los ojos los artículos de su creencia. Esta ha sido una de las razones de congruencia que se han tenido para no hacerlo.

    El Sr. VILLANUEVA: Señor, hallo yo una notable diferencia entre los Códigos de la legislación española y el presente proyecto de nuestra Constitución. En los Códigos de nuestra legislación hay, porque los debe haber, títulos enteros que contienen la profesión de la fe católica y leyes establecidas para protegerla y conservarla. Mas en la Constitución solo debe establecerse como ley fundamental que la religión católica es la única de la Monarquía. Así, entiendo que no hace falta la extensión de este artículo que desean algunos señores, aunque no son desatendibles sus reflexiones. A mí me parece que concordando la dignidad y decoro de la Constitución con los deseos de la piedad española, pudiera alargarse este principio en términos que llenase la voluntad general de la Nación. En seguida, pues, de las palabras «en el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad,» pido a V. M. que se añada: «de nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen María.» De esta suerte se invocaría a Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe, y se imploraría la protección de la Santísima Virgen, a quien reconoce España por su patrona.

    El Sr. OBISPO DE CALAHORRA: Aquí se trata de una Constitución elemental para España: se trata de una Nación católica, la primera en el mundo: está bien que esta discusión no se extienda demasiado; pero el primer punto que se ha de tener presente ha de ser la religión católica y la creencia de esta religión; y como se ha de enseñar en las escuelas, será puesto en razón que la primera leche que han de mamar los niños sea el conocimiento de que Dios es el autor de todo, que es el salvador, remunerador, justo, etc. Póngase: creo firmemente esto, lo otro y lo de más allá. Póngase que Dios es el autor de todas las cosas, de todo lo visible e invisible, y que nos redimió; y también se hará como se debe poniendo: creo todo lo que dice la Santa Iglesia católica, apostólica, romana.

    El Sr. CREUS: No encuentro que sea contra la dignidad de esta materia el que se añada una expresa significación del misterio de la Santísima Trinidad. Es cierto que está comprendido en lo que va expuesto, pero si se añadiese uno y trino en personas, no creo que vendría mal. Lo digo, porque cuando se trata de Dios, debe quitarse todo término que restrinja, y siendo Dios no sólo legislador de la sociedad, sino autor de todas las cosas, no se debe decir legislador de la sociedad, sino supremo legislador.

    El Sr. VILLAGOMEZ: Yo no digo más que dos palabras, y son: que después de «legislador de toda sociedad,» se añadiera «y de Jesucristo, y a honor y gloria de su Santísima madre la Virgen Santísima.»

    El Sr. ESPIGA: Cuando V. M. encargó a la comisión el proyecto de Constitución, creyó que no le encargaba un catecismo de la religión, y que este grande objeto de política no debía contener aquellos artículos que deben mamar los niños con la leche. La Constitución solo debe contener las leyes fundamentales, y lo que se dice en la Constitución, no solo expresa cuanto han dicho los Concilios, sino cuanto han dicho los Padres de la Iglesia. La Constitución dice: «la Nación española profesa la religión católica, apostólica, romana, única verdadera, con exclusión de cualquier otra.» ¿Qué cosa habrá que no esté comprendida en este artículo? Se dice que se podía haber expresado el misterio de la Santísima Trinidad. Señor, cualquiera que haya leído los Padres y los intérpretes, deberá conocer que en estas palabras (Leyó la cláusula) está la unidad de la esencia y la distinción de las personas, y no hay teólogo, por ignorante que sea, que no sepa esto. La majestad de una Constitución consiste en decir bajo pocas palabras todo cuanto se puede desear. También ha tenido presente la comisión que iba a poner su obra bajo la protección del autor de todas las cosas, y por eso ha dicho «en el nombre de Dios Todopoderoso, etc.» No creía que fuese menester más que invocar el nombre de Dios Todopoderoso, como que es el autor del orden, de la justicia y de las leyes; el que formó al hombre con todas las cualidades necesarias para la sociedad, y que por esto se dice con la mayor exactitud «autor y supremo legislador de la sociedad.»

    El Sr. ARGÜELLES: La intención de la comisión está bien manifiesta. Las ideas de los señores preopinantes indican claramente cuán difícil hubiera sido expresarse en unos términos que acomodasen a todos, pues cada uno quiere que se ponga lo que mejor le parece. Y así, pido que se vote.


    Se procedió a votar, y quedó aprobada la invocación.

    Leída la introducción, dijo


    El Sr. BORRULL: Siendo esta una obra tan importante para España, y de las más notables que ofrecerá la historia, se debe procurar en todo su mayor perfección, examinar también sus palabras, y corregir aquellas que no correspondan a la dignidad del asunto: yo encuentro que en la introducción se expresa que las «antiguas leyes fundamentales, podrán llenar debidamente el gran objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bienestar de la Nación;» y entiendo que estas palabras «el bienestar de la Nación» no son propias para significar lo que se desea, y que en su lugar ha de decirse «el bien de la Nación.»

    El Sr. CAPMANY: Yo apruebo lo que dice el señor Borrull, porque este bienestar es relativo a una familia, a un individuo, y nunca a una comunidad, y menos a una Nación entera.

    El Sr. ARGÜELLES: Supuesto que debemos atender a la brevedad, y que ninguno se opone a que se suprima esa palabra, vótese desde luego sin ella.


    Así se hizo, y quedó aprobada la introducción suprimiendo la palabra estar.

    Se leyó el título I, y dijo


    El Sr. BORRULL: Esta definición es demasiado general, y no se contrae al asunto de que se trata: parece que para formarla se tuviese presente lo que dijo el Rey D. Alfonso el Sabio en la ley 1.ª, título X, partida 2.ª: «pueblo llamaron al ayuntamiento de todos los homes;» pero el Rey no habló en particular de este u otro pueblo, porque atribuye esta definición a los antiguos, expresando haberlo entendido así en Babilonia, en Troya y en Roma. Veo que la comisión se quiere contraer a España, y por ello expresa que la «Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios»; pero deseando hablar solamente de los vasallos de Fernando VII, comprende también sin pensar a los que no lo son, esto es, a los portugueses; no pudiendo dudarse que el reino de Portugal desde los tiempos antiguos es y ha sido parte de la España, puesto que le reconocieron así los romanos en las diferentes divisiones que hicieron de ella, y después han convenido todos en lo mismo. Debiendo, pues, añadirse algunas palabras que los distingan y manifiesten como corresponde el motivo de su unión, podría concebirse el artículo en los términos siguientes: «La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios bajo de un mismo gobierno, y nuestras leyes fundamentales».

    El Sr. PEREZ DE CASTRO: Señor, para desvanecer un escrúpulo del Sr. Borrull es preciso observar que se habla de todos los españoles de ambos hemisferios. Cuáles sean éstos se explica luego, y cuál sea el territorio español se expresa también en otro artículo.

    El Sr. VILLANUEVA: Señor, otro reparo se me ofrece en esta definición, fundado en los principios de derecho público. Dícese en ella «que la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Yo añadiría «bajo unas mismas leyes, o bajo de una legislación»; porque no hay verdadera sociedad donde no hay leyes con que se unan y por donde se gobiernen sus miembros. Además, a la palabra reunión sustituiría yo conjunto, que denota más claramente el número o la multitud de españoles.

    El Sr. CAPMANY: Quisiera aclarar con más precisión la palabra reunión. En parte apoyo todo lo que acaba de decir el señor preopinante. Parece que reunión supone que están reunidos en un punto o en un mismo paraje. Esto significa reunirse los que estaban dispersos. Se pudiera decir unión o comunión, así como se llama la comunión de los fieles, y no la reunión de los fieles, que es cuando están en la iglesia. Así, me parece que debería decirse la unión, comunión o conjunto, porque reunión no me parece propio de este lugar.

    El Sr. ARGÜELLES: La comisión no se desentendió de la escrupulosidad con debía proceder en el lenguaje, y no le costó pocas fatigas; pero solo puedo decir al señor preopinante que tampoco desconoció que el lenguaje es metafórico, porque es casi imposible una exactitud tan grande, cuando el objeto principal son las ideas. La dificultad de observar esa precisión académica sólo se conoce en el acto de aplicar las palabras a los pensamientos.

    El Sr. LLAMAS: (Leyó). Señor, es conveniente, para discurrir sobre el particular, establecer el verdadero significado o sentido de la palabra Nación; yo le doy el siguiente.

    El pueblo español, que nos ha diputado para representarlo en estas Cortes generales y extraordinarias, y nuestro amado Soberano el Sr. D. Fernando VII, que es su cabeza, forman un cuerpo moral, a que yo llamo la Nación o Monarquía española, por ser monárquica su Constitución. La soberanía real y verdadera sólo la admito en la Nación, pues en el instante que se conciba que puede estar separada, ya sea en el Rey, o ya sea en el pueblo, queda destruida la Constitución que se ha jurado mantener, porque precisamente deberá sucederle el gobierno despótico o el democrático, y por lo tanto es necesario fijar el idioma para que nos entendamos.

    El Sr. ALCOCER: Como la Constitución es la obra grande de las Cortes, y para cuya formación se congregaron principalmente, debe ponerse el mayor conato en que salga perfecta. De este modo únicamente se llenará la expectación de la Nación española, se evitará la censura de las extranjeras, y se dejará a la posteridad un monumento de las gloriosas tareas de V. M. Por esta razón no omitiré una u otra reflexión relativa a este objeto, la que no quiero se mire como objeción para impugnarla, sino como un escrúpulo que excite las luces de los demás señores para que la aclaren. Seré ocasión de que se arrime el candil a un objeto, que sin este requisito tal vez no se percibiría por los ojos menos perspicaces.

    Bajo esta propuesta digo que el primer artículo no me parece una definición exacta de la Nación española. No lo digo atendiendo al rigor de las reglas logicales, sino porque no es una noción clara y completa, ni da una idea cabal del definido. Entiendo desde luego que no se habla de la Nación formada física sino políticamente, pues en aquel sentido, como consta del mismo nombre, solo se atiende al nacimiento y origen, y en salvándose esto ninguna otra nulidad se requiere. Ni la de Gobierno es necesaria como se ve actualmente en los españoles, obedeciendo unos al Rey intruso, y otros a V. M., sin que por eso dejen de ser todos de una Nación. No se necesita tampoco la unidad de territorio, de que es ejemplo la nación judaica, cuyos individuos están dispersos por toda la faz de la tierra. Tomando, pues, físicamente a la Nación española, no es otra cosa que la colección de los nacidos y oriundos de la Península, la cual se llama España.

    Pero aun tomando políticamente a la Nación española por el Estado, no hallo exacta su definición. Tropiezo lo primero en la palabra reunión, que aunque parezca purista o rigorista, encuentro en nuestro Diccionario que sólo significa una segunda unión, o una unión reiterada; de suerte que no puede aplicarse sino a las cosas que habiendo estado unidas se segregaron, y vuelven a unirse otra vez. Me desagrada también que entre en la definición la palabra española, siendo ella misma apelativo del definido; pues no parece lo más claro y exacto explicar la Nación española con los españoles, pudiéndose usar de otra voz que signifique lo mismo.

    Lo segundo y principal es que en la noción de un cuerpo político deben expresarse tres cosas: el compuesto o agregado que resulta de la unión; las cosas unidas, y el objeto en que se unen; y esto falta en la definición. El Estado no es la unión de sus miembros, sino el agregado que resulta de ella; y aunque se diga que la voz reunión se toma en el artículo metafóricamente por este resultado, como ella en rigor significa la acción de reunirse, es a lo menos equívoca en el caso, y pueden usarse otras que no lo son, como sociedad, colección, etc.

    Se expresan en la definición las cosas unidas, que son los españoles; mas para no usar esta voz por la razón insinuada, puede decir los habitantes o vecinos de la Península y demás territorio de la Monarquía, en lo que se incluyen hasta los extranjeros, a quienes más adelante se llama españoles.

    El objeto en que se unen los miembros de un cuerpo político es tan preciso expresarlo, como que en él consiste la diferencia esencial de los cuerpos y sus diversas denominaciones. Si la unión es por los vínculos de la sangre, se llama familia; si es en algún instituto o regla monacal, se llaman órdenes religiosas; si es en el aprendizaje o cultivo de las ciencias, se llaman universidades y colegios; si es en la profesión u oficio, se llaman gremios, y así de los demás.

    La unión del Estado consiste en el Gobierno o en la sujeción a una autoridad soberana, y no requiere otra unidad. Es compatible con la diversidad de religiones, como se ve en Alemania, Inglaterra, y otros países; con la de territorios, como en los nuestros, separados por un inmenso Océano; con la de idiomas y colores, como entre nosotros mismos, y aún con la de naciones distintas, como lo son los españoles, indios y negros. ¿Por qué, pues, no se ha de expresar en medio de tantas diversidades en lo que consiste nuestra unión, que es en el Gobierno?

    Si alguno definiere al hombre diciendo absolutamente que es un animal, ¿no se extrañaría el que no expresase la racionalidad que lo distingue de los demás animales? Y si lo definiere «la reunión de las partes humanas», ¿no se diría era mejor expresar el resultado de la unión y designar las partes unidas, definiéndolo «el compuesto de alma y cuerpo?» Pues todavía hay un ejemplo más propio.

    Los católicos componen el cuerpo moral de la Iglesia, y no se define ésta por la reunión de ellos, sino que se expresa el resultado de su unión diciendo que «es la congregación de los fieles»; y para designar en lo que se unen, se añade «regidos por Cristo y su Vicario». Por todas estas razones, yo era de opinión se definiera la Nación española «la colección de los vecinos de la Península y demás territorios de la Monarquía unidos en un Gobierno, o sujetos a una autoridad soberana». No hago en esto otra cosa que aplicar a nuestra Nación la definición que encuentro en los publicistas y demás jurisconsultos del Estado en general: «Una sociedad de hombres que viven bajo un Gobierno».

    El Sr. BÁRCENA: Yo no puedo aprobar este artículo 1.º en los términos en que está concebido. Debo a V. M., entre otros, el honor de haberme nombrado individuo de la comisión de Constitución. Como tal, después de haber desempeñado, según mis cortas luces, mi obligación en este punto, he puesto mi firma al pie del proyecto que se ha presentado a la sanción de V. M., y del discurso preliminar que le precede; pero no por eso ha de creerse que todo el contenido de éste, y todos los artículos que comprende aquel, son conformes a mis ideas, y que, por tanto, no puedo discurrir contra ellos sino a expensas de una manifiesta contradicción. Mi firma, en este caso, no tiene más valor ni más significación que acreditar haberse tejido el uno, y formádose el otro según el dictamen del mayor número de los dignos individuos de la comisión. Yo, sin salir garante de la verdad, exactitud y oportunidad de algunas especies que se vierten en el discurso, y sin quedar obligado a aprobar todos los artículos del proyecto, he suscrito a ambos, a imitación de varios de mis compañeros, que también disienten, reservándonos la facultad de exponer nuestro dictamen sobre muchos artículos que son contrarios a nuestro modo de pensar. Por desgracia, ya tengo que decir, desde este primer artículo, que no puedo aprobar según está formado, por calificarlo de diminuto, y que no expresa cuanto debía, mientras quede reducido a las solas palabras que comprende.

    Entrando, pues, en la discusión de él, discurro así: o este artículo expresa poco, o expresa lo que no es. Se trata en él de dar una idea justa, exacta y completa de la Nación española, o sea su verdadera e íntegra definición. La palabra nación es idéntica y perfectamente sinónima a esta: «unión o reunión de hombres»; y lo mismo sucede con estas: «Nación española, y reunión de hombres que son españoles». No prestan ideas más claras las unas palabras que las otras. Quien dijese: «la reunión de los españoles», diría lo mismo que si dijera: «la Nación española», sin expresar, ni explicar, ni desenvolver más esta idea en unas palabras que en las otras. La descripción o definición de una cosa debe ser más clara, más perceptible, y manifestarla más que el propio y simple nombre que la significa: debe ser a modo de un análisis, que desenvolviendo su esencia, presente cada una de por sí las ideas de las partes esenciales que están unidas y como enrolladas en el nombre de la cosa. Así, yo no definiría bien al hombre diciendo que era un ente humano, porque esta expresión arroja una idea tan oscura y simple, como la palabra hombre: es necesario que diga, para definirlo bien, que es animal o viviente racional; expresando de este modo como separadas las ideas de las partes esenciales que lo componen. Es, pues, muy diminuto el artículo o expresa poco cuando dice que la Nación española es la reunión de todos los españoles. Estas mismas palabras, adoptadas por la mayor parte de la comisión, están exigiendo de necesidad que se añadan otras. Es la reunión de los españoles. ¿Y cómo están reunidos o se reunieron estos hombres? ¿Qué vínculos los enlazan unos con otros? ¿Qué pactos han celebrado que los obligan recíprocamente entre sí mismos? Este lazo, este vínculo y estos pactos entran en la idea esencial de una nación; porque no puede formarse, ni aun concebirse, sin un expreso respecto a ellos. Es, pues, forzoso hacer una explícita mención de lo que constituye esta reunión; y tanto más, cuanto que se trata de un todo o compuesto moral, cuyas partes, por tener un ser perfecto cada una de por sí en lo físico, no están dependientes ni unidas la una con la otra en la misma línea, y sólo un vínculo moral puede realizar esta unión política, siendo un nuevo motivo para expresarla cuando se da idea completa de la Nación.

    Si así no se quiere, y se incluye enteramente, habremos de considerar como por una abstracción a los habitantes del territorio español, dispersos y errantes por los montes y las selvas antes de reducirse a sociedad, o en el punto de ir a constituirse en nación. Entendido así el artículo, expresa lo que no es ni ha sido jamás. Esta es una idea del todo metafísica, y un concepto puramente ideal sin fundamento alguno. Porque ¿cuándo los españoles no estuvieron reunidos en sociedad y formaron una verdadera y perfecta nación? En los últimos siglos, en los de la Edad Media del mundo, en los primeros de que hay memoria, siempre vivieron bajo una determinada constitución, profesaron alguna religión y tuvieron su peculiar forma de legislación, a pesar de que todo se fuera variando sucesivamente y sin interrupción, según lo prescribía la vicisitud de los tiempos. A través de las densas tinieblas que cubren la más remota antigüedad, ya descubrimos, aunque confusamente, a los hijos de Jafet poblar poco después del diluvio nuestra Península; pero siempre formados en sociedad con su Príncipe y leyes que los regían. ¿A qué, pues, dictar este artículo en una expresión que da cabida a aquella abstracta y falsísima inteligencia, que colima y es análoga al desbaratado absurdo y perjudicial sistema, que como un hecho real y verdadero han querido persuadir los filósofos libertinos de nuestros días? Fundado en estas y otras razones, que omito consultando la brevedad, creí siempre que el presente artículo es diminuto, y que reducido a los términos que comprende, o expresa poco, o expresa lo que no es. Me parece debía formarse con estas o equivalentes palabras: «La Nación española es la colección de todos los españoles en ambos hemisferios bajo un Gobierno monárquico, la religión católica, y sistema de su propia legislación». Por consiguiente, no puedo aprobar el contenido en el proyecto de Constitución.

    El Sr. INGUANZO: Había pedido, Señor, la palabra para hacer presente el mismo reparo que acaban de exponer los dos señores que próximamente me han precedido. Así que, me queda poco que añadir, y tanto menos molestaré a V. M. Es, en mi concepto, la mayor dificultad que ofrece la definición o artículo que se discute. A la verdad, no hay cosa más difícil que fijar con exactitud las definiciones de las cosas; y yo quisiera que aquí se evitase semejante trabajo, que nos mete en teorías abstractas y filosóficas, que para nada conducen, sino para producir tal vez consecuencias desagradables y funestas a la Nación. Quisiera que nos concretásemos a reglas prácticas de Gobierno, y prescindiéndose de ideas o principios especulativos, los cuales, por más que nos empeñemos en decidirlos, quedarán siempre sujetos a la opinión y modo de pensar de los políticos: en una palabra, que no tratemos de lo que se deba creer, sino de lo que se ha de obrar y ejecutar. Pero ya que se ha puesto el punto en discusión, diré mi dictamen. Juzgo, Señor, que la definición de la Nación española, según se expresa en este artículo, es muy defectuosa, porque no incluye lo más sustancial que constituye la esencia de una nación civilizada. Una nación en este sentido, o entendida políticamente, no es la reunión de hombres en confuso, de cualquiera manera, sino de hombres reunidos bajo de cierto Gobierno y Constitución, que es el vínculo que forma su unión y enlaza los unos con los otros. Así, entiendo que la Nación española no se define bien sino en cuanto se exprese la reunión de los que la componen bajo de su Gobierno constitucional, que es, por decirlo así, el alma de su asociación. De otra manera sería definirla como pudiera definirse la que también se llama nación entre salvajes, entre los cuales existe también cierta reunión, pero que no es bastante para que pueda calificarse de una nación en sentido civil y político. Si acaso quisiere decirse que la definición se propone y debe hacerse de un modo genérico sin restricción a ninguna forma de gobierno, por esto mismo sería más repugnante a mi vista; pues además de que yo no puedo concebir nación sin Gobierno, cualquiera que sea, aquí tratamos de la española, acerca de la cual preciso es convenir que debemos alejar toda idea y hasta la posibilidad de tener otro alguno que el que la es propio y constitucional y reconocido por ella. Concluyo, pues, que sólo podrá correr en mi dictamen la definición que se disputa, añadiendo las palabras indicadas, esto es, «que la Nación española es la reunión de los españoles de ambos hemisferios, bajo de una Constitución o Gobierno monárquico y de su legítimo Soberano».

    El Sr. ARGÜELLES: Si los señores preopinantes hubieran expuesto sus opiniones con más claridad, no habría sido necesario explicarse con tanta difusión. Creo que su idea era si se debió adoptar el método analítico o el sintético. Cualquiera que lea con cuidado esta definición, verá que la dificultad que tienen estos señores está salvada en los artículos siguientes, y al mismo tiempo cuál ha sido el espíritu y carácter que ha querido dar a este punto la comisión. Aquí no tanto se trata de ideas teóricas ni filosóficas sobre la naturaleza del estado primitivo de la sociedad, cuanto de establecer sobre las bases de nuestro antiguo Gobierno uno que pueda servir para que el Sr. D. Fernando VII, que felizmente reina, nos dirija y haga dichosos en adelante. Los mismos señores preopinantes han visto cuántas opiniones diferentes ha habido en sus pareceres; pues la misma diversidad y dificultad hubo en la comisión para acordar este artículo. Todo este trabajo es un sistema, y es imposible dejar de parar la consideración sobre todas las partes que le componen; pero cualquiera debe tranquilizarse, porque no hay ningún veneno; todo se presenta a primera vista. La palabra reunión, en que ha reparado el Sr. Capmany, también en la comisión encontró dificultades para ser adoptada, porque en la congruencia de términos pudo preferirse ésta o la de colección, que se aplica con más propiedad a cuadros, libros, papeles, etc. Así, se adoptó la palabra reunión, que creyó la comisión era más general, traída para el mismo caso con mucha frecuencia; y sobre todo, ¿por qué nos hemos de desentender de que aun metafóricamente estaría bien usada? Al cabo, al cabo, no parece tal que se deba desechar en competencia de colección, conjunto, aglomeración, etc., que se ha querido sustituir. En cuanto a las demás ideas que ha indicado el Sr. Alcocer, este Sr. Diputado no puede desentenderse de que no todos los habitantes de un país componen la nación en que se hallan, porque entonces los extranjeros transeúntes serían españoles; y ésta es una idea falsa, porque hay habitantes que están en España, que son, digámoslo así, peregrinos, no obstante que gozan de los derechos de protección que les conceden las leyes: razón por que el Sr. Alcocer no puede menos de conocer cuál ha sido la causa por que la comisión ha adoptado esta definición. Por consiguiente, si cualquiera Sr. Diputado se hace cargo de que, como he dicho, este es un sistema, debemos evitar la cuestión de si se debía preferir el método analítico o el sintético: nos perderíamos en ella por la diversidad de opiniones; y cualquiera que se adoptase, sería imposible presentar a primera vista todas las ideas. El orden y generación de ellas sería propio de una academia, no de unos legisladores.

    El Sr. ESPIGA: Si se examinasen los objetos que se proponen a la discusión de V. M. con aquella justa imparcialidad, que, superior a las diversas opiniones de los hombres, sólo trata de averiguar la verdad, se fijaría la atención sobre el verdadero punto de vista en que se presenta la cuestión, y se evitarían contestaciones que no tienen otro efecto que prolongar la feliz conclusión de la grande obra que la Nación espera con impaciencia. Los señores preopinantes han debido advertir que presentando la comisión el proyecto de Constitución a unas Cortes Constituyentes, y poniendo el primer cimiento de este majestuoso edificio en la definición de la Nación, que se expresa en el primer artículo, no han debido definir la Nación como constituida, aunque lo esté, sino que ha sido necesario considerarla en aquel estado en que usando de los grandes derechos de establecer las leyes fundamentales, está constituyéndose, o lo que es lo mismo, está mejorando su Constitución. Así es que no han podido definirla más exactamente, ni ha debido hacer expresión alguna de leyes, de Rey, ni de Gobierno, porque se considera a la Nación antes de formarlo o cuando lo está formando. No se debe olvidar, Señor, que la Nación y el Gobierno son cosas muy diferentes y cualquiera que las confunda no puede tener idea de política. Para convencerse de esta verdad, no hay necesidad sino de dirigir la atención sobre estas Cortes. ¿No está la Nación española en este augusto Congreso? Y por ventura ¿tiene él alguna parte en el gobierno? ¿No son dos cosas bien diferentes? ¿Pues cómo podrá incluirse en la definición?

    La definición, como he dicho, no puede ser más exacta; pero para que se dé una verdadera inteligencia a esta palabra reunión, es preciso observar que no se trata de reunión de territorios, como se ha insinuado, sino de voluntades, porque esta es la que manifiesta aquella voluntad general que puede formar la Constitución del Estado.

    El Sr. Capmany ha puesto un reparo sobre la palabra reunión digno de su exactitud; pero si el Sr. Capmany observa que no es ésta la primera vez que la Nación española se reúne en Cortes, convendrá que está puesta con propiedad la palabra reunión. Por estas justas consideraciones parece que ni debe alterarse la palabra reunión, ni hacerse al artículo adición alguna. Al concluir, Señor, me he acordado de una comparación que se ha hecho, y que por sus circunstancias puede alucinar, y es necesario manifestar la grande diversidad que hay entre los extremos. El Sr. Alcocer ha dicho que así como se dice: «Que la Iglesia es la congregación de los fieles unidos a su cabeza, que es Jesucristo», así se debía definir la Nación: «La congregación de los españoles bajo un Rey o un Gobierno»; pero V. M. debe considerar que Jesucristo estableció la Iglesia, y que la Nación no es establecida por Rey ni por Gobierno, y esta esencial diferencia debe constituir diferentes definiciones.

    El Sr. LLANERAS: Señor, efectivamente, paréceme muy inexacta la definición o explicación que de la Nación española se presenta en este primer artículo. Pero ya no lo extraño después de haber oído lo que acaba de decir el Sr. Espiga, uno de los individuos de la comisión; esto es, que esta definición no puede ser con la exactitud que corresponde por ser de la Nación española aún no constituida, sino que se está constituyendo, que no tiene Constitución, que está sin Rey; absurdo ciertamente es el decir esto de la Nación española. La Nación española está constituida: tiene y ha tenido siempre su Constitución o sus leyes fundamentales, y tiene cabeza, que es Fernando VII, a quien V. M. en el primer día de su instalación juró solemnemente por su Rey y por su Soberano. Y si las leyes fundamentales de la Monarquía o su Constitución necesitan de mejorarse, esto mismo supone su actual existencia, porque no se mejora sino lo que ya se supone existente. Bajo esta consideración enviaron las provincias comitentes a sus Diputados, no para dar a la Nación española una nueva Constitución fundamental, sino para mejorar la que hay de un modo que sea digno de esta Nación. Véase la convocatoria de las Cortes, a que se refieren los poderes de sus Diputados. Así, pues, existe esencialmente constituida la Nación española: no está en embrión o constituyéndose aún, y puede y debe darse ya en este primer artículo una explicación exacta de ella. De consiguiente, es mi dictamen que además de la justa adición que ha propuesto el Sr. Villanueva, «bajo una misma legislación», se diga también: «y bajo una misma cabeza, que es el Rey»; y que se diga de consiguiente: «La Nación española es la reunión de todos los españoles bajo unas mismas leyes, y bajo una misma cabeza que es el Rey».

    El Sr. GÓMEZ FERNÁNDEZ: Señor, la razón natural dicta, y la experiencia nos enseña todos los días, que siempre que se trata de restablecer alguna cosa que no estaba en uso, o de añadirla algo que no tenía, se dé o exponga la razón o conveniencia que trae en ponerlo en uso, o qué razón o conveniencia puede haber para que se mejore. Esto, que ocurre en cualquier caso, y a cualquiera gente, es más importante cuando se trata de las leyes; y no así como quiera, sino de las leyes fundamentales del Reino, así de Partida como Recopiladas. Todos los autores de unas y otras están conformes, que siempre que se trata de restablecer una ley que no estaba en uso, o hay que mudarla, se haya de saber por qué no estaba en uso: si trae conveniencia o perjuicio, y si el restablecerla o mudarla trae las utilidades que se propone. De aquí nace lo que voy a pedir para todos y para cada uno de los artículos de la Constitución, a saber: que la comisión o uno de sus individuos, en cada artículo que se trate nos diga: «Lo dispuesto en este artículo no estaba en uso, pero estaba mandado en la ley A, o en la ley B. Este no estar en uso dimanaba de este abuso o arbitrariedad, y trae…» (Se le interrumpió). Iba a decir lo que hallo que debe hacerse en esto, y no solo yo, sino la comisión lo dice a V. M. (Leyó unos períodos del discurso preliminar)*. Con que ahora la comisión lo ha juzgado necesario; y por no haberlo hecho no la culpo, porque bien sé que sería obra de romanos; pero debe hacerlo aquí antes de principiar la discusión de cualquier artículo. Así sabrá V. M. por qué no estaban en uso las leyes que se reformen, y por qué se añaden o mudan las que estaban faltas. Yo, para no molestar la atención de V. M. en toda la discusión, protesto desde ahora a nombre del reino de Sevilla, a quien represento, toda la Constitución si no se nos da esta noticia; y pediré que los Secretarios de V. M. me den una certificación de ello, para hacerlo saber a aquel reino.


    * [Nota mía: No se recogen en el Diario de Sesiones qué líneas leyó del Discurso Preliminar a la “Constitución” de Cádiz el Diputado Sr. Gómez Fernández, pero se deduce fácilmente que fueron las famosísimas que aparecen al principio de dicho Discurso, y que dicen así:

    “Nada ofrece la Comisión en su proyecto [de Constitución] que no se halle consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legislación española…”]


    El Sr. PRESIDENTE: Señor, es muy extraño que cuando se habla de un artículo de la Constitución para examinar si la definición que contiene es o no exacta, y cuando esperábamos que el Sr. Diputado de Sevilla hiciera lo que los demás, esto es, diera alguna razón apoyando o negando el artículo, se oiga una cosa que yo no puedo menos de llamar escandalosa, como lo es el decir que protesta la Constitución, si los señores de la comisión a cada artículo no manifiestan las leyes de donde lo han sacado. Aquí no nos hemos juntado para esto, sino para mejorar la Constitución. Los señores de la comisión exponen que no han ido a buscar a partes extrañas lo que proponen para la felicidad de la Nación en el trabajo que presenta, suponiendo que cada uno de los Sres. Diputados se haría cargo del objeto de la reunión de las Cortes. Si apenas entramos en la discusión principiamos a hacer protestas impropias, ¿será esto querer la salvación de la Patria? Yo suplico a V. M. y a cada uno de los Sres. Diputados que desde luego expongan las razones que gusten para poder resolver con acierto; pero que no pongamos desde luego un estorbo tal, que parezca nuestro ánimo el que estas Cortes sean eternas. Yo soy de opinión de que aun cuando la Constitución no tuviese el mérito que la que nos ha presentado la comisión, debería adoptarse por amor a la brevedad, y para no perder el tiempo, y al fin quedarnos sin Constitución.

    El Sr. MARTÍNEZ FORTÚN (D. Nicolás): El señor Gómez Fernández insiste en su proposición; por tanto, pido a V. M. que determine sobre este punto; pues en caso de admitirse esta protesta, yo desde luego hago renuncia de mis poderes, y me retiro a mi pueblo.

    El Sr. CALATRAVA: Señor, al oírse la protesta del Sr. Gómez Fernández no ha podido menos de escandalizarse el Congreso. Es menester poner fin a estas cosas. Continuamente estamos viendo citar aquí las leyes, como si fuera éste un colegio de abogados, y no un cuerpo constituyente.

    El Sr. OLIVEROS: Señor, diré primeramente que no sé en qué se funda el señor preopinante para imponer a los individuos de la comisión la obligación de manifestarle las leyes que se derogan por algunos artículos, y las que se confirman; las provincias han nombrado los Diputados en quienes han creído que se reúnen el talento y la instrucción; a éstos toca instruirse cada día más, conferenciar, consultar y votar según crean que deben hacerlo; pero no el presentar el Código, registrar las leyes, y enseñarlas a los demás; porque si yo tengo esta obligación, también la tendrá el señor preopinante; pero pasemos al artículo. Ábranse los libros de jurisprudencia, de teología o moral; examínese el principio de cualquiera tratado, y lo primero que se encontrará será una definición general del asunto de que se trata. Esta se va después desenvolviendo, y por último, se adquiere un exacto conocimiento de la materia que se trata. La definición de la Nación española es muy general; su género y diferencia comprende muchas y diversas cosas: así es como se define lo que es ley, derecho o sacramento; es decir, se da una noción general. En esta se expresa que la Nación es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios, las familias particulares que están unidas entre sí, porque jamás hubo hombres en el estado de la naturaleza; y si hubiera alguno, nunca llegaría al ejercicio de su razón: estas familias se unen en sociedad, y por esto se dice reunión. Es una nueva unión y más íntima que antes tenían entre sí: y de los «españoles de ambos hemisferios», para expresar que tan españoles son los de América como los de la Península, que «todos componen una sola Nación». Esta Nación, Señor, no se está constituyendo, está ya constituida; lo que hace es explicar su Constitución, perfeccionarla y poner tan claras sus leyes fundamentales, que jamás se olviden, y siempre se observen. Esto es lo que ha procurado la comisión de Constitución, y está ya aprobado en la introducción a ella; por todo lo cual aparece que la definición propuesta es clara, y que no debe pedirse que todo se diga en un artículo, como no se pide en ninguna otra cosa, sea de jurisprudencia o teología.

    Votóse el primer artículo, quedó aprobado, y se levantó la sesión, señalando el Sr. Presidente el miércoles 28 del corriente para continuar esta discusión.
    Última edición por Martin Ant; 09/02/2017 a las 18:40
    Rodrigo dio el Víctor.

  3. #3
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    Re: Debate en las “Cortes” de Cádiz sobre el proyecto de nueva "Constitución"

    Aprovecho pues, para enlazar el opúsculo de Andrés Gambra "La publicística antigaditana (1810-1814): El filósofo Rancio". Que conste en acta (nunca mejor dicho)

    https://www.boe.es/publicaciones/anu...14-10064700696
    Última edición por DOBLE AGUILA; 09/02/2017 a las 23:00

  4. #4
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    Re: Debate en las “Cortes” de Cádiz sobre el proyecto de nueva "Constitución"

    Mayer Amschel Bauer, el patriarca de los Rothschild, fue el "agente financiero" de Guillermo de Hesse-Cassel, el hermano mayor de Carlos, que poseía la mayor fortuna mundial de la época.

    El fabuloso enriquecimiento de la Casa Hesse provenía del negocio con sus tropas mercenarias.

    Mayer, bajo el manto de Hesse, se lucró con tan "filantrópico" negocio. El cheposo talmudista se ocupaba de la financiación de los ejércitos que se enfrentaban a los "hessianos" y así optimizaba el negocio: era la "táctica Rothschild" que se ha usado hasta hoy.

    Tras la Batalla de Jena (1806) que supuso la ocupación del principado por las tropas napoleónicas, Hesse-Cassel se vio obligado a refugiarse en Dinamarca, y luego en Bohemia. Envió la mayor parte de su fortuna a la City londinense donde Mayer había situado a su hijo Nathan, que la administró en su provecho y engañando a Hesse.
    "el acuerdo tomado con Guillermo suponía la compra de títulos al precio medio de 72. Pero invirtió el dinero por su propia cuenta, sacó un rápido provecho y luego un segundo cuando compró los consolidados del príncipe que habían bajado a 62, tal como suponía. El ahorro en el precio, naturalmente, fue a su propio bolsillo" (Frederic Morton en Los Rothschild, pag. 53).

    Un negocio redondo para los Rothschild que desviaron buena parte de ese capital para financiar, por encargo del gobierno de su graciosa majestad, a los ejércitos británicos comandados pro Arthur Wellesley, Duque de Wellington, que luchaba en Portugal y España contra Napoleón.

    Tras la derrota napoleónica en la Península, merced al heroico pueblo español, se le adjudicó el coste de ese ejército a España, que no le había pedido ayuda alguna. Para colmo, el ejército de Wellington se dedicó al saqueo arrasando con todo por donde pasaba (hasta los perros de caza se llevaba) de pueblos y ciudades. Asesinando españoles y quemando sus iglesias, en la misma o similar medida que los franceses.
    Pero con todo España se vió obligada a pagar con unos intereses brutales.

    Y este es el origen de la asfixiante deuda pública y el consiguiente empobrecimiento de España durante el XIX, a mayor gloria de los "patriotas de Cádiz" que fueron quienes aceptaron la falsa deuda en nombre de España, sin tener legitimidad para ello.

    Es un caso único de la Historia, el ganador de la guerra, España, tiene que pagarla mientras que al perdedor no se le reclama nada.

    La desfachatez de estos "liberales" revela hasta que punto estaban al servicio de los financieros internacionales, Rothschid a la cabeza, y otro caso histórico único: incluyeron en su Constitución, la Pepa de 1812, el reconocimiento de dicha deuda, su pago mediante un impuesto creado ad hoc y la administración del mismo directamente por las Cortes.

    Como reza en el art. 355 de esa carta magna, tan golpista y ajena a los intereses de España y tan mitificada por los "liberales" de hoy:
    "la Deuda pública reconocida será una de las primeras atenciones de las Cortes y éstas pondrán el mayor cuidado en que se vaya verificando su progresiva extinción, y siempre el pago de los réditos en la parte que los devengue, arreglando todo lo concerniente a la dirección de este importante ramo, tanto con respecto a los arbitrios que se establecieren, los cuales se manejaran con absoluta separación de la Tesorería General, como respecto a las oficinas de cuenta y razón".

    La mayoría de los "liberales" que tanto alaban la Pepa no se han leído ese artículo que anteponía el pago de la supuesta deuda (más unos onerosos intereses) a cualquier otro débito.


    Última edición por donjaime; 09/02/2017 a las 23:41

  5. #5
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    Re: Debate en las “Cortes” de Cádiz sobre el proyecto de nueva "Constitución"

    Puf! Lo he leido a saltos. Me cuesta leerles tanto como a Marx.

    Los ácratas sembrando para la anarquía social. Seguramente venía de antes. Gestar, gestar para nosotros ganar, que el futuro Dios dira....O el constructor; que ya habría masones por entonces.

    Los Borbones. Igual de dañinos que su "delfín corona montesquie revolucionara guillotinera, cursi y falsera". Siglos de historia lo confirman.
    Y como no! El día afecto este cerca la pérfida. Dos grandes amigos, sí sí.
    El puente Zuazo que Felipe II levanto sea impregnado con la típica placa liberal. Y así hasta el tal Kichi gobernando.


    El daño inflingido a la España de todos sus hemisferios(como cita en el post Martin Ant-La España de todos sus hemisferios) fueron los liberales que desarmotizaban para enriquecer a la nobleza (Ellos). Un pestuzo que ya aburre hasta a los muertos. Que nos trajo guerras internas, entre otras inmundicias.
    Y así, seguimos: Caminando todos y los borbones primero; por la senda constitucional. Ya por fin lo consiguieron, estaran satisfechos aquellos reunidos: Llevamos siglos rindiendo pleitesia institucional Y pagando un rey monigote junto a su familia, que no es poca.
    Se sigue desamortizando, como antaño se hizo a jerarquias medievalistas (según ellos, que habría que ver cuánto traidor cambia bandos fueron) y a la Iglesia. Sólo que ahora se exprime a los que detentamos la supuesta soberania nacional.

    Por lo tanto, como no hemos mejorado respecto al modo de ser guiados, gobernados. Pues lo unico que ha progresado es la natural evolucion de las ciencias y en consecuencia es menos posible morir de neumonia hoy que entonces....Tenemos que concluir que el esfuerzo es humano y no politico en cuanto al resultado. Pues bien nos podriamos haber ahorrado tanta parafernalia constitucionalista que trajo miseria y guerras dentro de nuestra península, y en ultramar.

    Pero: ¡Cuidado! Que entonces el clero nos tendría en el oscurantismo. ¡No habría llegado la ilustración! Seguiriamos en el absolutismo al capricho de un rey. Pues nada, el 29 de Marzo a celebrar, ¡Y viva la Pepa!*

    *También es expresión española cuando el ambiente pasa de festivo a bacanales sin control, por ejemplo. Por algo sera.


    Tándem Aquila Vincit
    ———————————



    Salve, llena de gracia; el Señor es contigo..
    Bendita tú eres entre todas las mujeres que fueron, son y serán; Reina Virginal, Madre Santísima, Virgen Pura..El Espíritu Santo vendra sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá; por eso el santo Ser que nacerá será llamado Hijo de Dios.

    Y el Oriente, Luz Verdadera vino al mundo e ilumina a todo hombre y toda mujer como Sol de justicia.

    TÚ DIOS mío solo ayúdanos, que nosotros haremos para Su camino.

  6. #6
    Martin Ant está desconectado Miembro Respetado
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    Re: Debate en las “Cortes” de Cádiz sobre el proyecto de nueva "Constitución"

    Continúo con los debates en torno al proyecto de nueva "Constitución", realizados en el seno de las llamadas "Cortes" de Cádiz.

    Transcribo a continuación las trascendentales discusiones sobre el artículo en el que se consagra el llamado derecho de la "soberanía nacional", uno de los principales y más fundamentales axiomas del "derecho" nuevo, que ha servido siempre de base a todos los regímenes revolucionarios que se han sucedido de manera ininterrumpida en suelo español peninsular durante estos últimos 184 años (hasta llegar al día de hoy, en que somos testigos de su desenvolvimiento en el caso particular de la confrontación entre los nacionalistas catalanistas representantes del llamado "Estado de la República de Cataluña" y los nacionalistas españolistas representantes del llamado "Estado del Reino de España").

    Como en el transcurso de este interesante debate se hace mención a pasajes contenidos en el Discurso Preliminar a la "Constitución" de Cádiz, también la transcribo (en concreto, sólo su primera parte, que es aquélla a la que se hace referencia en el susodicho debate).

    He tomado como texto base para la transcripción, los documentos digitales del Archivo del Congreso de los Diputados.

    Cortes Cádiz (28 agosto 1811).pdf

    Cortes Cádiz (29 agosto 1811).pdf


    Para el texto del Discurso Preliminar, he tomado como base el texto de la edición del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2011, Discurso preliminar a la Constitución de 1812, con introducción de Luis Sánchez Agesta.

    Puesto que tanto los textos de los documentos del Archivo del Congreso como el texto del Discurso Preliminar de la edición citada contienen algunas erratas, he utilizado para su corrección otras ediciones:

    1. Diario de las discusiones y actas de las Cortes, Volumen 8.

    2. Discurso preliminar a la constitución de la Monarquía Española.


    Igual que hice en la primera transcripción de este hilo, aquí también me he tomado la libertad de subrayar o destacar partes del texto; aunque, en realidad, se podrá comprobar que casi lo he subrayado todo en él, dado que la calidad del tema en discusión, en mi opinión, no dejaba lugar a muchas sentencias y frases insubstanciales o retóricas, sino que la mayoría tenía una significación e importancia fundamentales para el correcto entendimiento de las ideas contrapuestas expresadas por los realistas (por un lado) y los liberales (por otro).
    Última edición por Martin Ant; 11/10/2017 a las 15:34

  7. #7
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    Re: Debate en las “Cortes” de Cádiz sobre el proyecto de nueva "Constitución"

    Fuente: Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias. Número 320. Sesión del 18 de Agosto de 1811.



    Conforme a lo acordado en la sesión del día anterior, leyó el Sr. Argüelles el discurso preliminar de la Constitución española, y el Sr. Pérez de Castro las dos primeras partes del proyecto de la misma.

    Concluida esta lectura, en la cual se empleó toda la sesión de este día, resolvieron las Cortes que a la posible brevedad, y con preferencia a cualquiera otro trabajo, se imprimieran dicho discurso y partes de la Constitución en la imprenta nacional.

    Se levantó la sesión.

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    Re: Debate en las “Cortes” de Cádiz sobre el proyecto de nueva "Constitución"

    Fuente: Discurso preliminar a la Constitución de 1812. (Ed.) Luis Sánchez Agesta. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid. 2011.



    [PARTE I, leída en la Sesión del 18 de Agosto de 1811]

    SEÑOR.

    La Comisión encargada por las Cortes de extender un proyecto de Constitución para la nación española, llena de timidez y desconfianza, presenta a V.M. el fruto de su trabajo. Ardua y grave le había parecido desde el principio la empresa; mas todavía estaba reservado para sus sesiones tocar todas las dificultades, cuya magnitud ha estado en poco no la hubiese desalentado, y hecho desconfiar de poder llevar al cabo la obra. Si ella no correspondiese a los deseos de V.M. ni llenase la expectación pública, por lo menos la Comisión habrá cumplido con el precepto que las Cortes le impusieron, el que no tanto debe entenderse que era dirigido a que presentase una obra perfecta cuanto que señalase el camino que la sabiduría del Congreso podría seguir en la discusión para llegar al término tan deseado por la nación entera.


    [Las raíces tradicionales]

    Nada ofrece la Comisión en su proyecto que no se halle consignado del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legislación española, sino que se mira como nuevo el método con que ha distribuido las materias, ordenándolas y clasificándolas para que formasen un sistema de ley fundamental y constitutiva en el que estuviese contenido con enlace, armonía y concordancia cuanto tienen dispuesto las leyes fundamentales de Aragón, de Navarra y de Castilla en todo lo concerniente a la libertad e independencia de la nación, a los fueros y obligaciones de los ciudadanos, a la dignidad y autoridad del Rey y de los tribunales, al establecimiento y uso de la fuerza armada, y al método económico y administrativo de las provincias. Estos puntos capitales van ordenados sin el aparato científico que usan los autores clásicos en las obras de política o tratados de Derecho público que la Comisión creyó debía evitar por no ser necesario, cuando no fuese impropio, en el breve, claro y sencillo texto de la ley constitutiva de una monarquía. Pero al mismo tiempo no ha podido menos de adoptar el método que le pareció más análogo al estado presente de la Nación, en que el adelantamiento de la ciencia del Gobierno ha introducido en Europa un sistema desconocido en los tiempos en que se publicaron los diferentes cuerpos de nuestra legislación, sistema del que ya no es posible prescindir absolutamente, así como no lo hicieron nuestros antiguos legisladores, que aplicaron a sus reinos de otras partes lo que juzgaron útil y provechoso.

    La Comisión, señor, hubiera deseado que la urgencia con que se ha dedicado a su trabajo, la noble impaciencia del público por verle concluido y la falta de auxilios literarios en que se ha hallado le hubiese permitido dar a esta obra la última mano que necesitaba para captar la benevolencia del Congreso y la buena voluntad de la Nación, presentando en esta introducción todos los comprobantes que en nuestros códigos demuestran haberse conocido y usado en España cuanto comprende el presente proyecto. Este trabajo, aunque ímprobo y difícil, hubiera justificado a la Comisión de la nota de novadora en el concepto de aquéllos que, poco versados en la historia y legislación antigua de España, creerán tal vez tomado de naciones extrañas o introducido por el prurito de la reforma todo lo que no ha estado en uso de algunos siglos a esta parte, o lo que se oponga al sistema de gobierno adoptado entre nosotros después de la Guerra de Sucesión. La Comisión recuerda con dolor el velo que ha cubierto en los últimos reinados la importante historia de nuestras Cortes; su conocimiento estaba casi reservado a los sabios y literatos, que la estudiaban más por espíritu de erudición que con ningún fin político. Y si el Gobierno no había prohibido abiertamente su lectura, el ningún cuidado que tomó para proporcionar al público ediciones completas y acomodadas de los cuadernos de Cortes y el ahínco con que se prohibía cualquier escrito que recordase a la Nación sus antiguos fueros y libertades, sin exceptuar las nuevas ediciones de algunos cuerpos del Derecho, de donde se arrancaron con escándalo universal leyes benéficas y liberales, causaron un olvido casi general de nuestra verdadera constitución, hasta el punto de mirar con ceño y desconfianza a los que se manifestaban adictos a las antiguas de Aragón y de Castilla. La lectura de tan preciosos monumentos habría familiarizado a la Nación con las ideas de verdadera libertad política y civil, tan sostenida, tan defendida, tan reclamada por nuestros mayores en las innumerables enérgicas peticiones en Cortes de los procuradores del reino, en las cuales se pedían con vigor y entereza de hombres libres la reforma de abusos, la mejora y derogación de leyes perjudiciales y la reparación de agravios. Hubiera contribuido igualmente a convencer a los españoles que su deseo de poner freno a la disipación y prodigalidad del Gobierno, de mejorar las leyes y las instituciones ha sido el constante objeto de las reclamaciones de los pueblos, del anhelo de sus procuradores, sin que se pueda señalar un solo decreto de los expedidos hasta el día por V.M. que no sea de la naturaleza de las peticiones presentadas en Cortes, algunas de las cuales todavía se extendían a pedir con firmeza y resolución la reforma o supresión de muchas cosas que V.M. ha respetado.

    Aunque la lectura de los historiadores aragoneses, que tanto se aventajan a los de Castilla, nada deja que desear al que quiera instruirse de la admirable constitución de aquel reino, todavía las actas de Cortes de ambas coronas ofrecen a los españoles ejemplos vivos de que nuestros mayores tenían grandeza y elevación en sus miras, firmeza y dignidad en sus conferencias y reuniones, espíritu de verdadera libertad e independencia, amor al orden y a la justicia, discernimiento exquisito para no confundir jamás en sus peticiones y reclamaciones los intereses de la nación con los de los cuerpos o particulares. La funesta política del anterior reinado había sabido desterrar de tal modo el gusto y afición hacia nuestras antiguas instituciones comprendidas en los cuerpos de la jurisprudencia española, descritas, explicadas y comentadas por los escritores nacionales a tal punto, que no puede atribuirse sino a un plan seguido por el Gobierno la lamentable ignorancia de nuestras cosas, que se advierte entre no pocos que tachan de forastero y miran como peligroso y subversivo lo que no es más que la narración sencilla de los hechos históricos referidos por los Blancas, los Zuritas, los Anglerias, los Marianas, y tantos otros profundos y graves autores que por incidencia o de propósito tratan con solidez y magisterio de nuestros antiguos fueros, de nuestras leyes, de nuestros usos y costumbres. Para comprobar esta aserción, la Comisión no necesita más que indicar lo que dispone el Fuero Juzgo sobre los derechos de la nación, del Rey y de los ciudadanos acerca de las obligaciones recíprocas entre todos de guardar las leyes, sobre la manera de formarlas y ejecutarlas, etc. La soberanía de la Nación está reconocida y proclamada del modo más auténtico y solemne en las leyes fundamentales de este código. En ellas se dispone que la corona es electiva; que nadie puede aspirar al reino sin ser elegido; que el Rey debe ser nombrado por los obispos, magnates y el pueblo; explican igualmente las calidades que deben concurrir en el elegido; dicen que el Rey debe tener un derecho con su pueblo; mandan expresamente que las leyes se hagan por los que representen a la Nación, juntamente con el Rey; que el monarca y todos los súbditos, sin distinción de clase y dignidad, guarden las leyes; que el Rey no tome por fuerza de nadie cosa alguna, y si lo hiciere, que se la restituya. ¿Quién a vista de tan solemnes, tan claras, tan terminantes disposiciones podrá resistirse todavía a reconocer como principio innegable que la autoridad soberana está originaria y esencialmente radicada en la Nación? ¿Cómo sin este derecho hubieran podido nunca nuestros mayores elegir sus reyes, imponerles leyes y obligaciones y exigir de ellos su observancia? Y si esto es de una notoriedad y autenticidad incontrastable, ¿no era preciso que para sostener lo contrario se señalase la época en que la Nación se había despojado a sí misma de un derecho tan inherente, tan esencial a su existencia política? ¿No era preciso exhibir las escrituras y auténticos documentos en que constase el desprendimiento y enajenación de su libertad? Mas por mucho que se busque, se inquiera, se arguya y se cavile, no se hallará otra cosa que testimonios irrefragables de haber continuado en ser electiva la corona, así en Aragón como en Castilla, aun después de haber comenzado la restauración. En Castilla no existía ley fundamental que arreglase con claridad y precisión la sucesión al trono antes del siglo XII, como se ve por los disturbios a que dieron lugar frecuentemente las disputas entre los hijos de los reyes de León y de Castilla, y la costumbre de asociar al gobierno y dar a reconocer en las Cortes por heredero en vida del Rey al príncipe o pariente designado para sucederle, provenía de la falta de leyes que arreglasen este punto tan grave y trascendental al bienestar de la Nación. Ésta jamás pudo echar de sí la memoria de haber sido electiva la corona en su origen; prueba clara de ello es, entre otros hechos, el notable suceso de Cataluña en el año 1462, en que los estados de aquel principado, después de haberse resistido a don Juan II de Aragón, le depusieron solemnemente del trono. En Castilla se ejecutó lo mismo en el de 1465 con Enrique IV a causa de su mal gobierno y administración; en el de 1406 se trató en las Cortes de Toledo, con ocasión de la menor edad de don Juan II, de traspasar a su tío el infante don Fernando la corona, fundándose los procuradores en la facultad que tenía la Nación para elegir el rey según el pro común del reino; y, por último, la notable solemnidad, que todavía se observa, por la que aún hoy día jura el reino al Príncipe de Asturias en vida de su padre para corroborar más y más con este acto las leyes de sucesión hereditaria.

    No es menos notable el cuidado y vigilancia con que se guardaron en Aragón y Castilla los fueros y leyes que protegían las libertades de la nación en el esencialísimo punto de hacer las leyes. Lo dispuesto por el código godo, eso mismo se restableció en ambos reinos luego que comenzaron a rescatarse de la dominación de los árabes. Los congresos nacionales de los godos renacieron en las Cortes generales de Aragón, de Navarra y de Castilla, en que el rey, los prelados, magnates y el pueblo hacían las leyes, otorgaban pedidos y contribuciones, y trataban de todos los asuntos graves que ocurrían; aunque en el modo y forma de reunirse, de deliberar y de proclamar las primeras había diferencia entre estos estados. Aragón fue en todas sus instituciones más libre que Castilla. El Rey en aquel reino no podía resistir abiertamente las peticiones de las Cortes, que pasaban a ser leyes si el reino insistía. La fórmula de que se usaba para su publicación es bien notable, y quita toda duda por la claridad y precisión de las palabras en que estaba concebida. Decía así: El Rey, de voluntad de las Cortes, estatuesce y ordena. No sucedía así en Castilla, donde su autoridad y el influjo de los ministros, por falta de leyes claras, carecía de limitaciones bien determinadas para todos los casos. Pero a pesar de esta imperfección, la Constitución de Castilla es admirable y digna de todo respeto y veneración. Por ella se le prohibía al Rey partir el señorío; no podía tomar a nadie su propiedad; no podía prenderse a ningún ciudadano dando fiador; por fuero antiguo de España, la sentencia dada contra uno por mandato del Rey era nula; el Rey no podía tomar de los pueblos contribuciones, tributos ni pedidos sin el otorgamiento de la Nación junta en Cortes, con la singularidad de que éstas no los decretaban hasta haber obtenido competente indemnización de los agravios deducidos en ellas, en lo cual la Nación se había manifestado siempre tan celosa y sentida, que más de una vez expresó el resentimiento que le causaba la repulsa con actos de violencia y enfurecimiento, como sucedió en los desastrosos movimientos de Segovia y demás ciudades de Castilla después de las Cortes de La Coruña, en que se concedieron al emperador Carlos V los subsidios que había pedido antes de haber satisfecho a las quejas que le presentaron los procuradores del reino. Mas nada de esto es comparable a lo que disponía la Constitución de Aragón para asegurar los fueros y libertades de la nación y de los ciudadanos.

    A más de los límites indicados de la autoridad real en Castilla, en Aragón se miraba la frecuente convocación de Cortes como el medio más eficaz de asegurar el respeto y observancia de las leyes. En 1283, en el reinado de Pedro III, llamado el Grande, se estableció: Que el señor Rey faga Cort general de aragoneses en cada un año una vegada. La paz y la guerra la declaraban las Cortes a propuesta del rey. Con este derecho que se había reservado el reino se ponía un nuevo freno a la autoridad real para que con pretexto de una guerra voluntaria o siniestramente provocada no se oprimiese a la Nación y se la privase de su libertad. Las contribuciones eran igualmente que en Castilla, otorgadas libremente por la Nación reunida en Cortes, en donde se tomaba cuenta de su inversión y se pedía residencia a todos los funcionarios públicos del desempeño de sus cargos. Además de la reunión periódica y frecuente de las Cortes, tenían los aragoneses el privilegio de la Unión, institución tan singular que ninguna otra nación conocida ofrece ejemplo de esta naturaleza. Su objeto era oponerse abiertamente a la usurpación que hacía el rey o sus ministros de los fueros o libertades del reino, hasta poderle destronar y elegir otro en su lugar encara que sea pagano, como dice el secretario Antonio Pérez en sus Relaciones. Su modo de proceder estaba determinado por reglas fijas. Su autoridad se extendía hasta expedir mandatos y exigir de los reyes la satisfacción de los agravios cometidos contra el reino, como sucedió con Alfonso III de Aragón. Pero esta asociación formidable a la ambición de los ministros y de los reyes pereció por la fuerza de las armas a manos de Pedro IV, llamado el del Puñal, quien en el año de 1348 consiguió que las Cortes la disolviesen. Abolido este privilegio, todavía quedó el Justicia, cuya autoridad servía de salvaguardia a la libertad civil y seguridad personal de los ciudadanos. Su inmenso poder; la protección que le dispensaban las leyes para asegurar su independencia en el desempeño de sus augustas funciones; el privilegio de la manifestación ejercida ante él para facilitar a los reos el medio de defenderse contra el poder de los ministros; el derecho de capitanear a los aragoneses, aunque fuese contra el mismo rey o sucesor si introducían en el reino tropas extranjeras, constituían la parte principal de su extensa autoridad, que no menos que la de la Unión acabó para siempre en la desgraciada dispersión que tuvieron los aragoneses, mandados por el último justicia don Juan de Lanuza, al acercarse los soldados castellanos, enviados contra fuero por Felipe II a sujetar Zaragoza; a esto se juntaban diferentes leyes y fueros que protegían la libertad de los aragoneses, como el de no podérseles dar tormento, cuando al mismo tiempo en Castilla y en toda Europa estaba en toda su fuerza el uso de esta prueba bárbara y cruel.

    La constitución de Navarra, como viva y en ejercicio, no puede menos de llamar grandemente la atención del Congreso. Ella ofrece un testimonio irrefragable contra los que se obstinan en creer extraño lo que se observa hoy en una de las más felices y envidiables provincias del reino, provincia en donde cuando el resto de la nación no ofrecía más que un teatro uniforme en que se cumplía sin contradicción la voluntad del Gobierno, hallaba éste un antemural inexpugnable en que iban a estrellarse sus órdenes y providencias siempre que eran contra la ley o pro comunal del reino. Todo lo dicho respecto de la constitución de Aragón, exceptuando el Justicia, y los privilegios de la unión y manifestación, eso mismo se observaba antes en Navarra. Hoy en día todavía el reino junta Cortes, que habiendo sido antes anuales, como en Aragón, se han reducido a una vez cada tres años, quedando en el intermedio una diputación. Las Cortes tienen aún gran autoridad. Ninguna ley puede establecerse sin que ellas la consientan libremente, para lo cual deliberan sin la asistencia del virrey, y si convienen en el proyecto, que en Navarra se llama pedimento de ley, el rey lo aprueba o lo desecha. Aun en el primer caso, las Cortes todavía examinan de nuevo la ley en su forma original ya sancionada; la resisten si la hallan contraria o perjudicial al objeto de su proposición haciendo réplicas sobre ella hasta convenirse el rey con el reino. Mas éste, al cabo, puede absolutamente resistir su promulgación e inserción en los cuadernos de sus leyes si no la juzga conforme a sus intereses. En las contribuciones observan igual escrupulosidad. La ley del servicio ha de pasar por los mismos trámites que las demás para ser aprobada, y ningún impuesto para todo el reino tiene fuerza en Navarra hasta haberse obtenido otorgamiento de las Cortes, que, para conservar más cabal y absoluta su autoridad en esta parte, llaman a toda contribución donativo voluntario. Las cédulas, pragmáticas, etcétera, no pueden ponerse en ejecución hasta haber obtenido de las Cortes o de la diputación, si están separadas, el permiso o sobrecarta, para lo cual se sigue un expediente de trámites bien conocidos. La diputación ejerce también una autoridad muy extensa. Su principal objeto es velar que se guarde la Constitución y se observen las leyes; oponerse al cumplimiento de todas las cédulas y órdenes reales que ofenden a aquéllas; pedir contra fuero en todas las providencias del Gobierno que sean contrarias a los derechos y libertades de Navarra; y entender en todo lo perteneciente a lo económico y político de lo interior del reino. La autoridad judicial es también en Navarra muy independiente del poder del Gobierno. En el Consejo de Navarra se finalizan todas las causas, así civiles como criminales, entre cualesquiera personas por privilegiadas que sean, sin que vayan a los tribunales supremos de la Corte los pleitos ni en apelación, ni aun por el recurso de injusticia notoria. Las provincias vascongadas gozan igualmente de infinitos fueros y libertades, que por tan conocidos no es necesario hacer de ellos mención especial.

    A la vista de esta sencilla narración, la Comisión no duda que el Congreso oirá con benignidad el proyecto de ley fundamental que presenta, y algunas de las principales razones que la han determinado a adoptar el plan y sistema con que está dispuesto. Todas las leyes, fueros y privilegios que comprende la breve exposición que acaba de hacer, andan dispersos y mezclados entre una multitud de otras leyes puramente civiles y reglamentarias en la inmensa colección de los cuerpos del Derecho, que forman la jurisprudencia española. La promulgación de estos códigos, la fuerza y la autoridad de cada uno, las vicisitudes que ha padecido su observancia, ha sido todo tan variado, tan desigual, tan contradictorio, que era forzoso entresacar con gran cuidado y diligencia las leyes puramente fundamentales y constitutivas de la monarquía de entre la prodigiosa multitud de otras leyes de muy diferente naturaleza, de espíritu diverso y aun contrario a la índole de aquéllas. Este trabajo no lo ha descuidado la Comisión; al contrario, aunque incompleto, lo ha tenido a la vista preparado ya de antemano por otra Comisión nombrada al intento por la Junta Central. Pero, Señor, todo él en este punto, aunque desempeñado con mucha prolijidad e inteligencia, está reducido a la nomenclatura de las leyes, que mejor pueden llamarse fundamentales, contenidas en el Fuero Juzgo, las Partidas, Fuero Viejo, Fuero Real, Ordenamiento de Alcalá, Ordenamiento Real y Nueva Recopilación. El espíritu de libertad política y civil que brilla en la mayor parte de ellas se halla a la vez sofocado con el de la más extraordinaria inconsecuencia y aun contradicción hasta contener algunas disposiciones enteramente incompatibles con el genio, índole y templanza de una monarquía moderada. Sirva, Señor, de ejemplo la ley XII, título I, partida I, en que se dice: Emperador o Rey puede facer leyes sobre las gentes de su señorío, e otro ninguno non ha poder de las facer en lo temporal, fueras ende si las ficiese con otorgamiento de ellos. Et las que de otra manera son fechas, non han nombre nin fuerza de leyes, nin deben valer en ningún tiempo. Otras pudieran citarse; pero además de que sería molestar sin utilidad la atención de las Cortes, la razón más principal de la Comisión consiste en que la Constitución de la monarquía española debe ser un sistema completo y bien ordenado cuyas partes guarden entre sí el más perfecto enlace y armonía. Su textura, Señor, por decirlo así, ha de ser de una misma mano; su forma y colocación, ejecutada por un mismo artífice. ¿Cómo, pues, sería posible que la simple ordenación textual de leyes promulgadas en épocas diferentes, distantes las unas de las otras muchos siglos, hechas con diversos fines, en circunstancias opuestas entre sí, y ninguna parecida a la situación en que en el día se halla el reino, llenasen aquel grande y magnífico objeto? Cuando la Comisión dice que en su proyecto no hay nada nuevo, dice una verdad incontrastable, porque realmente no lo hay en la sustancia. Los españoles fueron en tiempos de los godos una nación libre e independiente, formando un mismo y único imperio; los españoles, después de la restauración, aunque fueron también libres, estuvieron divididos en diferentes estados, en que fueron más o menos independientes, según las circunstancias en que se hallaron al constituirse reinos separados; los españoles nuevamente reunidos bajo una misma Monarquía, todavía fueron libres por algún tiempo; pero la unión de Aragón y de Castilla fue seguida muy en breve de la pérdida de la libertad, y el yugo se fue agravando de tal modo, que últimamente habíamos perdido, doloroso es decirlo, hasta la idea de nuestra dignidad, si se exceptúan las felices provincias vascongadas y el reino de Navarra, que, presentando a cada paso en sus venerables fueros una terrible protesta y reclamación contra las usurpaciones del Gobierno, y una reconvención irresistible al resto de España por su deshonroso sufrimiento, excitaba de continuo los temores de la Corte, que acaso se hubiera arrojado a tranquilizarlos con el mortal golpe que amagó a su libertad más de una vez en los últimos años del anterior reinado, a no haber sobrevenido la revolución. Ahora bien, Señor, en todas estas épocas se hicieron leyes, que se llaman por los jurisconsultos fundamentales. Ellas forman nuestra actual Constitución y nuestros códigos, ¿cómo es posible esperar que ordenadas y aproximadas de cualquier modo que se quiera puedan ofrecer a la Nación las breves, claras y sencillas tablas de la ley política de una Monarquía moderada? No, Señor, la Comisión ni lo esperaba, ni cree que éste sea el juicio de ningún español sensato. Convencida, por tanto, del objeto de su grave encargo, de la opinión general de la Nación, del interés común de los pueblos, procuró penetrarse profundamente, no del tenor de las citadas leyes, sino de su índole y espíritu; no de las que últimamente habían igualado a casi todas las provincias en el yugo y degradación, sino de las que todavía quedaban vivas en algunas de ellas, y las que habían protegido en todas, en tiempos más felices, la religión, la libertad, la felicidad y bienestar de los españoles; y extrayendo, por decirlo así, de su doctrina los principios inmutables de la sana política, ordenó su proyecto, nacional y antiguo en la sustancia, nuevo solamente en el orden y método de su disposición.


    [La soberanía de la nación]

    Hecho cargo el Congreso de estas razones, pasa la Comisión a exponer brevemente los fundamentos de su obra. Para darle toda la claridad y exactitud que requiere la ley fundamental de un Estado, ha dividido la Constitución en cuatro partes, que comprenden: Primera. Lo que corresponde a la Nación como soberana e independiente, bajo cuyo principio se reserva la autoridad legislativa. Segunda. Lo que pertenece al Rey como participante de la misma autoridad y depositario de la potestad ejecutiva en toda su extensión. Tercera. La autoridad judicial delegada a los jueces y tribunales. Y cuarta. El establecimiento, uso y conservación de la fuerza armada y el orden económico y administrativo de las rentas y de las provincias. Esta sencilla clasificación está señalada por la naturaleza misma de la sociedad, que es imposible desconocer, aunque sea en los gobiernos más despóticos, porque al cabo los hombres se han de dirigir por reglas fijas y sabidas de todos, y su formación ha de ser un acto diferente de la ejecución de lo que ellas disponen. Las diferencias o altercados que puedan originarse entre los hombres se han de transigir por las mismas reglas o por otras semejantes, y la aplicación de éstas a aquéllos no puede estar comprendida en ninguno de los dos primeros actos. Del examen de estas tres distintas operaciones, y no de ninguna otra idea metafísica, ha nacido la distribución que han hecho los políticos de la autoridad soberana de una Nación, dividiendo su ejercicio en potestad legislativa, ejecutiva y judicial. La experiencia de todos los siglos ha demostrado hasta la evidencia que no puede haber libertad ni seguridad, y por lo mismo justicia ni prosperidad, en un Estado en donde el ejercicio de toda la autoridad esté reunido en una sola mano. Su separación es indispensable; mas los límites que se deben señalar particularmente entre la autoridad legislativa y ejecutiva para que formen un justo y estable equilibrio son tan inciertos, que su establecimiento ha sido en todos tiempos la manzana de la discordia entre los autores más graves de la ciencia del gobierno, y sobre cuyo importante punto se han multiplicado al infinito los tratados y los sistemas. La Comisión, sin anticipar el lugar oportuno de esta cuestión, no duda decir que, absteniéndose de resolver este problema por principios de teoría política, ha consultado en esta parte la índole de la Constitución antigua de España, por la que es visto que el Rey participaba en algún modo de la autoridad legislativa. La primera parte comienza declarando a la Nación española libre y soberana, no sólo para que en ningún tiempo y bajo de ningún pretexto puedan suscitarse dudas, alegarse pretensiones ni otros subterfugios que comprometan su seguridad e independencia, como ha sucedido en varias épocas de nuestra historia, sino también para que los españoles tengan constantemente a la vista el testimonio augusto de su grandeza y dignidad, en que poder leer a un mismo tiempo el solemne catálogo de sus fueros y de sus obligaciones sin necesidad de expositores ni intérpretes. La Nación, Señor, víctima de un olvido tan funesto, y no menos desgraciada por haberse dejado despojar por los ministros y favoritos de los Reyes de todos los derechos e instituciones que aseguraban la libertad de sus individuos, se ha visto obligada a levantarse toda ella para oponerse a la más inaudita agresión que han visto los siglos antiguos y modernos; la que se había preparado y comenzado a favor de la ignorancia y oscuridad en que yacían tan santas y sencillas verdades. Napoleón, para usurpar el trono de España, intentó establecer, como principio incontrastable, que la Nación era una propiedad de la familia Real, y bajo tan absurda suposición arrancó en Bayona las cesiones de los Reyes padre e hijo. V. M. no tuvo otra razón para proclamar solemnemente en su augusto decreto de 24 de septiembre la soberanía nacional y declarar nulas las renuncias hechas en aquella ciudad de la corona de España por falta del consentimiento libre y espontáneo de la Nación, sino recordar a ésta que una de sus primeras obligaciones debe ser en todos tiempos la resistencia a la usurpación de su libertad e independencia. La sublime y heroica insurrección a que ha recurrido la desventurada España para oponerse a la atroz opresión que se la preparaba, es uno de aquellos dolorosos y arriesgados remedios a que no puede acudirse con frecuencia sin aventurar la misma existencia política que por su medio se intenta conservar. Por tanto, la experiencia acredita, y aconseja la prudencia, que no se pierda jamás de vista cuanto conviene a la salud y bienestar de la Nación, no dejarla caer en el fatal olvido de sus derechos, del cual han tomado origen los males que la han conducido a las puertas de la muerte.

    La clara, sencilla, pero solemne declaración de lo que la corresponde como Nación libre y soberana, presentando a cada paso a los que tengan la dicha de dirigirla bajo los auspicios del señor D. Fernando VII y sus legítimos sucesores los derechos de la Nación española, les indicará con toda claridad de qué modo han de usar de la autoridad que la Constitución y el monarca confíen a su cuidado. En el ejercicio del respectivo ministerio que cada funcionario desempeñe, no podrá desentenderse de tener fija la vista en la inmutable regla de una declaración tan augusta, en donde ha de leer sus tremendas e inviolables obligaciones; los españoles de todas clases, de todas edades y de todas condiciones sabrán lo que son y lo que es preciso que sean para ser honrados y respetados de los propios y de los extraños. No es menos importante expresar las obligaciones de los españoles para con la Nación, pues que ésta debe conservarles por medio de leyes justas y equitativas todos los derechos políticos y civiles que les corresponden como individuos de ella. Así van señaladas con individualidad aquellas obligaciones de que no puede dispensarse ningún español sin romper el vínculo que le une al Estado. Como otro de los principales fines de la Constitución es conservar la integridad del territorio de España, se han especificado los reinos y provincias que componen su imperio en ambos hemisferios, conservando por ahora la misma nomenclatura y división que ha existido hasta aquí. La Comisión bien hubiera deseado hacer más cómodo y proporcionado repartimiento de todo el territorio español en ambos mundos, así para facilitar la administración de justicia, la distribución y cobro de las contribuciones, la comunicación interior de las provincias unas con otras, como para acelerar y simplificar las órdenes y providencias del Gobierno, promover y fomentar la unidad de todos los españoles, cualquiera que sea el reino o provincia a que puedan pertenecer. Mas esta grande obra exige para su perfección un cúmulo prodigioso de conocimientos científicos, datos, noticias y documentos, que la Comisión ni tenía ni podía facilitar en las circunstancias en que se halla el reino. Así, ha creído debía dejarse para las Cortes sucesivas el desempeño de este tan difícil como importante trabajo.

    La declaración solemne y auténtica de que la religión católica, apostólica, romana es y será siempre la religión de la nación española, con exclusión de cualquiera otra, ha debido ocupar en la ley fundamental del Estado un lugar preeminente, cual corresponde a la grandeza y sublimidad del objeto.

    En seguida se proclama igualmente que el Gobierno de España es una Monarquía hereditaria, moderada por la ley fundamental, sin que en las limitaciones que la modifican pueda hacerse ninguna alteración, sino en los casos y por los medios que señala la misma Constitución. La Comisión ha mirado como esencialísimo todo lo concerniente a las limitaciones de la autoridad del Rey, arreglando este punto con toda circunspección, así para que pueda ejercerla con la dignidad, grandeza y desembarazo que corresponde al monarca de la esclarecida Nación española, como para que no vuelvan a introducirse al favor de la oscuridad y ambigüedad de las leyes las funestas alteraciones que tanto han desfigurado y hecho variar la índole de la Monarquía, con grave daño de los intereses de la Nación y de los derechos del Rey. Así, se han señalado con escrupulosidad reglas fijas, claras y sencillas que determinan con toda exactitud y precisión la autoridad que tienen las Cortes de hacer leyes de acuerdo con el Rey; la que ejerce el Rey para ejecutarlas y hacerlas respetar, y la que se delega a los jueces y tribunales para la decisión de todos los pleitos y causas con arreglo a las leyes del reino.

    Las circunstancias que han de concurrir en todo el que quiera ser considerado como ciudadano español han debido merecer atención muy principal. Como individuo de la Nación se hace partícipe de sus privilegios, y sólo bajo seguridades bien calificadas pueden ser admitidos en una asociación política los que, así como son llamados a formarla, lo son también a conservarla y defenderla. La naturalización de los extranjeros en el reino ha ocupado igualmente la atención de la Comisión. El aumento de la población, el fomento de la agricultura, de las artes y del comercio, de que tanto necesita la Nación después de una guerra asoladora; la facilidad con que las leyes del reino han favorecido en todos tiempos su admisión, la autorizaba a abrir la puerta a su venida y establecimiento. Así lo ha hecho; pero al mismo tiempo ha limitado en ellos el ejercicio de los derechos políticos y civiles; ya porque los extranjeros no tanto son atraídos a establecerse en un país por la ambición de los empleos y cargos públicos, como por el irresistible aliciente de hacer honradamente su fortuna bajo el amparo y protección de leyes humanas y liberales; ya porque la Nación, víctima en el día en mucha parte del fatal pacto de familia, no debía confiar al capricho o al favor del Gobierno la dispensación de la mayor gracia que puede concederse en un Estado; y la que no debe extenderse jamás hasta confundir lo que sólo pueden dar la naturaleza y la educación. El inmenso número de originarios de África establecidos en los países de ultramar, sus diferentes condiciones, el estado de civilización y cultura en que la mayor parte de ellos se halla en el día, han exigido mucho cuidado y diligencia para no agravar su actual situación, ni comprometer por otro lado el interés y seguridad de aquellas vastas provincias. Consultando con mucha madurez los intereses recíprocos del Estado en general y de los individuos en particular, se ha dejado abierta la puerta a la virtud, al mérito y a la aplicación para que los originarios de África vayan entrando oportunamente en el goce de los derechos de ciudad.

    La apreciable calidad de ciudadano español no sólo debe conseguirse con el nacimiento o naturalización en el reino; debe conservarse en conocida utilidad y provecho de la Nación; y por eso se señalan los casos en que puede perderse o suspenderse, para que así los españoles sean cuidadosos y diligentes en no desprenderse de lo que para ellos debe ser tan envidiable.


    [La representación en Cortes]

    La Comisión, Señor, al llegar al importante punto de la representación en Cortes, se ha detenido a meditar esta materia con toda reflexión y prolijidad: y así no puede menos de extenderse en explicar las razones que ha tenido para hacer lo que con poco acuerdo y por falta de suficiente examen se creerá, tal vez, por alguno, innovación. Tal es la representación sin brazos o estamentos. Es indudable que en España antes de la irrupción sarracena y después de la restauración, los congresos de la nación se componían ya de tres, ya de cuatro, y aun de dos brazos, en que se dividía la universalidad de los españoles. Pero, Señor, este punto, que realmente es de hecho, es el que menos importaba apurar en la materia. Las reglas, los principios que se observaban para la clasificación y método de elección de diputados, es lo que convenía averiguar. Mas por mucho que se indague y se registre, no se hallarán sino pruebas de que la asistencia de los brazos a las Cortes de la nación era puramente una costumbre de incierto origen, que no estaba sujeta a regla alguna fija y conocida. Los brazos variaban así en las clases como en el número de individuos que los componían, no sólo en los tres reinos, sino dentro de unos mismos en épocas diferentes. La lectura de los historiadores, de los cuadernos de Cortes y otros monumentos de la antigüedad, dispensa a la Comisión de la narración de hechos que lo comprueban. En cuanto al origen de los brazos, sólo indicará que el que le parece más verosímil es el sistema feudal, que aunque muy suavizado, trajo a España los derechos señoriales, como es notorio. Los magnates y los prelados dueños de tierras con jurisdicción omnímoda, con autoridad de levantar en ellas huestes y contribuciones para acudir al rey con el servicio de la guerra, claro está que no podían menos de asistir a los congresos nacionales, en donde se habían de ventilar negocios graves, y que podían con mucha facilidad perjudicar a sus intereses y privilegios. Iban a ellos no por elección ni en representación de ninguna clase, sino como defensores de sus fueros, y partes directa y personalmente interesadas en su conservación. Así es que no hay un solo vestigio en la historia que indique siquiera que los grandes y prelados eran elegidos para ir a las Cortes. O asistían por derecho personal o llamados por el rey: y muchos de ellos las más veces, como en Castilla, más bien en calidad de consejeros que a deliberar. Jamás usaron del nombre de procuradores, porque la Nación no les daba ningunos poderes. No hallando, por lo mismo, la Comisión ninguna regla ni principio conocido que seguir en este punto, se arredró al querer aplicar al estado presente del reino una costumbre varia e irregular en todas las coronas de España; pues no teniendo ya en el día los grandes, títulos, prelados, etc., derechos ni privilegios exclusivos que los pongan fuera de la comunidad de sus conciudadanos, ni les dé intereses diferentes que los del pro comunal de la Nación, faltaba la causa que en juicio de aquélla dio origen a los brazos. La desigualdad con que la nobleza está distribuida en España es un obstáculo insuperable para los estamentos; pues si los grandes por su calidad, por ser menos en número y vivir de ordinario en la Corte, no ofrecen dificultad para su clasificación en las elecciones, los títulos y demás nobles no titulados la hacían impracticable, por mucha diligencia que se pusiese para arreglar su número y circunstancias respectivas de cada clase; ¿qué principio se había de adoptar por base? El número de cada una de las clases; su riqueza o antigüedad; la abundancia o escasez de nobles en unas y otras provincias, ¿o qué otra regla sería capaz de desentrañar tan complicado sistema como la jerarquía de los nobles en España? Y en los prelados, ya que los de la península pudiesen asistir sin abandonar por mucho tiempo sus diócesis, ¿los de ultramar habían de dejarlas viudas por años enteros, y exponerlas a las funestas consecuencias de una larga peregrinación? ¿Y sobre todo, los grandes y los prelados habían de entrar también a componer el censo total para nombrar representantes y poder ser elegidos entre ellos, o excluidos de la diputación popular, y circunscritos a las dos clases o brazos? ¿Los nobles y los eclesiásticos en el segundo caso ya representados en sus respectivas clases, habían de entrar además en la de las universidades, y poder ser procuradores por el estado general? ¡Qué confusión, señor, qué inmenso piélago de dificultades fácil de surcar con la palabra y la reflexión, pero muy a propósito para anegarse en él cualquiera que quisiese poner orden y arreglo en medio del conflicto de opiniones y de intereses tan encontrados! Jamás se habría presentado teoría política más absurda que intentar remover estos obstáculos adoptando el método de señalar número fijo a los dos brazos, excluyendo de ellos la elección, como en el sentir de algunos se ha creído conveniente. El ejemplo de Inglaterra sería una verdadera innovación incompatible con la índole misma de los brazos en las antiguas Cortes de España. En aquel reino no hay en rigor más que una sola clase de nobleza, que son los lores. Todo par del reino es por el mismo hecho miembro de la cámara alta, sin que para ello sea elegido ni llamado: no representa sino a su persona. Los obispos, como lores espirituales, son igualmente todos, a excepción de uno, individuos natos del Parlamento, sin necesidad de elección ni convocación; y si se cree que representan al cuerpo eclesiástico, también los clérigos están excluidos de la Cámara de los Comunes. Pero, Señor, la razón más poderosa, la que ha tenido para la Comisión una fuerza irresistible, es que los brazos, que las cámaras o cualquiera otra separación de los diputados en estamentos provocaría la más espantosa desunión, fomentaría los intereses de cuerpos, excitaría celos y rivalidades, que si en Inglaterra no son hoy día perjudiciales, es porque la Constitución de aquel país está fundada sobre esa base desde el origen de la Monarquía por reglas fijas y conocidas desde muchos siglos; porque la costumbre y el espíritu público no lo repugnan; y en fin, Señor, porque la experiencia ha hecho útil y aun venerable en Inglaterra una institución que en España tendría que luchar contra todos los inconvenientes de una verdadera novedad. Tales, Señor, fueron las principales razones por que la Comisión ha llamado a los españoles a representar a la Nación sin distinción de clases ni estados. Los nobles y los eclesiásticos de todas las jerarquías pueden ser elegidos en igualdad de derecho con todos los ciudadanos; pero en el hecho serán siempre preferidos. Los primeros por el influjo que en toda sociedad tienen los honores, las distinciones y la riqueza; y los segundos porque a estas circunstancias unen la santidad y sabiduría tan propias de su ministerio.

    El método que había sancionado la Junta Central para las elecciones de los actuales diputados en Cortes no pareció adaptable en todos sus principios a la representación ulterior, que debe tener el reino por la Constitución. Así como se han suprimido los brazos por incompatibles con un buen sistema de elecciones, o sea, representativo, por la misma razón se ha omitido dar diputados a las ciudades de voto en Cortes; pues habiendo sido éstas la verdadera representación nacional, quedan hoy incorporadas en la masa general de la población, única base que se ha tomado para en adelante. Por las mismas, y aun otras bien obvias razones, se han suprimido igualmente los diputados de juntas. También se han hecho algunas otras variaciones en el método general de elección en las provincias, para evitar los inconvenientes que la experiencia ha manifestado resultar del reglamento de la Junta Central. Las dos innovaciones más principales que se han hecho son la de no requerir precisamente para ser nombrado diputado por una provincia la naturaleza material, por no privar a la Nación de que sean elegidos muchos dignos españoles que por haber salido de sus provincias desde niños, o hecho ausencias de muchos años, pueden ser poco o nada conocidos en ellas. La otra es exigir para diputado la condición de tener una renta anual proporcionada, procedente de bienes propios.

    Nada arraiga más al ciudadano y estrecha tanto los vínculos que le unen a su patria como la propiedad territorial o la industrial afecta a la primera. Sin embargo, la Comisión, al ver los obstáculos que impiden en el día la libre circulación de las propiedades territoriales, ha creído indispensable suspender el efecto de este artículo hasta que, removidos los estorbos, y sueltas todas las trabas que la encadenan, puedan las Cortes sucesivas señalar con fruto la época de su observancia. Igualmente se ha elevado la base para nombrar diputados de uno por cada cincuenta mil a setenta mil. El excesivo número de representantes hace siempre demasiado lentas las deliberaciones; y sobre todo las inmensas distancias y los crecidos gastos que ocasionan los viajes, largos y duraderos, obligan, en sentir de la Comisión, a tener estas consideraciones con los españoles de ultramar.

    Cuando la Comisión examinó las muchas leyes que protegían en España la libertad política y civil de los ciudadanos, indagaba con escrupulosidad y diligencia las causas que podrían haberlas hecho caer en tan lastimosa y fatal inobservancia; y al paso que halló el principal origen de estos males en el progresivo decaimiento de la celebración de Cortes, no encontró remedio más eficaz y calificado que la reunión anual de los diputados del reino en Cortes generales. Aragón, Navarra y Castilla fueron libres, esforzados y temidos sus naturales, mientras los procuradores de estos tres reinos se juntaban frecuentemente a mirar por el bien y pro comunal de sus tierras; y el incesante conato que los reyes de estos estados manifestaron en varias épocas de querer diferir a plazos apartados estos congresos, y aun dispensarse de su convocación, muestra bien claro que miraron la frecuente reunión de Cortes como un verdadero obstáculo a la arbitrariedad de su gobierno y a la usurpación que se intentaba hacer de las libertades de los españoles. Los abusos comienzan de ordinario por pequeñas omisiones en la observancia de las leyes, que acumulándose insensiblemente llegan a introducir costumbre; se cita ésta a poco como ejemplo; y estableciéndose sobre ello doctrina, pasa al fin a fundarse y erigirse en derecho. El juntar Cortes cada año es el único medio legal de asegurar la observancia de la Constitución sin convulsiones, sin desacato a la autoridad y sin recurrir a medidas violentas, que son precisas y aun inevitables cuando los males y vicios en la administración llegan a tomar cuerpo y envejecerse. Las ventajas que acarreará a la Nación el estar siempre viva y vigilante por medio de sus procuradores sobre la conducta de los funcionarios públicos, compensará abundantemente el gravamen que por otro lado pudiera experimentar en la reunión anual de sus diputados: siendo igualmente el medio más a propósito para estrechar más y más los vínculos de unión con los españoles de ultramar, quienes podrán con mayor facilidad promover con eficacia el adelantamiento y mejora de aquellos felices y preciosos países. Además, el triste y lamentable estado a que el reino quedará reducido por la asoladora irrupción en que se le ha sumergido, destruyendo en su origen todos los canales de riqueza pública, en que la religión, la educación y todas las instituciones morales, científicas y políticas han padecido sensible menoscabo, hace indispensable que el cuidado y vigilancia del cuerpo representativo de la Nación reanime y restituya en cuanto sea posible a su antiguo estado todo lo que haya padecido alteración sustancial; proporcionando al mismo tiempo las mejoras y adelantamientos que puedan convenir. Tan vastos objetivos no pueden confiarse nunca al cuidado del Gobierno, que ocupado principalmente en desempeñar las obligaciones propias de su instituto, miraría siempre como secundarias estas otras atenciones. Por otro lado, el inmenso poder que se ha adjudicado a la autoridad real necesita de un freno que constantemente le contenga dentro de sus límites; que cualquiera que éstos sean, reducidos a la ineficacia de una ley escrita, sólo opondrán siempre una débil barrera al que tiene a su mando el ejército, el manejo de la tesorería y la provisión de empleos y gracias, sin que la autoridad de las Cortes tenga a su disposición medios tan terribles para traspasar los límites prescritos a sus facultades, debilitadas ya en gran manera por la sanción del Rey.

    La renovación de diputados, aunque en sentir de la Comisión debiera ser todos los años, no ha podido conciliarse con la inmensa distancia que separa a los españoles del nuevo mundo, señaladamente los que habitando hacia las costas del mar pacífico o las islas Filipinas, necesitan emprender largas navegaciones en periodos fijos e inalterables, o atravesar montes y desiertos de considerable extensión. Por eso cada diputado en Cortes durará dos años, para dar tiempo a la venida de los procuradores de ultramar. La elección de diputados y apertura de las sesiones de Cortes se ha fijado por la ley para días determinados, con el fin de evitar que el influjo del Gobierno o las malas artes de la ambición puedan estorbar jamás con pretextos o alargar con subterfugios la reunión del Congreso nacional. La absoluta libertad de las discusiones se ha asegurado con la inviolabilidad de los diputados por sus opiniones en el ejercicio de su cargo, y prohibiendo que el Rey y sus ministros influyan con su presencia en las deliberaciones: limitando la asistencia del Rey a los dos actos de abrir y cerrar el solio, así para que pueda ejercitar el paternal cuidado de honrar con su palabra a sus fieles y amados súbditos, como para dar majestad y grandeza a la reunión soberana de la Nación y de su monarca.

    Las facultades de las Cortes se han expresado con individualidad, para que en ningún caso pueda haber ocasión de disputa o competencia entre la autoridad de las Cortes y la del rey, que no esté fácilmente disuelta con el simple recuerdo de la Constitución. La lectura de estas facultades anuncia por sí misma cuáles hayan sido las razones en que las funda la Comisión. Cada una de ellas pertenece por su naturaleza de tal modo a la potestad legislativa, que las Cortes no podrían desprenderse de ellas sin comprometer muy pronto la libertad de la Nación. La más leve discusión en estos puntos arrojará sobre la materia un torrente de luz muy superior a la que pudiera anticipar la Comisión; por lo que se dispensa de molestar sobre este particular la atención del Congreso.

    Los trámites de la discusión en los proyectos de ley y materias graves van señalados con toda individualidad para que en ningún caso, ni bajo de ningún pretexto, puedan ser las leyes y decretos de las Cortes obra de la sorpresa, del calor y agitación de las pasiones, del espíritu de facción o parcialidad. La parte que se ha dado al Rey en la autoridad legislativa, concediéndole la sanción, tiene por objeto corregir y depurar cuanto sea posible el carácter impetuoso que necesariamente domina en un cuerpo numeroso que delibera sobre materias las más veces muy propias para empeñar al mismo tiempo las virtudes y los defectos del ánimo. Con el mismo fin se ha limitado la duración de las sesiones en cada año, para que no pasando de tres meses o de cuatro, si hubiese prórroga, llenen el importante objeto de enfrentar al Gobierno con su autoridad, sin afligirle demasiado con una prolongada permanencia. Por último, la publicidad de las sesiones, al paso que proporciona a los diputados dar un testimonio público de la rectitud, firmeza y acierto de sus dictámenes, presenta a la Nación siempre abierto el santuario de la verdad y de la sabiduría, en donde la ansiosa juventud pueda prepararse a desempeñar algún día con utilidad el difícil cargo de procurar por el bienestar de su patria, y la respetable ancianidad hallar ocasiones de bendecir el fruto de su prudencia y de sus consejos: alejando de este modo la oscuridad y el misterio de un cuerpo deliberativo, que por su instituto no debe ocuparse en negocios de gobierno, únicos que piden reserva, a no ser en los pocos casos que, previa deliberación, convenga el secreto al interés público. La fórmula con que se han de publicar las leyes a nombre del Rey está concebida en los términos más claros y precisos: por ellos se demuestra que la potestad de hacer leyes corresponde esencialmente a las Cortes, y que el acto de la sanción debe considerarse sólo como un correctivo que exige la utilidad particular de circunstancias accidentales.

    Para que la ejecución de las leyes sea rápida y pronta y no encuentre ningún obstáculo en su comunicación, se circularán directamente de mandato del Rey por los secretarios respectivos del Despacho a todas las autoridades a quienes corresponda su conocimiento. En el intervalo que medie entre las sesiones de las Cortes, quedará en ejercicio una diputación de las mismas con facultades señaladas para algunos casos, cuya importancia se recomienda por sí misma sin necesidad de más aclaración. Como en el curso ordinario del gobierno del reino pueden sobrevenir acontecimientos imprevistos que con urgencia exijan pronto remedio, mientras se hallen de vacante o estén ya disueltas las Cortes ordinarias, ha parecido necesario proveer a estos casos por medio de la reunión de Cortes extraordinarias, que no entenderán sino en el negocio para que fueren convocadas, ni menos estorbarán la elección de nuevos diputados o la instalación de las Cortes ordinarias en las épocas en que uno y otro corresponda.


    [La Corona]

    Indicadas las razones principales en que funda la Comisión el modo como ha dispuesto la primera parte de la ley fundamental para la Monarquía, pasa ahora a exponer las que la han movido a arreglar la segunda, que comprende la autoridad del rey.

    El Rey, como jefe del Gobierno y primer magistrado de la nación, necesita estar revestido de una autoridad verdaderamente poderosa para que, al paso que sea querido y venerado dentro de su reino, sea respetado y temido fuera de él de las naciones amigas y enemigas. Toda la potestad ejecutiva la deposita la Nación por medio de la Constitución en sus manos, para que el orden y la justicia reinen en todas partes y para que la libertad y seguridad de los ciudadanos pueda ser protegida a cada instante contra la violencia o las malas artes de los enemigos del bien público. Este inmenso poder de que el monarca se halla revestido sería ineficaz e ilusorio si su persona no estuviese a cubierto de una inmediata responsabilidad. La historia de la sociedad humana, la prudencia y la sabiduría de los hombres y escritores más profundos ponen fuera de toda duda la necesidad de que el entendimiento humano se rinda a la experiencia, y haga el costoso sacrificio de declarar suelta de todo cargo la persona del rey, que, por tanto, debe ser sagrada e inviolable en obsequio del orden público, de la tranquilidad del Estado y de toda la posible duración de la institución magnífica de una Monarquía moderada. Búsquense en otra parte los medios de asegurar el fiel desempeño de la autoridad pública sin exponer a la Nación a los riesgos de una convulsión interior, o a las espantosas resultas de la disolución o de la anarquía. Lo mismo que a las Cortes, es indispensable señalar al Rey sus facultades como depositario de la potestad ejecutiva; las que van explicadas con la individualidad y distinción correlativas a las que se han prefijado para las Cortes. Los fundamentos en que se apoyan son del mismo modo claros y libres de toda oscuridad: se conciben mejor que se expresan; y así, la Comisión se abstendría en este punto de molestar al Congreso si no fuera por indicar algunas de las razones que tuvo para conceder al Rey la facultad de declarar la guerra, hacer y ratificar la paz. Si España, Señor, estuviera reducida a no tener en el día con las potencias extranjeras otras relaciones que las que guardaba en Europa en tiempo de los árabes, no hubiera habido dificultad en reservar a las Cortes aquel terrible derecho. Mas la política de los gabinetes ha variado hoy enteramente; y toda Nación, en los puntos que corresponden a la conservación de su seguridad exterior, necesita arreglarse a lo que hacen las demás naciones de quienes puede recelar o temer algún daño. Si para declarar con oportunidad una guerra fuese necesario esperar a la lenta e incierta resolución de un congreso numeroso, la potencia agresora o injusta tendría la más decidida superioridad sobre la nuestra, si a favor del secreto de una negociación conducida con habilidad, pudiese tomar por sí solo su gobierno las medidas convenientes para declararse con ventaja. La inmensa distancia que separa nuestras provincias de ultramar las unas de las otras, y los diversos puntos de contacto que en el día tienen con potencias respetables, hace indispensable este sacrificio en obsequio de la seguridad del Estado, el cual no es tan grande respecto a que en los tratados de alianza ofensiva, de subsidios y de comercio en que pudiera perjudicarse a la nación, el Rey no puede proceder a formalizarlos sin consentimiento de las Cortes.

    A continuación se determinan con la misma puntualidad las restricciones que la autoridad del Rey no puede menos de tener, si no ha de ser un nombre vano la libertad de la Nación. La Comisión, Señor, ni aun en esto pretende ser original: los fueros de Aragón le ofrecieron felizmente la fórmula de las restricciones, pues hablando de ellas dicen frecuentemente Dominus Rex non potest & c. Cuán saludable haya de ser para lo sucesivo esta claridad y precisión en el texto de la ley fundamental no hay para qué anticiparlo. Sin lanzarse la Comisión en conjeturas risueñas, ni dejarse seducir de prestigios filosóficos, no cree aventurar su juicio si asegura con confianza que se ha acabado para siempre esa prodigiosa multitud de intérpretes y escoliadores que, ofuscando nuestras leyes, y llenando de oscuridad nuestros códigos, produjo el lamentable conflicto, la espantosa confusión en que a un tiempo se anegaron nuestra antigua constitución y nuestra libertad. La fórmula del juramento que ha de prestar el Rey ante las Cortes a su advenimiento al trono va concebida en el estilo más grave y decoroso, que al paso que le constituye Rey, debe hacer en su ánimo una profunda impresión acerca de cuál sea la naturaleza de sus sagradas obligaciones.

    La sucesión a la corona será uno de los objetos que arreglará la sabiduría del Congreso, según entienda qué mejor conviene a los verdaderos intereses de la Nación; haciendo para el caso los llamamientos oportunos después del señor D. Fernando VII y su legítima descendencia, cuya augusta real persona se halla actualmente en el goce de los derechos que la Nación ha reconocido, proclamado y jurado del modo más auténtico y solemne.

    La mayor edad del Rey se ha fijado en los dieciocho años cumplidos de edad, ya para que una larga minoría no aflija a la Nación con un gobierno interino, ya porque un reinado prematuro no la exponga a los funestos resultados de la precoz adolescencia, de la inexperiencia o veleidad de un Rey demasiado joven. El reino en la menor edad del Rey se gobernará por una Regencia, cuyos individuos elegirán las Cortes; y para evitar que si no estuvieren reunidas al tiempo de la muerte del Rey quede la Nación sin Gobierno, habrá una Regencia provisional presidida, si la hubiere, por la Reina madre. La autoridad que ejerza la Regencia nombrada por las Cortes será igual a la del Rey, a no ser que crean oportuno limitarla. Las Cortes, al ver el interés que tiene la Nación de que el Rey sea el padre de sus pueblos, no pueden desentenderse de mirar por su crianza y educación: por tanto, debe ser de su cargo nombrar tutor, a falta de tutela testamentaria o legítima, como asimismo vigilar la enseñanza del Rey menor.

    La Comisión ha creído debía conservar al heredero de la corona el título de Príncipe de Asturias, como también el de Infantes de las Españas a sólo los hijos e hijas del Rey y del príncipe heredero, el cual deberá ser reconocido por las Cortes luego que se les anuncie su nacimiento. En sentir de la Comisión, esta solemnidad debe observarse más para conservar una costumbre introducida en su origen por la necesidad, que por ninguna utilidad o precisión que haya en el día. Igualmente ha parecido oportuno que el Príncipe de Asturias, luego que llegue a los catorce años, jure ante las Cortes defender la religión católica, apostólica, romana, guardar la Constitución y obedecer al Rey; ya porque en esta edad puede contraer matrimonio y ser considerado como en estado libre, ya porque el respeto, obediencia y fidelidad a la religión, a la ley y al Rey empiezan a ser desde este tiempo los vínculos que le unen más estrechamente a la Nación, que algún día habrá de gobernar.

    La falta de conveniente separación entre los fondos que la Nación destinaba para la decorosa manutención del Rey, su familia y casa, y los que señalaba para el servicio público de cada año, o para los gastos extraordinarios que ocurrían imprevistamente, ha sido una de las principales causas de la espantosa confusión que ha habido siempre en la inversión de los caudales públicos. De aquí también la funesta opinión de haberse creído por no pocos, y aún intentando sostener como axioma, que las rentas del Estado eran una propiedad del monarca y su familia. Para prevenir en lo sucesivo tamaños males la Nación, al principio de cada reinado, fijará la dotación anual que estime conveniente asignar al Rey para mantener la grandeza y esplendor del trono, e igualmente lo que crea correspondiente a la decorosa sustentación de su familia: evitando por este medio no sólo la poco decente y airosa solicitud de hacer periódicamente a la Nación pedidos y donativos para ayuda de criar y establecer a sus hijos, sino también para que en adelante no se emplee, bajo pretexto de necesidades facticias, la sustancia de los pueblos en fraguarles nuevas cadenas, como de ordinario ha sucedido siempre que la Nación ha descuidado tomar rigurosa cuenta de la buena administración e inversión de sus contribuciones.

    Como el órgano inmediato del Rey le forman los Secretarios del Despacho, aquí es en donde es necesario hacer efectiva la responsabilidad del Gobierno para asegurar el buen desempeño de la inmensa autoridad depositada en la sagrada persona del Rey, pues que en el hecho existe toda en las manos de los ministros. El medio más seguro y sencillo, el que facilita a la Nación poderse enterar a cada instante del origen de los males que pueden manifestarse en cualquier ramo de la administración, es el de obligar a los Secretarios del Despacho a autorizar con su firma cualquier orden del Rey. La benéfica intención, que no puede menos de animar siempre sus providencias, hace inverosímil que el monarca se aparte jamás del camino de la razón y de la justicia; y si tal vez apareciere en sus órdenes que se desvía de aquella senda, será sólo por haber sido inducido a ello contra sus paternales designios por el influjo o mal consejo de los que olvidados de lo que deben a Dios, a la patria y a sí mismos, hayan osado abusar del sagrado lugar, en que no debe oírse sino el lenguaje respetuoso de la verdad, de la prudencia y del patriotismo. De este modo las Cortes tendrán en cualquier caso un testimonio auténtico para pedir cuenta a los ministros de la administración respectiva de sus ramos. Y para asegurar por otra parte el fiel desempeño de sus cargos y protegerlos contra el resentimiento, la rivalidad y demás enemigos de la rectitud, entereza y justificación que deben constituir el carácter público de los hombres de estado, los ministros no podrán ser juzgados sin que previamente resuelvan las Cortes haber lugar a la formación de causa.

    Para dar al Gobierno el carácter de estabilidad, prudencia y sistema que se requiere; para hacer que los negocios se dirijan por principios fijos y conocidos; y para proporcionar que el Estado pueda en adelante ser conducido, por decirlo así, por máximas, y no por ideas aisladas de cada uno de los Secretarios del Despacho, que además de poder ser equivocadas, necesariamente son variables a causa de la amovilidad a que están sujetos los ministros, se ha planteado un Consejo de Estado compuesto de proporcionado número de individuos. En él se habrá de refundir el conocimiento de los negocios gubernativos que andaban antes repartidos entre los tribunales supremos de la Corte con grande menoscabo del augusto cargo de administrar la justicia, de cuyo santo ministerio no deben ser en ningún caso distraídos los magistrados; y porque también conviene determinar con toda escrupulosidad, y conservar enteramente separadas las facultades propias y características de la autoridad judicial. Para dar consideración y decoro a tan señalada reunión habrá en ella algunos individuos del clero y de la nobleza, cuyo número fijo evitará que con el tiempo se introduzcan abusos perjudiciales al objeto de su instituto; e igualmente otro suficiente de naturales de ultramar, para que de este modo se estreche más y más nuestra fraternal unión, pueda tener el Gobierno prontos para cualquier resolución todas las luces y conocimientos de que necesite, y aquellos felices países el consuelo de aproximarse por este nuevo medio al centro de la autoridad y de la madre patria. Para que la moderación, pureza y desprendimiento que deben formar el carácter público de un representante de la Nación no peligren al tiempo de formar las listas de los individuos que se hayan de proponer al Rey para Consejeros de Estado, no podrá elegirse a ningún diputado de las Cortes, que hacen el nombramiento. La propuesta de los individuos del Consejo hecha al Rey por las Cortes tiene por objeto dar a esta institución carácter nacional; de este modo, la Nación no verá en el Consejo un senado temible por su origen, ni independencia: tendrá seguridad de no contar entre sus individuos personas desafectas a los intereses de la patria; y el Rey, quedando en libertad de elegir de cada tres uno, no se verá obligado a tomar consejo de súbditos que le sean desagradables. Últimamente, la seguridad de no poder ser removidos de su encargo sin causa justificada los individuos del Consejo de Estado, afianza la independencia de sus deliberaciones, en que tanto puede influir el temor de una separación violenta o poco decorosa.

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    Re: Debate en las “Cortes” de Cádiz sobre el proyecto de nueva "Constitución"

    Fuente: Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias. Número 330. Sesión del 28 de Agosto de 1811.




    Continuó la discusión de la Constitución. Leyóse el art. 2.º, que dice así:


    «La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser el patrimonio de ninguna familia ni persona».



    Dijo


    El Sr. MORRÓS: Me parece que debe decir: no es ni puede ser el patrimonio de ninguna familia ni persona «ni en su todo, ni en ninguna de sus partes».

    El Sr. LLANERAS: Tres partes contiene el art. 2.º de la Constitución presentada. Que la Nación española es libre; que es independiente, y que no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. En cuanto a la última parte, no se me ofrece la menor dificultad; pero sí en cuanto a las dos primeras, según el sentido con que los señores de la comisión atribuyan a la Nación española el ser libre e independiente. Entiendo, Señor, que tan nobles y augustos caracteres no se le atribuyen ni se le pueden atribuir sino en el concepto de estar, como efectivamente lo está, verdaderamente constituida. Constituida sobre la base incontrastable de la única verdadera religión, que la debe conducir con magnanimidad y con gloria al feliz término a que aspira. Constituida bajo las sabias y justas leyes establecidas que la regían, y que subsisten en todo su vigor, sin embargo de estar pronta a abrazar las que V. M. sancione para su bien y prosperidad. Constituida bajo el suave dominio de su adorado Rey Fernando VII, y de sus legítimos sucesores. Bajo esta importante consideración, y no de otro modo, digo, Señor, que la Nación española es libre e independiente. Libre, esto es, que gustosa y de toda voluntad está ligada a las santas leyes prescritas por la religión que profesa; libre, porque gustosa y voluntariamente está sujeta al legítimo Gobierno que la rige; libre, porque gustosa y con toda su voluntad está y siempre quiere estar bajo el mando del Sr. D. Fernando VII, que adora, y no suspira sino por el momento feliz de verle restablecido gloriosamente en el Trono de sus mayores.

    Independiente, esto es, de toda dominación extranjera; y si en estos infelices días se ve ultrajada, vejada, subyugada, tiranamente dominada en la mayor parte de su territorio por el usurpador, no sucumbirá jamás por su voluntad, sino por la violencia y la tiranía. En el sentido propuesto, digo, Señor, y suscribo a lo que dice el capítulo que la Nación española es libre e independiente; pero no libre e independiente en otro sentido, esto es, que pueda expeler o abandonar la religión santa que profesa, las sabias y justas leyes que la rigen, el suave dominio de Fernando VII y de sus legítimos sucesores: dominio que ha reconocido y jurado V. M. según el voto general de todas las provincias, y de quien todas quieren voluntaria y gustosamente depender. Así, pues, para la mayor claridad y perfecta inteligencia de este artículo, y no dar margen a algún error, es mi dictamen que se le añada una expresión que declare el sentido verdadero de esta libertad e independencia, y se diga: la Nación española es libre e independiente «de toda dominación extranjera».

    El Sr. TORRERO: La comisión no ha podido separarse del decreto de 24 de Septiembre, y así ha formado este artículo con arreglo a lo allí sancionado. El señor preopinante parece que se ha dirigido a criticar las intenciones de los individuos de la comisión; pero aquí lo que se discute es el artículo, no las intenciones de la comisión. Léase el decreto, y se verá que la comisión se ha arreglado a su contenido.



    Comenzóse a leer el decreto de 24 de Septiembre; pero el Sr. Argüelles interrumpió la lectura, diciendo que no había necesidad de ella, porque al cabo el Sr. Llaneras no había presentado dificultad alguna. Pidió no obstante el Sr. Del Monte que se concluyese la lectura de dicho decreto, porque era necesario tenerlo muy presente durante la discusión. Se leyó en efecto; y en seguida observó el Sr. Torrero que en dicho decreto las renuncias hechas en Bayona se decían nulas, no sólo por la falta de libertad en el Rey, sino principalmente por falta de conocimiento por parte de la Nación, y que aquella razón probaba con toda evidencia que la Nación era libre e independiente.



    El Sr. ESPIGA: Jamás pudo la comisión imaginar que se pretendiera que explicase sus intenciones, y menos aquellas palabras que se aprenden en las escuelas en las primeras lecciones que se dan a los jóvenes que se destinan a la ciencia del derecho público, pues suponía a los dignos Diputados de V. M. bien penetrados de su verdadero sentido. Pero aunque los reparos que ha puesto el señor preopinante (Llaneras), ya por su naturaleza, ya por la oscuridad, que no presenta ideas sino muy confusas, y ya últimamente, por una repetición ridícula, que es más digna de compasión que de impugnación, no debieran merecer la atención de V. M., la comisión se ve en necesidad de manifestar una sencillísima explicación para desvanecer los más ligeros escrúpulos.

    Señor, la Nación es libre e independiente, y ésta es una de las verdades fundamentales de la política. La Nación es una persona moral respecto de las demás naciones; como un ciudadano es una persona física respecto de los demás de la Nación, y sus derechos son los mismos en sus respectivas relaciones. Y así como un ciudadano es libre para hacer todo aquello que no dañe ni a los demás, ni a la sociedad, o lo que es lo mismo, para obrar conforme a las leyes civiles, así una nación es libre para hacer cuanto convenga para su prosperidad y para su gloria, observando el derecho de gentes a que están obligadas recíprocamente las naciones. Es decir, que una nación mientras que obra según el derecho de gentes, puede hacer lo que más bien le parezca y le convenga para su mayor bien. Vea V. M., y vea también el señor preopinante, las intenciones de la comisión y la verdadera idea de esta palabra libre, y también de la de independiente, que es una consecuencia, y que no es otra cosa que el derecho que toda nación tiene de establecer el Gobierno y leyes que más le convengan, y de que ninguna otra pueda mezclarse ni pretenda embarazarla o impedirla en el ejercicio de estas sagradas facultades que le competen exclusivamente.

    No quiero molestar más a V. M., pues aunque pudiera extenderme mucho, no es justo perder inútilmente el tiempo.

    El Sr. VILLANUEVA: Me parece que quedará mejor el lenguaje suprimiéndose la palabra el, diciéndose: «no es ni puede ser patrimonio, etc.»



    Se procedió a la votación de este artículo, y quedó aprobado suprimiéndose la palabra el, conforme lo había propuesto el Sr. Villanueva.


    «Art. 3.º La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga».




    El Sr. ANER
    : Supuesto que en el artículo que acaba de leerse se declara que la soberanía reside en la Nación, y esta declaración no es más que la confirmación del decreto de 24 de Septiembre, y supuesto que en la segunda parte de este artículo se dice que en virtud de la soberanía que reside en la Nación, le compete exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, creo que debe omitirse como innecesaria y quizás perjudicial la última parte que dice: «y adoptar la forma de gobierno que más le convenga». Las razones que me obligan a pensar de este modo son varias, y desearía poderlas manifestar a V. M. con la claridad que exige la gravedad de la materia. Si se medita con reflexión, hallaremos que esta última parte del artículo está contenida en la primera y segunda. Si la Nación es soberana, y si le compete exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, es preciso confesar que como ley fundamental le pertenece en un caso extraordinario y de utilidad conocida la facultad de adoptar la forma de gobierno que más le convenga, sin necesidad de expresarse en este artículo, por ser una consecuencia precisa de aquel principio que declara la soberanía de la Nación, y la facultad que la misma tiene de establecer exclusivamente sus leyes fundamentales. El mérito y majestad de una Constitución consiste en la verdad, solidez y claridad de los principios que se sientan por bases, sin necesidad de deducir consecuencias que con más acierto deducirán el tiempo y las circunstancias. No sólo creo innecesaria la última parte del artículo, porque la supongo comprendida en la primera y segunda, sino porque no puede producir efecto alguno.

    La Nación española ni se halla en el caso de variar la forma de gobierno, ni hablando políticamente le puede convenir otra que la que toda la Nación y V. M. solemnemente han reconocido, proclamado y jurado. No pudiendo, pues, producir efecto alguno esta parte del artículo, sino para en lo sucesivo, ¿qué necesidad hay de sentar un principio, cuya consecuencia y efectos tienen un término tan remoto? Además, parece que la cláusula de que trato constituye un Gobierno demasiadamente precario y vacilante, lo que de ningún modo puede ser conveniente a una Nación. La estabilidad firme de un Gobierno le da vigor y energía, y quita toda esperanza a la veleidad de los genios y a la impetuosidad de las pasiones, que quizá valiéndose del pretexto de una conveniencia aparente, trastornaría y convertiría en otra forma un Gobierno que sólo un extraordinarísimo suceso, o el bien reconocido de la sociedad, pueden hacer variable por el principio de salus populi suprema lex. Si por un efecto de las vicisitudes de los tiempos y de la insubsistencia de las instituciones humanas, llegase el caso de hacer variaciones en la forma de gobierno, entonces la Nación soberana, consultando su verdadero interés, y en virtud de los derechos que le competen, adoptará las medidas convenientes; pero siendo éste un principio que sólo un suceso extraordinarísimo y una larga serie de años puede hacerlo posible, ¿qué necesidad hay de anunciarlo? Últimamente, el honor de V. M. y el de los Diputados en particular está interesado en que esta cláusula se suprima. V. M., Señor, desde su instalación ha tenido enemigos que no han perdido ocasión para desacreditar sus providencias, presentándolas siempre bajo un aspecto contrario a su verdadero sentido. Muchas veces se nos ha acusado de que seguíamos unos principios enteramente democráticos, que el objeto era establecer una república (como si las Cortes, Señor, no hubiesen tomado el pulso a las cosas, y no conociesen la posibilidad de las máximas). No demos, pues, ocasión a que los enemigos interpreten en un sentido opuesto el último período del artículo que se discute, y lo presenten como un principio de novedad y como un paso de la democracia. ¡Cuántos habrá que al leer el artículo habrán dicho: «las Cortes, no pudiendo prescindir del Gobierno monárquico, porque es la voluntad expresa de toda la Nación, se reservan en esta cláusula la facultad de hacerlo cuando tengan mejor ocasión»!. No es menos atendible, Señor, la interpretación que las naciones extranjeras podrán dar a este principio. Es preciso también que en el establecimiento de las leyes fundamentales consultemos las relaciones que podamos tener con las naciones extranjeras, cortando todo aquello que pudiese retraerlos de cooperar con nosotros a la libertad del continente, a pretexto de desconfianza. Por todo lo cual, me parece que la última parte del artículo debería suprimirse por innecesaria, y sobre ello hago proposición formal.

    El Sr. TERRERO: «La soberanía reside esencialmente en la Nación». Primera parte. Sobre ésta ni se debe discutir ni votar. Sancionada de antemano, pido por consiguiente a V. M. que no se haga expresión de ella. Segunda parte: «Le pertenece por tanto exclusivamente establecer sus leyes fundamentales». Ésta es una verdad eterna; faltándole, sin embargo, ¿qué?: el añadir, después de «sus leyes fundamentales», «y todas las demás convenientes y necesarias para el buen régimen de su gobierno». Cuando se lee aquí (en el proyecto) establecer las leyes fundamentales, no haciéndose mención de las otras, insinúa excluirlas, o así lo parece, y tanto más se fortifica esta idea, cuanto que en el mismo proyecto de Constitución se dice que aunque V. M. sancione una ley, si el Monarca, a quien respetamos (y no adoramos, que esto sería idolatría), le rehúsa su aprobación, cesó y expiró la ley, y al siguiente año vuelve a hacerse la moción en nuevas Cortes y, expedida la ley, insiste el Monarca en la renuncia de su consentimiento, torna a expirar la ley. Éste es un juego irrisorio de la soberanía. La Nación soberana tiene un intrínseco derecho para fijarse sus leyes fundamentales, y cualesquiera otras que conspiren y proporcionen el bien general del Estado; a esta potestad no hay otra alguna que pueda coartarla; ella es la suprema, y todas las demás, sean las que fuesen, y por más alto carácter con que se hallen revestidas, reciben de su plenitud su poder. Por consiguiente, la ley, que es una obligación que se extiende, comprende y abraza a todos los ciudadanos, a toda la comunidad, a toda la Nación, debe emanar de una autoridad superior a todo Código, y eminente sobre los mismos Príncipes. Quiero, por tanto, y es mi dictamen, que se agregue la expuesta cláusula, a saber: «y las demás convenientes y necesarias para el buen régimen del Gobierno». Pasemos a la tercera y última parte del artículo: «y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga». Prevengo importarme bien poco el que se suprima, por estimarla inclusa en la precedente. Pero no puedo menos de manifestar que no sería fuera de propósito este anuncio o significación; primero, porque es una verdad, ¿y por qué se han de ocultar las verdades? Al cabo, al cabo la verdad por sí no es nociva, mata ni destruye a nadie. En segundo lugar, porque en nada la contradice que la Nación se haya constreñido y ligado con el vínculo de su juramento para conservar su actual y presente Constitución monárquica. Para la verdad de su derecho de adoptar la forma de gobierno que le convenga, basta y sobra la potestad radical de que jamás se desprende, abriga y lleva consigo, habiendo elegido libremente el sistema y forma del Estado. Además, que aunque esta potencia parece ser abstracta, yo la concreto: ¿y cuándo? En el hecho mismo por el que V. M. resolvió unánimemente que fuese Monarquía el Gobierno de las Españas, y cuando variando las circunstancias pueda variar de la presente disposición y método. En tanto el Gobierno es legítimo en cuanto es justo, cabal y atemperado a la razón, la justicia y las leyes; si este temperamento muda y cambia de aspecto, y habiendo de ser útil y provechoso a la Nación, le es gravoso y nocivo, aquella potestad radical se desenrolla y puede volver a ejercer sus derechos y funciones, autorizada naturalmente para presentar nueva escena de cosas. El juramento en favor de tercero obliga constantemente; pero si caminando los tiempos, y transcurriendo los días, aquel favor se convierte en disfavor, daño o detrimento, termina la obligación, y pierde su fuerza el juramento. Resulta de todo que la cláusula en cuestión ofrece una noción exacta: exacta, porque la Nación tiene la facultad y radical poder; exacta, porque ha formado su Constitución libremente; exacta, porque aun cuando por las vicisitudes de los tiempos se vea impulsada a imponer nuevo orden e introducir reformas, no sirve de óbice el enunciado juramento. Estos son principios jurídicos, morales y teológicos. Dije antecedentemente que no me interesaba el que se conservase o no la tercera parte del artículo; pero repito que por mí habría de correr como se halla. La única dificultad que se ha objetado hasta aquí estriba en que el Gobierno que se observase amagado con aquel riesgo de separación, se haría precario. No persuade ni convence. Oderunt peccare mali formidine poenae. El hombre obra bien, regularmente hablando, y atendidas las pasiones humanas, siempre que tiene a la vista y no se le aparta de los ojos que existe quien pueda refrenarlo; y aunque no sea de presumir esto en nuestros piadosos y católicos Monarcas, pues en ningún tiempo han sido canales de desventuras sino sus inmediatos resortes, no obstante, no sería extraño… son humanos, y… humani nihil a me alienum puto. Todo cabe en la clase de humano, y en ella no está exento el Monarca. Sepan, pues, las cabezas coronadas que en un fatal extremo, en un evento extraordinario, no fácil, más sí posible, la Nación reunida podría derogarle su derecho. Esto tenía que decir, y dije.

    El Sr. ARGÜELLES: Quisiera, señor, que la comisión fuese oída antes de pasar adelante en la discusión. Como individuo de ella voy a hablar, no para oponerme a los sólidos y juiciosos reparos del Sr. Aner, sino para justificar a aquélla de la nota en que acaso, en sentir del Congreso, pudiera incurrir al oír lo que oportunamente acaba de decirse, si no se enterase también de los motivos que tuvo para extender el artículo según aparece. Incurriría, digo, en alguna nota, que en mi dictamen podría ser o de imprudente o de insidiosa. El Sr. Aner por las reflexiones que ha hecho veo que ha oído, como yo, decir que la última cláusula del artículo es capciosa, y para quitar toda duda y aun motivo de sospecha, desea que se suprima. La comisión no ignoraba que la mala fe analizaría con cavilosidad todas las palabras y aun todas las inflexiones para descubrir motivo de hacer sospechosa la obra, introducir recelos, e inducir a equivocaciones a los melindrosos y suspicaces. Halló, digo, la mala fe en la cláusula una disposición necesaria e inocente, pero forzando su sentido quiso aplicarle el dañado designio de Napoleón, que perdido y fuera de sí ha querido alucinar a los incautos con el ridículo empeño de pintar al Congreso compuesto de hombres revoltosos y desorganizadores. Por desgracia habrá logrado sorprender en tan grosero lazo a algunos; pero la más leve reflexión será siempre suficiente para descubrir tan miserable impostura. Sus ardides son ya demasiado conocidos; y era preciso otra originalidad que la que ha manifestado hasta aquí para que la comisión los hubiese temido. Los mismos reparos que con tanto juicio expuso el señor preopinante, los tuvo ésta muy presentes; pesó los inconvenientes de expresar, como lo está, el artículo y las ventajas de presentarlo de otro modo, y en la comparación triunfaron las razones que expondré luego. Así es que la comisión no es ni debe ser reputada por imprudente como se creería, si por ligereza o irreflexión hubiese extendido la cláusula según se lee. Los que en España no quieren Constitución ni reformas, y sólo están bien hallados con el sistema en que han mandado a su voluntad y sin responsabilidad alguna, claro está que tildarán el artículo de oscuro, insidioso, falaz, y cuanto crean conveniente atribuirle para inspirar en la opinión pública recelos y desconfianza.

    Mas como al fin sus mismas censuras han de pasar también por el examen público, la comisión contó siempre con esta clase de enemigos, y confió en el recto juicio y sana crítica de los españoles. Sabía que su obra había de ser analizada, desmenuzada de mil modos, y que la discusión al fin vendría a ser quien la rectificase en todas sus partes. Aun cuando se hubiese querido olvidar de sus obligaciones, la voluntad soberana y patente de la Nación habría reprimido sus intenciones. No lo necesitó; su voluntad y su anhelo eran los mismos que los de todos sus conciudadanos, y la Monarquía era igualmente que para ellos el objeto de sus deseos. ¿Qué pues le había de importar el que un puñado de maliciosos depravasen el sentido de algunos artículos, la sencilla inteligencia de ésta o la otra cláusula? ¿Cómo había de creer la comisión que el ridículo, el temerario empeño de atribuirle designios de alterar la forma de gobierno, pudiese a la vista del artículo encontrar cabida en los españoles sensatos, ni anidarse tan extravagante idea en la cabeza de ninguno que conserve en buen equilibrio los fluidos y fibras del cerebro? Si además de la voluntad nacional, tan solemnemente proclamada en este punto, tenía a la vista la índole de nuestra antigua constitución, los conocimientos que además ofrece de ella nuestra historia, ¿cómo sería posible introducir en su obra artículo ni cláusula contraria, sin que chocase abiertamente con todo el sistema de aquélla? Yo siempre he visto gobernada a España por la forma monárquica. Si dejamos a un lado nuestra oscura historia en tiempo de los fenicios y cartagineses, y aun en el que fuimos colonias y municipios romanos, la Monarquía goda nos presenta una serie no interrumpida de Reyes, sin que la elección de Iñigo Arista, en Aragón, ni D. Pelayo en las montañas de Asturias causen estado contra el gobierno monárquico. Además, la desastrosa experiencia de las tentativas de los franceses hubiera bastado por sí sola a refrenar el descarrío de la comisión, si el aprecio y estima que nunca han dejado de hacer de sí mismos los individuos que la componen, no hubiese sido bastante a contenerlos en los límites del sentido común. Los que faltando a las leyes de éste hayan querido atribuirle otras miras ulteriores de las que aparecen, fundándose en la cláusula del art. 3.º, lograrán sorprender solamente a necios o a muchachos. A éstos no los ha buscado ni buscará jamás la comisión por jueces suyos. Esto es por lo que toca a aquí, en España; respecto de otras naciones, Napoleón siempre alegará a las potencias a quienes intente alucinar que el Congreso es faccioso, demagogo, con otras mil extravagancias y absurdos que se dicen y se reproducen por los Gobiernos, y señaladamente por los que siguen las máximas del suyo. Mas como el Congreso no es una escuela de muchachos en que el maestro usa del miserable arbitrio de hablarles de duendes, de fantasmas y otros cocos semejantes para hacerles miedo y conducirlos a su placer, la comisión no quiso ni debió hacer caso de tan despreciables medios. Las potencias de Europa observan al Congreso, y no se guían para formar su juicio acerca de su digno y grave proceder por lo que les digan los satélites de un tirano a quien detestan. La conducta magnánima de los españoles, sostenida y confortada por sus Cortes generales y extraordinarias en toda la serie de sus decretos y providencias, son los comprobantes de la generosidad de los primeros y de la majestuosa firmeza de éstas. La comisión ha debido confiar que la solemne manifestación que hizo la Nación española en Mayo de 1808 en todos los puntos de la Monarquía, acá y allá de los mares a un mismo tiempo, de un mismo modo, sin preceder deliberaciones, consultas, expedientes ni convocatorias, por la cual hizo patente su soberana voluntad de no ser en ningún tiempo gobernada por extranjeros ni contra su voluntad, proclamando libre y espontáneamente al Sr. D. Fernando VII por su único y legítimo Rey, sería en todos tiempos por su naturaleza y por los sublimes efectos que ha producido la prenda más segura para con las naciones de Europa de su constancia e irrevocable resolución. Ésta es superior a todas las cláusulas y a todas las protestas. Un Congreso que la representa, y que está particularmente encargado de arreglar y mejorar la ley fundamental que ha de hacer glorioso al Monarca, y feliz al pueblo que gobierna, nunca podía separarse en lo más pequeño de su soberano mandato. La comisión, Señor, tuvo siempre a la vista todas las circunstancias de la santa insurrección; entre ellas, la que más domina es la voluntad de los españoles de ser gobernados por el señor D. Fernando VII. ¿Qué quiere decir esto? Que la Nación ha excluido del modo más explícito toda forma de gobierno que no sea la monárquica. La comisión no olvidó un solo instante que las Cortes estaban congregadas para restablecer la primitiva Constitución, mejorándola en todo lo que conviniese; así es que sabía que habían venido no tanto a formar de nuevo el pacto, como a explicarle e ilustrarle con mejoras. ¿Cómo, pues, podía ofrecer en un proyecto ningún artículo, ninguna cláusula que incluyese la menor idea contraria a la solemne y auténtica declaración de la voluntad nacional? Porque la malicia o la cavilosidad pudiesen aparentar recelos, ¿por eso la comisión había de omitir cláusulas esenciales? La comisión conoce hasta qué punto debe el Congreso llevar sus consideraciones con las potencias extranjeras. Las ha respetado con toda la posible circunspección. Mas antes de todo, ha querido ser fiel al sagrado ministerio de desempeñar el encargo que se le ha confiado. La Nación española es libre e independiente; y la comisión hubiera comprometido por su parte tan inviolables derechos si hubiese procedido en su obra con servilidad. El derecho público de las naciones había establecido y consagrado desde mucho tiempo el respetable principio de que ninguna nación tiene derecho para mezclarse bajo de ningún pretexto en el arreglo interior y económico de otra. España ha sido escrupulosísima en la observancia de tan prudente y saludable máxima. Su fiel aliada es buen testigo de esta verdad; pues aun en los tiempos más calamitosos de sus revoluciones fue respetada por nosotros y por toda la Europa, y entre otras señaladas épocas de su historia se ve con cuánta independencia procedió en el protectorado de Cromwell, en el restablecimiento de la Monarquía y, después de la abdicación de Jacobo II, poniendo a Guillermo III las limitaciones que creyó convenientes para ocupar el Trono de Inglaterra, limitaciones que pudo haber llevado hasta donde hubiera querido, sin que ninguna Nación de Europa hubiese osado contrariar. Sólo el trastorno de todas las leyes y de todos los derechos por la revolución de Francia es el que ha introducido el pernicioso ejemplo de respetar poco tan discreta como ventajosa política.

    La comisión, en su proyecto, no presentó ninguno de aquellos principios subversivos que pudiesen causar inquietudes ni recelos a otras naciones. Se remite con gusto a todos sus artículos, al tenor de cada uno, y sobre todo al sistema de la obra. Pero al mismo tiempo no ha podido desentenderse de que España, víctima en todas épocas del influjo de Gobiernos extranjeros, debía hoy cortar de raíz el funesto germen de tantas guerras y disensiones como la han afligido. La cláusula, a su parecer, era la única que podría conseguirlo. Protestas, juramentos ni renuncias de nada han servido. ¿Qué renuncia más solemne que la que hizo Luis XIV a nombre de su mujer la Infanta Doña María Teresa, desistiéndose de todos sus derechos eventuales a la Corona de España? ¿No halló después consejos y publicistas que sostuvieron que su renuncia no podía tener consecuencia ninguna por haberse hecho solamente pro bone pacis, y de modo alguno en perjuicio de derechos que no habían podido ser perjudicados en el nieto por el acto del abuelo? Sí, Señor, publicistas, no filósofos ni hombres de bien, sino aquellos escritores que viven de las migajas y relieves de las mesas ministeriales. Así es que en desprecio de tan solemnes juramentos y de la independencia española se formalizaron el año de 1700, sin explorar siquiera la voluntad de la Nación, tratados de partición de la Monarquía, cuyas consecuencias asolaron y anegaron en sangre este desventurado Reino. La comisión, con este escarmiento, y con el horrible y bárbaro atentado de Bayona, que arrastró a aquella infausta ciudad millares de hombres para comprometerlos con sus familias, no podía menos de introducir en el artículo una cláusula que recordase en todos tiempos que la independencia de la Nación debía ser tan absoluta, que a ella sola le tocase adoptar hasta la forma de gobierno que más le conviniere. La falta de previsión ha sido siempre en España la causa principal de los males que ha sufrido. Y si en la guerra de sucesión se malogró la ocasión de asegurar al Reino su independencia, el Congreso está obligado a proclamar solemnemente que la Nación jamás consentirá la más leve ofensa en tan sagrado derecho. Las extranjeras naciones verán en esto una declaración grande y magnánima, que no podrán menos de respetar y apreciar, porque en realidad renueva el Código universal de su libertad e independencia que tanto les importa restablecer. Además, la comisión quiso precaver el caso de que una intriga extranjera o doméstica, apoyada en aquélla, redujese a la Nación a la esclavitud antigua escudándose con la Constitución. El Congreso oye todos los días la lamentable confusión de principios en que se incurre, que con tal que en España mande el Rey, las condiciones o limitaciones se miran como punto totalmente indiferente. Se supone con facilidad que la forma monárquica consiste únicamente en que uno solo sea el que gobierne, sin echar de ver que este carácter le hay también en el Gobierno de Turquía. Y cuando se habla de trabas y de restricciones, al instante se apela a que se mina el Trono, y se establecen repúblicas y otros delirios y aun aberraciones del entendimiento. Como si la comisión ignorase que el que propusiese en España semejante originalidad lograría, cuando menos, atraer sobre sí el desprecio general, castigo creo yo mayor que todos los castigos para el hombre que estima en algo su opinión. Por lo mismo la comisión ha querido prevenir el caso de que si por una trama se intentase destruir la Constitución diciendo que la Monarquía era lo que la Nación deseaba, y que aquélla consistía solamente en tener un Rey, la Nación tuviese salvo el derecho de adoptar la forma de gobierno que más le conviniere, sin necesidad de insurrecciones ni revueltas. Lo que constituye para todo hombre sensato la Monarquía, o la forma de gobierno monárquico, son las leyes fundamentales que templan la autoridad del Rey; lo contrario es una tiranía. Por otra parte, la experiencia hace ver la necesidad de no suprimir la cláusula cuando el mero hecho de intentar restablecer lo que se observó en Aragón, y aún en Castilla, se pretende calificar de subversivo e incompatible con la Monarquía. El celo y buen deseo del Sr. Terrero le ha hecho anticipar una cuestión que todavía está muy distante. Sus reflexiones serán muy oportunas al hablar de la sanción del Rey. Porque ahora, ¿quién podría disputar a la Nación la autoridad de hacer leyes civiles y económicas si la tiene para establecer las fundamentales? La parte que se pueda dar al Monarca en la formación de las primeras, es punto muy accidental, y en nada altera la naturaleza de las facultades que por su esencia deben tener ambas autoridades. Las Cortes las ejercerán según el modo que establezca la Constitución, sin que puedan extenderse más allá de sus límites. Y el Rey igualmente usará de su autoridad conforme a los dispuesto en la ley fundamental, sin que el intervenir en la formación de las leyes tenga otro objeto que asegurar más y más el acierto y sabiduría de tan graves resoluciones. Antes de concluir debo indicar que todavía se propuso la comisión, al extender la cláusula que se discute, dejar abierta la puerta en la Constitución a un capítulo, que se presentará a su tiempo, sobre el modo de mejorar en ella lo que la experiencia acredite digno de reforma. Y este artículo, aunque al principio del proyecto, tiene íntimo enlace con el capítulo insinuado; tal es la naturaleza de todo sistema. Por tanto, Señor, sin que se crea que yo me resisto a lo que exija la prudencia y otras justas consideraciones, ruego al Congreso que en el caso de suprimirse la cláusula, se permita a la comisión hacer alguna oportuna adición que pueda llenar el objeto de su plan.

    El Sr. BORRULL (Leyó): Señor, una de las cuestiones más importantes que ofrece el derecho público es la presente; la he examinado con alguna detención, y hablaré con la libertad propia de mi cargo, siguiendo constantemente aquellos principios que ha inspirado la razón a los pueblos civilizados. Se trata de la soberanía, y se propone generalmente y sin limitación alguna en este artículo, que pertenece a la Nación el derecho de adoptar la forma de gobierno que más le convenga. Yo considero que si se tratase del caso en que hubiesen faltado todos los Príncipes que por las leyes fundamentales estaban llamados a la sucesión del Reino, no podría ofrecerse dificultad ni embarazo alguno para que la Nación, consultando con su mayor utilidad y beneficio, escogiera la forma de Gobierno que mejor le pareciese, y mudara en todo o en parte la que hasta entonces había conservado; pues ninguno estaba llamado al Trono, ninguno había que tuviese derecho para ocuparlo, y por ello quedaba en una plena libertad de elegir al sujeto más digno, o encargar el Gobierno a algunos o a muchos, formando una aristocracia o democracia, según creyese convenir más para su bien y felicidad. Lo mismo sucedería cuando se hubiera disuelto el Estado. Así se experimentó en aquellos infelices tiempos de la irrupción de los sarracenos, en que muerto el Rey D. Rodrigo, ocupado el Reino, cautivos o fugitivos sus habitantes, quedaron unos pocos que pudieron salvarse en la aspereza de los montes, y se hallaron enteramente abandonados, sin jefes ni esperanzas de otros auxilios que los que ofrecían sus propias fuerzas y calidad del terreno. Hubieran podido, sin duda, elegir entonces un Gobierno aristocrático o republicano; mas prefirieron continuar el monárquico, nombrando los de Asturias a D. Pelayo, y los de los Pirineos en los años siguientes a Garci-Jimenez. Pero no estamos en semejantes casos. El Estado se halla constituido siglos hace, y permanece también hoy en día. Estas sociedades españolas se formaron, no sólo por medio de aquella convención que equivocadamente admite Hobbes por única, que es la que hace cada uno con los demás socios, sino que intervinieron también, como he manifestado, las otras dos que consideran precisas varios escritores del derecho público, y son adoptar la forma de Gobierno, que fue la de una Monarquía moderada, elegir Rey y determinar en los siglos inmediatos que no fuese electivo el Reino, sino que pasara a los sujetos que se nombraron y a sus descendientes. Está, pues, constituido el Estado tantos tiempos hace; aunque quiera considerarse el asunto con arreglo al dictamen de los filósofos modernos, ninguno puede dudarlo. Y habiendo algunos de los llamados a la sucesión del Reino, no se les puede quitar este derecho ni adoptar otra forma de gobierno, pues esto sería una temeraria violación de los más claros principios que han establecido la razón y justicia en todos los Estados, y fomentar grandes trastornos y crueles guerras en los mismos. Y así, habiendo muerto el Rey D. Martín en Barcelona en 31 de Mayo de 1410, y no dejando hijos ni descendientes, no pensaron en otra cosa los aragoneses, valencianos y catalanes más que en nombrar jueces que declarasen a quién pertenecía la Corona. Pero en el caso presente aún se encuentran motivos más poderosos, como son que en las Cortes celebradas en Madrid en el año de 1789 juró la Nación por Príncipe de Asturias y sucesor en el Reino a nuestro estimado Fernando VII; en el año 1808 lo reconoció por su Rey, lo proclamaron después todas las provincias del imperio español, y V. M. mandó también en el célebre decreto de 24 de Septiembre que jurasen el Consejo de Regencia y demás tribunales y cuerpos conservar el Gobierno monárquico del Reino; y así, no puede establecer ahora generalmente y sin limitación alguna que la Nación tiene derecho para adoptar la forma de gobierno que más le acomode.

    Hallo también graves dificultades en declarar al presente que pertenece a la Nación exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, pues las tiene establecidas, y muy sabias, siglos ha, y no puede por sí sola variar algunas de ellas. Los godos, a quienes los romanos llamaban bárbaros, abominaban el despotismo de los Emperadores, y oponiéndose a sus ideas, establecieron por máxima fundamental de su gobierno que lo que tocaba a todos debía ser determinado y aprobado por todos; y en consecuencia de ella, sus Príncipes formaban las leyes, como dice Recesvinto en la ley 1.ª, título I del libro 1.º del Fuero Juzgo, «con los Obispos de Dios, con todos los mayores de nuestra corte, e con otorgamiento del pueblo». Después de la invasión de los sarracenos, se observó lo mismo en los reinos que se iban conquistando y componen la Corona de Castilla; y mejorándose en esta parte en los tiempos siguientes el Fuero de Sobrarbe, se practicó también en los de Aragón y Navarra. Esta ley es una de las fundamentales de España. Y como sea un principio de derecho que ninguno puede ser despojado de su posesión sin ser citado ni vencido, procede con mayor motivo el que no se pueda quitar al Rey estando cautivo la parte que tiene del poder legislativo, ni establecer otra ley que revoque ésta. También ha de contarse entre las fundamentales la de no ser electiva la Corona, y haber de pasar a los hijos y descendientes del Rey, la que, según entiendo, se formó antes del siglo XII; y extraño que se asegure en el discurso preliminar del proyecto de Constitución que jamás pudo la Nación echar de sí la memoria de haber sido electiva la Corona en su origen, y que se alegue, como pruebas claras de ello, lo acaecido en Cataluña en el año 1462 con el Rey D. Juan II, y en 1465 en Ávila con D. Enrique IV, siendo así que el ser electivo el Reino no daba facultad ni a los magnates ni al pueblo para privar del mismo al que lo poseía, sino para nombrar después de su muerte por sucesor al que pareciese, según demuestran las leyes del Exordio y del Fuero Juzgo; y en los dos casos citados se propasaron, después de haberles jurado por Reyes, a despojarles de la Corona, cuyos hechos fueron tan escandalosos, que al tratar del segundo dice el P. Mariana en el libro 23, capítulo 9.º de la Historia de España: «Tiemblan las carnes en pensar en una afrenta tan grande de nuestra Nación», y por ello nos hacen terribles cargos muchos historiadores extranjeros, y últimamente Robertson. Y esta otra ley sobre la sucesión de los hijos del Rey, tampoco puede alterarse sin consentimiento del mismo. Y omitiendo otras de esta calidad, diré que V. M. acordó en el día 25 del presente mes que las antiguas leyes fundamentales de la Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrían llenar el grande objeto de promover la gloria, la felicidad y el bien de la Nación: con lo cual ha reconocido nuevamente V. M. el derecho que en virtud de las mismas compete al Sr. D. Fernando VII sobre varias cosas; y permaneciendo estas mismas leyes fundamentales, fue jurado por sucesor al Trono y proclamado después por Rey en todas las provincias; y así no pueden, sin concurso ni consentimiento suyo, quitárseles derechos algunos de los que por ellas se les conceden, ni decirse ahora sin restricción alguna que pertenece exclusivamente a la Nación la facultad de establecer las leyes fundamentales.

    Se propone igualmente en este artículo que la soberanía reside esencialmente en la Nación. Yo reconozco la soberanía de ésta, y sólo me opongo a la palabra esencialmente, esto es, a que resida esencialmente en la misma: lo cual parece convenir con el sistema de varios autores, que creyendo poder descubrir los sucesos más antiguos con el auxilio de conjeturas y presunciones tal vez demasiado vagas, atribuyen el origen de las sociedades a los diferentes pactos y convenios de los que se juntaban para formarlas. Pero yo, siguiendo un camino más seguro, encuentro el principio de las mismas en las familias de los antiguos patriarcas, que usaban de una potestad suprema sobre sus hijos y descendientes, y no la habían adquirido en virtud de dichos pactos. Me persuado que algunos parientes o amigos suyos se les agregarían con sus familias o tribus, y este aumento o extensión de poder lo hubieran de adquirir por la voluntad del padre o cabeza de aquella tribu, y no por convenciones de todos sus individuos, y lo propio se verificaría cuando se le juntase por casamiento alguna otra familia. Véase, pues, constituido un pequeño Estado. Se añade a ello que no consta por autor o documento antiguo que el grande imperio de Babilonia y otros de aquellos primitivos, se formasen en los términos que se figuran algunos escritores del derecho público haber sucedido a las sociedades. Y con ello aparece que hay bastante motivo para decir que no residía entonces la soberanía en la tribu o nación, y por esto que no es de esencia de la misma. Pero descendamos a sucesos posteriores: contrayéndonos a la Península, y concediendo que en el siglo VIII se dispusieron en ella las nuevas sociedades o estados españoles, según los particulares convenios que otorgaron sus individuos, se descubrirá que después de la invasión de los sarracenos, se levanta la Monarquía de Asturias, y la soberanía está dividida entre el Rey y la Nación, y que ambos de conformidad hacen las leyes; se erige otro reino de los Pirineos, y en virtud del celebrado Fuero de Sobrarbe, que se formó después de consultar con el Papa y los longobardos, se obliga a los Reyes a jurar «que les mejorarían siempre sus fueros», manifestándose con ello competir a éstos el poder legislativo o soberanía. Y si se quiere decir que la ejercían como mandatarios de la Nación, manifestaré que no pueden considerarse tales los que, precediendo justo motivo para la guerra, conquistan un reino, y usan de dichas facultades en el mismo; y añadiré también que el Sr. D. Jaime I, que ajustados especiales convenios en las Cortes de Monzón con cuantos quisieron seguirle, se apoderó de Valencia, y ejerció por sí mismo, y con independencia del pueblo, el Poder legislativo por más de treinta años, en el de 1270 le comunicó parte del mismo, prometiendo solemnemente en un privilegio que expidió, que no derogaría, mudaría, ni corregiría el Código de Fueros sin voluntad y asenso de aquel reino. Y lo mismo ofreció su hijo el Rey D. Pedro al principado de Cataluña en las Cortes de 1283, sin decir ni uno ni otro que les restituían sus esenciales derechos, y reconociendo estos reinos debidas a los mismos las referidas facultades.

    Y debo igualmente manifestar que V. M. ha obligado a todos los Diputados a que juren «conservar (son palabras formales del juramento) a nuestro muy amado Soberano Sr. D. Fernando VII todos sus dominios»; y así, a reconocerle por Soberano y a entender esta palabra en sentido propio, por ser ajeno de su voluntad y justificación, como también de la solemnidad del acto, lo contrario. Mas ahora se propone en este artículo que la soberanía reside esencialmente en la Nación. Pero si reside esencialmente en la Nación, no puede separarse de ella ni el todo ni parte de la misma, y por consiguiente, ni competir parte alguna al Sr. D. Fernando VII; con todo, V. M. ha mandado reconocerle por Soberano: luego según la declaración de V. M. tiene parte de la soberanía; luego ha podido separarse, y por lo mismo no puede decirse que reside esencialmente en la Nación, y así no hallo arbitrio para aprobar el referido art. 3.º en los términos que está concebido.


    El Sr. Obispo de Calahorra entregó el siguiente papel, que leyó el Sr. Secretario Valle:


    Señor, el punto que se discute es tan esencial y trascendental al Gobierno de la Nación española que de su acertada resolución puede pender la felicidad que desea, y debemos procurar. Esta consideración obliga a todo representante a extender sus ideas por todos los derechos de la razón y justicia para descubrir los que pertenecen a la Nación y al Rey que tiene jurado y reconocido. El art. 3.º del nuevo proyecto de Constitución atribuye y da la soberanía a la Nación dejándose al Rey el poder ejecutivo.

    Para demostrar la justicia o injusticia que envuelve tan sencilla proposición, era preciso un discurso extenso y ostensivo de los derechos del hombre como persona particular y como miembro de la sociedad: subir hasta el origen primero de la potestad que ha tenido para regirse, conservarse y defenderse de sus contrarios, y señalar la verdadera causa o principio de tan necesario poder. Pero prescindiendo por ahora de si la potestad de los Reyes le es dada inmediatamente por Dios, según lo afirman Padres de la Iglesia, fundados en autoridades de los libros santos, como San Ireneo, quien en el siglo II decía «que los Reyes deben su dignidad al mismo que deben su vida»; y Tertuliano en el siglo III, hablando del Emperador, «que así como de solo Dios recibió su alma, así de Él solo recibió el imperio»; desentendiéndome, en fin, de lo que el grande Osio, San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín, con otros Santos Padres, expusieron en este particular, pudiendo asegurarse que en los siete primeros siglos de la Iglesia no se hallará un solo escritor eclesiástico de algún mérito que no afirme o suponga haber recibido los Príncipes inmediatamente de Dios la autoridad real, quiero suponer por ahora que la potestad soberana es derivada de Dios a los Reyes, mediante el pueblo, en quien se dice residir primaria y esencialmente; y paso a manifestar la injusticia del mencionado art. 3.º

    En esta hipótesis es preciso confesar que el hombre, libre por naturaleza, no podía conservarse en seguridad, ni defenderse de los que atentasen su persona, derechos y propiedades, si no contaba con alguna potestad humana que le mantuviese en el goce tranquilo de sus fueros; para este fin le imprimió el autor de la naturaleza (dicen elegantemente San Juan Crisóstomo y Santo Tomás) dos principios: el uno, que como animal sociable apeteciese natural y justamente vivir en comunidad o compañía de sus semejantes; el otro, que en una comunidad perfecta era necesario un poder a quien perteneciese el Gobierno de ella misma, porque el pueblo, según la sentencia del Sabio en los proverbios, quedaría destruido faltando quien gobernase. De aquí se deduce ser una propiedad que dimana del mismo derecho natural del hombre esta potestad de gobernar, y que antes de elegirse determinada forma de gobierno reside dicha potestad en la comunidad o congregación de hombres, porque ningún cuerpo puede conservarse si no hay una autoridad suprema a quien pertenezca procurar y atender al bien de todos, como se ve en el cuerpo natural del hombre, y la experiencia lo acredita también en el cuerpo político: la razón es porque cada uno de los miembros en particular mira a sus comodidades propias, las cuales son a veces contrarias al bien común, y en ocasiones hay muchas cosas que son necesarias al bien de la comunidad, que no lo son ni aun convenientes a cada individuo en particular. No se puede negar, por ser muy conforme al derecho natural del hombre, el que haya una potestad pública civil, que pueda regir y gobernar a toda comunidad perfecta, y también el que ésta tenga acción para depositarla en un solo hombre, en muchos, o en toda la comunidad, bajo de estas o las otras condiciones, pactos o limitaciones; cuya diferencia de comunicarse la potestad soberana constituye la variedad de formas de gobierno que ha habido y hay en la superficie de la tierra. Excuso deslindar el carácter distintivo de cada uno; basta para mi intento saber que el Gobierno de nuestra España desde el tiempo de los godos ha sido monárquico, con algunas limitaciones que imponían al Rey las leyes fundamentales extendidas en el Fuero Juzgo; y aunque en aquellos siglos, hasta el XIII, los Monarcas de España debían subir al Trono por la elección de sus pueblos, siempre fue cierto que ungidos y consagrados por los sacerdotes, y jurados después por los pueblos, gozaban de cuanto es propio de la soberanía, del supremo dominio, autoridad, jurisdicción y alto señorío de justicia sobre todos sus vasallos y miembros del Estado, hacer nuevas leyes, sancionar, modificar y aun derogar las antiguas, declarar la guerra, hacer la paz, imponer contribuciones, batir moneda: hé aquí el carácter de nuestros Príncipes godos por la Constitución del Reino. Por ella eran unos Monarcas enteramente autorizados, independientes y supremos legisladores, con arreglo a la razón, justicia y derecho de gentes; mas ella misma templaba el ejercicio de la autoridad Real en tal manera que les prohibía degenerar hacia la arbitrariedad y despotismo.

    En suma, el pueblo español trasladaba al Rey que elegía toda la soberanía; pero le ponían freno las leyes fundamentales que juraba, para que, aunque enteramente autorizado, no pudiese partir, dividir, ni enajenar los bienes pertenecientes a la Corona; aunque independiente, procurase más bien el beneficio de la Patria que el suyo propio; y aunque legislador supremo, no pudiese dar fuerza, vigor ni perpetuidad de ley a sus órdenes y decretos, sino cuando lograban el consentimiento de las Cortes, que compuestas de las tres clases representaban la Nación.

    Lo dicho es constante en la historia de nuestra España, y también lo es que los Reyes que hasta el siglo XII habían sido elegidos por el pueblo, empezaron a poseer la Corona de España por vía de sucesión hereditaria en fuerza de una costumbre aprobada por la Nación, y posteriormente por la ley de Partida de D. Alfonso el Sabio. En consecuencia, el Sr. D. Fernando VII, jurado y proclamado solemnemente por toda la Nación Rey de las Españas e Indias, ha entrado y debido entrar como sucesor legítimo de los Soberanos de España, sus ascendientes, en el goce de la misma soberanía y demás fueros que le pertenecen por ley.

    La que se supone, o se quiere suponer, residir en la Nación, ya la enajenó o trasladó a sus Reyes electivos y después a los hereditarios, pues como se ha demostrado, y lo acreditan las leyes de nuestros Códigos, los Reyes de España han sido siempre sin interrupción soberanos, supremos legisladores, etc. La Nación entonces no era soberana, sino el Rey, porque es al parecer una cosa disonante que la Nación dé a su Rey toda la soberanía para que la dirija, gobierne, conserve y defienda, y se quede con toda ella para dirigirse, gobernarse, conservarse y protegerse; que haciendo a su Rey cabeza de la Nación, la Nación sea cuerpo y cabeza de sí misma, y haya dos cabezas en un solo cuerpo; y si en el Reino el pueblo es sobre el Rey, el Gobierno del Reino es popular, no monárquico.

    De aquí se sigue que trasladada por la Nación la soberanía a su Monarca elegido, queda éste constituido Soberano de su nación, y nadie le puede despojar del derecho de la soberanía; mas debe observar fielmente las condiciones y pactos que le están impuestos por leyes fundamentales del Reino, y cuando faltare a ellos tiene derecho la Nación a exigir su cumplimiento, obligando al Rey a la puntual observancia de la Constitución por los medios que tenga prescritos la ley. Siendo, pues, nuestro amado Fernando VII declarado legítimo por toda la Nación y sus leyes fundamentales, sucesor legítimo de la Corona, jurado y proclamado solemnemente Rey de las Españas y de las Indias, se halla constituido Soberano, y no puede ni debe ser despojado de su soberanía.

    Pregúntese a todas las provincias y pueblos de España, a las Américas y dominios ultramarinos, si han jurado y reconocen por su Rey al Sr. D. Fernando VII, y unánimemente responderán que sí, desde el grande hasta el menor artesano, desde los Obispos hasta el más pobre sacristán, desde el general hasta el más infeliz soldado: que varias veces lo han manifestado con mucha complacencia y ternura de corazón con lágrimas en sus ojos, sin haber dudado un momento ser Fernando VII su legítimo Soberano; y aun cuando faltaran estos testigos fidedignos, léase la fórmula del juramento, que al instalarse la Junta Central, cuerpo entonces representativo de provincias y pueblos, se hizo por aquel augusto Congreso, y se mandó hacer a todos los magistrados, Prelados, comunidades, cuerpos eclesiásticos y legos, así políticos como militares, y en ella se verá el testimonio más auténtico de esta verdad.

    Pregúntese también a todos los comitentes que dieron sus poderes para estas Cortes extraordinarias si era voluntad suya el que se despojase en ellas a Fernando VII de la soberanía que le corresponde por derecho de sucesión de rigurosa justicia, y responderán que su voluntad era enteramente contraria a semejante innovación; que sólo desean ver al infame y cruel enemigo expelido del territorio español, y a su amado Rey Fernando restituido a su Trono con toda la autoridad y potestad que tuvieron sus antepasados. Este fue, y es sin duda el voto de todos los pueblos, y este mismo es el que predomina a todo buen español de ambos hemisferios; pensar lo contrario, es injuriar al amor y celo por la causa justa de la religión santa y de su inocente Rey, que fue el móvil impetuoso de su resolución gloriosa, de tan costosos sacrificios y de la serie no interrumpida de heroísmo, de valor y de virtud en toda la Península, Américas y dominios ultramarinos, cuyas proclamas han resonado y resuenan constante y continuamente la más fiel adhesión a su Monarca y reconocimiento de su soberanía.

    Es esta verdad tan incontrastable, que decir lo contrario sería agraviar en mucho el carácter, honradez y decoro de la Nación española; porque ¿cómo había de intentar ésta privar de la soberanía a su escogido Rey, no habiendo visto en su Real persona desde su infancia sino indicios claros y testimonios decisivos de candor, constancia, amabilidad, piedad, paciencia, grandeza de ánimo, heroísmo de virtud y celo ardiente por la propiedad de su amada Patria, en especial desde su exaltación al Trono, hasta el último día en que quedó hecho presa de la rapaz villanía y perfidia de Napoleón, mayormente constando a todo el pueblo español que en su viaje a Bayona sólo guio sus pasos el exceso de amor a la Nación española, y el deseo de que por su conveniencia personal no padeciese el Reino los horrores de crueldad y destrozo que experimenta del más bárbaro, pérfido y vil usurpador Bonaparte? No quiere, pues, ni debe la Nación despojarle de lo que es suyo, esto es, de la soberanía que le corresponde como a Monarca para regir y gobernar un Reino que el cielo le confió y a quien ama entrañablemente. Impelido de este preferente y dulce amor a los españoles, expidió desde Bayona un decreto dirigido al Consejo Real, y en su defecto a cualquiera Chancillería o Audiencia del Reino, en que prevenía que en la situación en que se hallaba privado de libertad para obrar por sí, era su Real voluntad que se convocasen las Cortes en el paraje que pareciese más a propósito, y que por de pronto se ocupasen únicamente en proporcionar arbitrios y subsidios necesarios para atender a la defensa del Reino. Este es el espíritu y paternal celo con que desde el teatro de su opresión y aflicciones procuraba el bien y prosperidad de su amado pueblo: ¿y ahora este mismo pueblo en medio de tan expresivas demostraciones de benevolencia ha de pretender por medio de sus representantes en Cortes degradar su dignidad, estrechar su poder, deprimir su imperio, envilecer su señorío, apropiándose a sí mismo la soberanía que tenía cedida solemnemente con el contrato y pacto más irrevocable expresado en las leyes fundamentales?

    Señor, a Fernando VII corresponde ser Monarca Soberano de las Españas; el solo imaginar la menor novedad en este punto esencial de nuestra Constitución, me hace estremecer. Enhorabuena que se tome providencia para contener los abusos que la arbitrariedad y despotismo han introducido y puedan sobrevenir; hágase al Rey que observe las obligaciones, condiciones y pactos que ha jurado, y a cuya observancia tiene derecho la Nación, juntamente con las demás que se establezcan en la Constitución, sancionada que sea por las Cortes; añádanse, si se contempla necesario, algunas limitaciones en punto a Ministros, magistrados, rentas, tributos, administración, etcétera; en una palabra, celébrense frecuentes Cortes, y en ellas trátese con energía de la observancia de la Constitución; hágase presente al Rey las infracciones que la ley haya padecido, y se verá puesto un freno poderoso a la arbitrariedad del Monarca; pero désele el goce de su soberanía; no se le prive de lo que es suyo; es contra todo derecho; nadie puede ni debe despojarle de esta Suprema potestad, que aun cuando no fuera derivada a su Real persona inmediatamente de Dios, está ya cedida a sus ascendientes, y a nuestro deseado Fernando le toca por derecho de sucesión y justicia, pues se halla jurado y proclamado solemnemente Rey de España y de las Indias.

    Así, mi dictamen es que se borre de la Constitución este artículo y artículos que declaren la soberanía en la Nación, y todos cuantos estén extendidos sobre tal principio o hagan alusión a él.

    El Sr. ALCOCER: En esta proposición «la soberanía reside esencialmente en la Nación», me parece más propio y más conforme al derecho público que en lugar de la palabra «esencialmente» se pusiese «radicalmente» o bien «originariamente». Según este mismo artículo, la Nación puede adoptar el gobierno que más le convenga, de que se infiere que así como eligió el de una Monarquía moderada, pudo escoger el de una Monarquía rigurosa, en cuyo caso hubiera puesto la soberanía en el Monarca. Luego puede separarse de ella, y de consiguiente, no le es esencial, ni dejará de ser Nación porque la deposite en una persona o a un cuerpo moral.

    De lo que no puede desprenderse jamás es de la raíz u origen de la soberanía. Esta resulta de la sumisión que cada uno hace de su propia voluntad y fuerzas a una autoridad a que se sujeta, ora sea por un pacto social, ora a imitación de la potestad paterna, ora en fuerza de la necesidad de la defensa y comodidad de la vida habitando en sociedad; la soberanía, pues, conforme a estos principios de derecho público, reside en aquella autoridad a que todos se sujetan, y su origen y su raíz es la voluntad de cada uno.

    Siendo esto así, ¿qué cosa más propia que expresar «reside radicalmente en la Nación»? Esta no la ejerce, ni es su sujeto, sino su manantial; no es ella sobre sí misma, como explica la voz soberanía según su etimología super omnia, lo cual conviene a la autoridad que ella constituye sobre los demás individuos.

    ¿Y qué dote más gloriosa que ser la fuente de donde emana la soberanía y la causa que la produce? ¿Ni qué más necesita la Nación para precaver y remediar la tiranía y despotismo, que ser la raíz de la superioridad? Añádase enhorabuena, si se quiere, que esta raíz le es inherente de un modo necesario, que es lo que yo entiendo quiso decir la comisión con el adverbio esencialmente de que usa; pero me parece más propio el que propongo se sustituya, o a lo menos se añada anteponiéndole a aquél, para que se entienda con claridad lo que le es esencial a la Nación, y el modo de residir en ella la soberanía.

    El Sr. TORRERO: Como individuo de la comisión pido a V. M. que no permita se ponga en cuestión el decreto de 24 de Septiembre. Discútase, enhorabuena, acerca de la palabra esencialmente, que es lo que ha añadido la comisión en este artículo. Los discursos que acabo de oír no se dirigen a otra cosa que a impugnar la soberanía de la Nación. A mí me sería muy fácil rebatir una por una todas las razones que se han alegado en contra de dicha soberanía, y me sería igualmente fácil verificarlo con autoridades terminantes de los mismos Santos Padres que en contra de este artículo se han citado. Pero ahora no tratamos de esto.

    El Sr. LLAMAS: Siempre que se me conceda que la Nación española es aquel cuerpo moral que forman el pueblo español y el Soberano español como su cabeza, y que constituyen lo que llamamos Monarquía española, nada tengo que decir en contra; pero me opongo a todo lo que contradiga este principio por las ilaciones que resultarían, y en este supuesto diré mi parecer.

    En el día en que nuestro amado Rey, por su prisión y ausencia, no puede ejercer las funciones de cabeza de su pueblo, éste tiene el incontestable derecho de atraerse a sí toda la soberanía, pero no en propiedad, sino interinamente y en calidad de depósito; y así es como yo, según mis principios, lo concibo en las actuales Cortes; y por consiguiente, todas las antiguas leyes constitucionales legítimamente establecidas y practicadas por la Nación, no pueden las Cortes derogarlas o alterarlas, a menos que la necesidad nos sea tan urgente como fue la que dio lugar al establecimiento de los Gobiernos y principio al derecho social; pero cuando el Soberano vuelva y esté unido todo el cuerpo moral que forma lo que llamo Nación, se sancionarán las novedades hechas para que no quede motivo de reclamación de nulidad en lo sucesivo.

    Acaso, Señor, algunos graduarán esta doctrina de supersticiosa en política y en moral, y opuesta a las luces que la nueva filosofía ha extendido por la Europa; pero como esta pretendida ilustración ha ocasionado a la religión y a la humanidad los daños que experimentamos, me parece más seguro y racional que este augusto Congreso se limite a corregir y contener los abusos que ha introducido la arbitrariedad de los Ministros y a restablecer y a afirmar las antiguas leyes de la Nación, que fijaban los límites entre el Trono y el pueblo.

    Este pueblo, Señor, que acaba de dar al mundo en su gloriosa insurrección un ejemplo de la más heroica constancia, ¿debe su entusiasmo al conocimiento del derecho imprescriptible del hombre, que actualmente le predican los autores liberales? No, Señor; le era enteramente desconocido, y según los referidos autores era un pueblo de esclavos, así de sus Reyes como de sus señores particulares. Pues, ¿a qué podemos atribuir una conducta que no han observado los pueblos que han conocido y adoptado el referido derecho? Yo lo diré, Señor, sin temor de ser desmentido: la ha debido a dos virtudes que le son características, esto es, la piedad y el amor a sus Soberanos. Procure V. M. conservarlas y no dar oídos a novedades que pueden conducirnos al estado infeliz en que se halla la Francia.

    La piedad religiosa, esta virtud, origen y fuente de las buenas costumbres, es la única precaución constitucional que puede conservarnos la libertad; y en prueba de ello echemos la vista sobre las precauciones constitucionales que tomaron los atenienses, los lacedemonios y los romanos para conservarla. ¿De qué les sirvió a los primeros el juicio del ostracismo, a los segundos la autoridad de los esfores, y a los terceros los tribunos? De nada; así que perdieron las costumbres, perdieron su libertad.

    Esto no impide, Señor, el que la comisión de Constitución continúe con el mayor ardor y esmero en formar el mejor plan de Constitución posible para ofrecer a la Nación un don el más apreciable; pero hasta que este cuerpo moral esté unido y completo, guardémonos de tocar ni alterar en nada aquellas leyes fundamentales y constitucionales que el mismo cuerpo se había dado y sancionado, pues él solo puede reformar o adicionar su obra.

    El Sr. Conde de TORENO: Se han dicho tantas y tan diversas cosas, que siendo mi memoria muy escasa, mal podré acordarme para contestar según quisiera a tantos errores y equivocaciones como se han padecido; pero procuraré rebatir lo más esencial. El Sr. Aner, con bastante juicio, ha opinado que tal vez sería conveniente suprimir la última parte del artículo que se discute: accederé a su parecer para evitar en lo posible interpretaciones siniestras de los malévolos, y más principalmente por ser una redundancia; pues claro es que si la Nación puede establecer sus leyes fundamentales, igualmente podrá establecer el Gobierno, que no es más que una de estas mismas leyes; sólo por esto convengo con su opinión, y no porque la Nación no pueda ni deba; la Nación puede y debe todo lo que quiere. También prescindo de las voces esparcidas por ahí, de que ha hecho mención el Sr. Aner; éstas, o bien son hijas de la necedad o de la perversidad: a la necedad nada le convence, y menos a la perversidad, que sólo tiene por guía un interés mezquino o intenciones depravadas. El señor cura de Algeciras (el Sr. Terrero) con anticipación ha hablado en este artículo de la sanción del Rey, y aunque el Sr. Argüelles por incidencia en algún modo le ha contestado, quiero desenvolver con mayor extensión las ideas. El señor cura quiere que en el artículo se individualice que no sólo la Nación puede establecer sus leyes fundamentales, sino también las civiles, económicas, etc.; porque dice que después se da al Rey la facultad de oponerse a las leyes que la Nación proponga, y que de ninguna manera conviene en ello. En esto hay varias equivocaciones, y es menester aclararlas. La Nación establece sus leyes fundamentales, esto es, la Constitución, y en la Constitución delega la facultad de hacer las leyes a las Cortes ordinarias juntamente con el Rey; pero no les permite variar las leyes fundamentales, porque para esto se requieren poderes especiales y amplios, como tienen las actuales Cortes, que son generales y extraordinarias, o determinar en la misma Constitución cuándo, cómo y de qué manera podrán examinarse las leyes fundamentales por si conviene hacer en ellas alguna variación. Así, el Sr. Terrero ha confundido las Cortes con la Nación, que es la que establece la Constitución; la Nación todo lo puede, y las Cortes solamente lo que les permite la Constitución que forma la Nación o una representación suya con poderes a este fin. Diferencia hay de unas Cortes Constituyentes a unas ordinarias; éstas son árbitras de hacer variar el Código civil, el criminal, etc., y sólo a aquéllas les es lícito tocar las leyes fundamentales o la Constitución, que siendo la base del edificio social, debe tener una forma más permanente y duradera. Esto no obstante, para que cuando se llegue a tratar en la Constitución de la sanción del Rey se hable contra ella, entonces será el lugar oportuno, y acaso yo seré uno de los que me oponga.

    Los Sres. Borrull, Obispo de Calahorra y Llaneras [sic] han sentado proposiciones tan contradictorias, y han hecho una confusión de principios tan singular, que difícil es desenmarañarlos todos. Si mal no me acuerdo, han convenido en que la soberanía, parte reside en el Rey, parte en la Nación. ¿Qué es la Nación? La reunión de todos los españoles de ambos hemisferios; y estos hombres llamados españoles, ¿para qué están reunidos en sociedad? Están reunidos como todos los hombres en las demás sociedades para su conservación y felicidades. ¿Y cómo vivirán seguros y felices? Siendo dueños de su voluntad, conservando siempre el derecho de establecer lo que juzguen útil y conveniente al procomunal. ¿Y pueden, por ventura, ceder o enajenar este derecho? No; porque entonces cederían su felicidad, enajenarían su existencia, mudarían su forma, lo que no es posible no está en su mano. Este derecho, como todos, se deriva de su propia naturaleza. Cada uno de nosotros individualmente, busca su felicidad, procura su conservación, su mejor estar, es impelido a ello por su propia organización; no puede dejar de ceder a este impulso, porque cesaría de existir: así, de la misma manera, el conjunto de individuos reunidos en sociedad, no mudando por esto su forma física y moral, preciso es que en unión sean impelidos a buscar su felicidad y mirar por su conservación como lo son separadamente y en particular. ¿Y podrían conseguir esto si un solo individuo tuviera el derecho de oponerse a la voluntad de la sociedad? Además, ¿no es un absurdo imaginar siquiera que uno solo pueda moral y físicamente oponerse a la voluntad de todos? Moralmente, ¿cómo había de contrarrestar su opinión? Físicamente, ¿cómo su fuerza? Así, me parece que queda bastantemente probado que la soberanía reside en la Nación, que no se puede partir, que es el super omnia (de cuya expresión se deriva aquella palabra) al cual no puede resistirse, y del que es tan imposible se desprendan los hombres y lo enajenen, como de cualquiera de las otras facultades físicas que necesitan para su existencia. Han confundido igualmente los mismos señores preopinantes el Gobierno con la soberanía, olvidándose que el Gobierno, si se le entiende en solo su riguroso sentido, es la potestad ejecutiva de la Constitución, y en el sentido más lato, aunque no exacto, en toda la Constitución; y en fin, sin hacerse cargo de que de todas las maneras no es más que una ley fundamental, cuando la soberanía es un derecho que no pueden quitar las Cortes ni está en sus facultades, porque las Cortes pueden dar leyes, pero no dar ni quitar derechos a la Nación, sólo sí declararlos y asegurarlos. El Sr. Borrull, para corroborar su opinión, ha citado bastantes pasajes de nuestra historia, los cuales sería muy fácil rebatir y aún exponer otros; mas si fuese necesario referiría hechos, hijos a veces de la ignorancia y del error, en apoyo de la razón y de la verdad, que siempre es una y de todos tiempos. Sin embargo, no dejaré de advertir que Mariana, uno de los autores que ha citado en favor suyo, y para afear el despojo que en Ávila se hizo de la Corona de D. Enrique IV cuando alzaron por Rey al Infante D. Alonso, y después de su muerte a Doña Isabel, su hermana, este mismo autor en otra obra suya, conocida con el título de rege et regis institutione, en el capítulo V no desaprueba este mismo hecho, y en el IV, si mal no me acuerdo, del modo más expresivo dice que la sociedad se formó para la salud de todos y para bien común, que el consentimiento de todos nombró al Rey, y que si la Nación quiere removerlo, nadie puede estorbárselo; y aún en la misma Historia de España, escrita en castellano, en donde no deja correr su pluma con toda libertad, en la minoridad de D. Juan el II pone en boca del condestable Dávalos un discurso, en el que consigna toda esta doctrina. Con esto claramente se ve cuán inútil es citar hechos que nada prueban, y buscar en su apoyo autores que piensen todo lo contrario en otras partes. El Sr. Alcocer ha querido suprimir el adverbio esencialmente y sustituirle el de originariamente o radicalmente; apartémonos de esta variación si no queremos incidir en los errores que acabo de impugnar. Radicalmente u originariamente quiere decir que en su raíz, en su origen, tiene la Nación este derecho, pero no que es un derecho inherente a ella; y esencialmente expresa que este derecho co-existe, ha co-existido y co-existirá siempre con la Nación mientras no sea destruida; envuelve además esta palabra esencialmente la idea de que es inenajenable, y cualidad de que no puede desprenderse la Nación, como el hombre de sus facultades físicas, porque nadie, en efecto, podría hablar ni respirar por mí: así jamás delega el derecho, y sólo sí el ejercicio de la soberanía. El Sr. Llamas ha concluido su discurso diciendo que se espere a que la Nación toda se halle reunida: ¿qué quiere decir esto? ¿Querrá que se aguarde para legitimar la aprobación de la Constitución a los Diputados que faltan de otras provincias? En este caso sería preciso deshacer todo lo hecho, y no valdría ni sería legítimo nada de lo que han obrado las Cortes. ¿Será acaso aguardar a que venga el Rey? Ya he probado, a mi parecer, hasta la evidencia, que no puede dividirse con él la soberanía. Con que así, lejos de nosotros esta proposición del señor Llamas, que de cualquiera manera que se la entienda, dará ocasión a tristes y fatales consecuencias.

    Por último, si el Congreso no quiere contradecirse a sí mismo, establezca y declare este principio en que se funda la justicia de nuestra causa; conságrelo, y téngalo en tanto como los aragoneses la fórmula que cita la comisión, fórmula con que expedían las leyes, que envuelve este principio, y que Blancas, al hablar de ella, exclama: ¡Oh magnum vinculum ac libertatis fundamentum!. Recuerdo, y repito al Congreso, que si quiere ser libre, que si quiere establecer la libertad y felicidad de la Nación, que si quiere que le llenen de bendiciones las edades venideras, y justificar de un modo expreso la santa insurrección en España, menester es que declare solemnemente este principio incontrastable, y lo ponga a la cabeza de la Constitución, al frente de la gran Carta de los españoles; y si no, debe someterse a los decretos de Bayona, a las órdenes de la Junta suprema de Madrid, a las circulares del Consejo de Castilla; resoluciones que con heroicidad desechó la Nación toda, no por juzgar oprimidas a las autoridades, pues libres y sin enemigos estaban las de las provincias que mandaban ejecutarlas, sino valiéndose del derecho de soberanía, derecho que más que nunca manifestó pertenecerle, y en uso del cual se levantó toda ella para resistir a la opresión, y dar al mundo pruebas del valor, de la constancia, y del amor a la independencia de los españoles.


    Quedando pendiente la resolución de este artículo, levantó el Sr. Presidente la sesión.

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    Re: Debate en las “Cortes” de Cádiz sobre el proyecto de nueva "Constitución"

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    Fuente: Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias. Número 331. Sesión del 29 de Agosto de 1811.


    Continuó la discusión interrumpida ayer sobre el expresado art. 3.º de la Constitución.



    El Sr. GALLEGO
    : Después de la solemne declaración que las Cortes hicieron el 24 de Septiembre de que residía en ellas la soberanía de la Nación española, es doloroso verse en la necesidad de probar que esta Nación es soberana, y que esencialmente le compete esta calidad, que todas las provincias y pueblos han reconocido y jurado. Las cláusulas que se añaden en el proyecto de Constitución, de que a la Nación toca exclusivamente establecer sus leyes fundamentales, y sobre todo la palabra esencialmente puesta en el primer miembro de este artículo, han hecho vacilar a varios Diputados, que sin duda por no haber meditado bien la materia, han confundido la soberanía con el ejercicio de ella, y el derecho de establecer las leyes fundamentales, con el derecho de gobernar el Estado con arreglo a estas mismas leyes. Todos estos señores confiesan que suponiendo a la Nación inconstituida le corresponde esencialmente la soberanía; pero creen que habiéndose ya dado una Constitución, por la cual ha contraído consigo misma ciertas obligaciones, se ha desprendido ya de este poderío esencial. Voy a manifestar, si puedo, brevísimamente, que la soberanía no puede ser enajenada por más que se confíe su ejercicio en todo o en parte a determinadas manos. Demostrado esto, resultará, que si antes de constituirse la Nación fue soberana esencialmente, lo es en el día, y lo será siempre, aun cuando haya pasado por una, dos ó 10 constituciones. Una Nación, antes de establecer sus leyes constitucionales, y adoptar una forma de Gobierno, es ya una Nación, es decir, una asociación de hombres libres, que se han convenido voluntariamente en componer un cuerpo moral, el cual ha de regirse por leyes que sean el resultado de la voluntad de los individuos que lo forman, y cuyo único objeto es el bien y la utilidad de toda la sociedad. Esta Nación, por las leyes constitucionales que luego establece, contrae ciertas obligaciones consigo misma; pero como voluntariamente las contrae, y el objeto de ellas es la felicidad general de sus individuos, puede derogarlas o reformarlas desde el momento en que vea que se oponen a dicha felicidad, que es el único fin de su formación. De aquí se sigue que nunca puede desprenderse de la soberanía esencial que tuvo, pues de lo contrario se privaría espontáneamente de los medios de promover el único objeto para que fue congregada, lo cual es contradictorio e inconcebible. Por lo mismo, esta sociedad, a pesar de haberse dado una Constitución, y cualesquiera que sean los privilegios, condecoraciones y facultades que por la utilidad de todos haya concedido en ella a alguno o algunos de sus individuos, cuando esta utilidad de todos exija que se le revoquen o disminuyan, tiene por necesidad derecho para hacerlo. Estas prerrogativas las concedió por el bien común voluntariamente, y por consecuencia puede coartarlas por el bien común voluntariamente. He aquí por qué, no pudiendo realizarlo si no conservase esencialmente la soberanía, se demuestra que es inalienable, y que en todos tiempos y ocasiones reside en la Nación. Señor, causa fastidio tener que exponer estas verdades que son el a, b, c, del derecho público, y clarísimas para los que han saludado esta ciencia. Sin embargo, como para aquéllos que no se han dedicado a ella pueden por mi mala explicación aparecer aún con alguna oscuridad, presentaré un ejemplo que dará alguna luz a esta materia. Para ello me servirá este Congreso nacional, a quien consideraré con respecto a solos sus individuos. Aquí nos juntamos al pie de 200 sujetos con obligación e intención de formar un cuerpo que, para llenar sus deberes con método y unidad, había de gobernarse por unas leyes que aún no existían. Éste es el estado de una sociedad cuando va a establecer sus leyes fundamentales. Éramos entonces dueños de darnos las que quisiésemos, y nos convenimos en las que contiene el Reglamento interior de las Cortes. Éste, pues, es nuestra actual constitución con respecto a nosotros mismos. Por ella se estableció que hubiese un Presidente con varias facultades, como indicar el asunto de la discusión, dar principio y fin a las sesiones, poner en la barra a un individuo, etc. etc.

    Pregunto ahora: ¿se dirá que dada esta constitución se desprendió para siempre el Congreso del derecho de reformarla, aun cuando se vea que perjudica al buen orden y gobierno interior del cuerpo, que es su objeto? El presidente, que sin más derecho que nuestra voluntad, recibió del Congreso esas facultades, ¿tendrá alguno para quejarse si la utilidad pidiere que se retoque la constitución de que dimanan? No, porque el Congreso, antes de darse su reglamento constitucional, y después de dado, conserva esencialmente la facultad soberana de reformar las leyes fundamentales de su gobierno interior, siempre que sea preciso para el mejor orden, que es el objeto de ellas. Contra estas verdades, ¿qué podrán las autoridades que ayer se han citado? ¿Ni a qué conduce el ejemplo de otras naciones, deducido de simples hechos aislados, y relativos todos al gobierno de las mismas, y no a los primitivos derechos que les competen? Los escritores de que se ha hecho mención serán muy respetables; pero nunca prevalecerá su opinión en estas materias contra las convincentes razones de los publicistas. Y los mismos Santos Padres (cuya sabiduría venero y cuyas opiniones en asuntos pertenecientes a nuestra santa religión tienen autoridad canónica, como que sus dichos forman una de las fuentes del derecho eclesiástico) no pudieron en las ciencias profanas rayar más alto de lo que daban de sí las luces del siglo en que vivieron, ni sus dictámenes en tales puntos tienen más fuerza que la de las razones en que van fundados.


    (Interrumpió al orador el Sr. Alcaina diciendo que ya no se podía pasar adelante; pero advertido por el Sr. Presidente para que guardase el orden sin interrumpir al señor Gallego, éste pidió al mismo Sr. Presidente que permitiese al Sr. Alcaina que expresase el motivo por que no podía proseguir, pues sólo así podría aclarar su concepto en el caso de haberse explicado mal, profiriendo alguna expresión ambigua o mal sonante; mas habiendo varios Sres. Diputados clamando para que continuase, lo hizo en esta forma):


    Iba diciendo que los mismos Santos Padres en materias profanas pueden padecer equivocación. En San Agustín tenemos una prueba de ello, que aseguró no haber antípodas, por cuya razón se condenó la opinión de un Obispo que sostenía lo contrario. El cultivo de las ciencias exactas, y sobre todo, la perfección de la navegación, ha hecho ver posteriormente que los hay, sin que por eso desmerezca nada el gran concepto del santo, cuyas fuertes razones sólo la experiencia ha podido destruir. Entre los mismos doctores de la Iglesia hay variedad en el punto que discutimos, y es fácil hallar en ellos opiniones que favorecen la soberanía de las naciones. Veamos ahora rápidamente las consecuencias que se seguirían de lo contrario. Si la Nación no es esencialmente la soberana, ¿en qué derecho se fundan tantos hechos que lo acreditan en nuestras historias? ¿Con qué facultades se ha puesto el cetro de España en otras manos que las que el orden establecido de suceder requería? ¿Con qué facultades se despojó públicamente en Ávila de las insignias Reales a Enrique IV? ¿Con qué facultades resistieron los aragoneses a viva fuerza las órdenes de Felipe II? Pues aunque el poder de este Monarca los atropelló y esclavizó, no hay quien tache de ilegal la resistencia que hicieron. ¿Con qué facultades admitían o desechaban los navarros las Reales disposiciones hasta el presente tiempo, cuando juzgaban que eran opuestas a la utilidad del reino? Y finalmente, ¿con qué facultades y con qué objeto estamos sancionando leyes y discutiendo una Constitución, si ha de estar en manos del Rey destruirla con un decreto al momento que llegue? Todo esto es ilegítimo y nulo si no es esencialmente soberana la Nación que representamos. Permítaseme suponer por un momento que el Rey Fernando en país libre de la influencia de su opresor, por ejemplo en Inglaterra, hiciese de nuevo la renuncia de sus derechos en el emperador de los franceses. ¿Creen las Cortes que por esta cesión se entregarían los españoles al yugo de un hombre que detestan? Yo estoy seguro de lo contrario. ¿Y por qué? Porque sin citar hechos ni leer códices reconocen en sí esta soberanía, acreditando en esto que las grandes y simples verdades que tienen inmediata derivación del derecho natural, por ofuscadas que las tenga el manejo y el interés de individuos poderosos, son menos un consentimiento de la razón, que un sentimiento del corazón en las gentes sencillas.

    El Sr. PRESIDENTE: No pensaba molestar a V. M. en este asunto; pero veo que no se tienen presentes en la discusión hechos en mi concepto muy decisivos. Observo que cada vez nos separamos más de la cuestión, que yo creía reducida a los términos que expuso el Sr. Aner de si sería o no conveniente suprimir la última parte del artículo, y así expondré francamente mi dictamen y los hechos últimos que hay en favor de ella, del mismo señor D. Fernando VII y de las Cortes de Castilla, para que el Congreso las tenga en consideración. Nuestro amado Rey Fernando ha jurado y reconocido la soberanía en la Nación con la mayor solemnidad, haciendo en esto lo mismo que sus predecesores, y a este juramento ha debido que en el país en que lo hizo no se haya reconocido por las autoridades ni por el pueblo al Gobierno intruso, ni obedecido y circulado como en otras partes sus órdenes y la llamada Constitución de Bayona. Ya conocerá V. M. que hablo del reino de Navarra, de quien no puedo acordarme sin emoción. En las Cortes generales de este reino de 1795, que reconocieron por Príncipe heredero al Sr. D. Fernando VII, juró éste en 11 de Enero, y en su nombre, como su tutor, el Rey padre, «mantener y guardar todos los fueros, leyes, ordenanzas, usos y costumbres de aquel reino; no batir moneda sin que sea con voluntad y consentimiento de las Cortes», no hacer leyes sino a pedimento de éstas; y concluye el juramento con las notables palabras: «si en lo que he jurado o en parte de ello lo contrario se hiciere, vosotros los tres estados y pueblo de Navarra no sois tenidos en obedecer en aquello que contraviniere en alguna manera, antes todo ello sea nulo y de ninguna eficacia ni valor». Ésta es la fórmula del juramento de los Reyes de Navarra, tan antigua como la formación de su monarquía, y que se ha observado sin interrupción hasta nuestros días, celebrando sus Cortes generales con frecuencia, habiendo sido las últimas en el año de 1800. No se encuentra en su Constitución la palabra Soberano, sino la de Rey; jamás se dicen vasallos, sino súbditos; y por último, los Reyes ofrecían mantener, observar, guardar las leyes, fueros, usos y costumbres, con lo que reconocían la soberanía de quien hacía estas leyes, y confesaban el poder ejecutivo que les correspondía.

    Han sido los navarros tan exactos y celosos de sus fueros, que cuando el Rey Católico trató de unir a Castilla aquel reino, no permitieron que fuese por derecho de conquista, sino que ellos mismos usaron de la soberanía, declarando que había cesado de reinar el desgraciado Don Juan de Labrit, y eligieron por Rey a Fernando el Católico con los mismos pactos y condiciones que se han referido; así lo aceptó Fernando y lo sancionaron las Cortes de Burgos de 1515; siendo muy particular que Navarra haya conservado su Constitución íntegramente en el tiempo que en Castilla se estudiaba para hacerla olvidar, y someterla al despotismo y arbitrariedad. Todos los Reyes en España, desde dicha época, han reconocido la soberanía de la Nación en el único Congreso nacional que había legítimo en la Península, que eran las Cortes de Navarra, y así me parece no puede ponerse en duda este artículo, aunque no mediase el decreto de 24 de Septiembre del año próximo.

    No tema V. M. malos efectos algunos de esta declaración. Yo he sido testigo, y algunos otros Sres. Diputados, de los buenos que ha producido el saber el pueblo que tiene este derecho, y haberlo reconocido las autoridades. Cuando en Castilla se circulaban órdenes para el reconocimiento del intruso José; cuando la autoridades sucumbían cobarde y vergonzosamente a las órdenes del tirano Napoleón, el Consejo de Navarra y la Diputación de aquel reino, sin embargo de hallarse en Pamplona con crecida guarnición francesa, y en poder de esta tropa su fuerte ciudadela, respondían que no podían dar cumplimiento, porque este punto correspondía a las Cortes generales, que es decir, a la Nación es a quien toca la elección del Soberano y el establecimiento de sus leyes. Nosotros no podemos quebrantar un punto tan esencial. Hoy hace tres años que los ministros del Consejo de Navarra sufrimos el último terrible ataque, que nos obligó a abandonar nuestras casas y familias por salvar nuestras personas, de resultas de haber insistido en la negativa, y de haberme yo visto precisado a protestar, como fiscal y defensor de las leyes y Constitución, todo lo que en lo sucesivo se hiciese contra ellas. No lo habrá olvidado el dignísimo Sr. Diputado Melgarejo, que se hallaba de regente de aquel Consejo, pues el único escudo y las únicas fuerzas con que contaba el Consejo y Diputación de Navarra era saber que en aquel reino todos, hasta las mujeres, tienen noticia de sus fueros, y conocen sus derechos, y así lo están manifestando en la actualidad. Soy amante de una Constitución clara y justa como la que se nos presenta, porque el haberla tenido Navarra me ha librado en las actuales circunstancias de hacer cosas que ahora me avergonzarían, y de dar pasos en falso que pudieran echárseme en cara. He manifestado estos hechos a V. M. para que se sirva tenerlos presentes en la discusión, y tratando el punto políticamente se desentienda de cuestiones inoportunas, que pudieran introducir a los incautos a sacar consecuencias injustas y perjudiciales.

    El Sr. VILLAGOMEZ: Conviene tener presente, tratándose acerca del art. 3.º de la Constitución política de la Nación, no sólo las observaciones hechas en esta controversia por los Sres. Diputados, y reparos como en que se fundan, sino también los puntos ya decretados; y mirando a lo que se establece anteriormente a este artículo, encuentro, sin más que recordar el precedente, cuanto podía dejar llenado el objeto de este art. 3.º, mayormente si se fija la consideración en la significación de los términos del art. 2.º, y los en que se expresa el siguiente, para que se ha tenido por conveniente la lectura detenida del decreto de las Cortes de 24 de Septiembre a las once de la noche: quiero decir, que decretado: «La Nación española es libre e independiente, y no es, ni puede ser, patrimonio de ninguna familia ni persona», lo que sigue en el art. 3.º: «La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, y adoptar la forma de Gobierno que más le convenga», si se omitiera, se cortaban disputas, y no por eso quedaba diminuta la Constitución con solo el art. 2.º ya decretado, teniendo consideración a lo decretado ya en este mismo proyecto. Se dice, pues, en la introducción aprobada: «Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, después del más detenido examen y madura deliberación, de que las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación, decretan esta Constitución política para el buen gobierno y recta administración del Estado». De poco servirá este convencimiento ni de esta autoridad de las leyes fundamentales que se han examinado para esta Constitución, si esto no obstante y que brille el espíritu de libertad política y civil en el Fuero-Juzgo, las Partidas, Fuero Viejo, Fuero Real, Ordenamiento de Alcalá, Ordenamiento Real y Nueva Recopilación; cuando porque se halle una que en el título I, Partida 1.ª, se diga que el Emperador o Rey solo puede hacer leyes, y no otro si no las hiciere con otorgamiento de ellos, pues ésta tiene su declaración en otra, según dice la ley 12, título I, partida 2.ª, con que evitaré distraerme, si ya por esto ha caducado toda su autoridad, y se ha de reservar a las Cortes, o sea a la Nación, el ejercicio del poder legislativo en toda su extensión, con este art. 3.º, que dice: «La soberanía reside esencialmente en la Nación, le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, y de adoptar la forma de Gobierno que más le convenga», esto es, del mismo modo que antes de señalarse los límites a las facultades propias del poder ejecutivo; y ahora, cuando se forma la Constitución, este poder ejecutivo nunca es más que el que sea necesario para la defensa, seguridad y administración del estado en las críticas circunstancias del día.

    La razón más principal que se dice en el discurso preliminar de la comisión consiste en que la Constitución de la Monarquía española deba ser un sistema completo y uniforme, y nunca puede ser más bien ordenado, que insistiendo en los principios que tiene adoptados al tiempo de la instalación de estas Cortes generales y extraordinarias en la Real isla de León; y en 24 de Septiembre se resolvió y decretó: «Los Diputados que componen este Congreso, y que representan la Nación española, se declaran legítimamente constituidos en Cortes generales extraordinarias, y que reside en ellas la soberanía nacional. Las Cortes generales extraordinarias de la Nación española, congregadas en la Real isla de León, conformes en todo con la voluntad general, pronunciada del modo más enérgico y patente, reconocen, proclaman y juran de nuevo por su único y legítimo Rey al Sr. D. Fernando VII de Borbón». Este es el voto de la Nación: pertenece, pues, a él, según derecho y el otorgamiento que le hicieron las gentes de gobernar y mantener el imperio en justicia; así se explica la ley 1.ª, título I, Partida 2ª, sobre qué cosa es imperio, por qué se dice así, cómo viene y qué lugar tiene; sus términos son los siguientes a la letra: «imperio es gran dignidad, noble y honrada, sobre todas las otras que los homes pueden haber en este mundo temporalmente. Ca el señor a quien Dios tal honra da es Rey e Emperador; e a él pertenece, segund derecho, el otorgamiento que le ficieron las gentes antiguamente de gobernar e mantener el imperio en justicia. E por eso es llamado Emperador, que quiere tanto decir como mandador, porque al su mandamiento deben obedescer todos los del imperio: a él non es tenudo de obedescer a ninguno, fueras ende al Papa en las cosas espirituales. E convino que un home fuese Emperador, e que hobiese este poderío en la tierra por muchas razones. La una por toller desacuerdo entre las gentes, e ayuntarlas en uno, lo que non podría facer si fuesen muchos los Emperadores, porque segund natura, el señorío non quiere compañero nin lo ha menester; como quier que en todas guisas conviene que haya homes buenos y sabidores que le consejen e le ayuden. La segunda, para facer fueros e leyes, porque se judguen derechamente las gentes de su señorío. La tercera, para quebrantar los soberbios e los torterizos, e los malfechores que por su maldad o por su poderío se atreven a facer mal o tuerto a los menores. La cuarta, para amparar la fe de nuestro Señor Jesucristo, e quebrantar los enemigos de ella. E otro sí, dixeron los sabios, que el Emperador es vicario de Dios en el imperio para facer justicia en lo temporal, bien así como lo es el Papa en lo espiritual». La deliberación de las Cortes se ha manifestado con toda firmeza, sin asomo de revocar su decreto de 24 de Septiembre, pues el juramento que prescribió para el Consejo de Regencia, él se ha observado inviolablemente para cada uno de los individuos en la siguiente fórmula declarada para el reconocimiento y juramento: «¿Reconocéis la soberanía de la Nación representada por los Diputados de estas Cortes generales y extraordinarias? ¿Juráis obedecer sus decretos, leyes y Constituciones que se establezcan, según los santos fines para que se han reunido, y mandar observarlos y hacerlos ejecutar? ¿Conservar la independencia, libertad e integridad de la Nación? ¿La religión católica, apostólica, romana? ¿El Gobierno monárquico del Reino? ¿Restablecer en el Trono a nuestro amado Rey D. Fernando VII de Borbón? ¿Y mirar en todo por el bien del Estado?». Las resoluciones y medidas para salvar la Patria, para restituir al Trono a nuestro deseado Monarca, y para restablecer y mejorar una Constitución que sea digna de la Nación española, objetos de la reunión de este augusto Congreso; estos grandes objetos, que son los únicos que deben atenderse, estaban desempeñados y cumplidas dignamente las sagradas y difíciles obligaciones de sus Diputados, si posponiendo todo interés particular de los individuos al general de la Patria se ordenan estos puntos capitales de la Constitución en el breve, claro y sencillo texto de la ley constitutiva de la Monarquía, y éste no puede ser otro que el ya decretado en el art. 2.º, el que establece: «La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona»; no caben más oportunas providencias y precauciones que aseguren de un modo estable y permanente el entero cumplimiento de las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía. Así, excusando la sanción del art. 3.º acerca de que se trata, podría llenarse debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de la Nación, decretando la Constitución política para el buen gobierno y recta administración del Estado, y éste es mi voto.

    El Sr. GOLFIN: Cuando pedí la palabra, lo hice sólo para sostener la última parte del artículo que se nota de inútil y perjudicial. A mí no me lo parece, porque es imposible que haya quien de buena fe violente su sentido hasta el punto de mirarla como reserva de derecho, para establecer otro día un Gobierno democrático, particularmente cuando la conducta de la Nación y las deliberaciones y decretos de V. M. prueban cuán lejos estamos de unas ideas no menos contrarias a la voluntad, que a los verdaderos intereses de España. Tampoco me parece redundante, porque no lo son las palabras necesarias para desenvolver una proposición contenida implícitamente en otra. En los silogismos, que es el modo de hablar más exacto, se ve que una idea comprendida en la mayor, se desenvuelve en la menor, y se establece como cierta en la consecuencia. Además de esto, en las leyes, no tanto se debe atender a la comisión, como a la clara exposición de los principios en que se fundan, y a inculcarlos de forma que no puedan tergiversarse por intereses particulares para sostener pretensiones contrarias a ellos mismos. La supresión de esta parte podrá dar margen a que los Reyes miren como variación de la forma de Gobierno establecida, y se opongan, a ciertas modificaciones que las circunstancias denoten como convenientes; porque la autoridad del Monarca puede modificarse sin destruir el Gobierno monárquico, como se ve en las Monarquías de Inglaterra y de Suecia, en las cuales las facultades de la Nación y del Rey están muy diferentemente combinadas. Las expresiones que se trata de omitir, aclaran este derecho; y esta declaración, que no dejará de contribuir a contener a los Reyes en sus justos límites, no me parece inútil ni peligrosa, pues la verdad nunca lo es. Después he oído, con asombro, dudar de si la soberanía reside esencialmente en la Nación, como dice el mismo artículo. Yo quiero hablar también sobre esto, y anuncio desde luego mi opinión conforme con el tenor del artículo; pero antes de hablar pregunto: ¿se sujetan ahora a discusión nuestros poderes y la facultad de nuestros comitentes para autorizarnos con ellos? ¿Se discute ahora el decreto de 24 de Septiembre y el de 1.º de Enero, en el cual, con motivo de los rumores esparcidos del casamiento del Rey, se expresaron las condiciones con que sería reconocido? ¿Se discute ahora la justicia de la fórmula del juramento que se ha exigido a la Regencia y a todos los funcionarios públicos? Si no se discute esto, no ha lugar ni aún a deliberar sobre esta parte del artículo, que es una simple exposición de principios reconocidos y sancionados por V. M.

    Si se duda de estos principios fundamentales de la legítima autoridad del Congreso; si atacándolos se destruye todo lo hecho, yo hablaré y citaré pasajes de la historia que no se han tenido presentes. Yo opondré a los hechos con que se quiere defender la soberanía esencial de los Reyes de Aragón, el juramento que prestaban estos mismos Reyes. Yo opondré a los ejemplares de sucesión rigurosa otros muchos de Reyes elegidos por la representación nacional. Son muy notables los de D. Sancho el Bravo y Conde de Trastámara, y creo que si los señores que combaten el artículo reflexionan un poco sobre esto último, verán que su doctrina no favorece los derechos de Fernando VII. Pero, Señor, ¿de qué servirá buscar hechos en la historia? Con hechos se puede justificar todo en el mundo, pues por desgracia la historia ofrece ejemplares aún para justificar las iniquidades de Bonaparte. Antes que él ha habido Pisístratos, Silas y Césares. Apelemos a los principios constitutivos de la sociedad, a estos principios, que son el áncora que salvó a la Nación; a estos principios cuyo olvido ocasionó las inicuas tramas de Bayona, y la perplejidad e indecisión de los que en cierto modo las autorizaron. Yo reclamo estos principios, que deben dirigir nuestras deliberaciones. Si es necesario desenvolverlos, yo lo haré sin temor de que me llamen jacobino, y demostraré que el que no los sostiene perjudica a la Nación y destruye los derechos de nuestro legítimo Rey Fernando VII. Si nos desentendemos de ellos, si confundimos el ejercicio de la soberanía con la misma soberanía, ¿con qué argumentos probaremos la nulidad de las cesiones hechas en Bayona? Confesaremos que la soberanía de Fernando VII reside en… No quiero mancillar mis labios pronunciando su nombre. Repito que se declare si se discute sobre los puntos que he indicado, y entonces hablaré como corresponde a un representante de la Nación española, que sostiene sus más sagrados derechos y los del Rey que ha reconocido y jurado, y que no se propone otro fin que cumplir la voluntad expresa de sus comitentes, y establecer sobre bases sólidas la felicidad de su Patria.

    El Sr. LERA: Señor, cuando se dice que la soberanía reside en la Nación, y por lo mismo, que la pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga, es preciso considerarla bajo diferentes aspectos, esto es, bajo el aspecto de constituyente y de constituida. En ambos es verdad que la soberanía reside en la Nación, pero de diferentes maneras. Si se la mira como constituyente o como una sociedad que se forma de nuevo, no puede dudarse que reside en ellas exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga, y esto por derecho natural; porque la razón natural le hace conocer al hombre que no puede ser feliz ni tener una seguridad personal sin unirse y conservarse en sociedad; conoce igualmente que no puede conservarse en sociedad sin que haya en ella autoridad para decretar lo que le sea conveniente, y fuerza para hacer ejecutar lo que decrete, que es en lo que consiste el principado o soberanía; de consiguiente, toda comunidad perfecta, como lo es la Nación española por derecho natural, tiene en sí misma este principado o soberanía y el derecho para establecer sus leyes fundamentales, y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga, como también para determinar la persona o personas por quien quiere ser gobernada; porque el derecho natural que da por sí e inmediatamente este poder a toda comunidad perfecta, no le manda que ella le ejerza por sí misma, sino que la deja en libertad de nombrar una persona que ejerza la soberanía, o que elija algunos sacados de los principales de la Nación, o que, finalmente, se gobierne por toda la comunidad, lo que es muy fácil cuando ésta consiste en una sola ciudad, y de aquí las diferentes formas de gobierno monárquico, aristocrático y democrático.

    En virtud, pues, de este poder y libertad para gobernarse que tiene una Nación que se constituye, puede trasladarlo en la forma dicha a una o muchas personas, bajo el pacto y condiciones que juzgue convenientes para su conservación; y, en efecto, de este modo se han formado todas las monarquías, todas las repúblicas y todos los gobiernos; pues como decía el padre San Agustín, generale pactum est societatis humanae obedire regibus suis. La Nación española, con igual libertad y derecho que las demás del universo, teniendo en sí el poder de gobernarse, quiso elegir una persona para que la gobernara, instituyendo una Monarquía bajo el pacto y las condiciones que forman las leyes fundamentales de nuestra antigua Constitución; ¿y cómo conoceremos, o a dónde nos informaremos del pacto y condiciones con que la Nación española trasladó este poder a sus Monarcas? A falta de un documento individual, no nos queda más arbitrio que el de acudir a la historia, a las determinaciones de Cortes que se conservan, a los usos y estilos inmemoriales de la Nación, y a los Códigos y leyes de ella. De estos monumentos hemos de sacar e inquirir las condiciones y limitaciones con que trasladó el uso de la soberanía a los Monarcas. Todo lo que éstos hayan ejecutado contra los pactos y limitaciones con que se les concedió este poder, lo han hecho sin autoridad, y por mero abuso, y de consiguiente, no debe subsistir; porque así como pudo la Nación no adoptar el gobierno monárquico cuando se constituyó, pudo también poner al Monarca ciertas y determinadas condiciones y limitaciones que no pudiese traspasar, siendo nulo y de ningún valor lo que se ejecutare contra ellas. En efecto, nos consta por la historia y por los Códigos legales las limitaciones impuestas a nuestros Monarcas en el uso de la soberanía; ellos nunca han podido imponer tributos ni hacer otras leyes sin el consentimiento de la Nación; estas condiciones y limitaciones se le pudieron imponer y se le impusieron al Monarca por la Nación, en virtud de la soberanía que residía en ella al constituirse, y cuyo uso o ejercicio le trasladó bajo dichas limitaciones.

    Pero constituida ya la Nación y elegida la forma de gobierno, ¿reside todavía en ella la soberanía? Digo que reside, pero de diferente manera. Constituida la Nación, conserva en sí lo que es inseparable de toda perfecta comunidad civil, que es el poder radical para gobernarse y establecer quien la gobierne, siempre que llegue el caso de que falte la persona o personas constituidas por la Nación para su Gobierno. Supongamos, por ejemplo, que Fernando VII y las demás personas llamadas legalmente a la Monarquía, faltasen: pregunto, en este caso, ¿quién tendría el poder para elegir la persona o personas que hubiesen de entrar en el gobierno de la Monarquía, y para ponerle las condiciones con que hubiesen de entrar en el goce de ella? Sola la Nación, y esto en virtud de la soberanía que reside en ella radicalmente, aún después de haberse constituido.

    Pero mientras existe, la persona o personas constituidas en la Monarquía, y llamadas a ella, ¿podrá la Nación usar de esta soberanía más allá de las facultades que se reserva y del pacto que celebró con el Monarca cuando se la trasladó? Digo que no: porque cuando trasladó el uso de la soberanía al Monarca, las condiciones y limitaciones que mutuamente se impusieron, la Nación trasladando y el Monarca aceptando el uso de la soberanía, son condiciones y limitaciones de un pacto o cuasicontrato que por justicia y derecho natural obliga a ambas partes contratantes a su observancia; de consiguiente, cumpliendo el Monarca con sus obligaciones, ni puede quitarle ni limitarle las facultades que le concedió cuando le llamó al Trono; y siendo esto así, y constando de nuestros Códigos que el Monarca ha concurrido siempre con la Nación a la formación de las leyes prestando su consentimiento, ¿podrá la Nación en lo sucesivo formar leyes sin el consentimiento del Monarca? Esto sería faltar a la justicia y al pacto con que la Nación se obligó al Monarca. Se equivoca, pues, quien diga que la Nación, constituida como está, puede poner y hacer leyes, sin atender ni esperar el consentimiento del Rey. Pues de este modo, si el Rey no quiere, dirá alguno: ¿no podrá hacerse ni establecerse ninguna ley, aunque sea conveniente a la Nación? Digo en primer lugar que un Rey justo jamás se opondrá al establecimiento de una ley conveniente al bien común; digo en segundo lugar, que cuando se opusiese, en las mismas leyes fundamentales está prevenido el modo de hacer conocer al Monarca su error, y atraerle para que preste su consentimiento.

    Confesemos, pues, que la Nación en todo tiempo ha tenido en sí radicalmente la soberanía o poder de gobernarse; pero que el uso o ejercicio de este poder lo ha trasladado con un pacto solemne y jurado, a un Monarca, que en el día es Fernando VII; y que hallándose cautivo y, de consiguiente, imposibilitado del uso de la soberanía, la Nación volvió a entrar en el ejercicio de ella, para conservarla a su legítimo Rey y descendientes; de consiguiente, habiendo adoptado ya la forma de gobierno que más le conviene, y establecido las leyes fundamentales que la deben gobernar, me parece que bastaría decir en el tercer artículo: «la soberanía reside radicalmente en la Nación», y tildar todo lo demás.

    El Sr. INGUANZO: Según lo que acaban de manifestar algunos Sres. Diputados, veo suscitada en este asunto una cuestión preliminar, a saber: si es o no lícito opinar en esta materia, porque si no lo es, se acabó la cuestión, es ocioso pasar adelante. Ha sido vana la disputa hasta aquí, y debiera no haberse puesto el punto a discusión; pero si se puede opinar, es preciso dejar a cada uno la libertad de exponer francamente su opinión, según su saber y entender. Yo creía, Señor, que en este mundo sólo las verdades reveladas, aquéllas que pertenecen a la fe y las costumbres, después que están definidas por la Iglesia, son las que cautivan el entendimiento del hombre, y deben ser creídas ciegamente, porque se fundan en el testimonio de una autoridad infalible. Pero fuera de esto, no hay potestad sobre la tierra que pueda decidir si esta opinión o la otra es una verdad o un error en materias abstractas y especulativas de este género. Aún aquéllas que pertenecen a la religión, mientras no están decididas por la Iglesia, corren sujetas a dictámenes varios, se disputan y controvierten hasta que llega el caso de la decisión, con la cual se acaban todas las dudas, porque interpuso su fallo quien sabemos que no pudo engañarse. Pero tratándose de principios políticos o filosóficos, fundados en teoría, ¿quién puede mandar sobre el entendimiento del hombre, ni obligarle a tener por cierto lo que no lo sea en su concepto?

    Esta es la razón porque yo entiendo que este artículo no debe entrar en la Constitución, y que es inútil su discusión, porque nada puede resolver que saque el punto de la clase de una opinión en que todo el mundo tendrá la suya; y si no, será menester prohibir que se hable ni escriba en la materia, imponer silencio a todos los escritores y papeles públicos. Así que, vuelvo a decir, que si no se quiere admitir la disputa, callaré, y corra la decisión que se quiera, pero no se diga que es de estas Cortes. Mas si se me permite hablar, diré mi parecer con la libertad con que debe hacerse en asunto de esta gravedad, que por serlo tanto, me ha parecido ponerlo por escrito para que se entienda mejor y conste en todo tiempo, y es el siguiente:


    Al entrar en el examen de la presente cuestión, debo repetir, y repito, lo mismo que he dicho el otro día cuando se discutió el art. 1.º. Me confirmo cada vez más en la opinión de que debemos prescindir de discusiones de esta naturaleza, las cuales no sólo no ofrecen, en mi concepto, utilidad alguna a la causa pública, sino que pueden, al contrario, producir consecuencias fatales, que tarde o temprano turben la paz y seguridad del Estado.

    ¿Qué necesidad hay tampoco cuando se trata de renovar y poner a la vista «las antiguas leyes fundamentales de la Monarquía acompañadas de las oportunas providencias y precauciones que aseguren de un modo estable y permanente su cumplimiento», que es lo que se anuncia en la cabeza de la Constitución? ¿Qué necesidad hay, digo, de subir para esto a las teorías e indagaciones abstractas de la soberanía, ni de meternos en el piélago intrincado y oscurísimo de su origen, su esencia y existencia? ¿Qué bienes puede traer a la Nación el sancionar por máxima elemental de su Constitución la de que la soberanía reside esencialmente en ella, y como si esto fuera poco, sancionar también y poner a su vista las consecuencias de este principio, a saber: la pertenencia exclusiva de establecer sus leyes fundamentales, y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga? Si esto es verdad, lo es también, dígase lo que se quiera; argúyase y cavílese cuánto se quiera para desvanecer la idea de las consecuencias de este sistema; es preciso confesar que nosotros aquí, y en cualquiera tiempo y lugar que se congregue la Nación, podrá convertir la Monarquía en otra forma de gobierno cualquiera; y entonces, ¿no quedará la Nación sujeta a todas las maquinaciones y manejos de la intriga, a las maniobras de sus enemigos, a todas la agitaciones y convulsiones intestinas que destrocen su seno, y sean capaces de trastornar a cada paso su Constitución y Gobierno? Si tales son, Señor, las consecuencias de aquel principio, o por mejor decir, las máximas que aquí se presentan, como otros tantos principios derivados de aquel primero, esto sólo bastaría a mi parecer, para apartar la vista de este sistema, y desconfiar a lo menos de él como peligroso y contrario al bien de la sociedad.

    Pero hay otras consideraciones que creo dignas de la suprema de V. M. La soberanía, Señor, no es una autoridad que exclusivamente exista en España: es general a todas las Naciones y Estados de Europa y del mundo; las cuestiones que se muevan o puedan moverse sobre la soberanía, pertenecen al derecho público universal; tocan directamente al interés de todas las Naciones y de todos los Gobiernos. ¿Por qué habremos, pues, nosotros de mezclarnos en fallar soberanamente puntos y cuestiones comunes de esta naturaleza? ¿Podremos desentendernos de las relaciones políticas que unen a todos los estados entre sí? ¿Dicta la prudencia elevar a leyes fundamentales de una Nación unas teorías que, por su trascendencia a las demás, pueden provocar el resentimiento y la aversión de sus gobiernos? Las llamo teorías, porque al cabo no son otra cosa las máximas propuestas que ideas abstractas y de pura especulación, que si bien han tenido lugar en la imaginación de ciertos escritores filósofos, han sido contradichas y reprobadas por muchísimos más: ideas las cuales, mientras no haya una autoridad infalible que las decida, nunca saldrán de la esfera de opiniones, y nadie podrá decir con seguridad esto es verdad. Ideas, al fin, que como doctrinales podrán disputarse en las escuelas, pero no ser objeto de la legislación, y menos de la Constitución de un Estado monárquico.

    Y si no se han fijado hasta ahora en ninguna Constitución semejante, ¿hemos de ser los españoles los que nos aventuremos a sancionarlas por un axioma político? ¿Qué ha sucedido al desgraciado pueblo francés por haberse adoptado los mismos principios? Díganlo las continuas mudanzas de Gobierno y Constitución, por las que han pasado en pocos años, hasta caer, como era preciso que sucediese, bajo de la Monarquía más despótica, después de haber sufrido aquel infeliz pueblo todos los desastres y furores de la tiranía democrática. Quédese, pues, para ellos la vergüenza de haber testimoniado al mundo la insubsistencia, los errores y extravíos de sus doctrinas, y el haber sido la fuente y los autores del cúmulo inmenso de males que afligen a la humanidad; pero la gravedad, la sensatez y la circunspección española exigen de nosotros mayores miramientos, y que no abramos una puerta por donde pueda entrarse algún día en el mismo camino, y renovarse los mismos horrores.

    Si de sancionarse este sistema de soberanía resultase al pueblo español algún interés real y efectivo, y fuese un fundamento de prosperidad, yo suscribiría de buena gana; porque nadie me excede, y no todos me igualarán en amor al pueblo, y en el deseo vivo y eficaz que me anima de procurarle su mejor suerte, su fortuna y felicidad. Pero yo estoy persuadido, Señor, y los hechos de todos tiempos lo comprueban, que la soberanía del pueblo es un germen fecundo de males y desgracias para el pueblo; que para él es un ente de razón; ni le conviene tal autoridad, que únicamente ha servido de pretexto en las Naciones para encender la tea de la discordia, y de escala a los facciosos para destruirlos y elevarse sobre las ruinas del pueblo mismo. Ut imperium evertant, libertatem praeferunt, que decía Tácito. Porque, ¿quién es el pueblo de una Nación? El pueblo o la Nación española, ya lo ha definido V. M., es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios; lo que constituye, pues, la voz del pueblo es la universalidad, la mayoría del número. Ahora bien: ¿el mayor número del pueblo dónde está? En los campos, en las aldeas, en los talleres, etc. Los labradores, los artesanos, los menestrales, las mujeres, rústicos, ignorantes, éstos son los que componen el número incomparablemente mayor de una nación. Este mayor número no es el que clama ni mete ruido, ni pretende ni sueña en apropiarse soberanía, ni forma interés de ello: es dócil y sumiso, ni obra jamás sino por el impulso que se le da; unas veces como un pupilo, a quien se lleva por la mano, otras como un furioso, si se enciende el fuego de la insurrección. Aun cuando nombre sus representantes, no lo hace sino porque se le manda, y lo hace regularmente sin saber qué es lo que hace, ni cuál es el objeto. Así es naturalmente accesible a la seducción, a las sugestiones, manejos y todo género de intrigas, por cuyos medios se le encadena y cae las más veces debajo del más fiero y cruel despotismo, que es el paradero ordinario de su decantada soberanía. Que lo digan si no las revoluciones acaecidas en las demás naciones, las cuales llevando por delante esta soberanía y derechos del pueblo, y so color de protegerlo y reformar abusos, no han servido más que para levantar sobre él algunos tiranos, que le han oprimido y desolado la Patria, convirtiéndola en un campo de sangre, de escombros y de ruinas.

    Así pues, Señor, yo no puedo conciliar, antes bien tengo por lo más contrario y ominoso a la causa, a los verdaderos intereses del pueblo, este sistema de soberanía, que no solamente se la apropia esencialmente, sino que le pone en la mano el mudar de Gobierno cuando le acomode: sistema en mi concepto que desquicia los fundamentos de la sociedad, es destructivo del reposo y tranquilidad de los Estados, y está en contradicción con los verdaderos y esenciales principios del derecho público.

    Yo quiero suponer por un momento las ideas halagüeñas y pintorescas del pacto social. Quiero confesar la conveniencia de que la Nación pueda, ejerciendo el poder soberano, deshacer y cortar los abusos, y que introduzca la prepotencia del Gobierno: que pueda mudar de mano, cuando le convenga, lo mismo que un señor a su mayordomo cuando no le sirve bien; o pueda cambiar, si le parece, la forma de gobierno, como quien arregla su casa según más le acomode, derecho que no puede negarse al dueño. Todo esto parece muy bien, y sería sin duda una fortuna tener en tal subordinación y dependencia la autoridad del Estado que, o no pudiera extraviarse, o si lo intentase tuviese siempre el último remedio en la mano. ¿Pero podrá negarse que esto no es más que una belleza ideal, ilusiones de la imaginación? ¿Podrá negarse que es moralmente imposible, que es casi preciso un milagro del cielo para que una nación reasuma la soberanía, y ejerza remedios tan extremados sin ser sumergida en el caos de una revolución sangrienta, en los horrores de una guerra civil? ¿Y no es verdad que un bien aparente en la especulación, si en la práctica es un semillero de desgracias y males mayores, no puede adoptarse como bien? Sí, Señor; las máximas más lisonjeras en teoría, si aplicadas a la sociedad turban, trastornan el Estado, no son sino errores en política; lo mismo que aquellos proyectos o planes que llaman de gabinete, o ideas platónicas; perspectivas risueñas, cuentas alegres, que si se quieren reducir a ejercicio son impracticables; producen tantos inconvenientes, tantos perjuicios y desconciertos, que lo que había parecido un bien se halla que no era sino un verdadero mal; lo que se tenía por verdad era un error.

    Ni en la historia, ni en los Códigos antiguos y modernos de nuestra Constitución, se hallará monumento alguno en que poder afianzar el sistema de soberanía que aquí se presenta. Está muy lejos de comprobarse, por cuanto en esta razón se alega en el discurso preliminar, por más que se esfuerce el ingenio, por más que se estiren y pongan en tortura los hechos. Sería menester formar una disertación muy larga para demostrar el principio y diferentes estados de la soberanía en España, su mayor o menor extensión en algunas épocas, las causas de esta variedad, y la parte que hubiese ejercido el pueblo u otros miembros del Reino. Entonces se verían en su sentido verdadero las especies que se refieren, las cuales de ningún modo prestan apoyo a lo que se pretende. Pero ya que ni la ocasión ni la premura del tiempo permite tanta difusión, no quiero desentenderme de paso del argumento que se descubre como principal, fundado en la circunstancia de haber sido electiva la Corona. Esta circunstancia pertenece al modo y accidentes de la Constitución del Estado, pero no influye en el origen y esencia de la soberanía, y mucho menos arguye su revocabilidad. El derecho de elegir cualquiera autoridad no prueba en los electores la posesión de aquella autoridad; así, el derecho de elegir un Rey no es un argumento de que la soberanía resida esencialmente en quien le elije. Si este argumento valiera, era preciso concluir que la soberanía espiritual del Papa reside esencialmente en el colegio de Cardenales, y que antes residía esencialmente en el clero, y aún en el pueblo, que alguna vez concurrió a la elección.

    ¿Y qué fuerza añaden contra esto los sucesos que se recuerdan, ocurridos con D. Juan el II de Aragón y Enrique IV de Castilla? ¿Es posible, Señor, que se nos presenten éstos como testimonios comprobantes de la soberanía nacional y de su facultad para mudar la forma de gobierno? Que el primero hubiese tenido desavenencias con su hijo el Príncipe de Viana, a quien al parecer perseguía por sus derechos a la sucesión de Navarra; que los catalanes abrazasen el partido del Príncipe; que una vez empeñados y comprometidos en el lance llevasen las cosas al extremo de sustraerse de su Soberano, y entregarse a otro, empresas dirigidas por el impulso que daban los Estados al pueblo, y en que al cabo sucumbieron y fueron castigados, ¿probará esto otra cosa que el acaloramiento y rebelión de una provincia, o de los que dirigían sus negocios?

    Otro tanto y menos honesta en su origen ha sido la farsa de Ávila con la efigie de Enrique IV, obra de intrigas de corte, y de un cierto partido de coligados poderosos, que más que otra cosa acredita la necesidad absoluta de mantener la unidad y vigor de la soberanía, y cuánto daño y desastres acarrea al pueblo el influjo de personas facciosas. Si estos fueran argumentos, probarían que la soberanía reside, no en la Nación, sino en cualquiera reunión o pueblo particular. Yo convengo, Señor, en que se discurran los medios más exquisitos; que se tomen las medidas más prudentes para afianzar nuestra antigua excelente Constitución; para contener los abusos del poder, los excesos de la arbitrariedad, y que la administración pública vaya siempre enderezada por el camino de la justicia y bien de la Patria. Esto es lo que importa a la Nación, y lo que es de interés común al jefe del Estado con sus miembros; porque el interés del primero consiste en una dichosa imposibilidad de obrar mal, en sentar su imperio sobre bases sólidas o inmobles, cuales son la justicia, el amor y confianza de los pueblos, unido a su prosperidad y bienestar. Pero la declaración de este artículo sería en mi concepto un medio contrario directamente a estos bienes: lo primero, porque introduce los recelos, la desunión y desconfianzas, y a pretexto de alejar conspiraciones y movimientos populares, un Príncipe diestro tendrá mil ocasiones de reformar esta Constitución. Segundo, porque si en adelante, no obstante que ahora se apruebe el artículo, se declara o piensa lo contrario, como no es imposible que suceda, podrá tener riesgo de anularse toda la Constitución, como fundada en un cimiento ruinoso: en lugar de que si ahora la Nación, en uso de las facultades que indudablemente tiene, y las circunstancias han puesto plenamente en sus manos, se dedicase a mejorar y asegurar su Constitución, sin acudir a unos extremos tan fuertes, que cuando menos no están reconocidos generalmente, haría lo que verdadera y únicamente importaría a la Nación, y lo que tendría una estabilidad firme y segura. Tercero, porque cuando para remediar los males hubiese de acudir la Nación al lleno de soberanía que aquí se la atribuye, seguramente sería el remedio peor que todos ellos. Jamás, Señor, jamás podrá hallarse la Nación en circunstancias que por sí puedan justificar el ejercicio de la plenitud de facultades que aquí se expresan, como las que ocasionaron la presente revolución; pero lo cierto es que si las hubiera puesto en práctica, hubiera sido víctima infalible. Al contrario, el haberse atenido a su Rey legítimo, a su Constitución, y sus leyes y religión, esto fue lo que la salvó, esto fue lo que conservó la unidad y el ser de la Nación, el nudo que volvió a atar la cadena del Estado que se había roto, y sin lo cual ¿qué caos, qué laberinto, a qué excesos no se hubieran entregado las provincias, si los españoles hubieran estado poseídos de las máximas que ahora se les presentan? Horroriza el imaginarlo, y el pensar que pueda algún día reproducirse.

    Lo repito, Señor, el pueblo español es dócil y sumiso. Ha obedecido ciegamente el crecido número de Gobiernos que se le han presentado sucesivamente en el discurso de la revolución. Obedece a las Cortes con más gusto como obra y hechura de sus manos. Ninguna necesidad tiene ahora de que se le enseñen los orígenes de la autoridad de que dimanan las decisiones. Antes acaso, acaso pudiera producir un efecto contrario, sometiéndolos al examen de su soberanía, de modo que por un retroceso de principios nos quedásemos sin poder hacer pie en ninguna parte.

    Digo, pues, en conclusión, que ni por necesidad, ni por utilidad, ni política, ni bajo ningún aspecto, es del caso la cuestión presente: que el artículo es inductivo de más males que bienes a la sociedad, más pernicioso que útil; y que absteniéndonos de decidir unos puntos como éstos, y dejando la verdad en su lugar, se suprima este artículo de la Constitución. Éste es mi dictamen.

    El Sr. MUÑOZ TORRERO: Permítaseme como a individuo de la comisión fijar el estado de la cuestión presente, porque veo que se extravía demasiado, y va degenerando en varias especulaciones o ideas vagas e indeterminadas, que no pueden servir de base a nuestros razonamientos. El Sr. Presidente ha mirado la cuestión bajo su verdadero aspecto, citando los fueros de Navarra, de los cuales consta que aquel Reino ha ejercido siempre el derecho de establecer sus leyes y de oponerse a las órdenes del Gobierno cuando hallaba que eran contra fuero. Aquí se ve que los Reyes no tienen en Navarra la plenitud de la autoridad suprema, puesto que no pueden por sí solos dar y publicar las leyes: éste es hecho conocido allí por todos, y no es una teoría o especulación filosófica. Las Cortes, antes de entrar en su carrera política, creyeron de su deber empezar haciendo una protesta solemne contra las usurpaciones de Napoleón, declarando la libertad e independencia y soberanía nacional, y que por consiguiente era nula la renuncia hecha en Bayona, «no sólo por la violencia que intervino en aquel acto, sino principalmente por la falta del consentimiento de la Nación». Este paso se consideró entonces absolutamente preciso para que sirviese de cimiento a las ulteriores providencias, cuya fuerza legal dependía de la autoridad legítima de las Cortes, convocadas de un modo extraordinario y nuevo en España, por exigirlo así la salvación de la Patria, que es la suprema ley a la que deben ceder en todos los casos cualesquiera otras consideraciones o intereses particulares. Napoleón, suponiendo que todos los derechos de la Nación pertenecían única y privativamente a la familia Real, obligó a ésta a renunciarlos, y en virtud de este hecho solo pretende haber adquirido un derecho legítimo a darnos una Constitución y a establecer el Gobierno de España, sin contar para nada con la voluntad general. Ahora, pues, pregunto yo: ¿será oportuno repetir al principio de nuestra Constitución la expresada protesta, y declarar del modo más auténtico y solemne que la Nación española tiene la potestad soberana o el derecho supremo de hacer sus leyes fundamentales, sin que se le pueda obligar de ninguna manera legítima a aceptar el gobierno que no crea convenirle? Entiendo que es de la mayor importancia hacer esta declaración de los expresados derechos, cuya defensa es el grande objeto de la lucha sangrienta en que estamos empeñados, y el medio más legítimo de defender los que corresponden al señor Don Fernando VII, reconocido y proclamado Rey de España por toda la Nación. En una palabra, el artículo de que se trata, reducido a su expresión más sencilla, no contiene otra cosa sino que Napoleón es un usurpador de nuestros más legítimos derechos: que ni tiene ni puede tener derecho alguno para obligarnos a admitir la Constitución de Bayona, ni a reconocer el Gobierno de su hermano, porque pertenece exclusivamente a la Nación española el derecho supremo de establecer sus leyes fundamentales, y determinar por ellas la forma de su gobierno. Desde luego se echa de ver que aquí no hay teorías ni hipótesis filosóficas, sino una exposición breve y clara del derecho que han ejercido nuestros mayores, con especialidad los navarros y los aragoneses. Para expresar que la Nación no puede ser despojada de este derecho soberano, por ser un elemento constitutivo de ella en calidad de Estado libre e independiente, se dice que le pertenece esencialmente. Un Estado se llama libre cuando es dueño de sí mismo, y tiene el derecho de hacer sus propias leyes, sin que se le pueda precisar a obedecer sino a aquéllas que haya consentido. Así es que el art. 3.º no es más que el desenvolvimiento o una consecuencia necesaria del 2.º. En cuanto al ejercicio de este supremo derecho o soberanía, ya se previene en el capítulo 3.º del título II que la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey, y en éste solo la de hacerlas ejecutar, porque el Gobierno de la Nación española ha sido siempre una Monarquía moderada; y no hubiera podido serlo si el ejercicio de la autoridad suprema perteneciese exclusivamente al Rey. La comisión, para exponer estas máximas, conocidas y observadas por nuestros mayores, ha seguido religiosamente el espíritu de las antiguas Constituciones de los diferentes reinos o provincias que componen la Península, a fin de manifestarlos a todos y dar a la Nación entera una misma ley fundamental. Pues cesen ya las vanas declamaciones, y no se vuelva a oír en este recinto que se quieren introducir teorías filosóficas e innovaciones peligrosas. Nosotros no hemos hablado una palabra del origen primitivo de las sociedades civiles, ni de las hipótesis inventadas en la materia por los filósofos antiguos y modernos; sólo hemos tratado de restablecer las antiguas leyes fundamentales de la Monarquía, y declarar que la Nación tiene derecho para renovarlas y hacerlas observar, tomando al mismo tiempo aquellas oportunas providencias y precauciones que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento para que no volvamos a caer en los pasados desórdenes. Sin embargo de ser esta doctrina tan evidente, se ha dicho aquí que la soberanía reside originaria y radicalmente en la Nación; pero que por la institución misma de la Monarquía, el pleno ejercicio de los poderes que constituyen aquélla pertenecía al Rey. A esto responderán los navarros que sus Cortes ejercen la potestad legislativa cuando consienten en el establecimiento de nuevas leyes; suspenden en varios casos la publicación de la cédulas y órdenes del Rey; y decretan las contribuciones, o sea donativos. Otro tanto dirán los aragoneses respecto a sus antiguas Cortes, como se demuestra por la fórmula usada para la publicación de las leyes: «el Rey de voluntad de las Cortes establece y ordena».

    El Sr. Inguanzo ha preguntado si en esta cuestión podía hablar con libertad, porque no tratándose de verdades reveladas, parece que no se le debe privar del derecho de exponer su dictamen en una materia puramente política. A esta pregunta responderé con otra. ¿Un Diputado podrá en el Congreso impugnar el Gobierno monárquico que la Nación ha establecido y que quiere conservar? Digo que no se debe hablar aquí contra la institución de la Monarquía, aunque la conveniencia de este Gobierno para la España no sea una verdad revelada, y otros estados antiguos y modernos hayan adoptado la forma democrática o aristocrática. La Nación tiene el derecho de establecer sus leyes fundamentales, y habiendo escogido desde los tiempos más remotos la Monarquía templada, no es lícito a un Diputado votar contra la voluntad nacional, manifestada en la presente época de la manera más pública y solemne. Pues esto mismo deberá decirse del decreto del día 24 de Septiembre, que es una declaración del supremo derecho que la Nación juzga pertenecerle, y cuyo decreto ha sido consentido y aprobado por todas las provincias, tanto de la Península como de la América. El artículo que se discute no hace más que repetir esta misma declaración.

    Dispútese muy enhorabuena sobre los términos en que está concebido el artículo, y háganse las variaciones que se crean más oportunas para expresar con más exactitud y precisión la idea principal; mas ya no puede ponerse en duda la soberanía nacional, porque éste es un derecho declarado por el único juez legítimo, que es la misma Nación, y cuya voluntad general debe ser nuestra regla en este negocio, así como en todos los demás que interesen a su conservación y seguridad. Ayer dije que me sería fácil responder a los argumentos con que el Sr. Obispo de Calahorra se propuso probar que en los primeros siglos de la Iglesia se había creído que la potestad de los Reyes traía su origen inmediato de solo Dios, y no de la voluntad de las naciones; y para esto cité a S. Juan Crisóstomo, que en la homilía 23 sobre la carta de S. Pablo a los romanos, explica con claridad la doctrina del Apóstol. El Sr. Lera trae copiadas en parte las palabras de dicho Padre, y me parece oportuno leerlas. (Leyó). Continúa el mismo santo, diciendo que Dios es autor del orden; y no pudiendo éste conservarse en la sociedad sin una autoridad pública, quiere que se establezca en ella. Sigue más adelante, y propone el ejemplo del matrimonio, que ha sido instituido por Dios mismo, y con todo es un contrato libremente hecho entre las personas que le celebran. De aquí se infiere que Dios es autor de la potestad pública, porque lo es de la sociedad y del orden que debe reinar en ella; y ésta es la razón porque en el proyecto se invoca el nombre de Dios como autor y supremo legislador de la sociedad. Así con una sola palabra se desechan todos los vanos sueños e hipótesis inventadas por algunos filósofos, para dar razón del origen y condición primitiva de los hombres, a quienes suponen en un estado salvaje o de ignorancia y barbarie. Pero éste no es el estado primitivo y natural del hombre, que fue criado para la sociedad y educado por Dios mismo, que fue su maestro. Dije también que el discurso del señor Obispo de Calahorra contenía algunas contradicciones, entre las cuales referiré dos que tengo presentes. Después de haber pretendido probar con los Padres de la Iglesia que la potestad de los Reyes provenía inmediatamente de Dios solo, nos habló largamente de los derechos del hombre, del origen primitivo de las sociedades, y dijo que la autoridad Real había sido establecida por el consentimiento o convenio de los mismos hombres. Por último, propone como máxima cierta que la soberanía reside exclusivamente en nuestros Reyes, y sin embargo pide que las Cortes pongan a la autoridad Real aquellas restricciones o trabas que parezcan más oportunas para evitar el despotismo. Pero si la soberanía pertenece exclusivamente al Rey de España, ¿qué derecho tienen las Cortes para poner trabas o restricciones al ejercicio de la potestad Real? Lo más podrían hacer representaciones al Rey; mas de ninguna manera ejercer derecho alguno para limitar su autoridad. Ésta es una contradicción manifiesta, y la que no es posible evitar cuando se rehúsa reconocer la soberanía de la Nación, y por otro lado se pretende restablecer particularmente las Constituciones de Aragón y de Navarra, por las cuales no se concede al Rey la plenitud de la potestad legislativa. Concluyo, pues, pidiendo que se apruebe el artículo, que se reduce únicamente a hacer una protesta solemne contra las usurpaciones de Napoleón, y a declarar que la Nación española tiene el derecho exclusivo de establecer sus leyes fundamentales. He aquí el punto de vista, bajo el cual quisiera que se mirase la cuestión, y no bajo un aspecto odioso, contrario a las sanas intenciones de la comisión.



    Así que el Sr. Muñoz Torrero acabó de hablar, pidió el Sr. Martínez Tejada, que mediante haberse extraviado la cuestión, haciéndola rodar sobre asunto ya sancionado, no se continuase la discusión, sino que desde luego se procediese a la votación, y que ésta fuese nominal. El Sr. Cañedo quería que en asunto de tanta gravedad se hablase con toda la extensión posible, haciendo presente que como individuo de la comisión tenía que aclarar algunos puntos; pero habiéndose declarado discutido el asunto, antes de proceder a la votación, dijo el Sr. Villanueva, que supuesto que el artículo constaba de dos verdades, que ellos mismos y toda la Nación habían jurado, era necesario que declarase el Congreso si había lugar a deliberar sobre ellas.

    Por último, habiéndose dividido en dos partes el artículo se procedió a la votación nominal de la primera, que fue aprobada por 128 votos contra 24. Antes de ponerse a votación la segunda, que dice: «y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga», observó el señor Aner que la pregunta para la votación no debía ser si se aprobaba o no; porque conteniendo esta parte una verdad eterna, consecuencia de la primera, no podía reprobarse sin una manifiesta contradicción; por lo cual, tratándose únicamente de decidir si convenía que se suprimiese por estar comprendida en la parte aprobada, debía reducirse a esto solo la pregunta. Así se hizo, y de la votación nominal resultó suprimida esta parte del artículo 3.º por 87 votos contra 63.

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