Fuente: ABC, 23 de Diciembre de 1966, página 3.




EL SÍ DE LA GENTE



Ya tiene su “sí” la Ley Orgánica del Estado. Un “sí” masivo y clamoroso. Ya sé que se pueden oponer cuantas malicias y reticencias se quiera a estas liturgias masivas e inorgánicas. Cuando en octubre se volvió a leer a toda España el discurso inaugural de José Antonio en el teatro de la Comedia, se repitió aquella frase suya: “El destino más noble de las urnas electorales es ser rotas”. Minutos después, desplazadas del pasado al presente, en la misma pequeña pantalla donde se había evocado esta frase, aparecía una urna de cristal como propaganda e incitación de las elecciones en curso: sindicales, municipales, estudiantiles y, al fin, nacionales o “referéndum”.

Efectivamente, cuando se entró, hace treinta años, en este cambio histórico español, parecía que se había alcanzado un grado de casi dogmática excomunión para la palabra “democracia” y para sus desahogos electorales. Era parábola casi evangélica el cuentecito de Tolstoi, en el que van un señor y su criado en un trineo a votar contradictoriamente en las elecciones, y deciden volverse, puesto que el voto de uno va a anular el voto del otro; como era sentencia firme el chiste de Anatole France: “una imbecilidad repetida por mil personas, sigue siendo una imbecilidad”. Pero ahora resulta que la palabra “democracia”, de un modo u otro, tiene que ser puesta, como rótulo, en algún frente de la nueva fachada constitucional, en cuya pintura, todavía fresca, se trasluce el sitio de otros antiguos letreros retirados. Por muy poca fe que se tenga en esas convocatorias orfeónicas de todo un país, no se ha encontrado todavía otro modo de dar respaldo popular a una persona, institución o ley, sino ése de preguntárselo a todos, uno por uno. Necesariamente la pregunta es genérica. Y genérica resulta también la contestación. Pero, por muy sintética y sin matiz que sea necesariamente la respuesta afirmativa, sobrenada en ella una cierta verdad u orientación. Al cabo, con el “sí” electoral pasa lo mismo que con el “sí” matrimonial, que fundamenta toda una vida. El novio dice “sí quiero” a su novia sin que ello signifique que no hubiera querido que fuese un poco más alta o que tuviera menos pecas, o que poseyera un cortijo en Écija. La imagen picaresca de las elecciones caciquiles de antaño no quita para creer que ese mecanismo se fue perfeccionando, y ya las últimas elecciones anteriores a la guerra reflejaban con bastante verdad tendencias genéricas y populares. Por mucho cubileteo que se haga con las cifras, las elecciones del catorce de abril expresaron de un modo sintético y difuso que el pueblo se había apartado de la Monarquía; dos años después, las elecciones gilrroblistas dijeron claramente que el país se había asustado del rumbo extremoso de la República y quería frenar, aún “derrapando” hacia la derecha. Como dos años después era bastante claro que el país se sentía defraudado del ensayo democristiano y lerrouxista, y quería tantear otra vez una aventura izquierdista de “frente popular”.

Dentro de este modesto contenido orientador genérico que es lo más que puede pedirse a un país entero, sin disponer, como los padres del Concilio, del Espíritu Santo por arriba y del “placet juxta modo” por abajo, es como hay que valorar el ascenso a esta Ley orgánica y a su tramitación. Todo ha sido masivo. La Ley entró en el salón de las Cortes como un bloque compacto. Los procuradores entraron detrás como otro bloque homogéneo. Nada se jugaba en terreno de análisis. Todo en volúmenes de síntesis. La ley se veía como una sierra en el fondo del paisaje: no mata a mata, sino en nublado volumen. No se hacía botánica política, sino orografía. Como destinado todo, en definitiva, a este último bloque en que cada uno había de decir “sí” o “no”, como el Referéndum nos enseña.

La misma propaganda que se hizo ante el Referéndum: “Vota la paz”, “vota el progreso”, “vota el desarrollo”, indicaba que se pedía la anuencia, más que al detallismo de una ley, a un propósito psicológico de seguir y terminar juntos una obra inacabada.

Esto es lo que se ha votado. Sin que esto quite para que al mismo tiempo ese “sí” genérico arrastre muchas cosas que pueden ser buenas. Nadie midió bien hasta que lo vivió el panorama nuevo que traía en sí la moderada libertad de Prensa. Tampoco es fácil adivinar el paisaje distinto que puede significar un presidente de Consejo y un Gobierno. La Cámara podrá desentumecer sus olvidados ejercicios de fiscalización interpelante y preguntona: porque tendrá delante para su “pin-pan-pun”, una diana mucho menos asustante de respeto y tabú. Tampoco se imagina nadie lo que pueda resultar de la entrada de las mujeres en liza electoral. No faltan poderes europeos sostenidos sobre un pavés de libretas y cuentas de la plaza. Y lo mismo la subrayada independencia del poder judicial, que entrará en sus nuevas funciones a nivel más gubernativo con tan limpia ejecutoria de “noes” y calabazas a la Administración. Y lo mismo la libertad religiosa que se desliza entre el bosque legal, con tranquilo paso de obediencia y no con carrera de olímpica novelería. Como que habrá que recordar a muchos que el famoso edicto de Milán, de Constantino, que muchos creen que inauguró el Estado confesional y la Iglesia oficializada, fue en realidad un decreto de “libertad religiosa”, puesto que entonces los cristianos minoritarios y empalidecidos de catacumbas, eran los reclamantes liberales.

La Ley convoca nuevamente a la unidad. Pero ahora a una unidad concebida como ejercicio dialéctico dentro de una cancha de juego. La Ley camina tímidamente por la línea asertoria de que “la guerra la ganó España”: no media España; pero tampoco “una” España; demasiado “una” en cuanto confundía a veces la unidad con la uniformidad. Tampoco sabemos bien lo que lleva en su entraña y embarazo la palabra “concurrencia”, que puede quedarse en un puro tumor nominalista, hasta parir quintillizos y pluralismo.

Precisamente porque aún se ve la Ley como deficiente –porque incluso tiene un agujero en la red de su articulado, por donde podría irse, como por un salidero, la unicidad y claridad del instante más necesitado de ellas, que es el de la sucesión– hay que acudir a la Ley con ánimo de utilizarla, por lo que tiene de dialéctica, contra lo que le queda todavía de mejorable, por lo que tiene de equívoca. Una Ley es una cosa viva que más que del legislador depende, al cabo, del usuario.

En resumen. Consiéntanme los lectores mezclar en tan elevado tema un símil campesino. Homero comparaba los ojos de Minerva con los ojos de una yegua. Lope, la voz de la amada con un relincho. No es excesivo que el “Séneca” compare la Ley con un queso gruyere. Nadie dejará de comprar queso gruyere porque tenga agujeros. El “sí” del español sencillo ha sido dado a lo mucho que el queso tiene de bueno, sustancioso y alimenticio. Pero no habrá faltado en el mundillo político quien haya votado por los agujeros. Por los boquetes por donde puede escaparse el habilidoso hacia objetivos y preferencias que desvirtúen y relativicen lo sólido y nutritivo de la Ley.



José María PEMAN

De la Real Academia Española