Fuente: Tradición, Número 29, 1 de Marzo de 1934, páginas 97 – 99.



Una moda política


Cuando no hay política, la politiquería es siempre una moda sin fundamento. La moda puede ser el crimen o la mascarada; el incendio o una camisa.


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El fascismo es la última moda. Las mujeres se ponen un absurdo manchón de almagre en los labios, no para estar bellas, que están repugnantes, sino para ostentar la marca de la moda; los varones se erizan el pelo y van en media camiseta, para seguir la moda comunista, o sueñan con que todo el mundo se ponga la camisa ya usada por italianos y tudescos, porque ello es moda también.


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Positivamente, la camisa negra fue un hallazgo feliz de Mussolini: allí en Italia, por las camisas rojas garibaldinas, de un lado, y por ser el saludo de los antiguos quirites y el haz de los antiguos lictores los que se renovaban, todo ello tenía psicología de buena emoción tradicionalista. Por otra parte, la técnica soreliana de los mitos y de las sugestiones que el Duce aportaba caían en el terreno abonado de la propensión y aficiones gesticulatorias y teatrales del pueblo italiano.

Y en aquella península, de historia tan heterogénea, de tan mezcladas influencias y de tradición tan combatida, interrumpida, quebrantada, y perturbada; para salir a luz contra el infierno revolucionario precisaba proceder por tanteos, buscar un camino y acogerse, como la más indiscutible y clara tradición, a la grandeza de la época romana nada menos.

El fascismo ha sido un acierto en Italia.

Corto de luces será quien no vea la razón oportunista por la que Alemania, con un profundo anhelo de vindicación y de revancha, con más energía que ningún otro país en los ciudadanos que han dado su sangre en la Gran Guerra, para hacer valer sus títulos o influir en los destinos nacionales, comprometidos por los tratados y por los desvaríos revolucionarios; se vistió la camisa usada de los italianos para mejor amparar un ejército y defenderse de las particularidades diferenciales, de la carcoma de electorados, su poca antigüedad en la unidad robusta y de las suspicacias exteriores. También el fascismo germano tiene razón de ser como disfraz más disimulador y permitible, sin que aún hallamos visto su completo desenvolvimiento, que en tanto tiene perspectivas felices, en cuanto se disuelva en el cesarismo monárquico, y en tanto corre riesgos de esterilidad y hasta de catástrofe, en cuanto persistiera en su italianismo, en su exotismo, en su partidismo y en su personalismo hitleriano, bastante ridículo por cierto.


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Pero en España, maestra del buen derecho político y de las instituciones eternas tradicionales, es decir, anti y contra-revolucionarias, donde más clara es la tradición nacional y donde el ejército defensor de la Bandera de la Religión, de la Patria y de la Autoridad está, a pesar de la cerril persecución liberal, en pie, sin tregua, hace ya un siglo; donde tenemos mucho que enseñar y nada que aprender, donde la situación apenas permite dilaciones si la salud ha de restaurarse…, vestirse la camisa ajena, ya usada dos veces, y adoptar como propio el saludo romano y como símbolo el haz de los lictores… es carecer de sentido político, de espíritu nacional, de dignidad e independencia patrióticas y de instinto de conservación.


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¡Una moda!... ¡Un sarampión!

Como hace tres años se era republicano.

Como hace poco menos se esperaba el milagro de Lerroux.

Como se deja a las hijas desnudas y tumbadas entre hombrecillos desnudos en las playas… ¡Una moda!

¡Una majadería!

Ya cierto Duque de Aumale, viendo venir a un señor vestido completamente a la inglesa, de quien preguntó: “¿Quién es aquel caballero inglés?”, cuando le contestaron: “No es inglés, Monseñor”, aseguró rápidamente: “¡Ah!, entonces es un imbécil”.


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En España, el fascismo, a estas horas, puede encerrar este peligro: desviar el interés público de la corriente natural de renacimiento genuinamente español, contrarrevolucionario y tradicionalista; creer que dentro de ocho o diez años –¡la espera que los problemas políticos necesitan!...– reunirá diez millones de votos; y, en seguida de obtener ese triunfo, depender de que echen a suertes o ventilen a estacazos, las diez docenas de ciudadanos que se sienten llamados a ser el Mussolini chico o el Hitler II, sobre a quién de ellos le corresponde la gloria de ponerse el bigote a lo Charlot…


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¡Todavía no hemos salido de la puerilidad quimerista y gregaria del partidismo liberal!

Cosa que implica la ceguera absoluta del sentido civil.



Luis Hernando de Larramendi