Los Pueblos Ibéricos del Valle del Ebro:
Ilergetes, Oscenses y Sedetanos



El Valle del Ebro presenta un complejo mosaico étnico en el que el mundo ibérico penetra hacia el interior, entrecruzándose con pueblos célticos hacia el sistema Ibérico y con pueblos vasco-pirenaicos hacia las zonas montañosas septentrionales.

La etnia principal del valle y una de las más importantes del mundo ibérico la constituían los ilergetes, cuya ciudad epónima era Ilerda (Lérida). Se extenderían por las ricas cuencas del Segre, Cinca y Alcanadre, limitando por el este con los ilergavones, cesetanos, lacetanos y bergistanos. Hacia el Pirineo estarían en contacto con ceretanos, andosinos, arenosios y lacetanos, de origen pirenaico pero profundamente iberizados, como los oscetanos, de Huesca, que llegaron a ser asimilados a los ilergetes.

Más al oeste estaban los suesetanos de la comarca de las Cinco Villas, probablemente más celtizados en época reciente, que también parecen pueblos de origen pirenaico. Por el sur los ilergetes limitaban con los sedetanos, también de etnia ibérica, que se extendían desde las tierras de los iberos ilergavones, al este y sureste, hasta la de los celtíberos que ocupaban el Valle del Ebro meridional a partir de las líneas del Jiloca-Huerva.

Las cuencas del Segre-Cinca-Alcanadre constituyen, durante el Bronce final, una de las principales áreas de la cultura de los Campos de Urnas que, tras establecerse sobre la precedente cultura de la Edad del Bronce, forman el sustrato cultural de los ilergetes. Los primeros elementos coloniales mediterráneos son un escudo y una lira fenicios grabados en una estela del siglo IX a.C. de Luna (Zaragoza), que evidencia tempranos contactos con las elites del interior.

Hacia el 600 a.C. aparecen cerámicas fenicias, entre ellas ánforas de vino, y con ellas fíbulas y el hierro, que llegarían desde la vecina Ilergavonia, con la que mantendrían estrechas relaciones tal vez ganaderas, como evidencia la necrópolis del Coll del Moro (Gandesa, Tarragona). A finales del siglo VI, la llegada de cerámicas griegas señala el inicio de iberización de la retardataria cultura de Campos de Urnas, cuyos túmulos redondos se sustituyen por otros rectangulares de origen mediterráneo.

Tras una mal conocida etapa formativa, a inicios del siglo IV aparece una fuerte iberización, con nuevas poblaciones que evidencian un gran auge económico, demográfico y cultural que llega a la romanización y explica el peso político de los ilergetes y su papel aculturizador en el Valle del Ebro. Así se explica su fuerza expansiva hacia las poblaciones célticas y vasco-pirenaicas situadas hacia el oeste, que se evidencia en la progresiva iberización de oscetanos, iacetanos, suesetanos y vascones, llegando, incluso, al control político y absorción étnica de los dos primeros.

La capital, Ilerda, prácticamente desconocida, debío de ser una de las mayores ciudades al norte de Sagunto. La arqueología ha demostrado la existencia de cerámicas de barniz rojo de producción local y origen meridional que evidencian el desarrollo de un artesanado muy especializado al servicio del comercio suntuario de las elites, cuya existencia se confirma en el raro monumento de Binéfar. La escritura estaba al parecer menos extendida que por la costa, pero la onomástica confirma la total identidad con el mundo ibérico del Nordeste. La moneda, inicialmente de imitación ampuritana, se inicia en el siglo III a.C., influyendo enormemente en todas las cecas limítrofes, lo que da idea de su prestigio económico y cultural.

De la organización sociopolítica hay pocas noticias. Las últimas fases de los Campos de Urnas que coinciden con la iberización representan por todo el Nordeste, incluido el Languedoc, la formación de elites caracterizadas por jefes-guerreros, cuyas espadas de hierro e importaciones coloniales suntuarias aparecen en las necrópolis costeras. Esta organización social debió de perdurar hasta la romanización, lo que permite suponer que Indíbil y Mandonio, denominados reyes en los textos históricos, personifican este tipo de jerarquía social.

La otra gran etnia del Valle del Ebro estaba formada por los sedetanos. Su sustrato cultural es paralelo al de los ilergetes, con quienes tenían profundos contactos, siendo muy similares sus culturas durante la Edad del Bronce, como también estrecha sería la relación con los ilergavones de la costa, lo que explica su proceso de iberización.

En esta fase se produce un desarrollo cultural y demográfico, así como el surgimiento de una alta clase social atestiguada por la sepultura de Calaceite, con espada de hierro, coraza de bronce y un quemaperfumes de origen languedociense, lo que podría orientar sobre la procedencia de estas elites. Su papel guerrero y de jerarquía social perduró en época posterior, pues las estelas funerarias del Bajo Aragón, con representaciones de jinetes y lanzas, evidencian una estructura social semejante. Muy interesante es observar cómo hacia el 500 a.C. muchos poblados de los campos de urnas se abandonan, mientras que los más grandes y fortificados perduran en época ibérica, como parece ocurrir en la zona ilergete e ilergavona, como consecuencia de un proceso de concentración del hábitat y de jerarquización del territorio a causa del desarrollo demográfico y cultural. Este proceso debió de reforzarse en el siglo IV, pues hacia el III a.C. parece que se pueden considerar ya formados los grandes oppida, identificables por las fuentes escritas y las monedas, cuya extensión en torno a 10 ha. y amplitud del territorio jerárquicamente controlado hace que puedan ser considerados como protourbanos.

Hay noticias en el Valle del Ebro de ciudades-estado en época tardía, lo que convendría sin lugar a dudas a Ilerda, pero se desconoce su organización, aunque hay noticias de la existencia de un senado y de curias, como en las cuidades celtibéricas próximas de Skaisca o de Contrebia Belaiska (Botorrita, Zaragoza), y de la existencia de terreno público y privado, de pleitos y mediaciones entre ciudades y de construcciones de acueductos por éstas, aunque sea difícil saber de cuándo arrancan estas concepciones económicas, jurídicas y políticas, documentadas a partir del siglo I a.C., evidentemente posteriores a la iberización pero anteriores a la conquista romana.

En el aspecto religioso cabe señalar la continuidad de las cuevas-santuarios del área contestana, edetana e ilergavona, así como algún monumento funerario cuya excepcionalidad, fuera de las mencionadas estelas, pone en evidencia que se trata de casos esporádicos. Más extraña es la falta de necrópolis de fechas avanzadas, que dificulta conocer la posible estructura social. La economía sería agraria, de cereal con regadío en las vegas y ganadería extensiva, existiendo además un artesanado propio de toda el área ibérica, pero no particularmente destacado, salvo las producciones cerámicas que, de todos modos, alcanzan sus obras mejores bajo la romanización.

Otro aspecto importante a señalar es la proximidad de los sedetanos a los celtíberos y vascones, situados unos a partir del río Huerva y otros a partir del Gállego. Pero unos y otros, caracterizados por su propia onomástica y su toponimia, son muy difíciles de distinguir culturalmente, lo que evidencia la creciente aculturación mutua, pero especialmente de elementos ibéricos, por ser los más desarrollados.

Si a este fenómeno se añaden las mezclas inevitables, bien a causa de minorías que se apoderarían de un territorio, bien al predominio de unos pueblos sobre otros, como se sabe ocurriría con los iacetanos sobre los suesetanos o, incluso, a penetraciones de otras gentes, como las de galos atestiguadas por la toponimia y que, por ejemplo, pudieron representar un estrato superior entre los suesetanos de origen indoeuropeo, el cuadro resultante, de una gran complejidad, da idea de la dificultad de estas reconstrucciones etnohistóricas, aún muy incipientes, pero fundamentales para comprender el crisol de pueblos y el desarrollo histórico del Valle del Ebro a causa de sus características geográficas y culturales.


Protohistoria de la Península Ibérica
por Martín Almagro, Oswaldo Arteaga, Michael Blech, Diego Ruiz Mata y Hermanfrid Schubart
Ed. Ariel S.A., 1ª edición de febrero de 2001
Cáp. V, págs. 354-356