LA FURIA ICONOCLASTA EN LA REBELION DE FLANDES (1566)


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Año 1565. La España imperial está en su apogeo. Sus dominios se extienden a ambos lados del Atlántico, por el Viejo y el Nuevo Mundo. Reina Felipe II, célebre por su fervor religioso. El soberano español es el campeón de la Iglesia católica, su brazo armado, y como tal, enemigo declarado del islam y del protestantismo. Para España, esto significa una situación de guerra crónica que tiende a aumentar el déficit fiscal y por consiguiente la presión tributaria. Los Países Bajos —por entonces una posesión española— son doblemente víctimas de esta política. Por un lado, muchos de sus habitantes son perseguidos por ser protestantes. Por otro, sus contribuyentes deben pagar cada vez más impuestos para costear guerras ostensiblemente ajenas a sus intereses.
Los Países Bajos —Flandes para los españoles— se sitúan en el noroeste de Europa, en la estratégica región donde desembocan al mar el Rin, el Mosa y el Escalda. Limitan con el mar del Norte, Francia y el imperio alemán. Están conformados por diecisiete provincias: Flandes, Flandes Valón, Brabante, Artois, Hainaut, Cambrai, Tournai, Malinas, Namur, Limburgo, Holanda, Zelandia, Utrecht, Güeldres, Overijseel, Frisia y Groninga; cada una con sus instituciones de autogobierno pero subordinadas a Bruselas, sede de la Regencia, del Consejo de Estado y de los Estados Generales, todos dependientes a su vez del rey de España. La lengua predominante es el neerlandés, pero también se hablan variedades dialectales del alemán y del francés. Son provincias muy densamente pobladas. Su particularismo es proverbial, al igual que su progresismo, su cultura y la inusitada dimensión de la indigencia urbana. Pero lo más destacable es su economía, próspera, moderna y diversificada como ninguna. El agro y la manufactura, el comercio y la navegación, las finanzas y la banca, la pesca y los astilleros, todos, sin excepción, florecen para admiración de Europa. En materia religiosa, estas provincias acusan el fuerte impacto de la Reforma. Si bien el luteranismo se ha estancado y el anabaptismo se halla en declive, el calvinismo se propaga prodigiosamente en la clandestinidad, aprovechando —y agravando— la crisis de la Iglesia católica.
El resentimiento de Flandes con España crece alimentado por la intolerancia religiosa y la presión tributaria, pero también por otros motivos, como el absolutismo —que cercena los tradicionales privilegios de las jurisdicciones locales— y la marginación de los neerlandeses de la burocracia real. Por otra parte, aún sigue vivo en la memoria colectiva el amargo recuerdo de todos los atropellos cometidos por las guarniciones españolas pocos años atrás. Pero de todos los motivos de resentimiento, la intolerancia religiosa es el principal. El accionar de la Inquisición, la creación de catorce nuevas diócesis, la nueva calificación de la herejía como crimen de lesa majestad... Los medios fueron varios, pero el fin uno solo: erradicar el protestantismo de los Países Bajos.
La Inquisición es particularmente odiosa para los neerlandeses. Enmarcada en la Contrarreforma y beneficiaria de un patrocinio estatal y papal sin retaceos, despliega una intensa actividad de inteligencia, policía, justicia y censura. Sinnúmero de herejes son investigados, perseguidos, arrestados, interrogados, torturados, enjuiciados, forzados a retractarse o a declararse culpables, quemados, expropiados de sus bienes, censurados... Su accionar represivo supone una intromisión para las jurisdicciones locales, motivo por el cual es con frecuencia resistida y cuestionada.
No debe extrañar que la cuestión religiosa sea tan central en la crisis de la dominación hispánica sobre Flandes. A despecho de Lutero, celoso defensor de la nobleza y de los príncipes, la Reforma había tenido un potencial subversivo más allá de lo religioso. Su crítica teológica a la Iglesia implicaba también un cuestionamiento a todo su sistema de beneficios económicos. Y como éste estaba indisolublemente ligado al régimen feudal, el protestantismo podía eventualmente poner en entredicho a todo el orden social vigente, como ocurriera en las guerras campesinas de Alemania, pocas décadas atrás. La intransigencia absoluta de Felipe II en materia religiosa agrava todo. Además, la Reforma cuenta con amplias bases sociales en los Países Bajos. Porque calvinistas no sólo los había en las filas del campesinado y de la plebe urbana; también los había en las filas de la nobleza y de la burguesía.
[bloque ii – desarrollo i – el inicio de la rebelión] A inicios de 1565, los grandes nobles de Flandes proponen a Felipe II un remedio para la crisis: mitigar los castigos por herejía. En noviembre del mismo año, se conoce la respuesta: el soberano español ha rechazado de plano la propuesta. La crisis alcanza entonces su paroxismo. Luego de muchas dilaciones, el Consejo de Estado ordena a las autoridades provinciales y municipales que vuelvan a aplicar los castigos por herejía con todo rigor. Es el detonante de la rebelión. La nobleza, profundamente disconforme con la decisión real, celebra reuniones. Los grandes nobles debaten la posibilidad de resistir, pero finalmente no toman ninguna decisión en concreto. En cambio, los pequeños nobles calvinistas se confederan, firman el llamado Compromiso de la Nobleza —donde se fijan como objetivos la mitigación de los castigos por herejía y la abolición de la Inquisición— y tiempo después presentan a la regente Margarita de Parma la Primera Petición, inspirada en dicho documento. Esta presentación resulta amenazante por dos motivos: en primer lugar porque es hecha por trescientos confederados armados; en segundo lugar, porque tiene un efecto movilizador sobre la plebe. Si hasta entonces la iniciativa había estado en los grandes nobles, a partir de aquí ésta pasa a manos de los «mendigos» —así es como se apodan los pequeños nobles calvinistas confederados luego de la petición. Presionada por la plebe de Bruselas, Margarita debe ceder ante los mendigos. Orange, Egmont y Horn, grandes nobles y miembros del Consejo de Estado, aprovechando la situación comprometida en que se halla la regente, presentan su renuncia alegando sentirse ofendidos por el disfavor real. Desesperada, Margarita los soborna para que no la abandonen. Pero el soborno resulta ineficaz para detener la rebelión: los grandes nobles han perdido el control de la situación. Cunden por doquier los oficios clandestinos de predicadores calvinistas celebrados al aire libre frente a un público armado; y los mendigos redoblan su insolencia, apadrinando a los predicadores calvinistas y usando emblemas provocativos como la librea gris. Los grandes nobles buscan un acuerdo con los mendigos, pero éstos van más allá en sus pretensiones. En su Segunda Petición, exigen tolerancia para el culto privado calvinista. Pero Margarita logra disuadirlos de esperar la respuesta de Madrid a la Primera Petición.
Sin embargo, pronto se pone de manifiesto que a esa altura de los acontecimientos tampoco los mendigos tienen el control de la situación. Los predicadores calvinistas, sus apadrinados, se rehúsan a acatar la orden de cesar su agitación anticlerical y anticatólica entre las masas. La iniciativa ha pasado a ellos. Procedentes de Francia, Inglaterra, Alemania y Suiza, naturales de dichos países o mayormente neerlandeses vueltos del exilio, desatan con su prédica inflamada la furia iconoclasta en 1566. La crítica coyuntura económica les es propicia. La guerra comercial con Inglaterra ha traído aparejado el cese de la importación de lana, principal materia prima de la industria textil flamenca, con lo cual la producción, las ventas y el empleo sufren una fuerte caída. La guerra del Báltico, al obstruir el comercio en dicho mar, ha comprometido seriamente el abastecimiento de cereales y otras materias primas del este y norte europeos, generando crisis de subsistencia y desempleo en varias industrias así como en la marina mercante. Para colmo de males, las cosechas son muy magras debido a una temporada invernal inusualmente cruda. Esto agrava aún más la crisis. La carestía del pan produce motines y tasaciones populares de precios en muchas ciudades.
[bloque iii – desarrollo ii – la furia iconoclasta] La iconoclastia es la destrucción de imágenes religiosas motivada por la creencia de que su adoración es pecado de idolatría. Esta práctica tiene su origen y justificación en el Antiguo Testamento, en el célebre pasaje en que Dios revela a Moisés los diez mandamientos. El segundo de ellos dice: “No te harás ninguna escultura y ninguna imagen de lo que hay arriba, en el cielo, o abajo, en la tierra, o debajo de la tierra, en las aguas. No te postrarás ante ellas, ni les rendirás culto” (Éxodo, capítulo 20, versículos 4 y 5). La interpretación literal y taxativa de este mandamiento —que puede derivar en iconoclastia— es tachada de herejía por la Iglesia católica. Ésta argumentaba que el buen cristiano jamás adora la imagen en sí misma sino lo que la imagen representa, lo que trasciende a ella. La imagen no es un ídolo sino una evocación de la divinidad ausente. En la historia de la cristiandad hubo dos grandes iconoclastias: la primera tuvo lugar en el imperio bizantino durante el siglo VIII y la segunda sucedió en tiempos de la Reforma, en el siglo XVI, alentada por los predicadores protestantes más exaltados. La furia iconoclasta de la Rebelión de Flandes se inscribe en esta última. Si bien Lutero no había juzgado a la adoración de imágenes como pecaminosa en sí misma, sus seguidores se aferraron a la literalidad del Viejo Testamento y se declararon enemigos de dicha práctica religiosa. Pero en relación a la iconoclastia no hubo unanimidad. Calvino, por ejemplo, se pronunció a favor de un retiro ordenado y pacífico de las imágenes del templo y en contra de su destrucción. Zwinglio, por su parte, impulsó en Suiza una iconoclastia «respetable» donde una comisión de notables de la comunidad retiraba ordenada y pacíficamente las imágenes del templo y las quemaban en privado. Más allá de esta diferencia, en ambos casos se evidencia una preocupación por prevenir una iconoclastia de las masas, violenta, espontánea y tumultuosa, como la que habría de ocurrir en la Rebelión de Flandes.
La furia iconoclasta de los Países Bajos, el Beeldenstorm, es una oleada de ataques virulentos contra las propiedades de la Iglesia católica que se extiende de agosto a octubre de 1566. Aunque su inicio tiene lugar en el sur, se propaga luego por el norte. Iglesias, monasterios y demás edificios católicos son despojados de todos sus objetos e imágenes sagrados —que son profanados de forma grotesca o bien destruidos con saña. Los iconoclastas actúan con la complicidad del pueblo y aun de las milicias urbanas, decisiva para que los ataques iconoclastas sean eficaces. Sin las milicias, y sin la posibilidad de recibir refuerzos del gobierno central —distante y desbordado— o de los nobles —seducidos por las ventajas políticas que traía la rebelión—, las autoridades locales nada pueden hacer para frenar la furia iconoclasta.
[AUDIO: REPORTAJE A BURUCUA – MOTIVACIONES DE LOS ICONOCLASTAS]


Con la furia iconoclasta, la iniciativa de la rebelión pasa finalmente a las masas. Cuando toda la nobleza depone su rebeldía y se alinea detrás de la regente, las masas protagonizan el momento cúlmine de la rebelión de Flandes. Lejos de desmovilizarse para conformar a las élites, el pueblo radicaliza el curso de los acontecimientos. Y que una parte de la nobleza y del alto clero calvinista toleren o aun fomenten la furia iconoclasta, no desmiente la afirmación. Fue sólo una cuestión de oportunismo político: la furia iconoclasta les resulta ventajosa. A los nobles les conviene porque debilita a la regencia, facilitándoles la inescrupulosa obtención de toda clase de favores; a los altos dignatarios de la iglesia calvinista, porque remueve la jerarquía episcopal católica, amén de proveerles de edificios para sus iglesias... Pero más allá de este oportunismo, la nobleza y el alto clero calvinista repudian la furia iconoclasta, si no en público al menos íntimamente. Tal repudio no es sólo una cuestión de «sentido común de clase», de temor instintivo ante toda movilización popular. Se trata de un repudio con sólidos fundamentos en la ideología calvinista.
A la luz de la teoría política del calvinismo, nobles y dirigentes calvinistas ven en la furia iconoclasta un caso flagrante de sedición, una ilegítima rebelión de la “multitud sin rienda”, un peligroso levantamiento de la “bestia de muchas cabezas”. Comparten la idea de que el legítimo derecho de rebelión contra la tiranía es exclusivo del «pueblo organizado», es decir, de los magistrados y nobles. El pueblo inorgánico, la suma de todos los hombres marginados del poder político, la plebe en una palabra, sólo puede participar en la rebelión si sus superiores se lo permiten. La multitud, no debe jamás tomar la iniciativa en la rebelión contra el tirano, y por cierto, en la furia iconoclasta lo que ocurre es precisamente eso.
Para la nobleza y el clero calvinistas el rechazo de la furia iconoclasta no significa tan sólo reivindicar el principio de la representación política o defender la legalidad instituida por los pactos entre Dios, el pueblo y el príncipe. Significa también preservar la vida pública —reservada a la minoría de los agraciados— de la intromisión corruptora de la gran masa de los condenados. De acuerdo al dogma de la predestinación de Calvino, Dios destina de antemano algunas almas al Reino de los Cielos, y otras muchas al Infierno. La minoría de los bienaventurados debe ejercer el poder político, y la mayoría de los réprobos debe quedar completamente al margen de dicho ejercicio; así lo exige la “buena salud” de la comunidad. Como cabe esperar, la minoría de los agraciados es identificada con las élites y la mayoría de los condenados con las clases populares. De modo que la teoría de la representación política y el dogma de la predestinación del calvinismo se conjugan en un mismo rechazo de la democracia.
Pero la teología del calvinismo ofrece otra razón para condenar la furia iconoclasta: incurrir, paradójicamente, en una nueva forma de idolatría. Los iconoclastas —se argumenta— caen en el mismo pecado que dicen combatir. A priori, se podría pensar que abrigan el objetivo de acabar con la idolatría. Pero en los hechos, se advierte una actitud claramente fetichista. Calvino había dicho a propósito de la iconoclastia hugonote en Francia: “una cosa es que yo retire las imágenes y otra es que yo las rompa con saña”. Lo mismo podría haber dicho de la furia iconoclasta de Flandes.
En 1632, un clérigo italiano llamado Famianus Strada publicará un libro sobre la rebelión de los Países Bajos titulado Dos décadas de guerra en Flandes. Allí hay una vívida descripción de la furia iconoclasta:
El pueblo, corrompido en parte por la herejía [...] comenzó a atacar las iglesias de los Países Bajos alzándose primero en Flandes. En ese lugar, algunos de los más truhanes de entre los herejes se unieron con varias compañías de ladrones, [...] bajo la única guía de la impiedad; sus armas eran estacas, hachas, martillos y sogas, más aptas para derribar casas que para luchar [...]. Así pertrechados, como si hubiesen sido furias vomitadas por el infierno, cayeron sobre los poblados y las aldeas alrededor de Saint Omer, y cuando encontraron cerradas las puertas de las iglesias y monasterios las abrieron por la fuerza expulsando a sus habitantes religiosos; y revolviendo los altares, deshicieron los monumentos de los santos y rompieron en pedazos sus santas imágenes. Cualquier cosa que ellos vieron dedicada a Dios o bendecida, la tiraron abajo y la pisotearon [...]
Los herejes, contentos ante semejante éxito y con un consentimiento unánime, gritaban y exclamaban en voz alta “¡Vamos a Ypres!”, siendo ésta una ciudad muy frecuentada por los calvinistas. [...] Mientras corrían violentamente hacia Ypres, se les unieron vagabundos y mendigos ansiosos de saqueo. [...]
Entraron en la ciudad y fueron directamente a la iglesia catedral donde cada cual se puso a trabajar. Algunos arrimaron escaleras a los muros y golpearon con martillos y picas las pinturas. Otros rompieron al mismo tiempo los trabajos de herrería, la sillería y los púlpitos. Otros, pasando sogas alrededor de las grandes estatuas de nuestro Cristo Salvador y de los santos, las arrojaron al suelo. [...] Destruyeron el resto de las iglesias y las casas religiosas de la ciudad, representando sus bellaquerías e incluso presumiendo de ellas [...] Una parte del pueblo se asombraba observándolos mas creyendo que no eran hombres sino diablos con aspecto humano; y otra parte se regocijaba de que entonces se hicieran cosas semejantes a las que largo tiempo habían sido deseadas. [...]
El 21 de agosto, los herejes, crecientes en su número, llegaron a la gran iglesia [de Amberes...] Gritaron con un espantoso alarido “¡Vivan los mendigos!”, ordenaron a la imagen de la Virgen Bendita que repitiera su aclamación a la par que juraban como locos que, si ella se rehusaba, le pegarían y la matarían.
[...] Uno de ellos (como si su maldad exigiera formalidades) comenzó a cantar el Salmo de Ginebra, e igual que si la trompeta hubiese tocado a la carga y un mismo espíritu los hubiera movido a la par, cayeron sobre las efigies de la madre de Dios, sobre las pinturas de Cristo y de sus santos: algunos las derribaron y pisotearon; otros clavaron las espadas en sus costados; otros ensartaron sus cabezas con ejes [...]. Porque las prostitutas, esas asistentes comunes de los ladrones y los borrachos, tomaron las velas de cera de los altares y las usaron para dar luz, desde la sacristía, a sus hombres empeñados en la tarea. [...]
Estatuas enormes de santos que se erguían en los muros sobre pedestales fueron desclavadas y echadas abajo, un crucifijo entre ellas, antiguo y grande, con los dos ladrones que colgaban de cada mano del Salvador, cuya figura permanecía elevada en el altar mayor: los [herejes] la derribaron con sogas y la hicieron añicos, pero no tocaron a los dos ladrones, como si sólo quisieran adorar a éstos y tenerlos por sus buenos señores. Osaron además abrir y romper el conservatorio del pan celestial [el sagrario] y con sus manos mancilladas sacar fuera el cuerpo bendito de Nuestro Señor. [...] Los píxides y cálices, que ellos encontraron en la sacristía, los llenaron con el vino preparado para el altar y bebieron en medio de burlas y carcajadas. Se lustraron sus zapatos con el crisma u óleo santo; y después del saqueo de todas estas cosas, reían y se mostraban muy alegres con el asunto. [...]
Pero la más grande maravilla fue el verlos actuar con tal rapidez que una de las más bellas y espaciosas iglesias de Europa [...] no contuviese ya antes de la medianoche nada entero ni no profanado [...] Tanto fue lo demolido en tan poco tiempo que no es irrazonable creer (y sé que hubo quienes pensaron lo mismo en aquel tiempo) que se les unieron diablos [...]
La ira de tales traidores no fue menos, durante esos mismos días, en Gante, Oudenarde y otras ciudades de Flandes [...]. Y esta devastación fue más bien como un terremoto, que todo lo devora de un solo golpe, y no como una plaga que se abate por grados sobre una región. Más aún si se piensa que idénticos corrupción y torbellinos de la religión involucraron al mismo tiempo y arrasaron Brabante, Flandes, Holanda, Zelandia, Güeldres, Frisia, Overijseel y casi todos los Países Bajos [...]
Al exigir a las imágenes que aclamen a los mendigos, al destruirlas con tanta saña, los iconoclastas exhiben una actitud fetichista, incurriendo en idolatría. Para el alto clero calvinista —partidario de retirar las imágenes del templo sin violencia— esto es inadmisible.
¿Por qué los iconoclastas destruyen con tanta saña las imágenes sagradas? Porque en ellas se ha objetivado la larga opresión de la Iglesia. La saña es desahogo; expresa hartazgo y odio reprimido. Pero, ¿por qué las profanan de forma tan grotesca, carnavalesca? ¿Por qué esa profanación de lo sagrado, esa ridiculización de lo serio, ese rebajamiento de lo sublime? Porque satirizar los ritos del poder es una forma de desafiar al poder donde éste busca legitimarse: la ideología. La multitud iconoclasta ataca con su propio «arsenal simbólico» —la cultura carnavalesca— el centro mismo del poder simbólico de la Iglesia: las imágenes y los sacramentos. La furia iconoclasta es, en efecto, una guerra simbólica.
[bloque iv – conclusión – la etapa final de la rebelión] La furia iconoclasta hace tambalear a Margarita de Parma. Desbordada, la regente debe seguir las indicaciones de los grandes nobles y declarar en el Acuerdo de Amberes, firmado el 23 de agosto de 1566, la tolerancia oficial al culto privado calvinista. Satisfecha de ese modo su Segunda Petición, los mendigos disuelven su confederación. Ambas fracciones de la nobleza se comprometen a hacer cumplir el acuerdo. Pero las furias iconoclastas y los oficios calvinistas al aire libre continúan, poniendo de manifiesto una vez más que ni los grandes nobles ni los mendigos tienen el control de la situación. Los nobles optan por desentenderse de su compromiso y autorizan a los calvinistas a celebrar el culto público. Una vez más, los nobles hacen gala de su oportunismo en una situación que escapa a su control. Pero si bien están dispuestos a aceptar el culto público calvinista, ya no toleran más excesos iconoclastas, y en aras de lograr la paz religiosa, detienen y ejecutan a varios predicadores radicales, granjeándose la enemistad de los calvinistas. A esta enemistad hay que agregarle la de la regente, indignada por las concesiones contrarias al Acuerdo de Amberes. Margarita de Parma informa de lo sucedido al rey, quien decide enviar al duque de Alba al frente de un poderoso ejército con el fin de castigar a los insolentes herejes y a los desleales nobles.
Ante la inminente represión, los mendigos osan proponerle al rey Felipe II un trato: tolerancia religiosa absoluta a cambio de tres millones de florines, o de lo contrario rebelión armada. Antes de tenerse una respuesta, el documento de la propuesta es impreso y difundido masiva y clandestinamente, por lo que la colecta a tal fin es todo un éxito pese a la falta de apoyo de los grandes nobles. Por su parte, Margarita de Parma toma medidas tendientes a frenar el avance de la herejía en espera de la llegada de Alba: depone a Horn de la gobernación de Tournai, recluta tropas, refrenda por si acaso la prohibición de los oficios calvinistas en las ciudades leales (en consonancia con el Acuerdo de Amberes) y prohíbe los oficios sacramentales, colectas y ataques iconoclastas en las ciudades rebeldes.
Pero Valenciennes y Tournai, dos ciudades rebeldes, hacen caso omiso de la prohibición, motivo por el cual la regente ordena el envío de una guarnición a cada una de ellas. Como ambas ciudades se rehúsan a abrir sus puertas, Margarita dispone ponerles sitio en diciembre de 1566. Los mendigos reúnen fondos y tropas en vistas a la defensa de los sitiados. Pero las derrotas de Lannoy y Wattrelos supusieron no sólo la caída de Tournai sino también la desarticulación de todo el movimiento calvinista flamenco del sur y su consabida consecuencia: la reacción católica. Pero aún queda Valenciennes, y Brederode, el Gran Mendigo, reúne fondos y tropas para socorrerla. Por otra parte, a esa altura ya hay otras ciudades en rebelión, como Amberes y Vianen. Por entonces, los mendigos presentan a la regente su Tercera Petición, donde básicamente reclaman el restablecimiento del Acuerdo de Amberes. Margarita, consciente del nuevo equilibrio de fuerzas, la rechaza de plano, y con el apoyo de varios nobles, entre ellos Egmont, lanza un ataque sorpresivo contra los mendigos, infligiéndoles una durísima derrota en Oosterweel. Tras este episodio, una a una caen todas las ciudades rebeldes, incluida Valenciennes. En mayo de 1567, la rendición de Vianen, último reducto de los mendigos, marca el fin de la primera rebelión de Flandes.
La pacificación lograda por la regente no altera la drástica decisión del rey, y el 22 de agosto de 1567 el duque de Alba y sus tropas entran en Bruselas. Pese a la sensata sugerencia de Margarita de acuartelar a las impopulares tropas españolas en las ciudades rebeldes, el Duque lo hace en las ciudades leales próximas a la capital, alegando que la inminente venida del rey así lo exige. Esta medida provoca la indignación de los habitantes de dichas ciudades, que deben soportar todo tipo de vejaciones. Pronto la regente se suma a las filas de los descontentos con Alba. El duque no sólo ha desoído sus consejos, sino que la ha engañado y utilizado en un ardid para atrapar a los nobles Egmont, Horn y Montigny; amén de haber licenciado a sus leales tropas e instituido el Consejo de los Tumultos. Por todas estas razones, Margarita renuncia, y Alba le sucede en calidad de gobernador general de los Países Bajos.
El duque ordena la represión feroz de rebeldes y protestantes, y crea a tal fin el Consejo de los Tumultos. Este organismo que se compone de un tribunal central con sede en Bruselas y de tribunales satélites en cada provincia, se halla bajo el férreo control de Alba. Despliega una intensa y eficaz actividad de inteligencia, policía, justicia y censura que arroja como saldo más de doce mil juicios, casi nueve mil confiscaciones, más de mil ejecuciones y sesenta mil exilios. La terrible eficacia de su accionar genera un clima de terror generalizado en los Países Bajos; terror del que no están libres ni siquiera los neerlandeses católicos y leales al rey, puesto que sobre todos ha caído un manto de sospecha.
Para los rebeldes y herejes, el exilio es la única escapatoria. Desde allí, Orange —convertido en líder indiscutido de los rebeldes tras las ejecuciones de los otros dirigentes nobles— organiza un ejército para liberar a los Países Bajos del yugo español. Pero todo es en vano. La superioridad militar de los españoles se impone —ayudada, es cierto, por la pasividad de un pueblo neerlandés aterrorizado por la brutal represión de Alba. Las fuerzas de Orange son vencidas. Muchos rebeldes caen en combate o bien son torturados y ejecutados por el Consejo de los Tumultos. El triunfo español modera poco y nada el accionar represivo del nuevo régimen instaurado por Alba. Numerosas guarniciones y fortificaciones son dispuestas de manera estratégica por todo el territorio, y el Consejo de los Tumultos continúa su implacable persecución de sediciosos y herejes.
Una leyenda grabada en una estatua que Alba se hace erigir en Amberes reza: “Al duque de Alba [...] que extirpó la sedición, redujo la rebelión, restauró la religión, afianzó la justicia e instauró la paz”. Pero no por mucho tiempo. Dos nuevas rebeliones —una en 1569 y otra en 1576— tendrán más éxito que la primera. El 26 de julio de 1581, quince años después de la furia iconoclasta, las Provincias Unidas del norte habrán de declarar su independencia de España, formalizando una situación de hecho que ya llevaba varios años. Nacerá así la República de Holanda, llamada a ser la gran potencia comercial, marítima y colonial del siglo XVII. Conjuntamente, el calvinismo pasará de la clandestinidad a su consagración como religión oficial del naciente Estado holandés.


Federico Mare – La Hidra de Mil Cabezas

BIBLIOGRAFIA
Geoffrey Parker, España y la rebelión de Flandes, Madrid, Nerea, 1989.
José Emilio Burucúa, clases teóricas desgrabadas de Historia Moderna, CEFyL, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 2º cuatrimestre de 2001.
Mijail Bajtin, La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Madrid, Alianza, 1991.