Revista FUERZA NUEVA, nº 86, 31-Ago-1968
LA MONARQUÍA.
II.-LA LIBERTAD
Por Xavier DOMÍNGUEZ MARROQUÍN
Cuando en 1789 Europa hizo su Revolución, aquella Revolución ardió alentada por los gritos de libertad, igualdad y fraternidad. Al grito de libertad ha andado Europa su camino desde que Luis XVI subió al patíbulo y cuando Nicolás Romanoff murió asesinado en Ekaterinemburgo; Lenin, representante máximo de aquella escena de la total revolución europea, preguntó: -Libertad, ¿para qué? Y, efectivamente, ¿para qué sirve la libertad? Y aun mejor, ¿qué es la libertad?
Después de haber aturdido a todo el Occidente con las voces de “democracia” y de “autodeterminación” empieza a entenderse por libertad la directa intervención de los individuos en la creación de la Ley y en el nombramiento de los dirigentes de la comunidad política. Aquel hombre es libre que de alguna manera -siempre con el voto- influye en la formación de la Ley y en la composición del Gobierno. Es libre porque interviene, aunque sea de forma muy lejana en la confección de la Ley y es libre aunque después esa Ley, en su texto, cercene todas sus libertades.
Pero Europa, históricamente, ha vivido siempre, hasta 1800, una libertad más real, más humana, más concreta y más honda: aquella libertad que disfrutaba el hombre dentro de sus unidades naturales de convivencia, porque aquellas unidades poseían frente al Estado una autonomía que el Poder estatal no invadía jamás.
El hombre es natural y humanamente libre en su familia, en su municipio, en su organización sindical o gremial aun cuando no intervenga para nada en la confección de la Ley y siempre que esa Ley respete la vitalidad y la autonomía sociales de sus organismos. La invasión por parte del Estado de esos ámbitos autónomos es una monstruosidad política que un Estado “racional”, o sea, con sentido común, no debe intentar jamás.
El hombre es libre, es fuerte, fuera de artificios jurídicos en su ámbito humano de convivencia. Pero el liberalismo entendió que esos ámbitos, esos organismos sociales, de alguna manera limitaban la absoluta libertad del hombre. El liberalismo quiso para el hombre individual todas las libertades y desató esos vínculos naturales de convivencia. Y la sociedad, buscando libertad sin límites, buscando igualdad sin distinción alguna, raseó y pulverizó todas las distancias y todas las jerarquías y estamentos sociales y se destruyó a sí misma como organismo vivo.
Al final solo quedan el hombre y el Estado. El hombre individual, aislado, inerme, desamparado por estar desvinculado de aquellos organismos que, frente al Estado, eran un rotundo y sólido límite a su poder, y el Estado con la monstruosa máquina de su burocracia omnipotente, inmensa, sin un solo freno eficaz en su marcha arrolladora.
Pero el hombre vota cada cuatro o cinco años. Se ha sacrificado demasiado a tan pequeño e inútil consuelo. En lucha permanente entre el Poder y la libertad, la libertad agrupó siempre a las aristocracias, y el Poder, a la plebe, y es que el interés igualitario de la plebe coincide absolutamente con la tendencia invasora del Poder.
La libertad política desapareció de Europa porque la igualdad aniquiló a la sociedad orgánica en cuya jerarquización residían los más fuertes frenos y los más sólidos límites del Poder estatal. La consecuencia de la igualdad fue la pérdida total de la libertad.
La última esencia de la Revolución francesa es el asalto organizado del Estado por una sociedad burguesa. Hasta el siglo XVIII, la sociedad no “mandaba” en el Estado, pero la sociedad vivía, jerarquizada y orgánica, sin admitir injerencias o invasiones del Poder. “Se obedece, pero no se cumple”, es la frase ápice de toda una postura de libertad. Con la Revolución, aquella sociedad se apoderó del Estado al grito de libertad y se desintegró al grito de igualdad. Fue -como dijo Eugenio Montes- una Revolución romántica plagada de citas clásicas.
La burguesía, dueña del Poder intentó, por todos los medios -desde la Declaración de los Derechos del Hombre hasta el Código Civil-, anular todo poder social que pudiera enfrentarse con el Poder del Estado que ya era suyo.
Y la sociedad encarna el orden de la libertad cuando presenta grupos, corporaciones, estamentos que gozan de una autonomía intocable dentro del Estado. Pero cuando la sociedad pierde rigor jerárquico y se desarticula y lo pierde con el Poder en las manos, entonces constituye no el absolutismo, sino la arbitrariedad, que es la más salvaje manifestación de la tiranía. Y “de la tiranía del Príncipe se pasó a la tiranía de las Asambleas”.
Es un error al que la propaganda liberal ha dado gran extensión creer que en Europa los reyes absolutos carecían de límites en su poder. La verdad es que Europa disfrutó entonces una libertad que hoy es inconcebible. El poder absoluto del rey absoluto tiene un límite fundamental y decisivo: estaba sometido a la recta razón.
Pero llega un momento en que el “slogan político de libertad se traduce en algo de consecuencias incalculables. Se traduce en “libertad para el soberano” y esta libertad consiste en que el soberano se sitúe por encima de las normas, de la Ley de la razón. Lo que place al Príncipe tiene fuerza de Ley. Ya no importa que el rey utilice o no ese poder. Lo pavoroso, lo terrible es que el Poder haya derribado sus propias fronteras y que ya no tenga que someterse a la razón.
El paso inmediato será la afirmación de que el Poder reside en el pueblo. Pero la soberanía que se transfieren del rey al pueblo no es ya la primacía de la razón ni el sometimiento a la Ley divina, sino un puro impulso de voluntad sin freno. Será bueno aquello que la mayoría afirma que es bueno; será verdad aquello que la mayoría quiere que sea verdad. La mayoría tiene razón siempre. El pueblo, roto en individualidades, sin organización social, asocial, amorfo, vota y elige su tirano: el Parlamento.
El rey -elemento capital en la sociedad europea hasta 1789- era la clave de un arco que soportaba todo el peso de la edificación. La monarquía era como una catedral gótica en la que todas las piedras empujan y soportan, vibran y trabajan, son fuerza y contrafuerza, y en ese ritmo configuran una armonía de nervios vivos y actuantes.
Deshecha la sociedad, quitado el arco, la monarquía carece de misión y se viene abajo ella sola, sin que nadie la empuje y sin que nadie la sostenga. Como en Alemania en 1919, en España en 1931 o en Italia en 1945.
Si la sociedad no está, la monarquía no tiene misión y desaparece.
(continúa)
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