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Tema: La Monarquía Católica tras el Vaticano II (Mons Guerra Campos)

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    La Monarquía Católica tras el Vaticano II (Mons Guerra Campos)

    En enero de 1976, el entonces obispo de Cuenca, D.José Guerra Campos, publicaba un texto titulado “La monarquía católica” en el que subrayaba las notas y exigencias del título de “católica” que caracterizaba a la monarquía en las Leyes Fundamentales.
    Además, por primera vez y con verdadera intuición profética, ponía de manifiesto una verdad irrenunciable que sería reiteradamente vulnerada cuando la monarquía se despojó de su condición de tradicional, católica, social y representativa:
    Si en un momento dado se produjesen manifestaciones de opinión opuestas a aquellos valores (fundamentales e históricos a la Corona), el Rey tendría que impedir que se erigiesen en ley o criterio de gobierno… tendría que negarse a dar su sanción a los correspondientes proyectos de ley y disposiciones gubernativas. Esto obliga al Rey como exigencia moral de su misión, aún a costa de sacrificar su cargo si no pudiera resistir las presiones en contra; a no ser que en ciertas circunstancias el peligro de mayores males recomendase una tolerancia provisional.
    Aunque algunas de sus afirmaciones sobre las consecuencias de la doctrina difundida por el Concilio Vaticano II deberían ser matizadas, estimamos de gran importancia para los lectores de Tradición Digital, recordar y hacer nuestra esta doctrina transmitida con el rigor y la claridad expositiva que caracterizaron a tan ilustre Prelado.
    D. José Guerra Campos

    Introducción
    Según la ley constitucional española [*] -jurada por el Rey y determinante de su legitimidad-, la Monarquía, forma política del Estado nacional, tiene, junto a otras, la nota de católica.
    ¿Cuál es el contenido de esta nota? Esta nota es, sin duda, una afirmación que hace de sí mismo el Estado español; pero, a diferencia de otras cuya significación circunscribe quien las enuncia, aquí se remite a la doctrina oficial de la Iglesia Católica acerca de la autoridad y de la comunidad política.

    En la hora de la instauración de la Monarquía en España la nota de su catolicidad ha sido muy poco comentada, y la doctrina de la Iglesia no ha sido considerada en la integridad armónica de sus elementos. La consecuencia es que no pocos identifican confusamente la posición de la Iglesia con la de ciertos humanismos arreligiosos, especialmente con el pluralismo agnóstico. Por tanto nos parece oportuno recordar los ingredientes reales de la concepción católica. Para aligerar el texto, lo haremos de forma esquemática; para que al mismo, tiempo los lectores tengan a mano datos y consideraciones pertinentes, se nutrirán con cierta abundancia las notas al pie de página.

    Hablamos de la concepción católica vigente y actualizada: la que configura realmente las directrices prácticas de la Jerarquía (a pesar de algunas formulaciones ambiguas a la hora de airear «renovaciones»). Nos limitamos a tocar los principios permanentes, sin entrar en el ámbito de las fórmulas institucionales sujetas a reformas o adaptaciones. Y expondremos los contenidos reales de la doctrina (que por sí mismos expresan en qué sentido y en qué dosis se verifican la relación y la autonomía entre lo civil, lo religioso, lo eclesiástico), huyendo de simplificaciones tópicas y falseadoras, como las de «secularización», «separación», «unión», «preconciliar», «posconciliar, «confesional»; y no digamos las de «integrista», «progresista», «conservador», «reaccionario», y otras insulseces o armas arrojadizas por el estilo.

    La catolicidad del orden político atañe principalmente a los puntos siguientes: Confesión de la Fe católica y culto a Dios. Concepción católica de la autoridad, la participación política de los ciudadanos y la ley. Las normas morales y las opiniones de los ciudadanos. Lo moral y lo jurídico. La inspiración moral de la política según la doctrina católica y la independencia entre la Iglesia y el Estado. Predicación y juicio de la Iglesia en el campo político, y sus límites. Libertad religiosa y fomento de la vida católica. La libertad e independencia de la Iglesia. Relaciones institucionales entre la Iglesia y el Estado.
    Tratándose de un pueblo «unido en un orden de Derecho» de carácter representativo, la responsabilidad moral política dimanante de la nota de «catolicidad» de la Monarquía afecta no sólo al Rey o Jefe del Estado, sino también a todas las instituciones del mismo Estado; pero en grado máximo, por su posición institucional, al Rey.

    1. Profesión de fe católica, culto oficial a Dios
    1, 1. La profesión de la Fe católica incluye el reconocimiento de Cristo y de su Iglesia. Culto a Dios: adoración; acción de gracias; petición al Padre, de quien «toma su nombre toda patria o familia en los cielos y en la tierra», para que ilumine y ayude en orden a los bienes propios de la sociedad civil, tanto los que dependen del esfuerzo racional y la participación directa de los ciudadanos como los que desbordan este campo y se reciben de la tradición, viva y creadora, de la Patria, a la que corresponde en los beneficiarios el espíritu de piedad filial.

    La doctrina de la Iglesia sobre los deberes religiosos de la sociedad civil y del poder público respecto a la Iglesia de Cristo ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II, como núcleo válido de las renovaciones, coherentes siempre con la «sagrada tradición».

    Dos observaciones en torno a este punto:
    1, 2. La reverencia religiosa, que ha de inspirar a los gobernantes y a los ciudadanos de un Reino católico, exige no tomar el nombre de Dios en vano; y asumir seriamente el compromiso religioso de los juramentos, sobre todo los solemnes. Por desgracia abundan en los papeles glosas políticas con sugestiones que parecen suponer que los juramentos son fingidos o perjurios o gestos despreciables. La fidelidad a lo jurado por parte de las personas más responsables, aparte de salvaguardar la legitimidad, cimentará la ejemplaridad y la autoridad moral para bien de todo el pueblo.
    1, 3. A algunos eclesiásticos les ha parecido mal que el Rey Juan Carlos I haya iniciado su reinado con un acto de culto católico. Sin razón. ¿Que no, todos comparten la fe del Rey? ¡Llevaría al absurdo que el Rey se limitase a hacer lo que compartan todos! ¿Cómo olvidar, entre otras «minucias», que en toda sociedad hay algunas personas que no comparten valores como el respeto a la vida humana, que, sin embargo, la autoridad en cuanto tal debe profesar y proteger? La plenitud de visión que da la fe católica contiene de un modo orgánico y fecundo lo positivo de las demás concepciones parciales; más aún, es la que garantiza en profundidad el respeto a la dignidad y derechos de todos, pues salvaguarda la trascendencia de la persona humana. Hay personas que en virtud de sus propias ideas (agnósticas, materialistas, nihilistas… ) no podrían ser bien apreciadas, puesto que ellas mismas niegan que la «persona» sea digna de aprecio; lo son, a pesar de ello, en virtud de otras ideas que afirman esa dignidad y que -como la fe católica- proyectan su luz sobre los mismos enemigos.

    Por eso es tan laudable que la sociedad -aunque tenga algunos miembros no creyentes- sea guiada por una visión integral del hombre y del mundo. Con el pretexto de secularizar la convivencia, la sociedad no debe degenerar en una actitud prácticamente atea, privada de motivaciones trascendentes y por ello mismo negadora del valor de las personas. Conserva su vigencia lo que expresó el Episcopado español en ocasión decisiva: «Quiera Dios ser en España el primer bien servido, para que la nación sea verdaderamente bien servida».

    2. Concepción católica de la autoridad, la participación política de los ciudadanos y la ley. La moral y las opiniones. Normas morales y normas jurídicas
    2, 1. Una corriente seudodemocrática, difundida también entre católicos, tiende hacia dos polos: a) poner la fuente y el valor de la autoridad y de las leyes y actos de gobierno sólo en las opiniones, variables, de los ciudadanos, que aquéllas canalizarían y representarían; b) para que unas «opiniones» no se impongan a otras (como sucede cuando prevalece el criterio de la mayoría), aspirar al permisivismo legal: que la ley y la fuerza coercitiva, en cuanto es posible, no impidan por razones morales el ejercicio de ninguna «opinión»; por ejemplo, que den curso libre a los partidarios del matrimonio y a los de la relación homosexual, a la familia estable y a la «comuna» promiscua. Pero hablamos de «tendencias», porque su realización coherente es inviable: a falta de consenso unánime, unas opiniones, de mayorías o de minorías, comprimen a otras (sin que esta concepción agnóstica tenga justificación moral para ese hecho); y el permisivismo se detiene ante la necesidad de defender «algunos derechos» de unos contra la agresión de otros.

    Según la doctrina católica:
    2, 2. Los ciudadanos, además de intervenir de diversos modos en la designación de los titulares de la autoridad, conforman con -sus opiniones numerosas leyes y actos de gobierno. Una gran parte de las decisiones operativas en la vida pública depende de la apreciación de circunstancias concretas y pueden determinarse de acuerdo con las preferencias legitimas de los ciudadanos. Por eso, en cuanto sea posible, es provechoso el concurso del mayor número posible de interesados en la gestación de las normas. En este campo de opciones contingentes y convencionales el que rige a la comunidad podría limitarse, hasta cierto punto, a ser árbitro de unas «reglas de juego». En tal caso, el gobernante decide de acuerdo con los ciudadanos y los representa.

    2, 3. Pero hay valores y principios morales, para cuyo servicio y tutela la autoridad y la ley deben representar a Dios, por encima de las variables corrientes de opinión. El pluralismo de las «opiniones» sólo se justifica en el marco y como aplicación multiforme de unos mismos valores morales, implícitos en la Ley de Dios. Esta Ley no mira sólo a la comunión espiritual de los hombres con Dios; nutre la vida de la comunidad política por cuanto sustenta los deberes y derechos con que los hombres se perfeccionan a sí mismos de modo digno y libre.
    Por tanto, el Rey -como todo gobernante- no puede ser un árbitro indiferente a los juicios de valor. No puede limitarse a canalizar y sancionar las corrientes de opinión. Es servidor y tutor de valores fundamentales, y lo es con autoridad independiente de las opiniones, aunque éstas fueran mayoritarias. Si en un momento dado se produjesen manifestaciones de opinión opuestas a aquellos valores, el Rey tendría que impedir que se erigiesen en ley o criterio de gobierno.

    Mas, para evitar tanto los inconvenientes de una situación de tirantez llevada al límite como las sospechas de arbitrariedad, bien se ve cuánto conviene, por una parte, que los valores supremos estén profesados en la Ley Constitucional; por otra, que toda la acción educativa y la atmósfera social fomenten en los ciudadanos el cultivo de esos valores. Es un contra-sentido identificar «respeto a la libertad» con una «neutralidad» amoral, antivital e insostenible.

    2, 4. Por eso la Iglesia -que acoge la regla de que en la sociedad- debe reconocerse al hombre el máximo de libertad y ésta no debe restringirse sino cuando es necesario y en la medida que lo sea» no patrocina el permisivismo legal, al que ahora tienden algunos: o porque piensan que el único valor moral es la autodeterminación de los individuos, o porque postulan en nombre de la libertad civil la disociación entre obligaciones de conciencia y obligaciones legales.
    Para el bien común, y ante todo para hacer posible la misma libertad en la convivencia, se requiere la promoción y la tutela jurídica de los valores morales. Por lo pronto, toda la acción legislativa y de gobierno debe servir a la ley moral de dos maneras: no fomentando nunca lo inmoral; procurando condiciones propicias para que los ciudadanos vivan los valores morales y religiosos, incluso aquellos que no están bajo la regulación directa de la autoridad civil.
    Es cierto que fomentar no equivale a coaccionar; no todo lo que es obligación moral para las conciencias es exigible por coerción jurídica; no todo lo que predica la Iglesia en nombre de Dios lo ha de imponer o vedar la ley civil. Hay -y en casos debe haber- tolerancia jurídica para conductas no conformes con la norma moral.

    Mas la tolerancia jurídica no puede ser universal. Un ordenamiento civil conforme a la ley de Dios exige ciertas leyes que impongan obligaciones de acuerdo con el orden moral o que impidan actuaciones contrarias al mismo. Esta coerción jurídica ha de tutelar aquellos valores que afectan a la consistencia de la misma sociedad civil, ha de impedir, por tanto, el ataque social a los valores morales y religiosos; ha de proteger los derechos inalienables de personas e instituciones.

    2, 5. A veces, para el bien común, la autoridad tiene que determinar entre opiniones diversas de los ciudadanos, todas ellas legítimas. Esa es su función; por eso sus determinaciones tienen validez moral.

    2, 6. El Rey, y las autoridades supremas, debe extremar el sentido de su responsabilidad moral ante Dios si se da el caso de tomar decisiones gravísimas para el pueblo sin consulta al pueblo.

    2, 7. Es muy propio de la función del Rey ser principio de unidad, promoviendo los valores que hacen del pueblo una familia orgánica y facilitan una participación más real del mismo, corrigiendo las presiones disolventes de aquel partidismo patológico al que acaba de referirse el Papa al lamentar que desde la sociedad civil se contagie a la Iglesia. Al Rey, promotor de la Justicia, corresponde estar alerta con solicitud para captar la voz de fondo que expresa las preocupaciones e intereses inmediatos de la mayoría del pueblo, voz tapada y su plantada en ocasiones por las ideas de grupos que tienen más resonancia en los medios de comunicación. El Rey -a quien es dado verse libre del apasionamiento competitivo o de la obsesión por congraciarse gentes para su captación electoral- podrá velar por los sectores más débiles del pueblo frente a la presión de otros sectores del mundo trabajador que, partiendo de niveles más altos de bienestar económico, por su organización y su fuerza de intimidación acaparan la atención de gobernantes y comentaristas y desequilibran injustamente la balanza

    3. Inspiración moral de la política según la doctrina católica e indepencia del Estado respecto a la Iglesia. Predicación y juicio de la Iglesia en materia política; sus límites
    3, 1. Supuesto que la legislación y la acción de gobierno deben estar inspiradas por la norma moral o Ley de Dios, el Reino español se compromete a hacerlo según la doctrina de la Iglesia Católica.

    3, 2. Acatar la Ley de Dios conocida según la doctrina de la Iglesia no importa ninguna dependencia institucional entre el Estado y la Iglesia; no somete la vida política a la jurisdicción de ésta. Igual que todo Estado, aun el más agnóstico, se inspira en ciertos juicios de valor (avalados por corrientes de opinión más o menos extendidas por el mundo), así el Estado español se inspira en juicios de valor objetivados según el magisterio universal de la Iglesia. Es éste un compromiso interno de la sociedad civil ante Dios, anterior al planteamiento de relaciones jurídicas -que puede no haber- entre el Estado y la Iglesia. La autonomía del orden temporal respecto a la jurisdicción de la Iglesia no existe respecto a Dios. Si se respeta la ineludible sumisión de los Estados al orden moral, la independencia legítima que compete a la sociedad civil y a la Iglesia no es ni tiene por qué ser menor en un Estado que profesa la moral católica que en un Estado que no la profesa; sólo que aquél dispondrá de más luz.

    3, 3. Pero, ¿acaso el seguir la inspiración católica supone legislar y gobernar al dictado de las fórmulas y declaraciones de la Iglesia?
    No. La inspiración moral de leyes y soluciones prácticas no equivale a darlas hechas. Se trata, además, de la Doctrina Católica, que está objetivada con carácter universal y promulgada ante todos antes de cualquier pronunciamiento o declaración ocasional de unos miembros o pastores de la Iglesia. Dentro de esa inspiración universal la tarea de la sociedad civil se desarrolla en su mayor parte en un campo propio, el de la «Prudencia política», en que es autónoma. Con autonomía no sólo técnica y jurídica, sino también moral, por cuanto las apreciaciones, elecciones y determinaciones que llevan a constituir la norma concreta se hacen con una autoridad que viene de Dios, y la norma crea un auténtico valor moral, que no depende de decisiones de la Iglesia, sino que ésta reconoce.
    En síntesis, el Episcopado español lo ha dicho así: «Si es misión de la Jerarquía iluminar la conciencia de los fieles en el cumplimiento de sus deberes cívico-sociales, no lo es invadir el terreno de la autoridad civil, adoptando posturas o emitiendo juicios que, por referirse a la elección de medios contingentes en el orden temporal, dependen del ejercicio de la prudencia política».

    3, 3-1. Acabamos de afirmar la autonomía institucional y la autonomía de criterio de la sociedad civil, no obstante recibir inspiración de la doctrina católica. Expongamos de otro modo esta autonomía de criterio.
    En materia tan delicada y práctica es obligado discernir con precisión a qué alcanza y a qué no, en lo político, la doble función que, sin salir de su misión religiosa, se atribuye la Iglesia en relación con la sociedad civil: predicación y el Juicio moral, que algunos llaman función crítica.
    Quede claro, ante todo, que la inspiración y el acatamiento que se profesan en el orden constitucional se refieren solamente a la verdadera Ley de Dios y, por tanto a la Doctrina Católica normativa: a los principios de orden moral presentados en nombre de Dios por el Magisterio de la Iglesia y vinculantes en conciencia. No tienen este valor, aunque puedan ser legítimas y provechosas, muchas ideas y aspiraciones que circulan en la Iglesia, incluso expresadas o alentadas por Pastores. A veces tales ideas serán la expresión del «dinamismo» o desarrollo de la doctrina católica, o bien intentos de acertar con las variaciones en su aplicación que los cambios de circunstancia parezcan exigir. Sin, duda, en algunos casos ese movimiento de ideas en la Iglesia fructifica más tarde, a través de purificaciones, en doctrina de la Iglesia. Ahora bien, durante el tiempo de ebullición de las opiniones, éstas influirán naturalmente mediante la participación política de los ciudadanos que las sostengan; pero ninguna puede alegarse como norma de Iglesia, de las que por mandato constitucional deben inspirar la acción del Estado. Un criterio oficial nuevo para el Estado sólo se produce cuando el Magisterio universal de la Iglesia, comprometiendo su autoridad doctrinal, lo promulga.
    (Quizá no sea inútil advertir, de paso, que las dos funciones de predicar y juzgar no están reservadas para los Estados católicos; son de aplicación universal: por eso los problemas que pudieran suscitar no se resolverían borrando en la Constitución la nota de «católico».)

    3, 3-2. A la Iglesia (a su Jerarquía, con autoridad) compete predicar o proponer los valores y principios morales que deben inspirar la política, y juzgar acerca de la conformidad de las realizaciones de ésta con aquellos principios, «cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvaguardia de los fines del orden sobrenatural».

    3, 3-3. La política se realiza en el ámbito de la «Prudencia». Palabra que no se debe recortar con el sentido que muchos le dan (Prudencia = cautela). Prudencia, como virtud que consiste en la recta elección de los medios (con cautela, con audacia y con todo lo conveniente) para conseguir del mejor modo los fines buenos a que se tiende. Hay que elegir -entre los varios medios o formas pensables- el que sirva realmente al bien moral apetecido: que no es el medio óptimo abstracto, sino el que «hic et nunc», en la complejidad de factores y circunstancias, resulta factible; el que realiza el fin con más perfección o con menos perjuicios. Supone conciliar o componer intereses y pretensiones en fricción, regular y delimitar el ejercicio de los derechos para que se pueda convivir, evitar los abusos. Todo este proceso, con el valor moral que generan las decisiones correspondientes, es función esencial de los ciudadanos y la autoridad civil; no de la Iglesia.
    En este campo la Iglesia ejerce su función de predicar proponiendo o recordando los objetivos morales, exhortando a buscar los medios más aptos con la colaboración de todos, estimulando a no detenerse en lo mediocre, invitando a purificar la intención y a activar la generosidad. Pero no se interfiere con su autoridad en el proceso ni en las decisiones de la «prudencia política». Sabe que exponer la doctrina cristiana de manera acomodada a las necesidades de los hombres, aplicando a las circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio es más que la repetición genérica de unos principios; es suscitar de un modo vivo en los corazones la dedicación y las disposiciones evangélicas que han de animar la búsqueda de las soluciones o la actitud ante los padecimientos; pero no es, en política, impartir las fórmulas obligadas de solución.

    Además de la función de «predicar», ¿ejerce la Iglesia en el campo de la prudencia política la función «crítica» de dar juicio moral? Digamos que esta función rectamente ejercida se reduce en la mayor parte de los casos a ser exhortación estimulante. Ciertamente no es juicio o dictamen práctico como fundamento de una decisión sobre la aptitud de los medios «hic et nunc»; esto es responsabilidad y competencia civil. Las apreciaciones de eclesiásticos sobre la aptitud de los medios pueden ser o no acertadas —como las de cualquier ciudadano-, pero no tienen autoridad moral vinculante para la autoridad civil. Es verdad que los Pastores, además de proponer la «ley de Dios» o principios normativos, sirven a su misión con consejos y exhortaciones, ordenados a levantar el ánimo hacia la ley de Dios, hacia los llamamientos inagotables del amor cristiano. El Estado católico considerará tales indicaciones (del Papa, de los Obispos) con respetuosa atención y con deseo de aprovechar; no como norma que predetermine o prejuzgue la propia decisión. El Estado católico no tiene por qué sentirse obligado, en virtud de su ley constitucional, a aplicar toda clase de sugerencias, deseos, etc., de la Jerarquía de la Iglesia; si bien un espíritu de cordial cooperación, si lo hay por ambas partes, logrará que no queden sin fruto.

    Los juicios morales de la Iglesia sobre disconformidad con los principios en materia política sólo en pocos casos serán posibles. Juicios globales sobre un sistema político, en los casos en que por sus mismos fines y su estructura o por el modo general de su actuación se opusiesen manifiestamente a los derechos fundamentales y a la salvación eterna de los hombres. Juicios particulares sobre una disposición o acto de gobierno, si son transgresión clara de un precepto moral de aplicación única (lo cual apenas se da sino en los preceptos negativos: algo que por ningún motivo es licito hacer). Cuando, como queda dicho, hay que hacer elección en el ejercicio de la prudencia política, con sus limitaciones e inevitables dosis de ventajas e in~ convenientes, ¿cómo se puede emitir un verdadero juicio moral? Naturalmente, es muy fácil apreciar la distancia entre lo hecho y el «ideal», pero eso no es un juicio moral: eso sólo tiene sentido como un recordatorio, un despertador, una exhortación estimulante. Un juicio moral sólo podría versar sobre la distancia entre lo hecho y lo que se debería haber hecho por ser lo mejor factible (sin producir mayores males al hacerlo): tal juicio supone que el juzgador puede establecer, como base de comparación, qué es lo factible, cuál es «hic et nunc» la fórmula válida. Y esto cae esencialmente fuera de la autoridad moral y la competencia de la Iglesia.

    3, 3-4. Como la Predicación y el Juicio moral de la Iglesia en relación con el Estado tienen sus límites, puede haber extralimitaciones. Nos referimos a las extralimitaciones efectivas, no a las que se tildan de tales por desconocer hasta dónde alcanza la misión de la Iglesia. Hay que admitir que en la práctica no siempre es fácil trazar con exactitud la línea divisoria de competencias; y no tiene por qué preocupar el que en ocasiones el deseo noblemente apasionado de remediar o mejorar situaciones conduzca a manifestaciones no del todo precisas, en las que con una misma voz se entrecruzan el sacerdote y el ciudadano. Pero si es perturbador e injusto que esto se haga sistemáticamente acentuando la representación y la autoridad moral de la Iglesia. Así ocurre con frecuencia en ciertos juicios fustigadores o «denuncias proféticas».
    El derecho y la libertad de predicar el Evangelio aplicándolo a la vida concreta no justifica: dar «opiniones» y juzgar desde ellas y no según la verdadera doctrina católica; juzgar con acritud las deficiencias por comparación con el «ideal» y no con lo «factible»; enjuiciar como exigencias únicas del Evangelio o como contrarios a él actos o decisiones de «prudencia política» que corresponden a la discreción del poder civil; hacer denuncias sin discernimiento, sin base, con maneras injuriosas.

    4. Libertad religiosa y fomento de la vida católica
    4, 1. Ha corrido mucho la idea de que el Concilio Vaticano II, al declarar la libertad religiosa -mejor dicho, la libertad civil en lo religioso-, quiere que el Estado se inhiba en esa materia, o bien trate por igual a creyentes y no creyentes, limitándose a tutelar la libertad de todos. Naturalmente los que así opinan creen que no tiene sentido hablar al mismo tiempo de «libertad religiosa» y de «fomento de la vida católica»; creen que es inaceptable una Monarquía católica.
    Nada más falso, como se deduce de la doctrina católica que hemos recordado hasta aquí. En este punto evoquemos brevísimamente la verdadera doctrina conciliar, la cual conjuga tres elementos: el enlace de la libertad interior con la obligación moral, la inmunidad de coacción externa’ para todos, el fomento de la vida religiosa, en especial la católica.

    4, 2. «Todos los hombres tienen la obligación moral de buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión (…), Adherirse a ella y ordenar toda su vida según sus exigencias».

    4, 3. El poder público debe proteger el derecho civil de todos a la libertad religiosa, que consiste en que estén inmunes de coacción humana. En cuanto a las relaciones con Dios no se puede, obligar a nadie a obrar contra conciencia ni impedir que actúe conforme a ella, en privado y en público, dentro de los límites debidos, es decir, «con tal de que se respete el justo orden público».
    Este respeto a la autonomía personal vale para todos, incluso «aquellos que no cumplan la obligación de buscala verdad y adherirse a ella».

    4, 4. Por otra parte, el poder público «debe reconocer y favorecer la vida religiosa de los “ciudadanos”, aunque sin pretender dirigirla ; «debe crear condiciones propicias para el fomento de la vida religiosa, a fin de que los ciudadanos puedan realmente ejercer los derechos de la religión y cumplir los deberes de la misma, y la propia sociedad disfrute de los bienes de la justicia y de la paz que provienen de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad». Por tanto, el favor o fomento positivo no es para cualesquiera actitudes, religiosas o irreligiosas; es para la vida religiosa: se ayuda a los que quieren ser fieles a la voluntad de Dios. El Estado ha de proponerse preservar y fomentar un clima propicio para la fe y la adoración.
    Más, la Iglesia Católica quiere que el poder público reconozca y favorezca su libertad por un título especial: el de su institución por Cristo, el de haber sido enviada por Dios.
    Más aún: el Concilio reafirma «la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo»: que es el deber de adherirse a ella y profesar su fe.

    4, 5. El ejercicio de la libertad religiosa tiene que ser regulado y delimitado, en cuanto lo requiere la tutela del justo «orden público». El Concilio entiende por tal: la tutela y pacifica composición de los derechos de todos, la paz pública, que es la ordenada convivencia en la justicia, la custodia de la moralidad pública. Entre las lesiones del derecho ajeno, en la propaganda religiosa, se cuenta la «coacción o la persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o necesitadas». «La sociedad civil tiene derecho a protegerse contra los abusos que puedan darse so pretexto de libertad religiosa». Juzgar, según normas jurídicas, «si se violan las justas exigencias del orden público» y proteger a la sociedad contra los abusos corresponde principalmente al poder público. Así el Concilio.
    El Episcopado español, por lo que toca al juicio sobre las extralimitaciones de los sacerdotes durante el ejercicio de su ministerio, ha afirmado que se debe contar con los Obispos, para los que ha recabado el «juicio doctrinal y pastoral» de las actuaciones, reconociendo la competencia de los gobernantes para juzgar si se viola el orden jurídico. «No se pretende la impunidad para casos en que se lesione realmente la dignidad de las personas y el bien de la sociedad».

    5. ¿Libertad común o estatuto de independencia especial para la Iglesia?
    5, 1. Personas responsables en la Iglesia española repiten con frecuencia en los últimos tiempos que la Iglesia no quiere para sí en la sociedad civil más que la libertad y los derechos comunes que las leyes deben garantizar a todos los ciudadanos; y que, si el Estado le concede a ella algo que no se reconozca a otras instituciones, eso o es un privilegio, al que renuncia, o es un derecho que tiene que extenderse a todos.
    Si nos atenemos a los criterios de actuación real (de los mismos eclesiásticos que hablan así) hay que decir: no es verdad que la Iglesia se contente con la libertad común. Porque estarán, sí, dispuestos los miembros de la Jerarquía a renunciar a privilegios de índole: personal, pero reclaman para la Iglesia una independencia o soberanía y una eficacia moral sobre las leyes civiles que no son exigidas por ninguna otra institución.

    ¿Hay disposición a suprimir en el futuro estas afirmaciones? ¿Está clara esta posibilidad en el plano doctrinal?
    Aquí hay cierta ambigüedad. Por eso hemos encabezado este capítulo con interrogantes. ¿Qué quiere realmente la Iglesia? ¿Sólo libertad común? ¿O una independencia especial, la adecuada y justa por ser la que corresponde a su misión, y por tanto «privilegiada» en el buen sentido que tiene esta palabra? La ambigüedad en este punto -y una cierta discordancia entre algunas declaraciones y la doctrina embebida en la praxis- es el foco de mayor perturbación en las relaciones Iglesia- Estado, o al menos en los estudios sobre las mismas, e impide que la opinión pública pueda tener una idea clara de lo que la Iglesia se propone. Habría que exigir, para bien de todos, que se esclarezca este punto, y que concuerden las declaraciones y los criterios prácticos.

    En este momento nos limitamos a señalar los datos de la cuestión.
    5, 2. Según el Concilio Vaticano II, «la libertad de la Iglesia -la que por voluntad de Dios se requiere para el cuidado de la salvación de los hombres- es principie, fundamental en las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el orden civil». La Iglesia reivindica tal libertad por doble título: «como autoridad espiritual, constituida por Cristo Señor», y por el derecho común de todos los hombres y sociedades a la libertad religiosa. Donde está vigente el principio de la libertad religiosa, la Iglesia adquiere la «independencia necesaria en el cumplimiento de la misión divina». «Hay pues, concordancia entre la libertad de la Iglesia y la libertad religiosa» general.
    Algunos interpretan esta concordancia como identidad práctica: según ellos, la Iglesia no aspiraría a mayor o diferente libertad.

    5, 3. Ciertamente esa libertad común es algo suficiente y muy deseable para remover las trabas que en tantos países se oponen a la acción de la Iglesia.
    Pero, allí donde es posible, los Pastores de la Iglesia exigen más; como si la «libertad común» sólo fuera un mínimo, y las consecuencias de la fundación divina de la Iglesia implicasen una independencia mayor frente al Estado que la que puedan pretender otras instituciones. Veamos los hechos. Dejemos a un lado multitud de privilegios personales, inmunidades locales y fiscales, etc, como si no existiesen. Señalemos sólo dos grandes elementos que conforman un «status» especial de la Iglesia ante el Estado: uno, la autoridad moral que se atribuye respecto a las leyes y gobiernos; otro, la soberanía o independencia institucional.

    5, 3-2. Pero es más significativa la independencia institucional que la Iglesia se atribuye frente al Estado, tanque el Estado no puede reconocerla a ninguna otra asociación. Las demás asociaciones están necesariamente dentro del ámbito de soberanía del Estado; y aunque éste debe reconocer y tutelar sus derechos y libertades, la regulación de los límites de su ejercicio y el juicio y sanción de las extralimitaciones competen únicamente al Estado. Si la Iglesia se conformara con el estatuto de libertad común, tendría que aplicarse la norma que el Concilio Vaticano II señala para todas las confesiones religiosas, a saber, que la regulación jurídica y práctica de los límites del ejercicio de su actividad, en su proyección social, corresponden al poder civil (D. H., 4, 7).
    De hecho la Iglesia actúa como sociedad independiente, en su orden, de la soberanía del Estado; es decir, pretende ser lo que en sustancia siempre, se ha entendido corno «sociedad perfecta» (tal como la reconoce el artículo 2 del Concordato). Quiere que se reconozca al Vaticano no sólo como un minúsculo Estado, sino como Sede de la Iglesia Católica. A tenor de la Declaración conciliar sobre libertad religiosa parece normal que sea el poder civil quien haga soberana y unilateralmente, conforme, a criterios morales y jurídicos, la regulación de los límites de la actuación social de las confesiones religiosas; pero numerosos Obispos reaccionan contra esa posibilidad aplicada a la Iglesia Católica. Algunos Prelados sustraen al juicio del poder civil actuaciones públicas de sacerdotes, a veces ajenas a su ministerio sagrado. Indudablemente una independencia como la que aparece! en estos hechos no es posible extenderla a todas las demás instituciones, como sería necesario -si la Iglesia la mantiene- para poder decir que le basta la libertad común.

    ¿Se trata de una situación que se desea cambiar, recortando la actual independencia institucional de la Iglesia hasta limites que puedan ser comunes a las demás instituciones, por lo menos a las llamadas multinacionales?
    ¿Puede la iglesia, fiel a su misión, renunciar a todos elementos diferenciales a que hemos aludido? Hay que repetirlo es urgente una clarificación. La Iglesia tiene que hacer transparentes sus propósitos ante el Estado y la opinión pública. Si se dejan correr interpretaciones equívocas, que muchos ideólogos homologan con las suyas, muy pronto determinados sectores de la vida social se llamarán a engaño, y será mayor la confusión y menor la paz. Es urgente una concordancia total entre las declaraciones y lo que realmente se quiere.

    6. Relaciones institucionales entre la Iglesia y el Estado
    Estas relaciones se encuadran en unas coordenadas constituidas por dos pares de criterios muy repetidos: a) independencia y cooperación; b) libertad y sumisión al ordenamiento civil.
    a) «La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio campo; ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de unos mismos hombres. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia para el bien de todos cuanto mejor practiquen entre ellas una sana cooperación, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo.» Tal es la doctrina tradicional, resumida por el Concilio Vaticano II. Es evidente que esta convergencia de servicios a unos mismos hombres crea ineludiblemente zonas que antes se llamaban materias mixtas y que, llámense como se llamen, están ahí sin que puedan ser esquivadas.
    b) La Iglesia tiene derecho a que se le reconozca la libertad que necesita para cumplir la misión que Dios le ha confiado. Es indudable también que por su inserción en la sociedad temporal tiene deberes de sumisión al ordenamiento civil.
    Dentro de estas coordenadas, las regulaciones concretas varían en sus modalidades según «las circunstancias de lugar y tiempo». Pero la cuestión radical puede es, en la ambigüedad sobre los mismos criterios, según que se apuntó en el apartado 5. Su esclarecimiento tendría que ser anterior a todo intento de articular de nuevo el cuadro de relaciones.

    No vamos a entrar en los temas particulares, objeto de posible regulación juridica, ni a proponer el modo de hacerla. Bajo la inspiración de los principios básicos, esa labor se sitúa en un campo de “prudencia política” tanto para los representantes de la Iglesia como para los del Estado, con toda la discrecionalidad que comporta la elección de medios contingentes. Nuestra abstención, en este momento y lugar, no supone que el asunto carezca de importancia. La tiene muy grande, para plasmar y encauzar lo que se ha dicho a lo largo de este comentario. Pero cabe en cada caso optar entre fórmulas diversas. Dios quiera que los que las determinen acierten con lo mejor.

    Salvadas las exigencias de la concepción católica de la vida social, los sistemas de relación en los que, por su carácter instrumental, caben reformas son numerosos, sin excluir algunos de notable estabilidad histórica. Por ejemplo, y ante todo, si las relaciones han de ser reguladas de modo bilateral por acuerdo vinculante entre la Iglesia y el Estado, o bien de modo unilateral por determinación del Estado solo, previas, como es lógico, las consultas adecuadas. Dentro del sistema bilateral, si ha de haber Concordato de conjunto o sólo algunos acuerdos parciales.

    Si permanece o no el procedimiento de las Representaciones diplomáticas entre los Estados y la Santa Sede. Si y cómo se regula el problema económico de la Iglesia. Si y cómo permanecen las inmunidades y atribuciones que sobre distintas materias (fueros personales y locales, exenciones tributarias, matrimonio, enseñanza) se reconocen a la Iglesia en los articulos del Concordato actual. Si y cómo interviene el Estado en el proceso de designación de Obispos y de circunscripciones eclesiásticas territoriales. Si y cómo se regula la separación entre las actividades apostólicas y las actividades políticas de las asociaciones de la Iglesia. Si es lícito o no y si procede avanzar en el camino de la nacionalización del patrimonio histórico-artístico. Qué actos religiosos oficiales celebrarán las autoridades civiles. Si y cómo se regulan las relaciones con la Conferencia Episcopal y con cada una de las Diócesis, dado que la Conferencia puede concordar y unificar criterios entre los Prelados y en algún punto fijar normas, pero en lo sustancial cada Diócesis conserva su autonomía, etc.

    La catolicidad constitucional del Estado es asunto interno de la sociedad civil, anterior a las fórmulas jurídicas de relación entre Iglesia y Estado e independiente de ellas.
    Problemas como el de los límites de la Predicación y los «juicios morales» son insolubles por virtud de ninguna fórmula. Sólo el buen sentido, una atención más respetuosa a los confines de la doctrina católica, la progresiva disolución de los equívocos intra y extraeclesiales, el acatamiento sin subterfugios a las competencias reconocidas, la lucidez y sinceridad en el tratamiento de cada caso, podrán mejorar la situación. Dios lo haga.
    Epifanía del Señor, 6 enero 1976
    José Guerra Campos

    [*] NOTA DE DMC: Se refiere al conjunto de leyes que, basándose en su rango normativo, recibieron a partir de 1947 la denominación de Leyes Fundamentales (Fuero del Trabajo; Ley de Cortes; Fuero de los Españoles; Ley del Referéndum Nacional; Ley de Sucesión; Ley de Principios del Movimiento; Ley Orgánica del Estado). En cuanto a su forma exterior, las Leyes Fundamentales fueron una Constitución legal y no codificada en un instrumento único como la mayoría de las hoy vigentes.
    José Guerra Campos

    La Monarquía Católica | Desde Mi Campanario
    Última edición por ALACRAN; 26/02/2016 a las 00:52
    DOBLE AGUILA y Pious dieron el Víctor.
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

  2. #2
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    Re: La Monarquía Católica tras el Vaticano II (Mons Guerra Campos)

    Como complemento, un repaso a los principios teóricos en que se asentaba la antigua monarquía católica española, junto a sus riesgos y peligros a evitar:


    LA MONARQUÍA. I.-AUTORIDAD Y PODER

    Revista FUERZA NUEVA, nº 85, 24-Ago-1968

    LA MONARQUÍA.

    I.-AUTORIDAD Y PODER

    Por Xavier DOMÍNGUEZ MARROQUÍN

    Vamos a intentar hablar de Monarquía. Y ello porque la desembocadura de las formas políticas actuales (1968) en España -de acuerdo con la Ley Orgánica- ha de ser la Monarquía. Y además, porque sobre Monarquía se está escribiendo acaso demasiado.

    Lo único que, a mi parecer, se está olvidando es que a la espalda, pero con radical presencia histórica, queda un 18 de Julio con todas sus consecuencias y me parece lamentable que plumas insignes se dediquen a inventar el paraguas, que fue inventado hace ya muchos años. Creo que conviene que se dejen de lado hostilidades irracionales y actitudes de desprecio o de fingida ignorancia y, a la hora de construir, se cuente con el material que realmente existe sin ponerse a fabricar lo que ya está fabricado y en estado de perfecta utilización.

    Vaya por delante que -como simple estudioso de la Historia y del Derecho- estimo que la Monarquía es la solución política más racionalmente profunda que ha encontrado Europa desde la invasión de los dorios. Pero vaya por delante también que la Monarquía o cualquier otra solución política es un problema de razón. Y, desde luego, un teorema no se soluciona ni con sensiblerías ni con histerismos.

    Vamos entonces a intentar plantearnos objetiva y racionalmente este teorema: España es un Reino.

    La Monarquía en Europa, hasta 1789, existe, es y descansa bien en una serie de valores políticos que se corresponde con la estructura mental, con el montaje interno del hombre europeo del siglo XVIII. La sola enumeración de esos apoyos nos demuestra ya su vigencia social en aquel siglo: La legitimidad de las estirpes reales.

    Como consecuencia de la legitimidad, la indiscutible autoridad del rey. Como consecuencia de la legitimidad y de la autoridad, un valor mítico de la institución monárquica que se traduce en un respeto sagrado para la Monarquía y para la persona del rey.

    Y junto a estas entidades, un exacto concepto de la libertad, porque el Poder real y legítimo se halla frenado por una sociedad viva y actuante, estructurada de forma ágil y eficaz, y es el propio rey “absoluto” el primer interesado en no vulnerar ese orden social.

    Cuando Luis XIV afirma que él es el Estado -suponiendo que alguna vez dijera tamaña estupidez- sabe lo que dice y, con él, lo saben Francia y Europa entera. El rey y el “Estado” saben que la propia expresión “el Estado soy yo” está descubriendo los límites del Poder porque en 1750 los límites del Poder estatal están claros, precisos y próximos. La frase “el Estado soy yo”, dicha en Francia y en el siglo XVIII no tiene traducción al lenguaje nuestro de cada día, porque aquel Estado apenas guarda parentesco con el Estado europeo actual.

    Han pasado doscientos años y demasiadas cosas. Las estructuras sociales -y el Estado es un elemento social- han cambiado sustancialmente y, en ese cambio se ha alterado, en su propia esencia, el valor de las palabras.

    La Monarquía europea del siglo XVIII es un elemento social que se asienta y se incrusta en todo el complejo social y que se apoya y descansa en su propia legitimidad de origen y de ejercicio, en su propia vigencia social, en la autoridad indiscutible del rey, en una valoración mítica de la estirpe. Y en un concepto claro y exigente del servicio.

    Conviene insistir en que el rey “absoluto” del XVIII tiene autoridad. No poder ni fuerza. Precisamente autoridad.
    Autoridad y poder no solamente no son la misma cosa. Es que más bien se repelen y se rechazan.

    Las primeras y máximas autoridades que en el mundo occidental ejercen función sobre el hombre son: el padre, el maestro y el sacerdote. Cuando alguna de esas tres autoridades ha de acudir al poder o a la fuerza es porque algo muy hondo, muy dentro de la estructura humano se ha quebrado. El padre, el maestro y el sacerdote rara vez, acaso nunca, han de acudir a la fuerza o al poder porque su autoridad es suficiente siempre.

    Y esa autoridad existe como un supuesto vital, como algo “per se”, como algo que nadie discute o interfiere. Existe como un supuesto previo al desarrollo de la persona sometida a esa autoridad. El rey, hasta 1789, tiene una indiscutible autoridad, y porque tiene una autoridad no discutida, no precisa ni del poder ni de la fuerza.

    El rey no precisa de la G.P.U. ni de la N.K.V.D., del I.S., del F.B.I., ni de la G.E.S.T.A.P.O. Esas siglas son necesarias cuando la autoridad ha muerto y se han entronizado el poder y la fuerza. Esas siglas son precisas desde que, en 1800, Napoleón se coronó Emperador en Nuestra Señora de París. Por aquella coronación, Napoleón siente miedo. Napoleón siente un pavor divino ante el rotundo y definitivo peso histórico de las estirpes: Borbón, Orleáns, Habsburgo, Parma…

    Y el miedo engendra el terror, y el terror, la fuerza, y a más fuerza, más poder y a más poder, más miedo… La legitimidad y la fuerza son el más y el menos de la libertad. Cuando se está sometida a la autoridad, se vive en libertad. Cuando se está sometido a la fuerza, se vive en esclavitud.

    (continúa)

    Última edición por ALACRAN; 30/08/2023 a las 14:24
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  3. #3
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    Re: La Monarquía Católica tras el Vaticano II (Mons Guerra Campos)

    LA MONARQUÍA. II.-LA LIBERTAD


    Revista FUERZA NUEVA, nº 86, 31-Ago-1968

    LA MONARQUÍA.

    II.-LA LIBERTAD

    Por Xavier DOMÍNGUEZ MARROQUÍN

    Cuando en 1789 Europa hizo su Revolución, aquella Revolución ardió alentada por los gritos de libertad, igualdad y fraternidad. Al grito de libertad ha andado Europa su camino desde que Luis XVI subió al patíbulo y cuando Nicolás Romanoff murió asesinado en Ekaterinemburgo; Lenin, representante máximo de aquella escena de la total revolución europea, preguntó: -Libertad, ¿para qué? Y, efectivamente, ¿para qué sirve la libertad? Y aun mejor, ¿qué es la libertad?

    Después de haber aturdido a todo el Occidente con las voces de “democracia” y de “autodeterminación” empieza a entenderse por libertad la directa intervención de los individuos en la creación de la Ley y en el nombramiento de los dirigentes de la comunidad política. Aquel hombre es libre que de alguna manera -siempre con el voto- influye en la formación de la Ley y en la composición del Gobierno. Es libre porque interviene, aunque sea de forma muy lejana en la confección de la Ley y es libre aunque después esa Ley, en su texto, cercene todas sus libertades.

    Pero Europa, históricamente, ha vivido siempre, hasta 1800, una libertad más real, más humana, más concreta y más honda: aquella libertad que disfrutaba el hombre dentro de sus unidades naturales de convivencia, porque aquellas unidades poseían frente al Estado una autonomía que el Poder estatal no invadía jamás.

    El hombre es natural y humanamente libre en su familia, en su municipio, en su organización sindical o gremial aun cuando no intervenga para nada en la confección de la Ley y siempre que esa Ley respete la vitalidad y la autonomía sociales de sus organismos. La invasión por parte del Estado de esos ámbitos autónomos es una monstruosidad política que un Estado “racional”, o sea, con sentido común, no debe intentar jamás.

    El hombre es libre, es fuerte, fuera de artificios jurídicos en su ámbito humano de convivencia. Pero el liberalismo entendió que esos ámbitos, esos organismos sociales, de alguna manera limitaban la absoluta libertad del hombre. El liberalismo quiso para el hombre individual todas las libertades y desató esos vínculos naturales de convivencia. Y la sociedad, buscando libertad sin límites, buscando igualdad sin distinción alguna, raseó y pulverizó todas las distancias y todas las jerarquías y estamentos sociales y se destruyó a sí misma como organismo vivo.

    Al final solo quedan el hombre y el Estado. El hombre individual, aislado, inerme, desamparado por estar desvinculado de aquellos organismos que, frente al Estado, eran un rotundo y sólido límite a su poder, y el Estado con la monstruosa máquina de su burocracia omnipotente, inmensa, sin un solo freno eficaz en su marcha arrolladora.

    Pero el hombre vota cada cuatro o cinco años. Se ha sacrificado demasiado a tan pequeño e inútil consuelo. En lucha permanente entre el Poder y la libertad, la libertad agrupó siempre a las aristocracias, y el Poder, a la plebe, y es que el interés igualitario de la plebe coincide absolutamente con la tendencia invasora del Poder.

    La libertad política desapareció de Europa porque la igualdad aniquiló a la sociedad orgánica en cuya jerarquización residían los más fuertes frenos y los más sólidos límites del Poder estatal. La consecuencia de la igualdad fue la pérdida total de la libertad.

    La última esencia de la Revolución francesa es el asalto organizado del Estado por una sociedad burguesa. Hasta el siglo XVIII, la sociedad no “mandaba” en el Estado, pero la sociedad vivía, jerarquizada y orgánica, sin admitir injerencias o invasiones del Poder. “Se obedece, pero no se cumple”, es la frase ápice de toda una postura de libertad. Con la Revolución, aquella sociedad se apoderó del Estado al grito de libertad y se desintegró al grito de igualdad. Fue -como dijo Eugenio Montes- una Revolución romántica plagada de citas clásicas.

    La burguesía, dueña del Poder intentó, por todos los medios -desde la Declaración de los Derechos del Hombre hasta el Código Civil-, anular todo poder social que pudiera enfrentarse con el Poder del Estado que ya era suyo.

    Y la sociedad encarna el orden de la libertad cuando presenta grupos, corporaciones, estamentos que gozan de una autonomía intocable dentro del Estado. Pero cuando la sociedad pierde rigor jerárquico y se desarticula y lo pierde con el Poder en las manos, entonces constituye no el absolutismo, sino la arbitrariedad, que es la más salvaje manifestación de la tiranía. Y “de la tiranía del Príncipe se pasó a la tiranía de las Asambleas”.

    Es un error al que la propaganda liberal ha dado gran extensión creer que en Europa los reyes absolutos carecían de límites en su poder. La verdad es que Europa disfrutó entonces una libertad que hoy es inconcebible. El poder absoluto del rey absoluto tiene un límite fundamental y decisivo: estaba sometido a la recta razón.

    Pero llega un momento en que el “slogan político de libertad se traduce en algo de consecuencias incalculables. Se traduce en “libertad para el soberano” y esta libertad consiste en que el soberano se sitúe por encima de las normas, de la Ley de la razón. Lo que place al Príncipe tiene fuerza de Ley. Ya no importa que el rey utilice o no ese poder. Lo pavoroso, lo terrible es que el Poder haya derribado sus propias fronteras y que ya no tenga que someterse a la razón.

    El paso inmediato será la afirmación de que el Poder reside en el pueblo. Pero la soberanía que se transfieren del rey al pueblo no es ya la primacía de la razón ni el sometimiento a la Ley divina, sino un puro impulso de voluntad sin freno. Será bueno aquello que la mayoría afirma que es bueno; será verdad aquello que la mayoría quiere que sea verdad. La mayoría tiene razón siempre. El pueblo, roto en individualidades, sin organización social, asocial, amorfo, vota y elige su tirano: el Parlamento.

    El rey -elemento capital en la sociedad europea hasta 1789- era la clave de un arco que soportaba todo el peso de la edificación. La monarquía era como una catedral gótica en la que todas las piedras empujan y soportan, vibran y trabajan, son fuerza y contrafuerza, y en ese ritmo configuran una armonía de nervios vivos y actuantes.

    Deshecha la sociedad, quitado el arco, la monarquía carece de misión y se viene abajo ella sola, sin que nadie la empuje y sin que nadie la sostenga. Como en Alemania en 1919, en España en 1931 o en Italia en 1945.

    Si la sociedad no está, la monarquía no tiene misión y desaparece
    .

    (continúa)
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    Re: La Monarquía Católica tras el Vaticano II (Mons Guerra Campos)

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    LA MONARQUÍA. III.-LA MONARQUÍA SOCIAL

    Revista FUERZA NUEVA, nº 87, 7-Sep-1968

    LA MONARQUÍA.

    …y III.-LA MONARQUÍA SOCIAL

    Por Xavier DOMÍNGUEZ MARROQUÍN

    La monarquía es un problema de razón. Estoy dispuesta a conceder, así, en abstracto, que el sistema monárquico hasta 1789 es el ápice de las formas políticas de Occidente. Estoy dispuesto a conceder que la propia Europa, en su mayor y mejor parte, es la obra de esas Monarquías.

    Pero cuando la Monarquía tuvo en sus manos todos los poderes disfrazados de Constitución, cuando la Monarquía trituró la sociedad europea, cuando la burguesía “pedestre, municipal y espesa” entró a saco en esa caja de Pandora, en ese “sancta santorum” que es el recinto del Poder y cuando la burguesía, allí, en el Poder, se coronó a sí misma como soberana sin límites, Europa empezó a oler a podrido.

    La Monarquía, que es un problema de razón, exige muchas cosas, y entre ellas una entrega a su vocación de servicio que supere el egoísmo burgués del interés. Pero exige también una autoridad del rey. Exige, por parte de la sociedad, una valoración carismática del sistema. Exige unos frenos al poder real, y los únicos que son eficaces son los que la sociedad establece.

    Es un error muy común creer que una Monarquía se instaura o se establece al coronar a un hombre como rey. Para que exista una monarquía mucho más necesario que el rey, es una sociedad capaz de disfrutarlo. Para que la sociedad pueda ser un freno del poder hace falta que esa sociedad exista y que esté viva, jerarquizada, organizada, constituida de forma justa, racional y humana, con sus corporaciones naturales ágiles, con sus libertades vigorosas, con unos hombres que busquen menos el Estado-nodriza y la seguridad y la tranquilidad, que el servicio y la entrega.

    Cuando todo esto existe y se armoniza, el rey es la clave del arco. Cuando no hay arco, la clave se cae sola. Pueden Talleyrand, Mussolini, Primo de Rivera sujetar esa clave sola, sin arco, y demorar con ella su caída. Es lo mismo. Cuando falte ese hombre, la piedra caerá fatalmente y sin remedio.

    El apoyo de un rey no puede ser otro que una complicadísima conjunción de fuerzas sociales que empujan y soportan, vibrantes y tensas y, entre ellas, el rey es la sujeción última y definitiva de todo el complejo. El rey es la solución a un teorema social, pero -para que sea solución- hace falta tener planteado el teorema y tenerlo planteado correctamente.

    El rey no es el poder moderador, el legislativo o el ejecutivo. El rey es la autoridad indivisible. La autoridad con Poder que, si para algo es, es para servir. La autoridad y el Poder son entidades eminentemente sociales, pero, como exigencias sociales, precisan del cuerpo social para subsistir y cumplir su soberana misión, su vocación divina de servicio y de mando. Esta es la conducta histórica en la que España se encuentra hoy (1968) frente al problema de su propia continuidad política.

    España es un reino porque el país lo decidió en un apoteósico referéndum (1947). La Monarquía cayó sola (1931), en cuanto se descompuso y rompió la sociedad que la sustentaba. Pensar que ahora (1968), por virtud de un texto legal, puede revivir pletórica y joven es, por lo menos, ingenuo. Acaso suicida.

    Una Monarquía -problema de razón- es la culminación política de una obra previa. Entonces procede pasar detenida revista a su futuro emplazamiento. Procede analizar la sociedad española, las libertades políticas, el Poder que tendrá el rey, los cauces de desarrollo de las unidades naturales de convivencia en las que el hombre es libre y puede vivir con dignidad y en integridad.

    Es perfectamente fácil sentar un rey en un trono. Lo difícil, lo que ha de ser dictado por la más exigente sabiduría política, es qué ámbito queda para la vida de esa rey. Si las fronteras se sitúan en la puerta de su alcoba, el poder estará en manos de la sociedad descompuesta. Si no se sitúan o se sitúan en la puerta de cada ciudadano, la sociedad inexistente será invadida por el Poder y quedará paralizada y sin libertad. Entre la cámara real y mi casa es preciso que se constituyan una serie de habitaciones, edificios y puertas -los ámbitos sociales de convivencia- que impidan al rey llegar hasta mi casa y me impidan a mí entrar libremente en la cámara real.

    Si en el rey y en la sociedad no ha arraigado un profundo sentido del servicio, la Monarquía semejará una almoneda o una liquidación por derribo. Pero, sobre todo, si el rey no encuentra una sociedad viva, jerárquica, orgánica, actuante y dinámica, se asentará en el vacío sin que le salven los textos legales ni las invocaciones grandilocuentes de los tribunos. (Y… piénsenlo plumas que “escriben en monárquico” cuando lanzan sus dardos contra lo poco social de que disponemos en España, que apenas es más que los Sindicatos y las incipientes asociaciones familiares).

    Aquí no caben sensiblerías ni sentimentalismos, ni nostalgias decadentes, ni rencores irracionales. Se trata de hacer a España. Y guardamos el suficiente respeto para la Augusta institución como para decir a todos los españoles que esta instauración es tarea de hombres que sientan un profundo empuje de sacrificio y de servicio, un insobornable sentido de su libertad y una clara escala de valores en la que su vanidad y su egoísmo figuren en último lugar o no figuren.

    Al rey no le pediremos sino servicio. Legitimidad en la transmisión del Poder. Límites a ese Poder establecido por la vitalidad social, sindical, municipal, familiar. Servicio en la Majestad. Unidad en la Patria. Y Dios sea con todos.




    Última edición por ALACRAN; 31/08/2023 a las 14:02
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