Por José María Permuy Rey

Tomado de Arbil

Se trata simplemente de que aquellos Estados gobernados por católicos y para una mayoría de católicos, consecuentes con la fe que el pueblo abraza y profesa, sean conformes con la ley natural tal como es enseñada e interpretada por la Iglesia Católica. Nada más y nada menos


El 1 de abril de 2005, en Subiaco, el entonces Cardenal Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, afirmó en una conferencia que el cristianismo “ha negado al estado el derecho de considerar la religión como una parte del ordenamiento estatal”, y lamentó que en otros tiempos “contra su naturaleza y por desgracia, se había vuelto tradición y religión del estado”.

León XIII, por el contrario, en la encíclica Inmortale Dei, enseña que “tiene el Estado político la obligación de admitir enteramente, y profesar abiertamente aquella ley y prácticas de culto divino que el mismo Dios ha demostrado querer”; y elogia el “tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”; época en la que “aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquella su divina virtud, había penetrado profundamente en las leyes, instituciones y costumbres de los pueblos, en todos los órdenes y problemas del Estado”, yorganizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes muy superiores a toda esperanza”.

El Cardenal Ratzinger es hoy el Vicario de Cristo en la tierra (como lo fue en su día León XIII), y no sabemos si públicamente seguirá sosteniendo lo que dijo sobre los Estados cristianos en aquella conferencia pronunciada apenas unos días antes de su elección como Papa. Aunque así fuera, como él mismo advirtió recientemente a los sacerdotes de Aosta, “el Papa no es un oráculo; como sabemos, sólo es infalible en situaciones rarísimas.”.

Alguno pensará que estas últimas palabras se pueden aplicar también al magisterio de León XIII. Sin embargo, no es del todo así. No es así, porque lo que enseñaba León XIII a favor de la confesionalidad católica de los Estados es lo mismo que habían venido sosteniendo durante siglos sus predecesores. Y lo mismo que siguieron sosteniendo sus sucesores, al menos hasta el Concilio Vaticano II. Mientras que la no confesionalidad defendida por el Cardenal Ratzinger es teoría que circula entre los jerarcas de la Iglesia desde hace tan sólo cuatro décadas, y ni siquiera avalada hasta hoy (teóricamente, al menos) por ningún Romano Pontífice.

Aquello que la Iglesia ha enseñado siempre y en todas partes, aun no siendo propiamente magisterio extraordinario, merece distinto asentimiento que las ideas novedosas y recientes de algunos pastores de la Iglesia que contradicen francamente ese magisterio multisecular y universal. En junio, siendo ya Papa, Joseph Ratzinger habló ante el Presidente de la República italiana sobre las relaciones entre la Iglesia y los Estados y dijo que “es legítima una sana laicidad del Estado, en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según sus normas propias, pero sin excluir las referencias éticas que tienen su fundamento último en la religión. La autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que derivan de una visión integral del hombre y de su destino eterno”.

Pues bien, si partimos de la premisa, apuntada por el Santo Padre Benedicto XVI, de que los Estados no se pueden abstener de someterse a las exigencias éticas de la ley natural, y teniendo en cuenta que el primer mandamiento de la ley natural es amar y adorar a Dios ¿no están los Estados obligados a rendirle culto público? Y un Estado cuyos ciudadanos son mayoritariamente católicos ¿no es coherente que tribute a Dios el culto católico? El hombre no está menos obligado a dar culto a Dios en privado que en público. Una sociedad mayoritariamente católica, esto es, cuyos integrantes tienen un conocimiento de Cristo y de su Iglesia que no tienen los que, con ignorancia invencible, puedan ofrecer otro tipo de culto a Dios, ha de adorar al Señor no de cualquier modo, sino como el Señor mismo ha manifestado querer, esto es, por medio del culto católico. Por otra parte, si Dios ha encomendado y asegurado a la Iglesia Católica, y sólo a ella, la interpretación infalible de la ley natural, ¿no es lógico que una sociedad compuesta mayoritariamente por católicos, que saben que el juicio de la Iglesia garantiza un recto entendimiento y una recta aplicación de la ley natural, inspire la legislación civil en la doctrina católica tal como es propuesta por la Esposa de Cristo? ¿No es razonable que los católicos aspiremos a ello?

Si realmente creemos que la obediencia a Dios Uno y Trino y a su santa ley, así como la aceptación de su revelación y de su gracia son fuente de bienes incalculables para la sociedad entera, también para los no creyentes, ¿cómo dejar que la comunidad política se vea privada del influjo benéfico de la religión católica? Alguno podrá pensar: “para que el Estado sea conforme con la ley natural no es necesaria la inspiración católica, porque la ley natural puede ser conocida con la sola luz de la razón”.

Es cierto que la ley natural, en cuanto que ley eterna inscrita en la naturaleza del hombre, puede ser conocida por la sola luz de la razón. Pero no es menos cierto que en el estado actual de la humanidad, caída y herida por el pecado original y marcada por sus secuelas, oscurecida la razón y debilitada la voluntad para conocer claramente la ley divina y practicarla, fueron necesarias la revelación y la gracia. Revelación que Dios mismo quiso fuera conservada, preservada, interpretada y transmitida por la Iglesia Católica, asistida por el Espíritu Santo, hasta el fin de los tiempos, con el carisma de la infalibilidad. Es por eso que, aun en el supuesto de que un Estado pudiera legislar y gobernar de acuerdo con la ley natural sin apelar a la religión católica y a la Iglesia, no poseería la seguridad y la certeza que le proporciona la sujeción al juicio de la Iglesia Católica. Es evidente. Además, si la revelación, el magisterio y la gracia son necesarias para que los individuos podamos conocer y practicar sin mezcla de error la ley natural, ¿por qué no va a ser así respecto a las sociedades?

Pedir al Estado que cumpla la ley natural pero sin adorar a Dios, sin inspirarse en la Sagrada Escritura y en la Tradición, sin oír y seguir la voz del magisterio infalible es como como pedir a una nave que ha quedado sin combustible antes de llegar al puerto, que trate de arribar dejándose llevar por las olas, en vez de hacerlo dejándose arrastrar por los barcos remolcadores o permitiendo que un buque cisterna reponga el combustible que le falta. ¿Por qué negar al Estado que se apoye en aquellos auxilios (revelación, gracia y magisterio) que pueden ayudarle a desempeñar mejor su fin último, la consecución del bien común? Parece absurdo e injusto.

Nótese que todo ello no implica obligar a los no católicos a abrazar la fe católica o poner por obra aquellos preceptos y actos de culto que obligan específicamente a los que pertenecemos a la Iglesia. No se trata de que el Estado imponga a nadie (ni siquiera a los cristianos) que vaya a Misa los domingos o confiese una vez al año. Tampoco de impedir a los que profesan otras creencias, que practiquen entre ellos aquellas prácticas de su religión que no sean escandalosas, contrarias a la ley natural, al orden público o al bien común de la sociedad. Se trata simplemente de que aquellos Estados gobernados por católicos y para una mayoría de católicos, consecuentes con la fe que el pueblo abraza y profesa, sean conformes con la ley natural tal como es enseñada e interpretada por la Iglesia Católica.
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Publicado en El Cruzamante