Del blog de Rafael Polo:

La Andalucía de los ilustrados

uando España empezó a ceder protagonismo económico, político y militar ante sus competidores del continente, Andalucía comenzó a hacerlo, a su vez, dentro del contexto peninsular. Ambos procesos están íntimamente ligados y son paralelos. Es obvio -para quien sepa verlo desde luego- que la ventaja comparativa que catapultó a España, en su día, hacia el liderazgo planetario fue su particular situación geopolítica y su carácter de nación fronteriza, que nuestros antepasados supieron convertir en un activo político. Eludir ese papel, que está grabado a fuego en nuestro “código genético”, en nuestra propia ubicación geográfica, es una huida hacia la irrelevancia, hacia el seguidismo acrítico de modelos foráneos, acuñados en contextos geográficos mucho menos expuestos que el nuestro a las agresiones extra europeas y, por tanto, extraños y carentes del sentido de peligro, de riesgo, que se percibe por doquier en nuestro contexto cultural; carentes igualmente del lastre que nos impone nuestra situación fronteriza. ¿Cómo podremos competir con esas reglas? No hay que ser muy listo para darse cuenta que quien elige el terreno en el que se va a pelear tiene ya ganada media batalla, antes incluso de que ésta comience. Y nuestros “geniales” dirigentes decidieron abrazar la religión de la “modernidad”, lo que -traducido al “cristiano”- significa pelear en el campo de batalla que otros han elegido, es decir, darle al adversario medio estadio de ventaja. Peleamos con los que han crecido en la Torre de Marfil, en un terreno protegido (por cierto por nosotros) y nos “olvidamos” que tenemos varios frentes exteriores simultáneos que cubrir (que ellos no tienen). Si no somos capaces de vencerles es evidente que es porque somos “unos retrógrados” anclados en el pasado[1].

¿Cómo esperaban nuestros modernos europeístas, nuestros ilustrados, que los habitantes de Tarifa –que contemplan desde la ventana de su casa el continente africano-, de Ceuta –que viven en él-, de Canarias –que lo vigilan por su flanco occidental-, de Almería –siempre expuestos a los ataques de los berberiscos-, de Sevilla –desde dónde había que coordinar la defensa de todos estos enclaves que hemos citado- interpretaran las sesudas y extrañas reflexiones filosóficas que procedían de las brillantes mentes ilustradas que despreciaban a un pueblo cuya principal preocupación era seguir sosteniendo un frente inmenso que -en su zona europea- rodeaba prácticamente a todo el Magreb? ¿Cómo esperaban que sentara por estas latitudes la simpatía con que la literatura europea trataba a los piratas o a los turcos que nos habían causado decenas de miles de muertos en el Atlántico y en el Mediterráneo respectivamente? ¿Cómo podía frivolizarse de esa manera cuando nos encontrábamos en la primera línea de combate de un frente planetario?

Conforme los gobiernos de Madrid se iban enredando más en la política y la cultura europeas y desconectando mentalmente de lo que estaba sucediendo en sus fronteras meridionales, los habitantes de esos territorios comienzan a desconectar, igualmente, de ese universo mental, cada vez más extraño, cada vez más alejado de sus verdaderas preocupaciones. Según avanza el siglo XVIII los bandoleros y los contrabandistas se van convirtiendo en un verdadero endemismo andaluz. Hay cierta complicidad entre las poblaciones rurales del lugar y estos individuos que se hacen fuertes en las numerosas sierras que aíslan entre sí a los valles de la España meridional. Cuanto más “europeístas” e “ilustradas” se vuelven las clases dominantes del país, cuanto más se acentúan las diferencias de riqueza entre la aristocracia terrateniente y los jornaleros sin tierra que constituyen la mayoría de la población, más se hace patente el desgobierno y la falta de sensibilidad social que sopla desde el norte y que nos convierte de hecho en la ultraperiferia de Europa. Como la corte madrileña mira cada vez más hacia Francia, la nueva potencia marítima emergente –Inglaterra-, mucho más consciente que los dirigentes españoles de la gran importancia estratégica que posee el sur peninsular, se hace fuerte en el Estrecho de Gibraltar y se introduce, a través de sus comerciantes, en las ciudades del suroeste español, especialmente en la zona de Jerez de la Frontera y, más adelante, en las diferentes zonas mineras andaluzas. En Andalucía se está jugando el futuro de las rutas marítimas que terminarán conduciendo hasta la India y, mientras tanto, los ilustrados españoles se pasan la vida mirando hacia el norte, pendientes de las novedades que vienen de París.

El proceso se va agudizando, hasta el punto de que el rey Carlos III (1759-1788) -el monarca del Antiguo Régimen mejor considerado por los sectores “progresistas” del país-, en vez de mostrar en Andalucía la cara amable que haría que los madrileños le apodaran el “Rey Alcalde”, nos envió a Pablo de Olavide –otro “gran progresista” ilustrado, arquetipo del afrancesado del siglo XVIII, del que Voltaire, que lo tenía en gran estima, diría que era el “español que sabía pensar”, lo que debía ser una novedad para él- como “Intendente de Sevilla y del Ejército de Andalucía y Superintendente de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía”[2], un verdadero plenipotenciario que traía instrucciones precisas del monarca para reorganizar la región y su manera de articularse con el resto del país.

Llamamos la atención del lector acerca de los títulos de los cargos que ostentaba, porque la palabra “Andalucía” nunca había estado ligada hasta entonces a denominación oficial alguna ni a ningún cargo concreto. No había una realidad institucional andaluza. Andalucía, en ese momento, era un proyecto político que donde realmente se ubicaba era en la mente de los ilustrados.


Cuando hablamos de los monjes cluniacenses dijimos que fueron los “ingenieros” que diseñaron el sistema de relación que articulará, desde entonces, a la Península Ibérica con la ecúmene europea. Pues bien, el papel que desempeñará Pablo de Olavide en Andalucía en las décadas de los 60 y 70 del siglo XVIII será parecido. Este hombre será el “ingeniero” que diseñe el sistema de relación que uniría a Andalucía con el resto de España desde entonces –y, como consecuencia indirecta, con las áreas continentales del resto de Europa-; sistema que, en la actualidad, sigue plenamente vigente.

¿Cuál es el significado del término “Andalucía”? Antes del siglo XVIII, era una expresión culta, acuñada en la corte de Alfonso X el Sabio, que designaba a los territorios de Al-Ándalus que habían sido incorporados a la corona castellano-leonesa durante los reinados de Fernando III y de su hijo ya citado. Jamás se usó entre las clases populares. En consecuencia dicha expresión geográfica excluía al Reino de Granada (actuales provincias de Málaga, Granada y Almería) e incluía a Murcia y a la mayor parte de la actual Extremadura (desde Cáceres –inclusive- hacia el sur). La actual Andalucía ha estado organizada históricamente, desde el punto de vista administrativo, en cuatro reinos: Sevilla (actuales provincias de Sevilla, Cádiz y Huelva), Córdoba, Jaén y Granada (Málaga, Granada y Almería).


Andalucía es un territorio muy diverso, que presenta una gran variedad de paisajes y de tipos humanos. Es nítidamente castellana, desde la perspectiva lingüística, aunque presenta una gran diversidad de “hablas”. Así, cualquier persona que se exprese con naturalidad en el idioma de Cervantes distingue, de manera clara, la forma de hablar de un granadino de la de un sevillano, porque son muy diferentes aunque, obviamente, perfectamente inteligibles entre sí. Por eso nos resulta bastante chocante oír hablar del “dialecto andaluz”, una expresión que cada vez se usa menos –afortunadamente-, porque no viene a definir más que un prejuicio del que la usa. No puede determinar ninguna característica específica porque la única que a veces se emplea para concretarlo –la eliminación de la “d” final en las palabras terminadas en “ado” o “ido”- no es una característica del habla de los andaluces sino del setenta u ochenta por ciento de los hispanohablantes del planeta Tierra. Es decir, esa es una característica del castellano actual y no del que se habla en ninguna región determinada.


Es cierto que, en tiempos de Roma, existió la Bética, como provincia, que coincidía, a grandes rasgos, con la actual comunidad autónoma de Andalucía. Pero debemos recordar que las provincias romanas eran vastos territorios que albergaban en su seno una gran cantidad de etnias. La provincia Tarraconense, por ejemplo, contenía a las actuales comunidades de Cantabria, Rioja, País Vasco, Navarra, Aragón y Cataluña. ¿Cuál es el denominador común de todos esos territorios? ¿Cuál era el que tenían cuando Diocleciano, a finales del siglo III, le marcó sus últimos límites[3]? En cualquier caso estamos hablando de unidades administrativas que tuvieron vigencia hace casi dos mil años. Desde entonces ha llovido bastante.

La expresión Al Ándalus –pese a la relación semántica que guarda con la palabra Andalucía- designaba como sabemos, en la época musulmana, a todos los territorios ibéricos que, en cada época, estuvieron bajo la autoridad de monarcas que profesaban esa religión. Ambos términos son, conceptualmente, muy distintos. Y está claro que el sustrato humano que constituía el espacio andalusí era muy diferente al que después ha caracterizado al territorio andaluz.


Lo que hoy llamamos Andalucía es una realidad sociológica que comienza a construirse a partir de la presencia de los ejércitos de Fernando III en el Alto Guadalquivir, en la década de los años 20 del siglo XIII. Durante su reinado y el de su hijo –Alfonso X el Sabio- se incorporarán al reino castellano cinco de las ocho provincias que actualmente constituyen esta comunidad. Las otras tres lo harán a finales del siglo XV, en tiempos de los reyes católicos -250 años después-.


Desde un punto de vista cronológico o histórico es obvio que no hay una Andalucía, sino dos: la del siglo XIII y la del XV. En ambos casos las dos o tres primeras generaciones que vivieron en esos territorios -durante el tiempo que siguió a sus respectivas conquistas- fueron determinantes en la cristalización del modelo social que las caracterizaría en el futuro. En los dos espacios geográficos citados se producirán importantes movimientos de población en la fase histórica que siguió a la conquista. Un sector muy importante de la población musulmana que habitaba el país lo abandonó y será reemplazado por una masa de colonos cristianos procedentes del resto del reino castellano-leonés.


La Castilla de la primera mitad del siglo XIII era muy diferente a la de finales del XV y esa diferencia tiene una importante repercusión en la estrategia de conquista y, también, en la manera de organizar el territorio después. Ha dejado, por tanto, una profunda huella en el paisaje humano del país. Por otro lado las dos regiones son muy diferentes, desde el punto de vista geográfico.


La Andalucía del siglo XIII constituye una gran llanura vertebrada por los ríos Guadalquivir, Guadalete, Tinto y Odiel que, en buena medida, será repartida entre las casas nobiliarias más poderosas de Castilla, lo que provocará una vigorosa expansión de los latifundios. Por otro lado, su coexistencia con el reino musulmán de Granada durante 250 años –diez generaciones- la dejará en primera línea de combate durante ese tiempo, sufriendo razias rutinarias por parte de las caballerías nazarí y benimerín que impedirán el desarrollo del poblamiento disperso (Construir una casa aislada en medio del campo era, prácticamente, un suicidio). De esta manera fue surgiendo la peculiar trama urbana que caracteriza al país y que, en la bibliografía especializada, es conocida como las agrociudades –o agrovillas- andaluzas: Un poblamiento del territorio fuertemente concentrado, con grandes despoblados entre sus núcleos respectivos. Las ciudades estuvieron amuralladas, por supuesto, y las “haciendas” que, poco a poco, fueron surgiendo en medio de la campiña, presentaban el aspecto de verdaderas fortalezas que, con el tiempo, terminarán dando lugar al típico “cortijo” del Valle del Guadalquivir –muy diferente de lo que se conoce con ese nombre en las áreas del antiguo reino de Granada-. Debemos tener en cuenta, además, que no hay apenas distancia temporal alguna entre la conquista castellano-leonesa del sur de Extremadura y la del Valle del Guadalquivir -En el primer caso Cáceres se conquistará en 1229, Badajoz y Mérida lo serán en 1230. En el segundo Córdoba se incorporará a Castilla en 1236, Jaén en 1246 y Sevilla en 1248-. Considerando que las dos zonas son contiguas e igual de llanas –Mérida y Badajoz se encuentran a orillas del río Guadiana y Cáceres en el valle del Tajo- es fácil inferir que existe un gran parecido entre ambas a pesar de que en medio se interponen las sierras de Sevilla y de Huelva y de que, por este motivo, Extremadura estuvo a resguardo de las incursiones musulmanas durante la Baja Edad Media.


Si recordamos las “Serranillas” del Marqués de Santillana comprobaremos que, para él, las tierras situadas al sur de Sierra Morena eran, sencillamente, “La Frontera”. Esa era la denominación genérica que se utilizaba durante la primera mitad del siglo XV para hablar de las actuales cinco provincias “andaluzas” que entonces formaban parte del reino de Castilla. De hecho hay muchas localidades en ellas que añaden a su nombre específico el término “de la Frontera” para aclarar un poco mejor la ubicación del municipio. Así distinguimos, por ejemplo, a la andaluza Jerez de la Frontera de la extremeña Jerez de los Caballeros o a Aguilar de la Frontera de Aguilar de Campoo. Actualmente hay doce municipios en Andalucía cuyo nombre incluye esa terminación, once de ellos están situados en las cinco provincias conquistadas en el siglo XIII y el duodécimo –Cortes de la Frontera- pertenece a la provincia de Málaga (que se conquistó en el siglo XV) pero es limítrofe con la de Cádiz (que lo hizo en el XIII) y cambió de manos varias veces entre 1248, que fue conquistada por primera vez por los cristianos, y 1485 en que lo sería por última y definitiva. Como comparación diremos que sólo hay dos municipios en la región que incluyan la terminación “de Andalucía”, uno es Fuentes de Andalucía, que recibe esa denominación en el siglo XIX y el otro La Roda de Andalucía, que lo hace en 1916.


La Andalucía del siglo XV es una de las regiones más montañosas de la Península Ibérica –que constituye a su vez uno de los países más montañosos de Europa- y alberga las cimas más elevadas de la misma. Está vertebrada por la línea de cumbres de la cordillera Penibética y, por sus propias características orográficas, presenta un poblamiento mucho más disperso y fragmentado. Tras la conquista, los potenciales enemigos externos quedaron situados al otro lado del Mar de Alborán, lo que redujo su exposición militar, prácticamente, a su área litoral. Como consecuencia de esto nos encontramos muchos más núcleos de población pero, también, más pequeños y más próximos entre sí[4]. Aquí es mucho más frecuente encontrar casas diseminadas por el campo y zonas de minifundio[5].


El territorio andaluz durante los siglos XVI y XVII mantendría unos elevados niveles de vida para lo que eran los estándares españoles de la época. El Valle del Guadalquivir y el Golfo de Cádiz serían, de hecho, dos poderosos motores económicos dentro del contexto peninsular. Ya dijimos que aquí se daban cita importantes comerciantes procedentes tanto de Europa como de América. Esta región ha sido siempre –y sigue siendo todavía- una verdadera potencia agrícola, con una elevada productividad por hectárea. También poseía un importante sector secundario que garantizaba diversidad de suministros básicos a los comerciantes y navegantes de la “Carrera de Indias” y, por supuesto, unos sólidos -y tradicionales- sectores minero y pesquero. Las importantes relaciones comerciales que tenían como eje el suroeste español no sólo se mantenían por mar. La ruta terrestre Sevilla-Madrid –por Córdoba, Ciudad Real y Toledo- era una de las más activas del continente europeo[6] y este dato queda bien reflejado en la literatura, tanto de la Baja Edad Media como del Siglo de Oro español. Es en esta ruta donde están ambientadas obras como las Serranillas del Marqués de Santillana (1398-1458)[7] o Fuente Ovejuna, de Lope de Vega (1562-1635). A través de estas obras descubrimos un mundo plenamente integrado en las estructuras del reino de Castilla, que mantenía una activa y relativamente fácil comunicación con la Submeseta Sur (La Sierra Morena, de hecho, se cruzaba por varios lugares en función, lógicamente, de los puntos de origen y de destino de los viajeros, aunque la más frecuentada era la que unía Ciudad Real con Córdoba por el Valle de Alcudia, por ser la más directa entre Sevilla-Córdoba y Toledo-Madrid) y en la que las características sociológicas de su población iban cambiando de manera gradual como un continuum a lo largo de la ruta. No había una divisoria clara que permitiera distinguir a las poblaciones netamente andaluzas de las claramente castellano-manchegas. Hasta la llegada de Pablo de Olavide los andaluces eran, simplemente, los castellanos del sur.

[1] El pasado es África y el Islam, es decir nuestros vecinos, que a ellos les parecen lejanos porque los hemos alejado nosotros. Aquí se da la paradoja de que conforme hagamos mejor “nuestro trabajo” seremos peor considerados porque nuestra problemática les parecerá cada vez más extraña y peculiar.


[2] Pablo de Olavide - Wikipedia, la enciclopedia libre (18/6/2009).


[3] Los anteriores a esa fecha eran todavía más amplios.


[4] La provincia de Granada, con una superficie de 12.647 km2 tenía 901.220 habitantes el 1 de enero de 2008, repartidos entre 168 municipios. La de Cádiz, en cambio, con 7.436 km2 tenía 1.220.467 habitantes en 44 municipios diferentes. Estas cifras nos dan un término municipal medio de 75 km2 en Granada y de 169 en Cádiz y una población media de 5.300 habitantes por municipio en la primera y de 28.000 en la segunda. En las provincias de Andalucía Occidental algunos núcleos de población de 2.000 ó 3.000 habitantes reciben, con frecuencia, la denominación de “aldea”. Cuando hay lugares en Europa donde un núcleo semejante es denominado “ciudad”.


[5] Como curiosidad diremos que los topónimos que, en el Valle del Guadalquivir, no son árabes o preislámicos son netamente castellanos (hay muchas “pueblas”, “villanuevas”, “valverdes”, etc.). En cambio, en el antiguo reino de Granada, además de este tipo de topónimos, encontramos también pueblos con nombres como Capileira, Pampaneira, Ferreira o Bubión, de claras resonancias gallegas, que nos ilustran acerca de otro tipo de composición étnica entre los colonos asentados en el lugar a principios del siglo XVI. Por cierto en unas zonas donde, a semejanza de lo que ocurre en la región gallega, la propiedad de la tierra está mucho más repartida.


[6] Y de hecho esa fue la razón última de que Madrid consolidara su capitalidad en el siglo XVII frente al intento de Felipe III de trasladarla a Valladolid. Para el Régimen de los Habsburgo era vital que la comunicación con los puertos de Indias nunca se perdiera, algo que podía suceder en invierno si la capital del país se situaba al norte del Sistema Central, por la elevada altitud de los puertos de montaña que lo atraviesan.


[7] La “vaquera de la Finojosa” era de la actual Hinojosa del Duque (provincia de Córdoba), situada en la “Vía del Calatraveño”, que era el nombre que recibía la citada ruta, en su zona central, por atravesar la mayor parte de los dominios de la Orden de Calatrava, que se repartían mayoritariamente entre las actuales provincias de Ciudad Real y de Córdoba.