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Tema: Vileza episcopal

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    Vileza episcopal

    • [FARO] Obispos de Vascongadas: contra la verdad, contra la Fe y contra la Patria





    Madrid, 1 julio 2009, festividad de la Preciosísima Sangre de Ntro. Sr. Jesucristo. Aún en la resaca de la falsa consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús el pasado 21 de junio (de lo que ha venido informando FARO), nos encontramos con un nuevo ataque contra la verdad, contra la Iglesia, contra la Fe y contra la Patria, por parte de los obispos de las diócesis vascongadas.

    No se trata ya del intento de prohibición de las banderas de España con el Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles. Ni de la supresión del nombre mismo de España en los carteles oficiales de la convocatoria en euskera batúa distribuidos en Navarra. Ni del Obispo de Palencia (en principio el menos malo de España), el ilustrísimo señor Munilla, llamando "colgados" (sic), el 24 de junio en su programa de Radio María, a los defensores de la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo.

    Se trata de un insultante manifiesto, pro separatista y pro rojo, aunque se intente disimular un poco, en la línea de la falsa "memoria histórica" promovida por el régimen imperante, suscrito por los obispos Ricardo Blázquez, Mario Iceta, Juan María Uriarte y Miguel Asurmendi. Con razón se decía, ya en 1987, en una nota de la Comunión Tradicionalista Carlista: "Si en España existiera un verdadero Gobierno --siquiera como el que tiene Francia-- hace tiempo que los obispos vascos, y el de Pamplona, habrían sido expulsados del territorio nacional, por apoyo a la rebelión".

    Lo denuncia y documenta el sacerdote e historiador Ángel David Martín Rubio, cuyo primer artículo sobre el asunto, a pesar de alguna mínima discrepancia por nuestra parte, reproducimos a continuación.


    LOS JERARCAS DEL NACIONALISMO VASCO Y SU HISTORIA SOÑADA


    "Saldrán muchos falsos profetas y extraviarán a mucha gente; al crecer la maldad se enfriará el amor en la mayoría, pero el que resista hasta el final se salvará" (Mt 24, 11-13)


    La semana pasada nos llenaba de indignación la noticia de la prohibición de las banderas nacionales en la concentración llevada a cabo en el Cerro de los Ángeles y la censura del nombre de España en los carteles editados en vascuence por la diócesis de Pamplona. Hablábamos entonces de una división en la Iglesia que, tal vez, pareciera a algunos exageración por nuestra parte. El 30 de junio de 2009, los obispos que tienen su sede en Vascongadas se han vuelto a situar a la cabeza de la indignidad al hacer público un manifiesto ("Carta Pastoral conjunta" lo llaman algunos) en el que hacen saber su decisión de promover una serie de iniciativas en homenaje y reivindicación a un grupo de sacerdotes que fueron ejecutados con posterioridad a la ocupación de la provincia de Guipúzcoa por las tropas nacionales durante la pasada Guerra Civil Española.

    Los obispos de Bilbao (Ricardo Blázquez, y su auxiliar, Mario Iceta), el obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte, y el de Vitoria, Miguel Asurmendi, estiman ahora oportuno recordar unos sucesos que tuvieron lugar hace más de setenta años y que no fueron sino una de las más dramáticas expresiones del compromiso de parte de la jerarquía eclesiástica con el nacionalismo vasco. Podían haberlo hecho mucho antes, han podido esperar otros setenta años, pero han elegido el momento en que, por primera vez en la historia de la democracia, los nacionalistas han sido desalojados de las instituciones por la voluntad de los ciudadanos vascos expresada democráticamente. Y es ahora cuando acuden a este recurso para reforzar las causas del antifranquismo y del antiespañolismo, al parecer en retroceso. Deplorable aportación a la causa común del nacionalismo por parte de una "Iglesia" que paga con la esterilidad y la irrelevancia su propia infidelidad.

    El texto que ha salido de las plumas episcopales parece en sus conceptos y en sus términos inspirado por la ideología de la memoria promovida en España desde hace años por la izquierda y los nacionalistas como parte integrante de su discurso en el que la manipulación de la historia y del pasado se convierten en una de las herramientas más útiles a la hora de consolidad el proceso de revolución cultural que cierre la trayectoria de los últimos años con una segunda transición. Lejos de cualquier motivación sobrenatural, ellos confiesan como conclusión del manifiesto que se trata de un alcanzar objetivo puramente intramundano: "mirar al pasado para aprender a construir un presente y un mañana nuevos".

    Preocupante es el presente y el futuro que proponen construir los obispos vascos sobre una mirada deformada del pasado. El documento que estamos glosando carece de cualquier alusión al contexto histórico, al proceso revolucionario que sufrió España en los años treinta, a la persecución religiosa (esta palabra ni se cita), a una guerra cuya justicia fue reconocida por el episcopado español y extranjero y a una victoria que Pío XII calificó en términos encomiásticos. Por supuesto, ni palabra acerca de la Instrucción de los Obispos de Pamplona y Vitoria reprochando a los nacionalistas su colaboración con los marxistas y, menos aún, cualquier referencia al compromiso político del clero vasco y a su intervención partidista en el conflicto. Especialmente injusta es la falta de toda referencia al Primado de España, Cardenal Gomá, y al Jefe del Estado, Generalísimo Franco, que pusieron fin con su intervención personal a las ejecuciones de sacerdotes condenados por tribunales de guerra bajo la acusación de actividades a favor del bando frentepopulista. Falso es también que aquellos sacerdotes fueran "relegados al silencio", aparte de las intervenciones citadas, las circunstancias de algunas de estas muertes aparecen en trabajos tan tempranos como el publicado por el jesuita padre Bayle en 1940 (El clero y los católicos vasco-separatistas) y en otros libros y sus nombres fueron recogidos en la Lista nominal de las bajas sufridas por la Iglesia española durante la guerra civil, de 1936 a 1939, en obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas aparecida en la Guía de la Iglesia en España editada por la Oficina General de Información y Estadística de la Iglesia en España en 1954.

    Pero la manipulación se da la mano con la vileza cuando se quiere identificar a todas las víctimas bajo el señuelo de que "fueron más de setenta los sacerdotes y religiosos ejecutados en la diócesis de Vitoria, en los territorios controlados por uno u otro bando". Señores obispos: ustedes silencian que solamente hubo persecución religiosa y mártires en la aquella parte de las provincias vascas que quedó bajo el dominio de los rojo-separatistas. Como dejó sentado D.Antonio Montero Moreno (hoy Arzobispo Emérito de Mérida-Badajoz) después de su serena investigación histórica publicada en 1961, justa o injusta la muerte de los sacerdotes que ustedes se proponen ahora homenajear no se debió a su carácter sacerdotal o a su ministerio sagrado. Y Salvador de Madariaga, republicano y liberal, dio por zanjado el asunto al concluir que "hay mucha distancia en malos tratos y muertes (por detestables que fueran, como lo fueron) por razones políticas, y a pesar de ser sacerdotes, y un asesinato en masa de sacerdotes precisamente por serlo". Por el contrario, en las provincias de Guipúzcoa y Vizcaya, fueron asesinados cincuenta y cinco sacerdotes y religiosos porque no fueron objeto de la protección que amparaba a quienes profesaban la ideología nacionalista; buena parte de ellos, en los barcos-prisiones y en las cárceles de Bilbao, sede del Gobierno autónomo vasco. Ante el intento, viejo como la mentira y el demonio, de deformar lo ocurrido en Vascongadas, el Cabildo de Vitoria denunciaba la persecución religiosa sufrida en unas declaraciones publicadas en la prensa nacional en julio de 1937:

    "1°. La inmensa mayoría de los sacerdotes se ha visto obligado a vestir de seglar aun en el mismo Bilbao; 2°. Muchos han sido vejados, perseguidos y encarcelados sin proceso ni juicio alguno; 3°. Muchos han sido asesinados, sin que se sepa de castigo alguno impuesto a los culpables; 4°. Las casas de no pocos de ellos han sido allanadas y saqueadas a cualquier hora del día y de la noche; 5°. No se ha llevado públicamente el Santo Viático, ni se han conducido solemnemente los cadáveres, fuera de algunos de personas destacadas, contrastando esto con la asistencia de autoridades vascas a una porción de entierros civiles de jefes de milicianos muertos en el frente; 6°. Apenas ha habido cultos vespertinos ni predicación en muchas iglesias; 7°. Las mujeres han tenido que acudir a ellos y llevar la mantilla puesta por las calles, so pena de ser insultadas groseramente. 8°. Las iglesias han estado contra costumbre cerradas durante gran parte del día; 9°. Bastantes han sido convertidas en almacenes de víveres, cuarteles, salas de baile y hasta prostíbulos, como las de Ubidea y Ochandiano, etc., no disponiendo algunas poblaciones ni de las precisas para satisfacer la piedad de los fieles; 10°. Se han proferido blasfemias horribles, procaces dicterios contra la Iglesia y las jerarquías católicas desde la emisora del Gobierno vasco, establecida en el mismo palacio presidencial. Junto a estos hechos, ¿qué significa la apertura de un seminario, la exención de los sacerdotes del cumplimiento de las leyes militares y algunos otros, de más apariencia que realidad?".

    Solamente nos queda esperar, que si todavía existe dignidad en una institución que antaño fue gloriosa, quien tenga autoridad para hacerlo ponga coto a esta arbitrariedad, impida la ejecución de este proyecto político y pida responsabilidades a sus promotores. Si no es así, si una vez más nos vemos obligados a lamentar la cobardía o la complicidad de quienes prefieren aparecer como encubridores de la ideología que en España carga las metralletas, tendremos que recordar, para conservar la fe, que la doctrina de la Iglesia no es la de estos lobos disfrazados de pastores sino la de aquellos que, como el Cardenal Gomá, condenan al nacionalismo afirmando "que surge contra el Estado y sacude el yugo común que aunaba en la síntesis de la Patria única a varios pueblos que la Providencia y la historia redujeron a un denominador común". (cfr. Catolicismo y Patria, VI). Porque la doctrina católica predica a los pueblos la justicia y la caridad, también en el orden político y es la justicia y la caridad la que, "dentro de un mismo Estado, impone el respeto a vínculos derivados de los hechos y principios legítimos que forman de varios pueblos una gran Patria" (Ibid.). Para concluir, con esperanza, que una vez silenciados quienes odian aquello que nosotros amamos, nuestra España volverá a ser: "Una, con la unidad católica, razón de toda nuestra historia; grande, con la grandeza del pensamiento y de la virtud de Cristo, que han producido los pueblos más grandes de la historia universal; y libre 'con la libertad con que nos hizo libres Cristo' porque fuera de Cristo no hay verdadera libertad" (ibid.,VII).



    Del mismo autor, como complemento a este artículo:

    PARA INFORMACIÓN DE LOS "OBISPOS VASCOS" (I)

    PARA INFORMACIÓN DE LOS "OBISPOS VASCOS" (II)



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    Última edición por Chanza; 02/07/2009 a las 16:20

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    Respuesta: Vileza episcopal

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    El fusilamiento de un sacerdote es algo horrendo


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    Como dijo el Cardenal Gomá, “el fusilamiento de un sacerdote es algo horrendo, porque lo es de un ungido del Señor, situado, por este hecho, en un plano sobrehumano”, por eso la muerte de los sacerdotes nacionalistas durante la cruzada es un episodio particularmente espinoso. Como apoyo documental al reciente escrito de don Ángel David Martín Rubio en que aclara aquellos sucesos y disipa los equívocos suscitados por el escrito de los obispos vascos sobre los sacerdotes nacionalistas muertos durante la cruzada, ofrecemos un amplio extracto del libro “El Clero y los católicos vasco-separatistas”, publicado tres años después de aquellas ejecuciones y que demuestra que ninguna relación guardan aquellas muertes con las martiriales de los sacerdotes inmolados por los rojo-separatistas durante la guerra. En todos los casos la razón de las ejecuciones fue un delito civil y siempre se siguió un proceso penal de guerra, con mayor o menor escrúpulo. Eso no obstante, dado el particularmente odioso carácter de esas muertes, una vez terminada la sangrienta campaña de Guipúzcoa, no se volvió a realizar ninguna ejecución, conmutándose las penas en todos los casos. A pesar de la triste ocurrencia de los obispos vascos, no vendrá mal refrescar la memoria de cómo sucedieron aquellos tristes hechos.


    “Dos épocas deben distinguirse en el proceso judicial con los sacerdotes nacionalistas, que automáticamente se diferencian y circunscriben: la ocupación de Guipúzcoa por los nacionales, y la de Vizcaya; o séase, más claro: la de los días de lucha violenta, primeriza, con los aceros recién desenvainados y las almas en ebullición, y la que regula sus pasos, ordena su actitud, desarrolla su vida militar y civil en la calma de quien camina seguro y, por ello, calmoso.
    La primera va marcada con hitos rojos; la segunda, limpia de horrores, tiene únicamente penas de cárcel o destierro.
    Los sacerdotes fusilados por separatistas son dieciséis, número exiguo al lado de los miles de sacerdotes y Religiosos víctimas de los rojos: consideración de fuerza contra los gubernamentales, que hacen hincapié, hipócritamente, en ese charco de sangre y no reparan en los torrentes de la otra. Para los nacionalistas, tampoco estorba la comparación, y más la ceñida a su tierra, donde sus amigos asesinaron casi cuatro veces más sacerdotes, únicamente por serlo, por odio a la cristiandad; y ellos callaron, o se oyeron muy apagadas las protestas que, al tratarse de los suyos, se encabritan hasta las nubes.
    Pero el caso es gravísimo. Dice bien el Cardenal Goma en su carta a Aguirre: "El fusilamiento de un sacerdote es algo horrendo, porque lo es de un ungido del Señor, situado, por este hecho, en un plano sobrehumano, adonde no debiesen llegar ni el crimen, cuando lo hay, ni las sanciones de la justicia humana, que suponen el crimen." Y es más horrendo el caso cuando la justicia, en el sentido de ejecución, la hacen católicos: los que debieran acercarse al sacerdote sólo de rodillas para recibir de sus manos los Sacramentos, y de su boca la Verdad Eterna. "Pero también lamentaríamos profundamente — prosigue el Sr. Cardenal— la aberración que llevara a unos sacerdotes ante el pelotón que debiera fusilarlos, porque el sacerdote no debe apearse de aquel plano de santidad ontológica y moral en que le situó su consagración para altísimos misterios."

    Recuérdense las circunstancias: los sacerdotes no murieron —como infinitos, en la zona roja, incluso Vizcaya— a manos de los bandidos que los cazasen y diesen el paseíto, o los rematasen en las cubiertas de los barcos o galerías de las prisiones: fueron sentenciados y ejecutados, en el sentido estricto de la palabra.
    Y todos los fusilamientos, menos uno, se ordenaron en Guipúzcoa, es decir, en los principios de la campaña del Norte, cuando, por necesidad de guerra, las atribuciones de los comandantes de columna eran casi omnímodas y la rapidez de la justicia —o de lo que tal se creyera— se imponía, como se impone siempre en los avances de un ejército por territorio enemigo, donde la previsión y el escarmiento son normas poco menos que obligadas. No pueden dejarse atrás personas que con su influjo siembren o cultiven la malquerencia y los consiguientes ataques por la espalda. Los cabezas de la traición, si traición es la que se combate, han de sentir el peso de la ley.
    Pues así fue allí. Los militares, como los españoles generalmente, estaban persuadidos de que al Clero separatista se debía, más que a nadie, la actitud de los dirigentes y de los gudaris; que sin ellos, sin su declaración de que la guerra era lícita por su parte, de que la Pastoral del Obispo propio no obligaba, el territorio vasco estaría por España. Su influjo fue decisivo: de poco hubieran aprovechado las voces de los muñidores políticos, si el párroco, o confesor, o consiliario, o amigo de sotana, no las aprobara y robusteciera. Fácilmente, en tal supuesto, habían de mirarlos como fautores de la guerra, como traidores a la Patria española. Bastaba, pues, que una acusación señalase en la persona de un clérigo la culpa y se le probase, con más o menos escrupulosidad legalista, para que la pena dura, como en campaña viva, cayese sobre los denunciados. Ni se les ocurrió, seguramente, que el fuero eclesiástico exige trámites propios largos de andar.
    Aguirre, en su discurso del 22 de diciembre de 1936, asentó el principio que, muy atenuado, aplicaron los militares: "El carácter religioso no podrá eximir de las responsabilidades derivadas de actuaciones políticas contrarias a la ley."
    [...]

    Es verdad que no siempre se atuvieron a los trámites ordinarios; pero a todos se abrió expediente: la denuncia firmada, el informe a base de ella, los descargos del supuesto reo, etc. Ante el Tribunal o ante el juez. Probablemente, por querer más seguridad, debida al carácter del acusado, los sacerdotes estaban en la cárcel más tiempo que los seglares, en quienes la sentencia se cumplía rápidamente.
    [... ]
    Pero, en fin de cuentas, ¿hubo motivos suficientes para condenar a última pena a los dieciséis sacerdotes fusilados? Pregunta difícil de contestar a satisfacción de todos, sin tener delante los expedientes.
    Han corrido voces sobre clérigos vascos sorprendidos en actos que las leyes de campaña sancionan con el máximo rigor y la máxima rapidez: nos impide recogerlos la falta de pruebas, aunque, a veces, lo que hay pasa de indicios. Por ejemplo, el Arzobispo de Santiago escribe, en carta a D. Alejo Aleta, haber oído a un teniente, herido en Asturias, que entre los prisioneros hechos en aquel frente se contaban algunos sacerdotes vascos, a quienes se aprehendió mientras hacían fuego en compañía de los milicianos de Bilbao.
    [...]
    El Tebid-Arrumi cuenta su conversación con otro, que se entregó prisionero cuando se le acabaron las municiones de la ametralladora que manejaba (1). A otro se le acusó—y por ello lo fusilaron—de que por los montes de Salinas de Léniz se pasaba al campo rojo-separatista, con los informes sobre las fuerzas y posiciones de los nacionales. Peor fue lo de Rentería: los requetés avisaron al cura y coadjutor (Sres. Lecuona y Albizu) que a las diez del día siguiente irían a Misa. Los rojos les prepararon una emboscada, y como no lo habían dicho los requetés sino a los sacerdotes, a ellos les echaron la culpa y se la castigaron. A otro (o a un seminarista, no lo recuerda quien lo oyó al general Vigón) lo sorprendieron en una torre acaudillando a un grupo de mozos que desde ella disparaban: fue en el Valle de Tolosa.
    Del célebre (por sus andanzas propagandistas en el extranjero) D. Ramón Laborda asegura el secretario del Juzgado especial de San Sebastián, D. Agustín Prado, haberlo visto en aquella ciudad, al estallar el Movimiento, recorrer las calles, pistola en mano, acompañando a las milicias nacionalistas. Y suya fue la frase, en San Juan de Luz, al oír a unas señoras que Franco y Mola iban a salvar a España: "¡Lástima que Cristo escogiera, para salvar al mundo, a los doce apóstoles, teniendo a los generales.....!"
    El Padre Miguel García Alonso, Superior de los Redentoristas de Barcelona, asegura, in verbo sacerdotis, al Sr. Cardenal lo siguiente:
    "El lunes 22 de febrero del año corriente (1937), viniendo yo de Burgos a Pamplona, coincidí, en el mismo departamento del tren, con muchachos del Requeté, que volvían del frente de Madrid con días de licencia. Mientras yo rezaba en mi Breviario, ellos departían amistosamente, contándose sus azares de guerra. Uno de ellos, con voz natural y acento de sinceridad, decía a sus compañeros: "Chicos: yo, el peor rato que he pasado lo pasé aquí, en el frente de Vizcaya, el día que me tocó fusilar a un sacerdote» Y eso que se lo tenía bien merecido; porque estábamos en el puesto más avanzado, y varias noches nos cortaron el teléfono de comunicación con el pueblo. Montamos guardia y pescamos cortando el hilo a un hombre joven, que resultó ser el cura. Lo llevamos a los jefes, y ni siquiera intentó defenderse: dijo que lo había hecho porque tenia que defender a los suyos. Lo condenaron, y me tocó fusilarlo: él estuvo sereno; pero nosotros, muy mal rato." Al oír esto, yo intenté llamar aparte al muchacho para precisar y autentificar el hecho; pero, en esto, llegamos a Alsasua, y, en el cambio de tren, lo perdí de vista. Por lo que pude deducir, el chico era de Añorve." (Carta de Pamplona, 9 de abril de 1937.)
    [... ]
    Del arcipreste de Mondragón, arriba se copió algo. Contra D. José Aristimuño se acumularon sus campañas antiespañolas en Euzkadi y El Día, del que era inspirador, y en multitud de mítines y conferencias nacionalistas, donde actuaba contra la prohibición del Sr. Obispo; haber instigado a los dirigentes vascos a recoger y repartir un depósito de armas que había en la parroquia del Buen Pastor, a la que estaba él adscrito.
    El párroco y coadjutor de Rentería tuvieron por causa lo dicho antes sobre la denuncia de los requetés. Además, la comunicación oficial del comandante de ese pueblo al Gobernador militar de Guipúzcoa dice: "Tengo el honor de poner en conocimiento de V. E. que, por denuncias recibidas en esta Comandancia, se ha detenido en esta villa a los sacerdotes de la misma D. Gervasio Albizu Vidaur y D. Martín Lecuona, acusados de ser nacionalistas exaltados: el primero, fundador del Partido en ésta, y que siempre ha manifestado públicamente su desprecio a todo lo español, no ocultando sus simpatías por el Frente Popular, resaltando el hecho de que en octubre del 34, cuando el movimiento catalán, se vanagloriaba de este levantamiento y manifestaba sus deseos de que lo imitasen los vascos. Ha sido el brazo derecho y consejero de un tal Loidi, último teniente-alcaide y presidente de la Comisión de Abastos y Finanzas del Frente Popular de Rentería.
    "El segundo, además de su exaltado nacionalismo, hacía pública propaganda en la escuela de una Sociedad que, con el matiz de social-católica, era vergonzante nacionalista, hasta el extremo que, alguna vez, los padres de familia han protestado, porque, entre otras cosas, imponía multas por hablar español. En cierta ocasión, sugirió al párroco ayudar económicamente al Frente Popular. También era íntimo amigo del tal Loidi."
    D. Jorge Iturricastillo, de la parroquia de Marín: El comandante de Salinas de Léniz comunica al de Mondragón, para que 10 pase al juez especial de San Sebastián, que dicho sacerdote era dirigente del Partido, y tenía a su cargo el servicio de espionaje, antes de que los nacionales se apoderasen del pueblo. Aconsejaba a los mozos se alistaran en las filas de los rojos.
    D. Celestino Onaindía y D. Ignacio Peñagalicano: El primero, según el comandante de Elgóibar, era propagandista acérrimo, reclutador de gudaris, organizador de entidades separatistas, incluso entre mujeres, que han ayudado moral y materialmente al Frente Popular; interponía informes falsos en favor de personas presas por su actuación en el Movimiento. El segundo, colaborador de Onaindía y su encubridor: lo tenía escondido en su casa.
    El Padre José Otaño, del Corazón de María: Se le acusó de sostener que la justicia estaba por los rojos, y que de buena gana se iría con ellos.
    Repetimos que no copiamos de las actuaciones judiciales; no cabe, pues, deducir que la sentencia se fundó únicamente en los cargos aquí recogidos. Éstos se adujeron; con otros, muy posiblemente.
    Sea de ello lo que fuere, Euzkadi falta a la verdad, cuando escribe (5 de agosto de 1938): "¿De qué se acusa a los sacerdotes vascos detenidos? De nada. Sencillamente, son perseguidos porque profesaban de corazón la ley de Dios." Sí, la profesaban generalmente, y esto prueban los testimonios que por su virtud se traen, los que han corrido en extrañas tierras gracias a la autoridad de su origen. Pero la causa de la persecución es muy otra: la buena fe casaba en ellos la ley de Dios y la pureza de su ministerio con la malquerencia a España.
    El Religioso poco ha citado, continúa refiriéndose ya a los sacerdotes: "A todos se les formó proceso. En lo que ciertamente había deficiencias es en el modo de la ejecución. La justicia se hacía, en aquellos días, segura, pero prontamente, y no había, al principio, ni abundancia de vehículos para conducirlos al lugar de la ejecución (por eso, algunos fueron mezclados, en el coche, con los demás reos), ni sobra de fusileros ni de enterradores; por eso cayeron y fueron enterrados mezclados con los rojos y nacionalistas, permitiendo así Dios que sus cuerpos cayeran en la misma fosa con los que iban o aconsejaban estar unidos en la guerra. Pero soy testigo de la pena con que actuaron siempre los mismos ejecutores, y lo vieron los sacerdotes también; que por eso, viendo tan conmovido al que mandaba el pelotón de los fusileros, uno de los sacerdotes le dio un abrazo. Y, cuando pudieron, los llevaron en coche aparte. Y, finalmente, los mismos ejecutores retrasaban, si podían, de un día para otro, la ejecución, y destacaban sus jefes hacia las alturas, para poner un remedio, que, se lo aseguro, ha sido definitivo. Termino este punto con una sola idea, fruto de las informaciones serias que he recibido: todos los sacerdotes fusilados incurrieron en un delito que la ley española —como la de todos los países— castiga con la muerte: traidores o desertores de España, incurrieron en el delito de lesa patria."
    Que siempre las sentencias no estuviesen tan justificadas, que en la sustancia y en el modo hubiese precipitación, en algunos, sinceramente lo creemos. Y debieron creerlo también arriba, puesto que a rajatabla se dio orden de cortar las ejecuciones sacerdotales.
    Han acusado, con ligereza o mala fe, a la Jerarquía eclesiástica española de haber callado ante lo que califican de crimen sacrílego. Aguirre, entre otros, en su célebre mensaje radiado. Ossorio y Gallardo fue más lejos: estampó en La Vanguardia, de Barcelona, que se habían aplaudido esas muertes. Falso de toda falsedad: el Emmo. Sr. Cardenal de Toledo, no bien se enteró de las circunstancias en que se ejecutaban los fusilamientos, tomó el coche, se presentó al Generalísimo, y le oyó la promesa formal de que no se repetirían. El prolijo Cardenal escribe al Vaticano: "He de consignar con Satisfacción que las autoridades militares superiores, particularmente el Generalísimo Franco, Jefe del Estado, quedaron desagradablemente sorprendidos por la noticia del hecho, que desconocían y reprobaron, diciéndome textualmente el Jefe del Estado: "Tenga Su Eminencia la seguridad, de que esto queda cortado terminantemente."
    Sobre el fusilamiento de sacerdotes se ha tejido una leyenda, no sólo en lo sustancial de negar en todos toda culpabilidad, sino en las circunstancias de su prisión y muerte. Imposible detenernos en analizarlas: una sola, la del Sr. Aristimuüo (Aitzol), servirá de muestra.
    Aparte de su personalidad pública, completamente innocua: "infatigable luchador por la idea de Dios y por la causa de la Patria, que las asociaba en una", nos lo pintan brutalmente apaleado en la cárcel, de manera que, al salir para la ejecución iba tambaleándose, con la cara hinchada de los golpes. Y lo aureolan más, para que la figura del mártir de la Patria perdure circundada de luces heroicas:
    "Algunos periódicos extranjeros publican detalles acerca del fusilamiento del sacerdote vasco Dr. José de Aristimuño, facilitados por uno de los requetés que formaron el pelotón ejecutor, refugiado ahora en Francia.
    "Según estas informaciones, el malogrado presbítero tolosano, destacada personalidad en las actividades de la cultura, rechazó con gran energía la retractación de sus "errores", a cambio de la cual ofrecíanle los facciosos la gracia de la vida. Estos "errores" consistían, sencillamente, en su adhesión al nacionalismo vasco. Lo único que pidió el Sr. Aristirnuño a los facciosos fue que se le permitiese dirigir la palabra a sus ejecutores. Y tales debieron ser los términos de exaltación patriótica y de fervor religioso que puso en sus frases, que los que formaban el piquete, hondamente conmovidos, rehusaron, por dos veces, obedecer a la voz de mando que ordenaba hacer fuego, y sólo ante la conminación y la amenaza del comandante hubieron de disparar. Y, aun así, la mayoría de ellos lo -hizo sin apuntar. Dos balas, no obstante, le hirieron mortalmente, y así se consumó el sacrificio de una de las figuras más ilustres de "Euzkadi".....
    "De nada sirvió que se hubiese demostrado su abstención en cuanto afecta al movimiento rebelde y a sus consecuencias".
    Pues todo ello es novela. Lo asistió, en sus últimas horas, el Padre Juan Urriza, S. J., y nos escribe: "Que lo golpearon se dijo al principio, y fue voz que llegó a nosotros.... Por eso tuve empeño en preguntárselo yo mismo al Sr. Aristimuño... Como sacerdote, se portó muy bien. Pero estaba persuadido de que moriría, y trataba las cosas con seriedad, con la gravedad que el momento requería. Le pregunté, expresamente: —¿Le han pegado a usted en el interrogatorio? —No, me contestó rotundamente; pero me han tratado muy mal. No había en él ninguna señal de golpes. El mal trato debió ser moral. Esta es la verdad, aunque no la creerán. Hablamos al jefe de Prisión, para que le pusieran una colchoneta (no había bastantes), y se le puso una cama. Yo, la última vez que le visité, le invité a que se sentara en ella; no quiso. Recé, junto con él, la oración de la aceptación de la muerte. Nunca habló de política. Rezaba en castellano. Lo de que murió gritando: "¡Gora Euzkadi!", es absolutamente falso. A la hora de morir, fue cristiano digno; fue más: fue sacerdote. Nada más. Tampoco es cierto que no pudiera tenerse de pie: de pie recibía, en su celda, grave, serio, pensativo. No revelaba ningún dolor físico. —Lo que en estos momentos le duele a uno, es haber ofendido al Señor. Así me dijo."
    [... ]
    Oigan, a este último propósito, las siguientes palabras del Excelentísimo Sr. Múgica, al Sr. Cardenal de Toledo: "Reconozco, gustosísimo y lleno de gratitud, el gran favor que, lo mismo a Su Excia. Rdma. como al Excmo. Sr. General Franco, debe la Diócesis de Vitoria —yo también hice diligencias, a ese efecto, donde me pareció necesario-.de que se haya cortado ese estado de angustia y zozobra en que, por dichas muertes, había quedado la Diócesis; favor que yo procuro todos los días, en mi pobreza, pagar con oraciones que, bien sabe el Señor, van dirigidas para gloria de la Santa Iglesia española y triunfo de los ejércitos que tan valientemente luchan por traer a España la seguridad de la Religión y todas las grandes virtudes que hagan de nuestra amada Patria una nación digna de su gloriosa historia." (Roma, 10 de febrero de 1937.)
    Alude Su Exc.a Rdma. a la intercesión del Sr. Cardenal, admitida sin demora por el Generalísimo, que puso fin a las sentencias capitales de sacerdotes. Los jueces siguieron actuando; sus veredictos se ajustaron al Código en tiempo de campaña; algunos, pocos, reos Se condenaron a muerte: tres en Vizcaya; pero ninguno sufrió la pena.
    Otra intercesión nos declaran las dos cartas siguientes:
    "Emmo. Sr. Doctor D. Isidro Gomá,
    "Eminentísimo señor: Los abajo firmantes, el presbítero D. Francisco Errazti y el Padre León de Aranguren Astola, Carmelita, a V. E., con todo respeto y gratitud por sus desvelos en su favor, exponen: Que, vista la gravedad de la situación y los daños que de su ejecución habían de sucederse, hacen el ofrecimiento, que esperan será transmitido por V. E. al Generalísimo (q. D. g.), de morir voluntariamente y a perpetuidad a los asuntos políticos de España, pidiendo que su vida sea rescatada, única y exclusivamente, para servicio de la Iglesia en territorio de Misiones, donde no haya ninguna colectividad vasca, en la India Inglesa, Misiones Carmelitas de la misma o donde quiera señalarnos, para mayor seguridad. Juramos, in verbo sacerdotis, no dar cuenta a nadie de los asuntos que aquí hayan podido sucederse, ni admitir periodistas, ni dar referencia alguna de cosa que pueda perjudicar al Movimiento Nacional. Si alguna otra cosa quieren pedir, estamos dispuestos a aceptarla de grado. Dios guarde a V. E. muchos años.
    "Carmelo de Begoña, 13 de septiembre de 1937.—Francisco de Errazti, León Aranguren."
    El 5 de octubre vuelven a escribir al Sr. Cardenal, dándole las gracias por el favor alcanzado.

    El segundo período de los procesos contra sacerdotes arranca desde la orden que recortó la jurisdicción extraordinaria de comandantes locales: coincide con la total conquista de Guipúzcoa. Sin la urgencia de los comienzos, que explican actitudes extremas, montóse el organismo ordinario de la justicia, principalmente en lo que a clérigos atañía. En Vizcaya, aun durante la conquista, no hubo otra autoridad que la de los Tribunales ajustados a la Ley.
    Supuesta la fama de separatista o nacionalista, en el sentido político, que, antes y después del 18 de julio, señalaba a buena parte del Clero vasco, es lógico que las autoridades militares, encargadas de la depuración, pusieran sobre ellos sus ojos y su vigilancia.
    Por otro lado, el carácter de los presuntos delincuentes exigía el máximo respeto y la máxima cautela: aún los culpados no habían de medirse por el rasero común, y las pruebas contra ellos habíanse de sopesar, afinándolas en el crisol de la justicia, removiendo las escorias que posiblemente mezclara la pasión; porque si con todos los reos ello es obligado, más con los sacerdotes, cuyo nombre ha de mantenerse sin tacha, para bien de su ministerio. Y así se hizo. Es absolutamente falso, o tendenciosamente exagerado, el rumor echado a volar por los separatistas contra los Tribunales de guerra.
    Posible es un ex abrupto, una desconsideración; pero no las escenas que nos pinta y en que intervino D. Ignacio Azpiazu. Los jueces y militares españoles no son camaradas de la F. A. I.: son caballeros y católicos; y si el amor patrio, subido de punto en la contienda, puede dejar posos de aversión contra los que juzgan traidores, su religiosidad, su sentido práctico del aire que se respira en España, los modera. Con el sacerdote extreman la cortesía y el respeto. Al Delegado Apostólico Mons, Antoniutti, le oímos contar de un Tribunal en que los jueces se pusieron a rogar al sacerdote acusado no les obligara a condenarlo; que diera una señal cualquiera de amor a España, un ¡viva!, algo en que estribara la misericordia. Y el sacerdote se negó. Prefirió ser ¡mártir de su pueblo!"

    [Del capítulo X, “Los Tribunales militares y el Clero separatista”, en “El Clero y los católicos vasco-separatistas. 1940]




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