SAN VICENTE FERRER, PREDICADOR INSIGNE

Nació en 1350 en Valencia, España. Sus padres le inculcaron desde muy pequeñito una fervorosa devoción hacia Nuestro Señor Jesucristo y a la Purísima Virgen María. Le encargaron repartir las cuantiosas limosnas que la familia acostumbraba a dar. Así lo fueron haciendo amar el dar ayudas a los necesitados. Lo enseñaron a hacer una mortificación cada viernes en recuerdo de la Pasión de Cristo, y cada sábado en honor de la Virgen Santísima, piadosas costumbres que ejercitó durante toda su vida.


Se unió a la Orden de Predicadores, Padres Dominicos y por su gran inteligencia, a los veintiún años ya era profesor de filosofía en la universidad.Siendo un simple diácono lo enviaron a predicar a Barcelona. La ciudad estaba pasando por un período de hambre y los barcos portadores de alimentos no llegaban. Entonces SanVicente, en un sermón anunció una tarde que esa misma noche llegarían los barcos con los alimentos tan deseados. Al volver a su convento, el superior lo regañó por dedicarse a hacer profecías de cosas que él no podía estar seguro de que iban a suceder. Pero esa noche llegaron los barcos, y al día siguiente el pueblo se dirigió hacia el convento a aclamar a San Vicente, el predicador. Los superiores tuvieron que trasladarlo a otra ciudad para evitar desórdenes.San Vicente estaba muy angustiado porque la Iglesia Católica estaba dividida entre dos Papas a consecuencia del Cisma de Avignón, y hasta tal punto fue su preocupación que enfermó y estuvo a punto de morir. Pero una noche se le apareció Nuestro Señor Jesucristo, acompañado de San Francisco y Santo Domingo de Guzmán y le dio la orden de dedicarse a predicar por ciudades, pueblos y campos. Y San Vicente, a base de predicar sin descanso, recuperó inmediatamente su salud.En adelante, durante treinta años, San Vicente recorre el norte de España, y el sur de Francia, el norte de Italia, y el país de Suiza, predicando incansablemente, con enormes frutos espirituales, siendo los primeros convertidos judíos y moros. Dicen que convirtió más de diez mil judíos y otros tantos musulmanes en España. Las multitudes se apiñaban para escucharle, donde quiera que él llegaba. Tenía que predicar en campos abiertos porque las gentes no cabían en los templos. Su voz sonora, poderosa y llena de agradables matices y modulaciones y su pronunciación sumamente cuidadosa, permitían oírle y entenderle a mucha distancia.
Sus sermones duraban casi siempre más de dos horas, sin embargo los oyentes no se cansaban ni se aburrían porque sabía hablar con tal emoción y de temas tan propios para esa gente, y con frases tan propias de la Sagrada Biblia, que a cada uno le parecía que el sermón había sido compuesto para él mismo en persona.

Su predicación conmovía hasta a los más fríos e indiferentes. Su poderosa voz llegaba hasta lo más profundo del alma. En pleno sermón se oían gritos de pecadores pidiendo perdón a Dios, y a cada rato caían personas desmayadas de tanta emoción. gentes que siempre habían odiado, hacían las paces y se abrazaban. Pecadores endurecidos en sus vicios pedían confesores. El santo tenía que llevar consigo una gran cantidad de sacerdotes para que confesaran a los penitentes arrepentidos. Hasta quince mil personas se llegaron a reunir en los campos abiertos para oírle.
Después de sus predicaciones lo seguían dos grandes procesiones: una de hombres convertidos, rezando y llorando, alrededor de una imagen de Cristo Crucificado; y otra de mujeres alabando a Dios, alrededor de una imagen de la Santísima Virgen. Estos dos grupos lo acompañaban hasta el próximo pueblo a donde el Santo iba a predicar, y allí le ayudaban a organizar aquella misión y con su buen ejemplo conmovían a los demás.
Como la gente se lanzaba hacia él para tocarlo y quitarle pedacitos de su hábito para llevarlos como reliquias, tenía que pasar por entre las multitudes, rodeado de un grupo de hombres encerrándolo y protegiéndolo entre maderos y tablas. El santo pasaba saludando a todos con su sonrisa franca y su mirada penetrante que llegaba hasta el alma.
Las gentes se quedaban admiradas al ver que después de sus predicaciones se disminuían enormemente las borracheras y la costumbre de hablar cosas malas, y las mujeres dejaban ciertas modas escandalosas o adornos que demostraban demasiada vanidad y gusto de aparecer. Y hay un dato curioso: siendo tan fuerte su modo de predicar y atacando tan duramente al pecado y al vicio, sin embargo las muchedumbres le escuchaban con gusto porque notaban el gran provecho que obtenían al oírle sus sermones.
San Vicente fustigaba sin miedo las malas costumbres, que son la causa de tantos males. Invitaba incesantemente a recibir los santos sacramentos de la confesión y de la Comunión. Hablaba de la sublimidad de la Santa Misa. Insistía en la grave obligación de cumplir el mandamiento de Santificar las fiestas. Insistía en la gravedad del pecado, en la proximidad de la muerte, en la severidad del Juicio de Dios, y del Cielo y del Infierno que nos esperan. Y lo hacía con tanta emoción que frecuentemente tenía que suspender por varios minutos su sermón porque el griterío del pueblo pidiendo perdón a Dios, era inmenso.
Pero el tema en que más insistía este Santo predicador era el Juicio de Dios que espera a todo pecador. La gente lo llamaba “El ángel del Apocalipsis“, porque continuamente recordaba a las gentes lo que el libro del Apocalipsis enseña acerca del Juicio Final que nos espera a todos. El repetía sin cansarse aquel aviso de Jesús: “He aquí que vengo, y traigo conmigo mi salario. Y le daré a cada uno según hayan sido sus obras” (Apocalipsis 22,12). Hasta los más empecatados y alejados de la religión se conmovían al oírle anunciar el Juicio Final, donde “Los que han hecho el bien, irán a la gloria eterna y los que se decidieron a hacer el mal, irán a la eterna condenación” (San Juan 5, 29).


Los milagros acompañaron a San Vicente en toda su predicación: uno de ellos era el hacerse entender en otros idiomas, siendo que él solamente hablaba su lengua materna (el valenciano) y el latín. Y sucedía frecuentemente que la gente de otras regiones le entendían perfectamente como si les estuviera hablando en su propio idioma. Era como la repetición del milagro que sucedió en Jerusalén el día de Pentecostés, cuando al llegar el Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, las gentes de 18 países escuchaban a los apóstoles cada uno en su propio idioma, siendo que ellos solamente les hablaban en el idioma de Israel.San Vicente se mantuvo humilde a pesar de la enorme fama y de la gran popularidad que le acompañaban, y de las muchas alabanzas que le daban en todas partes. Decía que su vida no había sido sino una cadena interminable de pecados. Repetía: “Mi cuerpo y mi alma no son sino una pura llaga de pecados. Todo en mí tiene la fetidez de mis culpas“.En sus últimos años, ya lleno de enfermedades, lo tenían que ayudar a subir al sitio donde iba a predicar. Pero apenas empezaba la predicación se transformaba, se le olvidaban sus enfermedades y predicaba con el fervor y la emoción de sus primeros años. Durante el sermón no parecía viejo ni enfermo sino lleno de juventud y de entusiasmo. Y su entusiasmo era contagioso. Murió en plena actividad misionera, el Miércoles de Ceniza, 5 de abril del año 1419. Fueron tantos sus milagros y tan grande su fama, que el Papa lo declaró santo a los 36 años de haber muerto, en 1455.

Ecce Christianus | He aquí el Cristiano. He aquí alguien llamado a batallar