El matusalén sevillano
En los años de 1550, aproximadamente, había nacido en Sevilla, de familia hidalga, aunque modesta, don Juan Ramírez de Bustamante, el cual deseoso de mejorar su fortuna, de vivir aventuras, y de alcanzar la fama, se embarcó para Indias, como solían hacerlo en aquel tiempo los jóvenes animosos y hambrientos de gloria.
Se hizo piloto de la Carrera de Indias, y participó no solamente en los célebres "convoyes de la plata" que venían desde Veracruz a Sevilla con los galeones cargados de metales preciosos, y defendiéndose contra tempestades, y contra filibusteros, piratas holandeses y corsarios ingleses, sino que también tuvo ocasión de formar parte de alguna de las heroicas expediciones que descubrieron para el mundo civilizado islas ignoradas, archipiélagos inimaginables, en los mares de Oriente, allá por las Carolinas, las Palaos, las Molucas, y frente a las costas de Sumatra, Borneo, Java y la Sonda.
Fue, pues, don Juan Ramírez Bustamante uno de los más afortunados semidioses del Siglo de Oro español, a quien cupo la fortuna de vivir plenamente las aventuras, los viajes, los peligros y la gloria.
No obstante, como incluso la aventura y la gloria cansan, acabó por retirarse de los viajes de exploración y conquista, y se ajustó a una vida más moderada, consiguiendo el cargo de piloto mayor de la Carrera de Indias, con el que se podía disfrutar de un año de navegación y seis meses de puerto, a las órdenes de la Casa de Contratación de Sevilla. En este tiempo, tendría él alrededor de los cuarenta años de edad, se casó, enviudó, volvió a casar y volvió a enviudar, porque en aquel entonces las mujeres morían con gran facilidad de los achaques del parto y del sobreparto.
En resumen, nuestro don Juan Ramírez de Bustamante, en sus diferentes matrimonios, llegó a juntar una prole de cuarenta y dos hijos legítimos, y por aquello de que no era un santo, y las costumbres de la época lo toleraban, allegó otros nueve de los llamados "de ganancia" o "habidos en buena lid". En total cincuenta y un hijos que por ley, o por dispensación, llevaron sus apellidos.
A los sesenta años don Juan Ramírez Bustamante abandonó el mar, y se dedicó en Sevilla a la enseñanza de las Matemáticas y la Astronomía en la Escuela de Mareantes. Así estuvo durante algunos años más, hasta los ochenta y cinco.
Decidió entonces jubilarse de la enseñanza, pero no siendo de condición perezoso, arbitró otra actividad en que entretener su tiempo, y fue ésta la de realizar dibujos topográficos, entretenimiento que alternó con la lectura de libros bíblicos y obras de los Santos Padres de la Iglesia. De resultas de cuyas lecturas, a los noventa y dos años, decidió empezar a estudiar la carrera de sacerdote, carrera que había implantado poco antes el Concilio de Trento. Así pues, a los noventa y dos años se hizo seminarista, y curso por curso, y sus cuatro de Humanidades y sus tres de Teología, y consiguió ordenarse sacerdote a los noventa y nueve años de edad.
Y el día siguiente de recibir las sagradas órdenes, acudió a temprana hora al palacio arzobispal y pidió ver a Su Ilustrísima.
Cuando el prelado le recibió, don Juan Ramírez Bustamante, tras hacerle una modesta y humilde reverencia, le dijo:
--Ea, señor arzobispo; ya he terminado mis estudios y me he ordenado. Ya tiene usted un nuevo pastor dispuesto a atender a la cura de almas. ASí que he venido a pedirle que me destine a algún curato en donde pueda ejercer mi ministerio.
Sorprendióse el prelado, y arguyó:
--Pero, ¿con noventa y nueve años de edad, quiere un ejercicio tan trabajoso? Mejor será que limitéis vuestra actividad a decir la misa matinal y rezar por los pecadores.
--No, Ilustrísima. Si me he hecho cura, ha sido para ejercer el ministerio.
Todo aquel año estuvo don Juan Ramírez Bustamante solicitando un curato, y todo el año el prelado se lo negó con parecidos argumentos. Hasta que don Juan Ramírez, cansado de esperar, y hasta picado en su amor propio, decidió acudir a remedios heroicos, que fueron dirigir un escrito a la propia secretaría de Su Majestad el rey don Felipe IV, y pedir que en reconocimiento de los muchos méritos que había alcanzado como marino, como soldado, vencedor de piratas, descubridor de mares y maestre de navegantes, se le hiciera merced de una plaza de capellán en la Real Armada de Indias. Causó asombro en la Corte atl petición, suscrita por un anciano de noventa y nueve años, que tenía tan brillante hoja de servicios, y el rey, no queriendo meter a don Juan Ramírez Bustamante en nuevas aventuras peligrosas cuando iba a cumplir cien años, pero sintiéndose obligado a atenderle, optó por escribir una carta al arzobispo de Sevilla, carta en la que aludiendo a los innumerables servicios prestados a la patria y a la corona por el ilustr cura, decía su católica majestad: "Que por espacio de más de sesenta y cinco años fue piloto y capitán de nuestra Armada, en las flotas de la Carrera de Indias y de la Mar Océana, y recorrió los siete mares, y participó en muchas batallas, y habla muchas lenguas de indios..."
El arzobispo, ante la petición que le dirigía nada menos que el Rey, no tuvo más remedio que ceder, y llamó a don Juan Ramírez Bustamante a palacio.
--Por deseo expreso de Su Majestad, he cedido a encomendaros una misión pastoral. ¿Qué ejercicio queréis?
--Deseo una parroquia, ilustrísimo señor.
--Pero ¿sabéis el trabajo que significa una parroquia? ¿No sería mejor una capellanía, o incluso una canonjía, que es cosa de más brillo y autoridad?
--No, señor obispo. Deseo una parroquia en donde dirigir espiritualmente a mis feligreses. Y si me permitís señalarla, os diré que en Sevilla hay una parroquia vacante que es la que deseo.
--¿Cuál?
--La de San Lorenzo, que está administrada en estos momentos por los frailes de San Antonio de Padua por falta de párroco.
--¡Pero por Dios, don Juan! ¿Cómo os voy a meter en una parroquia donde viven los feligreses más difíciles de gobernar de toda Sevilla, los caldereros de Santa Clara, los curtidores de la calle Curtidurías, los azacanes de la Puerta de San Juan, los pescadores de la calle Pescadores, los tahúres de las bodegas y casas de juego del Husillo Real, y los mil pícaros que deambulan por la Alameda y sus alrededores?
--Pues esa parroquia tan difícil quiero.
Y don Juan Ramírez Bustamante consiguió al fin la parroquia que deseaba. Aquel mismo día en que tomó posesión cumplía los noventa y nueve años y medio.
El obispo comentó con su secretario de cámara:
--Bien, ya hemos satisfecho a ese pobre viejo su afán de ser párroco. Poco le va a durar, porque con la que tiene el pobrecillo, en cuanto vengan los fríos de diciembre, en la parroquia de San Lorenzo, con las paredes tan húmedas, dos puertas enfrentadas y una sacristía de techos altísimos, el pobre se nos va a morir de pulmonía por su tozudez.
--Como se nos murió el anterior, de una fluxión de pecho, sí señor --asintió el secretario.
Pues no; no se murió de pulmonía don Juan Ramírez Bustamante. Ni aquel, ni el siguiente, ni el otro, ni el otro. ¡Veintidós años rigió con firme pulso la parroquia de San Lorenzo de Sevilla! Veintidós años, que ni antes los había alcanzado ningún párroco, ni después los ha igualado nadie hasta nuestros días. Don Juan Ramírez Bustamante, que fue marino sesenta y cinco años, y profesor de Astronomía Náutica veinte, alcanzó a vivir otra vida entera, de veintidós años de párroco.
Y no se murió, sino que se mató. Cierto día que había llovido torrencialmente, y hubo de cruzar lo que se llamaban "las pasarelas de San Francisco de Paula", que eran unas escalerillas que cruzaban la calle de las Palmas, hoy calle Jesús del Gran Poder, a la altura del entonces colegio de San Francisco de Paula, que hoy en la iglesia de los padres jesuitas.
Y ni siquiera sufrió un vahído ni un mareo. Simplemente, con su peso, que era de hombre de buen comer y beber, se rompió uno de los peldaños de la escalera, y cayó de mala manera al suelo, donde se desnucó.
Acababa de cumplir los ciento veintiún años, cuando se malogró de esta manera. En la iglesia de San Lorenzo está enterrado, y hasta hace poco tiempo se podía leer sobre su tumba la lápida en que constaban su vida y milagros. Todavía, en el libro de difuntos de la parroquia correspondiente a la segunda mitad del siglo XVII, existe una extensa partida de defunción en la que consta por detalle su vida, sus aventuras y servicios, y el tiempo de ministerio sacerdotal de este hombre singular, don Juan Ramírez Bustamante, a quien sin disputa podemos llamar el matusalén sevillano.
(José María de Mena, Tradiciones y leyendas sevillanas, Plaza y Janés, Barcelona 1989)
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