Fuente: Nuestro Tiempo, Número 65, 1959, páginas 572 – 579.




Recuerdo a Salvador Minguijón



A fines de julio, cuando realizaba su viaje de veraneo a Irún, ha sorprendido la muerte a Salvador Minguijón.

Cada cierto tiempo, desde hacía más de quince años, visitaba yo a don Salvador en su solitario piso de la calle de Serrano. Me llevaba, ante todo, la gratitud hacia el maestro que más influyó en la formación de mi pensamiento, al menos en sus aspectos político y social. También el deseo de escuchar una vez más –siempre temía que por última vez– sus opiniones profundas y sugestivas, expresadas con la sutil ironía que era en él bien conocida. Por último, el espectáculo de una ancianidad con la lucidez, la ilusión y la paz que cada uno pudiera desear para sí. Paz y conformidad difícilmente adquiridas a lo largo de una vida de sufrimientos en la que fue perdiendo, uno a uno, todos los miembros de su familia –mujer e hijos–, unos de muerte natural, otros víctimas en la guerra y revolución, otros por la muerte en vida que supone la clausura conventual…

Salvador Minguijón, con su humilde y silencioso carácter, ha sido uno de los más luminosos espíritus de la docencia española en el último siglo. Su magisterio se desarrolló principalmente en la Universidad de Zaragoza, su patria, como Catedrático de Historia del Derecho. Por su aula pasaron multitud de generaciones de juristas, y su gran obra de «Historia del Derecho Español» es uno de los textos más estudiados en la disciplina. Después de su jubilación, todavía en pleno vigor intelectual, la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid le invitó a encargarse de la cátedra de Sociología, vacante como tantas otras en aquellos años inmediatos a la terminación de la guerra. Fue entonces cuando le conocí como maestro, y la ocasión de tratarle más tarde como amigo. Antes de esto, y como reconocimiento de sus grandes méritos jurídicos, había sido nombrado Magistrado del Tribunal Supremo, función que desempeñó hasta pocos años antes de su muerte.

La absoluta sencillez y la falta de énfasis que siempre le caracterizó como maestro y en el trato con los demás, le llevó en su última época a una actitud que alguien ha descrito como un constante pedir permiso a todo el mundo para seguir viviendo. Sin embargo, en medio de esta extrema humildad sus reacciones eran siempre de una agudísima ironía, inspiradas por un fino humorismo intelectual. Pero ironía inocente que dejaba a salvo la personalidad de su interlocutor, al que nunca dejaba en situación desairada.

Para mí, que no soy jurista ni menos historiador del Derecho, lo más interesante de la obra de Minguijón fue su profunda y sugestiva concepción del tradicionalismo.

Minguijón se formó en el tradicionalismo político, aunque nunca reconoció una concreta disciplina de partido. Su obra estuvo en parte dedicada a temas sociales, políticos y apologéticos, o, más exactamente, a una agudísima interpretación de la civilización moderna desde sus principios, que eran profundamente reales y dinámicos. En esta línea temática están sus libros Propiedad y Trabajo (1920), Humanismo y Nacionalidad, Al servicio de la Tradición, y su más reciente discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas que tituló Los Intelectuales ante la Ciencia y la Sociedad (1941), y constituye una clarividente visión del cambio de régimen histórico en esta primera mitad del siglo XX.

Para Minguijón el tradicionalismo no es un conjunto de dogmas o de fórmulas políticas que contenga una solución concreta e invariable para los problemas que entraña la gobernación de los pueblos. Por el contrario, el tradicionalismo es un sistema de civilización, el más adaptado a la naturaleza humana porque lo creó el tiempo y la experiencia, y sólo se sustituyó por imperativo de ideas o postulados preconcebidos. Su virtualidad es engendrar y mantener en la sociedad hábitos y sentimientos morales, crear condiciones propicias para que las costumbres sanas y las instituciones vigorosas se conserven y fructifiquen. Parte del principio de que sólo se puede gobernar estatalmente a los humanos si existen en sus conciencias impulsos internos que acerquen en ellos, hasta casi identificarlos, el respeto a la ley y el sentimiento de la íntima libertad; sólo si existen ambientes en que los hombres se asocian por adhesiones profundas, por la comunidad en una fe. El tradicionalismo –conservador y estabilizador por esencia– respeta y fomenta esas costumbres y esas instituciones autónomas o corporativas que nacen de la sociedad. El individualismo y la democracia, en cambio, –el régimen que se inició con las ideas de Libertad e Igualdad– las disuelve y enerva al sustituirlas por la sola dualidad Estado-individuo; es decir, Estado de Derecho y ciudadanos teóricamente iguales, aspirantes todos a la mayor cantidad de placer con el mínimo posible de esfuerzo.

«La democracia y el capitalismo –ha dicho Minguijón– diluyen y esfuman la responsabilidad. La democracia la disuelve en las asambleas y la arroja sobre el pueblo mismo por el sufragio. El capitalismo es un poder difuso y amorfo, que se infiltra por todas partes, y es también un disolvente de las responsabilidades en una red que a todos ata con cadenas invisibles».

«Remedio necesario (a este estado de desvinculación social) –escribe en otro lugar– es el localismo cultural, impregnado de tradición y fundado sobre una difusión de la pequeña propiedad. Este localismo sostiene una continuidad estable frente a la anarquía ideológica que dispersa a las almas». «Los hombres pegados al terruño disponen de una cultura, que es como una condensación del buen sentido elaborada por los siglos, cultura muy superior a la semicultura que destruye el instinto sin sustituirlo por una conciencia».

Su pensamiento se resume en esta profunda frase que he citado muchas veces: «La estabilidad de las existencias crea el arraigo, que engendra dulces sentimientos y sanas costumbres. Estas cristalizan en saludables instituciones, las cuales, a su vez, conservan y afianzan las buenas costumbres. Esta es la esencia doctrinal del tradicionalismo».

El tradicionalismo es, así, para Minguijón, una actitud en los hombres y una tendencia en las colectividades; es también una orientación de gobierno que las impulsa y que hace posible, con su respeto y su tutela, sus productos morales y políticos que son las sanas costumbres y las instituciones libres.

En esta actitud e intención de gobierno se distingue un régimen político tradicionalista de otro de inspiración revolucionaria, mucho más que en las soluciones concretas o en los símbolos. El tradicionalismo es siempre respetuoso hacia cuanto ha adquirido su ser y su derecho, y mostrado su eficacia a través del tiempo; procura que su legislación sea parca y natural, como emanada de la costumbre colectiva, en su defensa y salvaguardia. Sabe que la costumbre es una reserva trabajosa y lentamente adquirida por la sociedad, como el hábito lo es para el individuo; y que, si es recta y sana, constituye un gran bien para la sociedad, como la virtud para el hombre. Procura asimismo la conservación y la no decadencia de las instituciones nacidas y alimentadas en la propia sociedad, fuentes de verdadera autonomía y de libertad. Se apoya espontáneamente en el cuerpo institucional y ambiental del país plegándose a las diferencias locales e históricas, respetando cada peculiar círculo de deberes y derechos, viendo en él, no un rival o una merma de poder, sino el mejor aliado para un verdadero y humano gobierno. (Una divisa medieval de los Infanzones de Obanos constituía todo un tratado de sano y tradicional gobierno: Pro libertate patriae, gens liberta state. Es decir, la libertad de la Patria se forma de la libertad de sus hijos –de que sean libres–, no de su sumisión a un solo resorte soberano). Cosas, valores y modos de vida alcanzan de este modo permanencia y vigor; y las conductas se rigen más por la moral y la costumbre que por la cambiante reglamentación escrita.

El gobierno de inspiración revolucionaria, en cambio, ve siempre en las creencias, costumbres y autonomías de la sociedad prejuicios y rémoras del pasado –dificultades para el gobierno– que conviene ignorar o extirpar. Procura que las conductas y las relaciones humanas se regulen nacional o técnicamente desde los mandos del poder. Respecto a las instituciones históricas emanadas de la sociedad, su labor es siempre de absorción y centralización. El designio subyacente en todo régimen es el de constituir una sociedad de nueva planta, supuestamente regida por la razón, y organizada por el Estado.

El tradicionalismo es, pues, un sistema de civilización, una actitud ante la vida y ante la gobernación de los pueblos, esencialmente opuesta a la que implica la actitud revolucionaria. Pero el tradicionalismo puede adoptar mil formas y estructuras diferentes según las condiciones de lugar y tiempo, siempre dentro de un común denominador conservador y corporativo, que es consecuencia inmediata de su actitud radical.

Según Minguijón, nada más opuesto a la esencia y a la actitud del tradicionalismo que lo que se ha llamado «tesis catastrófica», tan difundida en ciertas interpretaciones del mismo. Según esta tesis, el tradicionalismo es un depósito de principios, verdades y fórmulas que entrañan la solución de todos los problemas y la salud final de un mundo que camina hoy a su perdición; pero salud que no podrá alcanzar hasta que la obra de la Revolución conduzca a un inmenso naufragio colectivo de la sociedad contemporánea. Los que así piensan se constituyen en depositarios y guardianes de esa verdad íntegra y en profetas de una nueva teología de la historia. Puede reconocerse fácilmente tal actitud en los grupos integristas y ultramontanos, tan proclives siempre a sentirse iniciados en el secreto de la Historia como a desentenderse de una problemática histórica, concreta, que ya no les afecta.

En opinión de Minguijón esta tesis catastrófica e integrista invalida por completo el tradicionalismo puesto que lo aísla como grupo humano y esteriliza su posible acción terapéutica en el cuerpo social. Según él, constituye un contagio o influencia de la tesis revolucionaria para la cual hay que constituir un mundo nuevo desde sus cimientos, rompiendo con cuanto existe como esencialmente dañado. Este especial revolucionarismo-tradicionalista resulta, como híbrido, estéril en la práctica y absurdo en la teoría. Un tal contagio ambiental –frecuente entre enemigos que han luchado largamente– anula, ante todo, el espíritu conservador, creador de estabilidad y arraigo, que es esencial al tradicionalismo, al convertirlo en fuerza hostil a cuanto existe y ponerlo al servicio de una segunda construcción de nueva planta. Y anula asimismo su carácter corporativo o institucionalista, supuesto que la vida corporativa es producto del tiempo y de la evolución, incompatible por ende con una organización súbita, por decreto.

Aunque Minguijón salió muy pronto de las filas del Carlismo, y no escribió sus libros dentro de ninguna disciplina de partido, siempre he pensado que un Carlos VII –por citar la figura más representativa del espíritu del carlismo español– hubiera asentido íntimamente a esta concepción fundamental del tradicionalismo que sustentaba Minguijón. Para él –como para todo el carlismo sano y originario– el tradicionalismo era un sistema de reordenación política nacional, una bandera de todos y para todos; lo más opuesto a un grupo mesiánico de iniciados en torno a una determinada interpretación histórico-religiosa. Sabido es cómo esta radical diferencia de actitudes determinó la separación del integrismo en tiempos de Carlos VII.

Juicio distinto habrían de merecer las consecuencias que de su concepción extrajo Minguijón en orden a la política práctica. Si el tradicionalismo es un sistema de civilización y de reestructuración social, importará, sobre todo, hacerlo viable, dejarlo obrar como fermento activo para conocer más tarde sus saludables efectos. Ello aconseja, en opinión de Minguijón, trazar programas mínimos compatibles con los de otras fuerzas políticas para establecer alianzas con ellas y oponer así un dique fecundamente conservador, tradicionalista práctico, a la ideología y la obra de la Revolución. Bajo este designio fundó Minguijón el Partido Social Popular, que conoció una vida efímera.

Olvidaba aquí Minguijón que una cosa es el tradicionalismo en abstracto y otra el tradicionalismo como partido político o Comunión depositaria de una legitimidad histórica. En el primer sentido, el tradicionalismo es una herencia común a la civilización cristiana, que a todos pertenece y de la que todos pueden beneficiarse según su discernimiento. En el segundo sentido, el tradicionalismo implica una institución histórica –la monarquía– que es clave y fundamento de restauración para las demás que constituyen el orden corporativo, ya que sólo la monarquía se ha revelado en el pasado como el poder capaz de autolimitarse respetando y dejando crecer las instituciones que emanan de la sociedad. Y esta institución implica el depósito de una continuidad supuestamente legítima que cada generación recibe y no puede entregar a combinaciones episódicas y minimistas. El aislamiento político que del mantenimiento de esta continuidad pueda derivarse es distinto por completo de aquel otro que nace de la adopción de una especial filosofía de la historia por un determinado grupo humano. El primero es producto de una lealtad histórica; el segundo, resultado de una ocurrencia casual. La crítica de Minguijón, basada en una profunda concepción del tradicionalismo, creo que afecta a las posiciones de tipo integrista o mesiánico, pero en modo alguno a los legitimismos monárquicos, como era en España el Carlismo.

Si la actuación política de Minguijón pudo ser en su tiempo discutida, su obra como tratadista rayó a tal altura que hizo de él uno de los más profundos maestros del tradicionalismo español.

Recuerdo la última visita que le hice, dos meses antes de su muerte. Hube de ir dos días consecutivos a su casa porque el primero de ellos era de sesión en la Academia y había acudido a ella. Pregunté por él a la anciana ama de llaves que salió a abrirme. «Bien –me dijo–, leyendo y escribiendo siempre. La mayor parte de los días cuando amanece está todavía en su sillón trabajando. Después se levanta tarde, casi a mediodía, pero a sus ochenta y cinco años no puede convenirle tanto trabajo». «Claro es –añadía– que está tan solo… yo comprendo que esto es su vida». Al día siguiente me explicó él la obra a que dedicaba sus noches desde hacía meses. Se trataba de una vulgarización de las grandes concepciones físicas y filosóficas del presente, tomadas en aquel punto en que coinciden y se completan para darnos una visión nueva del mundo en que vivimos. Una visión que enlaza asimismo con la problemática política y social de nuestra época, en sus más profundas raíces. Algo así como un análisis al alcance de todos, expresado con sencillez, de la cultura contemporánea.

Cuantos pudimos aprovecharnos de su magisterio personal, al igual que los que se hayan acercado a sus páginas, tenemos que reconocer en Minguijón el origen de multitud de ideas y perspectivas intelectuales. Descanse en la luz y la paz del Señor.


RAFAEL GAMBRA