Franco, el Victorioso
La primera vez que yo vi a Franco fue en 1921 y en Marruecos, Campamento de Uad Lau, donde yo llegué desde Estrasburgo (primer profesor de español en su Universidad), para defender el honor español ultrajado en la catástrofe bélica de Annual, recién jurada la bandera, en el Cuartel madrileño de la Montaña. Iba Franco al frente de un destacamento, creo que como Comandante —le llamaban el Comandantín— en marcha hacia Xaüen.
La segunda vez que su nombre se unió a mi vida fue en 1933, cuando en mi libro La Nueva Catolicidad lo estampé como posible sublevado. Y la ocasión tercera, ya frente a frente: Palacio episcopal de Salamanca, 7 de noviembre de 1936: en su Cuartel General de insurrecto.
Era el segundo piso —y último— su despacho. Al abrirse la puerta para «franquearme» el paso me encontré al General de espaldas al balcón que daba a la plaza frente a la Catedral y no lejos de Anaya, palacio dieciochesco, Instituto de 2.a Enseñanza y que yo convertiría en Ministerio de Propaganda, germen del actual de Cultura. Franco, vestido de uniforme caqui, pantalón largo, el fajín algo desceñido y papeles en las manos, se volvió para saludarme. Mi impresión quedó imborrable (y decisiva). Más que un militar a la española era una figura bíblica, ¡un rey David! Breve de estatura, pero con una cabeza entre el guerrero y el artista. Con ojos de inspirado. Como de músico. Y en vez de los papeles que tenía en la mano me pareció adivinar un arpa (aunque fuera el pincel y no la música su pasión). ¡David! ¡David! Mi conversación exacta la referí en mis Memorias de un dictador. Ahora sólo recordaré que como doctrina deberíamos renovar nuestro Catolicismo otra vez combatiente tal como yo lo había propuesto en mi Genio de España del que me hizo un elogio. Y me propuso que me ocupara de la Prensa y Propaganda, bajo el simbólico nombre del General Millán Astray dadas nuestras circunstancias bélicas. Añadiendo: «En cuanto a medios para esa tarea no los hay por el momento.»
(Habíamos sellado el mismo pacto que Ockam con el Emperador bávaro en el XIV: «Tu me defendas gladio. Te defendam calamo.» Tú con la pluma y yo con la espada.)
Al salir me dirigí hacia el río un tanto alucinado. (¡David! ¡David! Desafiando a un Goliat)... Y sin embargo David venció y dominó el Hebrón hasta conquistar todo Israel y entrar en Jerusalén que para nosotros sería Madrid. ¡David! Aquellos papeles de Franco en su mano, ¿serían Salmos? Pero los Salmos fueron los míos cuando recité unas «Exaltaciones» desde el pulpito de la Catedral para excitar a la conquista hierosolimitana de la Capital española.
Le había solicitado un retrato y a los pocos días lo recibí. Era el local que le hiciera Jalón Ángel con una firma en la que envolvía su nombre como con ráfagas, para ocultarlo más que subrayarlo. Aun sin más dinero que mil pesetas aportadas por mi hermano Ángel recién liberado de Madrid y una paga del General Millán Astray (que me llamaba su Coronel), montamos un germen de Ministerio requisando varias máquinas de escribir y unas radios caseras y disponiendo como órgano La Gaceta Regional de Salamanca dirigida por Juan Aparicio, a quien me traje de Ávila donde le encontré. También incorporé a Víctor de la Serna, Antonio de Obregón, Ramón de Rato y Lucas de Oriol. El primer tropiezo fue cuando quiso hablar Franco por radio el último día del año mientras moría Unamuno y quizá yo, fusilado, porque aquello no funcionó.
Pero donde estuve a punto de serlo: por el propio Millán Astray. A causa de que tampoco funcionó una emisora improvisada entre esterillas, Palacio de Anaya, nuestra sede, y le engañé diciendo que su alocución había sido magnífica, tras haberle presentado yo. Pero como a las pocas horas nos bombardearon los rojos, creyó que le habían localizado por mi culpa. Y tuve que ofrecerle mi cabeza.
Todavía: otro incidente con los falangistas joseantonianos por no haber hablado yo en un mitin con los brazos remangados. Hedilla debió meterme, a petición mía, en el calabozo, de donde Millán Astray quiso sacarme a tiros con sus legionarios. Al fin llegó Ramón Serrano Suñer a Salamanca y pudimos formar un Secretariado político o primer Gobierno con el que abordamos la Unificación de los Tradicionalistas, haciendo yo el Discurso que leyó Franco. Por lo que los joseantonianos me quisieron matar —olvidando que ellos heredaron las JONS— y me salvaron Ridruejo y Foxá. Hube de marchar a Pamplona para hacerme Alférez Provisional y estar en el Frente más seguro que en Salamanca.
Salí con el número 1 de la Promoción Navarra y Franco vino a la Jura de nuestra Bandera poniéndose la boina colorada que ya previamente yo me había encasquetado y retratado en el diario Arriba España de Yzurdiaga.
Marché primero al Frente de Guadalajara con el Coronel Villalba (del Alcázar), y luego al de Teruel con Varela, y luego al de Alfambra con Yagüe, para terminar en la reconquista de Cataluña con la IV de Navarra mandada por Camilo Alonso. Pero en medio de este batallar (como hubiera dicho aquel Ortega y Rubio, catedrático de historia en la Universidad: «que sin cesar batallo / y una vez puesto en mi silla / se va ensanchando Castilla / delante de mi caballo») tuve oportunidad de ir a Italia para recibir el Premio de Roma por mi libro Roma Madre y llevar unos flechas y pelayos (juventudes) a conocer la Ciudad sacra y unirse a las organizaciones del Duce. Pero mis mejores escapadas eran al final de año a Burgos, donde ya estaba Franco, y seguir bebiendo una copa de champán con él y su familia. Gozando de esa intimidad excepcional hasta terminar la guerra y trasladarse el Caudillo a Madrid, donde mi hija Elena, amiga de la de Franco —«Nenuca»—, visitaba con frecuencia El Pardo.
¿Cuántas veces me pregunté quién era Franco? Un buen observatorio fue el de Salamanca cuando la Unificación de falangistas y requetés. Del modo como José Antonio asimiló las JONS de Ledesma Ramos con su FET de las JONS, así Franco con el Tradicionalismo en aquel tren de siglas «Falange Española Tradicionalista y de las JONS (y de los Grandes expresos europeos, como se le añadía en burla). Pero eso le llevó a la Victoria mientras el enemigo se dividió y perdió.
En Salamanca tuvieron su primera derrota los hitlerianos. Ganaron los romanos con Serrano Suñer. Pero más los católicos que los fascistas del Duce. Fue una introducción a la histórica entrevista de Hendaya —1940— con el Führer.
Mucha gente creía que el artífice de esa política cedista o democristiana era Ramón Serrano Suñer. Pero tras un incidente en Begoña con los Tradicionalistas, Franco prescindió de su cuñado, hasta entonces «Cuñadísimo». Cuyo mayor mérito consistió en asimilar al servicio del franquismo a intelectuales «izquierdosos» como los llamaban las viejas derechas (Laín, Tovar, Ridruejo, Torrente Ballester, Panero, Rosales, Vivanco, Aranguren, entre otros).
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Nuevo dato estremecedor para mí fue cuando en plena guerra y aún en Salamanca, sonó por vez primera la Marcha Real de los Borbones y se fue prescindiendo del maravilloso y revolucionario Himno de Tellería, el Cara al sol. ¿Iba Franco a una Restauración?
Fue cuando yo me planteé, en mi celda del Palacio arzobispal de Salamanca, mi videncia sobre la «Motorización de la Historia», la teoría de la Relatividad aplicada a lo político. Que me inspiró un ensayo clarividente publicado en La Gaceta Regional de Salamanca. Afirmando que del modo como se había acelerado, acortado el Espacio con la Velocidad, así también el Tiempo y podía darse en un mismo sujeto histórico varias anteriores etapas seculares. Y es cuando ya planteé la gran cuestión. Franco se inició por 1936 como un Don Pelayo reconquistador. Victorioso un día (1939) asumía otro símbolo histórico español: el de Cisneros. Para dar paso a un nuevo César austríaco, un nuevo Carlos V, en este caso: a Hitler. Pero si no lo hiciera —como no lo hizo— se convertiría en el tercer símbolo histórico español: el de Cánovas o restaurador de la Monarquía borbónica y de la democracia parlamentaria a la inglesa, y, por tanto, con el peligro de pronunciamientos y rebeldías sociales y la vuelta al Separatismo regional. Don Pelayo-Cisneros-Cánovas: eso ¡en Salamanca en plena guerra aún! El secreto que inspiró a Franco: la reanudación de la Marcha Real.
Pero la cosa era más complicada. Franco no restauró la Marcha Real para un nuevo Borbón, ¡sino para sí mismo! Y previendo enlaces dinásticos con la antigua Familia Real. (Como así lo procuró: alejando a Don Juan, directo Sucesor de Alfonso XIII, pero oficial británico, adoptando a su hijo Juan Carlos mientras casaba a su nieta con Don Alfonso de Borbón y por tanto instauraba su apellido Caudillal, el Franquismo, en la anterior Realeza borbónica. Y por tanto, la Marcha Real aquella de Salamanca sería para él.)
Esto que parece una elucubración fue una realidad. Y una realidad mi previsión de que aquello naufragaría por la ley inexorable del sapientísimo y milenario Manu: «Tu vecino: tu enemigo. ¿Y tu amigo? El vecino de tu vecino.» No me cansaré de reiterarlo. Nosotros habíamos ganado la guerra que hizo de Franco EL VICTORIOSO, por haber recobrado nuestros aliados seculares e históricos: el romano y el germánico. Desde los Visigodos católicos a Carlos V y el final de los Austrias en el XVII. El Secreto del Escorial.
Pero cuando entraron franceses vecinos del Pirineo e ingleses vecinos por el Mar de Gibraltar, nuestra decadencia se precipitó.
Desesperado, intenté lo que he repetido en la prensa de todo el mundo: la vuelta de un austríaco (Hitler) catolizado por una goda española (aristócrata aria por los Primo de Rivera). Y que falló por la herida de Hitler de la primera guerra mundial, en un genital que le esterilizó. Pero de haber sido yo Embajador de Franco en Hendaya creo que hubiera esclarecido a Hitler. Cuando me quisieron proponer los alemanes como Embajador era ya tarde, la guerra casi perdida. Y por tanto Europa. Y por tanto España.
Sin embargo, Franco hizo milagros con su Caudillaje «Victorioso» reconstruyendo España y poniéndola al día de la civilidad europea y americana.
Pero ese mérito inolvidable tuvo la temible contrapartida de «aburguesar» y destruir a los antiguos combatientes victoriosos y hacerles pactar al fin, «consentir», ¡el consenso!, y putrefactarse al contacto de sus antiguos enemigos, sobre todo intelectualmente. Y hacer con ellos una España ni carne ni pescado ni del todo socialista y ya de ningún modo combatiente, mística, austera y «fanática», con el fanatismo sacro (fanatismo viene de «Fanum»: templo) que le otorgara la Victoria. Sustituyendo aquel misticismo religioso: por la droga, y la conquista guerrera; por los atracos, y, la Unidad recobrada por una nueva España de taifas, medievalizada, prehistorizada. Y pretendiendo colaborar con una Europa «inexistente», con un «fantástico» Mercado Común, un «retórico» Parlamento europeo en Estrasburgo y una invitación al baile de máscaras de la OTAN. (De caretas: las del genial lobby judío de Nueva York con su Banca para comprar barato con los norteamericanos los pueblos asustados por la Rusia marxista, la pobre e inocente Rusia marxista, pieza clave del capitalismo actual.) (*)
El habernos Franco apartado de la guerra grande y haber enriquecido a España y el temor de que a su muerte tornara el país a un derrumbe, lo sintió el pueblo cuando murió (el mismo día 20 de noviembre que fusilaran —1936— a José Antonio), acudiendo a decirle adiós en su féretro expuesto en el Palacio Real con una afluencia que me hizo pensar en la tumba de un Lenin gallego. Y ese pueblo español no se equivocó. Su obra comenzó a derrumbarse y España a quedar sin más política de salvación que jugar con los vencedores, en un angustiado escapismo. En un lento e inexorable avance hacia el pasado decadencial, en un auténtico y definitivo 98 o liquidación de España misma.
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Mis relaciones con Franco fueron de admiración y gratitud. Me había definido como «un peso pluma» en el boxeo político. Me denominó delante de dos Ministros y un Embajador que yo no sólo tenía la mejor pluma de España en aquel momento sino además «corazón». Me había visto afrontar peligros internos, acudir a los frentes y marchar voluntario a Rusia de la que se me retiró dos veces. Y al protestar ante él me detuvo diciendo simplemente «he sido yo. A usted le necesito aquí». Lo que me impulsó a abrazarle en aquel Palacio de El Pardo, ese Pardo de mi niñez, en el de mi tío Agapito. Ese Pardo que yo profeticé en el final de mi Genio de España —1932— como el Monte Tabor de nuestro inmediato destino. También me abrazó otra vez cuando terminada la guerra mundial le felicité por ir «aterrizando sin un impacto en las alas». Al fin y al cabo, Franco conocía mejor que nadie nuestra aportación: una doctrina, combatientes falangistas, dinero, armas y voluntarios de dos poderosos aliados (Alemania e Italia). De no haber existido esta contribución su 18 de julio del 36 hubiera quedado en un Pronunciamiento más con algunos militares y unos conspiradores monárquicos.
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Pero mi visión inicial de un rey David, de un héroe semítico se fue afianzando según le fui tratando y conociendo. Ese semitismo del Franco y del Bahamonde, que en su hermano marino (Nicolás) se disimulaba con un ramalazo como céltico o ánglico, se convertía en belleza bíblica con su hija «Nenuca», y se acentuaba en Ramón, el heroico aviador del Plus Ultra, nuestro Lindbergh y con un típico fondo revolucionario que llevaba en su sangre la raza de Moisés, Cristo y Marx. Yo le conocí al proyectar en 1932 mi última película del Cineclub, El acorazado Potemkín, entre gritos y tiros y apagón de luces en el Cine del Callao, Madrid. Y luego en Roma casi al fin de la guerra civil como colaborador de su hermano desde Baleares. Nos dimos un gran paseo romano en una conversación alterada por largos silencios. Asimismo asistí ante Francisco Franco, su hermano, en su despacho de Burgos, estando a solas con él, cuando le comunicaron que Ramón había desaparecido en un vuelo de guerra desde su base balear. Franco no se inmutó. Sólo me pidió excusa para retirarse al antedespacho. No quería que le vieran llorar, él que tenía —como ciclotímico— la facilidad de las lágrimas, con lo que confundía a las gentes, creyéndole un débil y por tanto fácilmente dominable.
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Actualizado tal fondo faraónico y mesiánico, le llevó a la erección piramidálica de Cuelgamuros, la del Valle de los Caídos. La de un nuevo Escorial en memoria de todos los combatientes de la guerra civil y como símbolos históricos los restos de José Antonio y de él mismo. Quizá recordando un texto mío que le señalara, un día, de mi Genio de España. Y decía así: «En torno a las Tumbas de los Héroes griegos es donde nacieron los primeros oráculos. El alma o genio —la psique— de los Héroes vivía como una mariposa en lo hondo de la tierra. Al invocarla, ese alma aparecía y hablaba por la boca del Oráculo. Y transmitía el secreto de Continuidad a la nación en peligro. ¡Muertos vitales!»
De ahí las peregrinaciones periódicas a ese Valle de los Caídos. Y las solitarias de alguien, como yo, que aspiraría a guardián de tales Muertos, si me quedara solo, al final de mi vida, si no como monje, al menos como oblato, buscando su inspiración para nuevos resurgimientos, en una España desintegrada y agónica... Tal como ya lograra en 1932 al invocar el Genio de España cuando ese genio parecía agonizante, en los estertores de una inminente guerra civil. Y así la vida tornaría a brotar de unas Tumbas. Y la Vida de la Muerte. (...)
ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO (1985)
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