Revista FUERZA NUEVA, nº137, 23-Ago-1969
Ante el centenario del nacimiento de monseñor Gomá
EL GRAN CARDENAL
Por Marcelino Olaechea
Arzobispo dimisionario de Valencia
El 19 del corriente mes de agosto (1969) ha hecho un siglo que nació en La Riba, provincia de Tarragona, el que había de ser arzobispo de Toledo, primado de España y cardenal de la Santa Iglesia Romana: Isidro Gomá y Tomás.
A su muerte -1940- escribí yo para mi modesto Boletín una semblanza suya. Al releerla hoy, la veo tan justa y tan a propósito para los días que vivimos, que me presento con ella y este delantal a FUERZA NUEVA pidiéndole posada.
El tiempo, juez inexorable, aquilata la talla de los hombres que dejaron huellas en él.
Quien, en la lejanía de casi seis lustros de la muerte del cardenal Gomá, mire con ojos limpios y recto corazón las que él marcó, verá que son las de un verdadero gigante del saber y de la virtud.
Amó a España con tan encendido amor y preclara inteligencia como el mejor de sus hijos, y, en ella, y con ese mismo amor, a su nobilísima tierra catalana.
Puestos los ojos en Jesucristo y su santa Iglesia Católica, pasó la vida sintiendo el dolor de todos y procurando a todos el mayor bien. (…)
Fue mucho “yo” el del cardenal Gomá, y la “circunstancia”-difícilmente se dará otra igual en la historia- lo resaltó fuertemente.
Quiera Dios que el recuerdo de él y de ella -que pondrá en tan clara luz la biografía del cardenal Gomá que en breve nos va a presentar el que por muchos años y en gran intimidad vivió con él, monseñor Granados- y la lectura de sus obras, haga continua realidad para el bien de la Iglesia y de España el “defunctus adhuc loquitur”.
“Nos lo trajo la guerra; Nos lo trajo la Providencia”.
El maestro de la nueva España tenía que ver la guerra desde esta atalaya de fe y de heroísmo.
Desde esta atalaya aparecía la guerra lo que la guerra era en su fondo -fondo más difícil quizá de sondear en otras regiones de España-; lo que era en su fondo y lo que será, por lo tanto, para la filosofía de la historia: una cruzada.
Los mozos que, confesados y comulgados, dejaban cantando los rincones de paz y de amor para marchar cara a la muerte, a pecho descubierto, gritando ¡viva Cristo Rey!, eran para el cardenal los mozos todos de la verdadera España.
La ciudad que le albergaba(Pamplona), la ciudad austera de los primeros días del Alzamiento, la de la rogativa, la de las mujeres en luto y el corazón en gallardía cristiana, la ciudad de las sanas costumbres, recogida y trabajadora, era para el cardenal… las ciudades todas de la verdadera España.
El aire caliente de religión y de patria que aquí respiró le hacía exclamar -y yo se lo oí más de una vez-:“No hay en la tierra un pueblo que tenga la virilidad de nuestro pueblo”.
Vio la guerra desde Navarra, y en este soberano ángulo de visión la enfocó y con el mayor acierto.
Sentó su cátedra en una humilde alcoba del asilo de las josefinas. En ella vivió como un novicio: separada la cama del recibidor por un pobrísimo biombo; calentado, en los rígidos días del invierno, por una sencilla estufa, cuyo tufillo mareador hemos sufrido los eventuales contertulios, a pesar del delicadísimo cuidado que ponían las buenas monjitas.
El cardenal no lo sentía. Se encontraba tan bien en el rincón del barrio de la Magdalena como en el suntuoso palacio del Primado de las Españas; y fueron estériles cuantas instancias le hice para que nos honrara viviendo en nuestra casa. No se despidió de su rinconcito querido ni en los días de deshecha turbonada, cuando el río Arga, airado, visitaba los sótanos del asilo. Se contentó entonces con mandar a esta cochera su auto carraca.
Compartía la vida recoleta con otros refugiados: el amigo de los tiempos del seminario tarraconense, el santo obispo de Gerona.
***
Sonaron los primeros tiros. En las montañas de Guipúzcoa se cruzaban armas de hermanos.
Marchaban los de allá del brazo de los “sin Dios”, rodando la cuesta abajo en la que les había puesto un error y una alianza funesta, y llevando como un alud, la ruina material y moral a su tierra encrespada.
Una misma angustia embargo tres corazones (1): los pastores tenían que dar la voz de alerta.
Fue entonces cuando me vi de cerca con el gran cardenal. El hombre alto, macizo de cuerpo, estampa de fornido masovero catalán, el robusto de inteligencia, el efusivo de corazón, el de la voz sonora, el de los párrafos rotundos, buen decir y pensar hondo.
Acorde en los tres el dolor, la idea, y la expresión salió de los vigías de la región vasco-navarra aquella célebre carta pastoral (2),¡pobrecita mía, tan zarandeada y tan maltrecha!
Sermón en el desierto
“La verdad quedó entre veladuras por la interposición de humanas conveniencias”.
Cegó Dios a los rectores casuales del pueblo vasco para que apurara éste el cáliz del dolor, cuyas heces habían de llegar muy más allá del cinturón de hierro.
No quisieron los hombres las ruinas. Las impuso la ira de Dios.
La mano de un amigo puso en las del cardenal el discurso de quien pedía con insistencia una respuesta clara y pronta a los maestros de Israel. Y de su pluma salió la amorosa, la serena, la contundente carta a José Antonio de Aguirre (3).
Sermón en el desierto.
“La verdad volvió a quedar entre veladuras por la interposición de humanas conveniencias”.
***
El mundo nos veía a través de la densa nube levantada por la prensa de la democracia. Una campaña inteligente y bien pagada nos robaba el aprecio y el cariño de muchos hijos de la Iglesia.
El luchador salió a la palestra con “El caso de España”, dedicado a nuestra Navarra, “tan española y tan ella”.
En su retiro de Pamplona se fraguó “La Cuaresma de España”, “Lo que debemos al Papa”, “Catolicismo y patria” y otras varias piezas del arnés nacional (4).
Un día se persuadió el forjador -ya nos costó la empresa a sus machacones amigos- de que la ceguera del mundo no reconocía el temple de sus armas si no llevaban grabado el nombre de todos sus hermanos. Y fue entonces cuando los obispos de España se vieron cita espiritual en el asilo de las josefinas (5).
¿No sería una exigencia de nuestra hidalguía el que se coloque en dicho asilo una lápida que diga “Por Dios y por España, aquí se alzó el cardenal que tanto amó a Navarra”?
Hablando de él, decía el viejo Pío XI que España había encontrado su hombre.
Dos figuras sintetizan en el mundo el movimiento salvador de la patria. Y con esta aureola inmarcesible pasarán a la historia: Franco y el cardenal Gomá.
A los pocos españoles que se llegaban a la embajada húngara en París solicitando pasaporte para el Congreso Eucarístico Internacional de Budapest, se les decía: “Bueno, católicos sí. Pero ¿del cardenal Gomá o no?”
No es posible enjuiciar aún, con la serenidad que la justicia, pide la figura y egregia del muerto.
No entra la imagen del coloso en el objetivo cercano de la historia que estamos viviendo.
Tenemos que alejarnos en el tiempo, y el tiempo nos dirá en esa lejanía la grandeza de la pérdida nacional que sufrimos.
Tal vez a nadie se parece mejor el cardenal Gomá que a su paisano Jaime Balmes.
Ha sido un Balmes revivido; aunque no le puso a Dios para bucear, con el filósofo de Vich, en las hondas simas de la filosofía fundamental, sino para llevar a la vida de la nación, en el momento de su convulsión trascendental, las consecuencias ineludibles de la metafísica de la escuela.
Un Balmes de setenta años, elevado a la púrpura, con todo el bagaje de un pensador profundo, el pulso de un hombre de gobierno y las virtudes de un asceta.
Semejanza en la solidez del pensamiento, en el enfoque de los problemas nacionales, enmarcar a la patria una ruta segura y en la belleza del discurso.
Menos poeta el cardenal -porque Balmes lo era-, pero de estilo más pulcro y de léxico mejor limado.
Período rotundo y palabra precisa, que persuade y rinde el alma, se meten en ella, como aquel su gesto, lanceta de cirujano que parecía hendir la carne de las apariencias para buscar el alma de las cosas, deshaciendo monturas de artilugio.
Marchaba lento y seguro. A veces rezagado por los cánones de la delicadeza y el redondeo de los menores detalles.
Le sorprendí más de una vez una debilidad simpática: la tirria reposada; la que puede sentir un papá contra el estilo de moda: huero, nebuloso y seco; contra las palabras desencajadas, desterradas de su casa solariega.
Y otra debilidad no menos simpática: la otra tirria contra los hombres de la zancadilla, de la intriguilla, trepadores audaces de la cucaña social, sin enjundia intelectual ni moral, sin valía personal ninguna.
Inteligencia prócer y corazón de padre: llano y franco.
Podía tener llanura y franqueza de hombre que pisaba fuerte, con saber vasto y profundo, la integridad virgen de la vida y la ingénita nobleza del espíritu.
No conocía la encrucijada ni el recoveco, ni para librar las batallas del bien. Le repelía el recoveco y la lisonja.
No nació para Richelieu ni Mazarino.
***
¿Ha sido comprendido el cardenal Gomá?
No le comprendieron todos, ciertamente. Los vascos de Euzkadi le tuvieron o fingieron tenerle por hombre duro, acérrimo, más unido a la coraza de Marte que a la cruz de Cristo.
Tremenda injusticia.
Yo soy testigo del singular amor que profesaba a los vascos, de la ponderación amorosa que hacía de sus virtudes, del dolor que sentía por el dolor de aquellas tierras mártires, tan hijas de la Iglesia.
Su corazón paterno, entusiasta y dolorido, se asoma llorando en el patético final de la “Carta al presidente de la república vasca”.
El cardenal, que sentía cordialmente las incomprensiones, tenía tanta comprensión para todos que no reservó amargura contra sus libelistas. Dios les perdone como él les perdonó.
¿Fue comprendido el cardenal en la España de la cruzada?
“Ai posteri l’ardua sentenza”.
Él comprendió a Navarra y creo que Navarra le comprendió a él
En los rincones de sus últimos escritos se encuentra remansada el agua que ha corrido a ellos, por su pie, desde el embalse secular y granítico de estas tierras de heroísmo.
Y aquí (Navarra), donde tan intensamente vivió, ha querido Dios que se consumiesen sus casi últimos días.
Este es el peldaño que le preparó la Providencia divina para saltar a la gloria de la historia y a la gloria del Cielo.
Pues que Navarra haga hablar al muerto para que su palabra bella y luminosa alumbre la marcha de la España de la postguerra, encauzando el dinamismo juvenil en las vías de nuestras viejas leyes, tradiciones y posturas.
Marcelino Olaechea
Arzobispo dimisionario de Valencia
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