En la primera mitad del siglo XV, cristaliza en España un "pre-renacimiento" propiamente hispano cuyo fundamento hay que encontrarlo en el humanismo socio-político del que Alonso de Cartagena será uno de sus frutos. Esos primeros cincuenta años del Quattrocento español, ve aparecer hombres especialmente sensibles a los cambios y novedades culturales. Los aires venidos desde la Italia de los precursores del humanismo calaron hondo en la sensibilidad de algunos españoles cultos, quienes todavía tímida y tenuemente, ven abrir sus mentes y corazones al cambio, al cuestionamiento, a la duda.

Escasos son los datos biográficos que se disponen de este ilustre jurista y teólogo español. Nació en una fecha indeterminada entre 1384 y 1386 en el seno de una acomodada familia judía que había optado por la conversión al cristianismo en una España en la que el antisemitismo iba en crecimiento. Su padre llamábase Salomón Ha-Levi y era un hombre que había alcanzado una cultura excepcional para la época, particularmente en el conocimiento de la Sagrada Escritura. A los veinticinco años alcanza la dignidad de rabino mayor de la judería de Burgos y desempeña diversas misiones diplomáticas en favor de las aljamas o sinagogas. Después de su conversión, en 1390, pasó a llamarse Pablo García de Santamaría y ocupó el obispado de Burgos en 1415. De su sorprendente prestigio e influencia eclesiástica en la España de su tiempo, es buena prueba el dato de que de las 26 sedes que por entonces tenía la península, 12 fueron ocupadas por capitulares burgaleses.

A Alonso llegarían a serle familiares no sólo los textos del antiguo testamento, sino también el sentido profético y el tono rotundo del lenguaje y los sucesos de la historia sagrada pre-cristiana. Culminada su primera etapa de su formación intelectual y espiritual, Alonso de Cartagena fue enviado a la entonces prestigiosa Universidad de Salamanca, donde estudió ambos derechos, civil y canónico. Contando sólo veinte años de edad, obtiene su bachillerato en leyes y comienza de este modo una carrera intelectual que lo llevaría en 1409 a lograr la licenciatura y finalmente, a los veintinueve años, su doctorado en 1414.
Cultivó varias áreas que iban bien con su brillante preparación intelectual y con su personalidad ; puede decirse que llegó a ser jurista, diplomático, historiador, ensayista y traductor de autores latinos, como Séneca y Cicerón. De la nobleza y de ciertas familias principales, va fluyendo un grupo intelectual en torno suyo en el palacio arzobispal de la ciudad de Burgos.
En el ámbito eclesiástico, su carrera comienza a los veintinueve años al nombrársele maestresala de la Catedral de Cartagena. Este primer nombramiento habría de ser emblemático al quedar su nombre asociado para siempre a dicha ciudad y no a Burgos, donde alcanzó la silla arzobispal. En 1416, se transforma en Deán de la Catedral de Santiago de Compostela, aumentando significativamente su prestigio y autoridad. En 1419, la Cámara Apostólica le nombra nuncio, dignidad que lo encumbra y afama en toda España. Burgos le incorpora entre sus integrantes en calidad de canónigo y Segovia le recibe como Deán. Finalmente, en 1435, el Papa Eugenio IV le llama a integrar el colegio episcopal, asignándole nada menos que la sede de Burgos en la que se desempeñaba su padre Pablo de Santamaría. Desde esta capital burgalesa, Alonso de Cartagena habría de proyectar su gran cultura creando a su alrededor una pléyade de ávidos estudiantes que esperaban completar su formación junto a este egregio obispo humanista.

Como era corriente en aquella época, un hombre de Iglesia tan preparado como Alonso de Cartagena, fue llamado por la Corona para ocuparse de importantes tareas políticas, tanto en el papel de asesor como también de encargado de misiones. Le tocó en suerte vivir y participar de algunos sucesos decisivos de la historia política de España y Europa.
En 1415 fue nombrado auditor de la Audiencia real y cuatro años más tarde, en 1419, ocupaba una silla en el Consejo Real. Era político prudente, bien informado, muy conectado con la atmósfera de su tiempo, en una época en que Castilla había entrado a una inestabilidad política y socia. El rey Juan II le nombró embajador suyo ante la corte de Portugal en 1421, misión que se prolongó por seis años hasta 1427, en los que pudo darse cuenta de los primigenios intereses internacionales portugueses en su proyección africana y atlántico-insular. Asimismo, de 1434 hasta 1439 integró como miembro la legación castellana ante el Concilio de Basilea.
Su excelente formación humanista y teológica cooperaban satisfactoriamente a sus misiones diplomáticas, entre las que puede recordarse, el avenimiento conseguido gracias a sus auspicios, entre los reyes de Castilla y Portugal en 1411, mediación que evitó la guerra intestina en la península. Después, la ratificación de esta paz en 1423, fue también, en parte, obra suya.

También, se ha de recordar su intervención en asuntos internos del reino, particularmente los protagonizados por un grupo de nobles rebeldes y don Alvaro de Luna, apoyado por el rey Juan II.
Como puede apreciarse, no fue un diplomático cuyas misiones se limitaran sólo al uso de la palabra y las acciones. También, su pluma autorizada le prestigió con toda razón, apoyado en su extraordinaria sapiencia jurídica y teológica, las dos ciencias más importantes de la época. Durante el Concilio de Basilea, actuando como representante castellano, será la ocasión para lucir su pluma y sabiduría. Destaca un discurso muy razonado ante los padres conciliares el 14 de septiembre de 1434, titulado Propositio altercatione praeminentiae sedium inter oratores regum Castillae et Angliae in Concilio basiliense en el que Alonso de Cartagena sale en defensa de la delegación castellana en su prioridad para ocupar los asientos posteriores a los de los representantes franceses, contra la pretensión inglesa. A primera vista, esta discusión puede parecer una disputa puramente administrativa y protocolar referida a un asunto casi honorífico.
Superadas varias votaciones, el Concilio adoptó el 14 de junio de 1436 casi dos años después la decisión de que los embajadores españoles ocupasen los primeros puestos a la derecha de los dignatarios franceses y, por consiguiente, tuvieran asiento en un lugar preferencial respecto a los ingleses. Los argumentos expuestos por el ya obispo de Burgos fueron, pues, acogidos en razón del peso histórico-jurídico de ellos mismos. Esta conquista prestigió grandemente a Alonso de Cartagena en el Concilio, pero también en España.

Basilea fue también el escenario donde se ventiló el problema de la conquista de las islas de Canarias no ocupadas por cristianos, que Portugal y Castilla venían disputando desde la concesión que de ellas había hecho el Papa Clemente VI, a través de la bula Tue devotionis sinceritas en 1344.
Puede remontarse el conflicto luso-castellano por las islas, desde el momento en que asciende al poder Don Duarte de Portugal, el 14 de agosto de 1433. El propósito de ganar el archipiélago o parte de él se constituyó en el objetivo geopolítico más importante para Portugal en su proyectado expansionismo, a cargo éste del hermano del monarca, el Infante Don Enrique, apodado el Navegante. En efecto, un año después, en 1434, con el respaldo de Don Duarte, el Infante organiza una nueva expedición hacia la Gran Canaria, que finalizó en un rotundo fracaso.
En consonancia con las prácticas diplomáticas y de acuerdo con el sistema jurídico de la época, Don Duarte toma la decisión de acudir ante el Papa para obtener la cesión de las islas. Aprovechando la ocasión de hacerse representar en el Concilio con una embajada, parte desde Lisboa, en enero de 1436, una comitiva con la finalidad de presentar los respectivos saludos y manifestar la obediencia al Pontífice, como legítimo jefe de la Iglesia. Los agentes castellanos acreditados en Lisboa debieron informar al rey Juan II de Castilla de las intenciones portuguesas, probablemente a finales de 1435, lo que explica que al comenzar el año siguiente, la embajada castellana en Basilea es reorganizada nombrando como jefe de la legación a Gonzalo Santa María y Gutierrez de Sandoval. Parece, pues, posible que coetáneamente a estos acontecimientos, Alonso de Cartagena haya recibido el encargo de Juan II, de preparar un dictamen jurídico sobre el problema canario que conocía como ninguno.

En efecto, al haber sido en varias ocasiones embajador en Portugal, el obispo sabía bien los argumentos que los portugueses sostenían y que expondrían ante el Pontífice. En base a estos argumentos ya conocidos, Cartagena elabora un poderoso documento en el que contesta a dichas pruebas y se extiende largamente sobre el derecho castellano. Presentado éste por el embajador Luis Alvarez de Paz, el resultado fue favorable a Castilla, ya que el Pontífice preparó una nueva bula, la Romani Pontificis, de 6 de noviembre de 1436, en la que anulaba y dejaba sin efecto alguno la concesión hecha a Don Duarte de Portugal. Pero, lo que es más importante, de acuerdo con los argumentos de ambas partes, es que el Papa reconoce al rey castellano su derecho sobre las islas, entre otras causas, porque este derecho se fundaba en el título heredado por su Corona.
Aquel triunfo castellano no se debió al peso mismo de los hechos, sino, y muy especialmente, a la genialidad persuasiva de Alonso de Cartagena.