JUAN MANUEL DE PRADA – ABC – 11/03/17
· Los nacionalistas, además de reírse de los catalanes se han forrado, como nos prueba el llamado «caso Palau».
Suele decirse, con tópico un tanto recurrente, que el nacionalismo es un sucedáneo religioso, en el que la nación usurpa el lugar de Dios y la promesa de la independencia se convierte en una suerte de Tierra Prometida. Pero descubrimos que algunos nacionalismos, bajo su apariencia de sucedáneo religioso, encubren religión vuelta del revés.
Pues detrás de los idolillos que enarbolan, para mantener entretenidas a sus adeptos, se esconde la adoración al Dinero, que como nos explicaba Cristo es el auténtico adversario de Dios (el auténtico contradiós), de ahí que el servicio al uno excluya el servicio al otro. Yo siempre había pensado que el nacionalismo catalán era un vasto trampantojo montado para engañar a un pueblo, como el que los Duques montaban a don Quijote en su palacio, para hacerle creer que era verdadero caballero andante. Sólo que los Duques, que eran muy socarrones, montaban aquel trampantojo por puro solaz y pasatiempo. Los nacionalistas, mucho más bellacos, además de reírse de los catalanes se han forrado, como nos prueba el llamado «caso Palau».
«Sin la virtud de la justicia, ¿qué son los gobiernos, sino juntas de ladrones?», se preguntaba san Agustín. Y no hay forma más extrema de injusticia que destruir los vínculos de amistad histórica entre los pueblos. Esta «obra del odio» ha sido el trampantojo que el nacionalismo urdió para mantener a los catalanes enviscados, mientras se dedicaba tranquilamente a sus latrocinios. Mientras robaba a manos llenas, el nacionalismo llenó el alma de los catalanes de resentimiento contra el resto de España. Y ese resentimiento, según el principio de acción y reacción, fue enseguida correspondido; y ambos resentimientos se alimentaron entre sí, se brindaron vigor recíproco, procrearon en monstruosa coyunda, hasta tornar inhabitable la convivencia.
Resultaría muy benéfico que los catalanes independentistas (como tantos españoles que han desarrollado urticaria hacia Cataluña) empezaran a preguntarse en qué medida su aversión ha sido alimentada por esta junta de ladrones. Descubrirían que no ha sido en una medida escasa; y hasta es posible que, si lograran aislar y extirpar esa medida, su fobia se desinflase. Y a lo mejor hasta podrían empezar a urdirse otra vez los arrasados vínculos de amistad entre Cataluña y el resto de España.
En las películas de Hitchcock siempre había un perifollo intrigante que distraía la atención del espectador (el celebérrimo «McGuffin»), para que el director pudiera realizar libremente sus obsesiones estéticas. En Cataluña, la quimera de la independencia, con su corolario de odio a España, fue siempre un perifollo con el que se distraía a los catalanes del latrocinio perpetrado por sus gobernantes. Y, visto el resultado, uno se atrevería a decir que tanto latrocinio no hubiese sido posible sin el perifollo, y viceversa. Perifollo y latrocinio eran anverso y reverso de una misma moneda, formaban parte de la misma estrategia, que no era otra sino el expolio material y espiritual de un pueblo, la conversión de aquel «vaso de agua clara» al que se refría Pemán en un río revuelto donde los pescadores oportunistas pudieran hacer su agosto.
Y vaya si lo hicieron. Claro que, si lo hicieron, fue porque otros todavía más encumbrados que ellos los encubrieron durante décadas (tal vez porque también les interesaba azuzar aquella «obra del odio»). Y así fue cómo una junta de ladrones, a la vez que saqueaba a su pueblo, lo dejó convertido en un nido de áspides envenenado por el odio. Cuando había nacido para ser, como escribió Cervantes, «archivo de la cortesía» y «correspondencia grata de firmes amistades».
Latrocinio y perifollo - Juan Manuel de Prada | Fundación para la Libertad
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