Revista FUERZA NUEVA, nº 558, 17-Sep-1977
FRANCISCO CAMBÓ: ROSTRO DEFINITIVO
Francisco Cambó, ya maduro tras tantos desengaños, entendía perfectamente, a través del asalto comunista a España, en julio de 1936, que el problema estaba situado en un dilema definitivo: o la civilización o el comunismo.
Toda la existencia de Cambó, centrada en la consecución de la autonomía, se derrite en la demagogia izquierdista del “¡Visca Maciá! ¡Mori Cambó!”, con que fue recibida la segunda República.
El pasado 2 de julio (1977) se inhumaron los restos mortales de Francisco Cambó, en la tumba emplazada en la plaza de la Esperanza del Cementerio Nuevo de Barcelona. Cambó falleció en 1947, en Argentina. Pero nadie desconoce que toda la vida de Cambó tiene una implicación profunda, problemática y, en definitiva, aleccionadora.
Francisco Cambó, nacido en Bergés, Gerona, en 1876, tenía grandes cualidades de estadista. Diremos inmediatamente que lo que obnubiló toda la perspectiva de Cambó fue su dependencia mental de Enrique Prat de la Riba, particularmente hombre correcto, pero para España uno de los más nefastos y violentos encizañadores de la vida nacional. Prat de la Riba, liberal, amamantador de los Arana, impulsándoles al nacionalismo vasco, preconizó un concepto de Cataluña absoluto, desprendido de todo valor trascendente. Y este vacío sólo ha sido colmado por el jacobinismo izquierdista y masónico que aprovechó el catalanismo como vehículo de desintegración social.
Cambó, hombre de acción, audaz, ambicioso, superdotado, supo canalizar el catalanismo, que, bajo su personalidad realmente poderosa, cobró una gran fuerza. No vale aquí ahora recordar ni su liderazgo de la Lliga, ni su intervención ruidosa ante Alfonso XIII reclamando la autonomía de Cataluña en su visita a Barcelona, en 1904, ni su lucha por la autonomía catalana, ni su atentado en Hostafranchs, ni sus campañas electorales -ya desde la “candidatura dels quatre presidents” hasta su fracaso en febrero de 1936-, ni su paso fecundo por el Ministerio de Fomento, y también por el de Hacienda.
“¡Visca Maciá! ¡Mori Cambó!”
Toda la existencia de Cambó, centrada en la consecución de la autonomía, se derrite en la demagogia izquierdista del “¡Visca Maciá! ¡Mori Cambó!”, con que fue recibida la segunda República y prosiguió como sonsonete continuado incluso por muchos de los que ahora (1977), histriónicamente, han asistido al acto póstumo de su sepelio, que va desde los cuatrocientos presentes, según viene “Diario de Barcelona”, a “unas dos mil personas”, según “La Vanguardia”. Pero estos detalles no tienen importancia. Lo que cuenta es que Francisco Cambó, político de raza, quedó totalmente esterilizado por el sistema liberal, por el catalanismo neutral y aséptico respecto de la fe católica, por el nacionalismo que recibió de Prat de la Riba y por la democracia del sufragio universal, de la que fue un santón durante la Monarquía fracasada y constitucional de Alfonso XIII.
Es en balde que ahora nos digan que el Conde de Romanones reconociera que Cambó “es el político de más talento que ha tenido España”. Es tontería que ahora, periodísticamente ahora (1977), se machaque que “Cambó es de todos”, como afirma Ramón Garriga en “El Noticiero Universal” del 6 de julio pasado. Con toda la sima de diferencias que nos separan, José Faulí acierta mucho más cuando aclara que “a fin de cuentas, su célebre expresión ¿Monarquía?, ¿República?, ¡Cataluña! era mucho más que una frase en un hombre que, ya dos años antes (1916), había explicado en las Cortes que el problema catalán no era de simple descentralización administrativa porque era un problema nacionalista”.
Lo contabilizable es que Cambó no pudo nunca realizar su programa. Fue un financiero prolífico, un mecenas del arte, un propulsor de la Institución Bernat Metge, meritoria ésta a todas luces. Pero Cambó, con su centrismo, con su “derecha civilizada”, con su conservadurismo europeo, con su cultura superior, con su garra de gobernante, ante imponderables muy previsibles doctrinalmente, fue un fracaso rotundo. Un Francisco Maciá le puede arrebatar todo lo que Prat de la Riba y Cambó habían sembrado, con su odio al Ejército, con su capitalismo antisocial, con el virus subversivo con que empaparon el catalanismo contra España a pesar de aludir a la “Espanya gran”, con su desfibración del genio catalán aburguesando a lo mejor de Cataluña y convirtiendo a los antiguos patriarcas carlistas en abuelos de “botiflers”, sentimentales, románticos, material muy propicio para nietos demagogos, marxistas y ateos.
Fue un fracasado
Así se explica que durante la Mancomunidad -obra máxima que se atribuye la Lliga en sus realizaciones, y que fue un buñuelo del que todavía pagamos las consecuencias- el problema social se encrespara trágicamente en toda Cataluña. Y la respuesta ácrata fue la venganza lógica a los que habían planteado el problema de Cataluña con un esquema materialista, con excepción de Torras y Bages, cuyo único defecto fue quizá fiar en su influencia sobre Cambó y la Lliga y en desconocer que el catalanismo no se podía resolver sin una Monarquía católica y en engranaje de todo el sistema tradicional para la vida nacional. Esto ya lo sabía Torras y Bages, y en sus obras consta paladinamente -por esto los catalanistas actuales, lo marginal y lo desprecian-. Pero tenía confianza en que la rectitud particular y la conciencia honrada de Cambó habría podido enderezar aquel enredo. Torras y Bages, varón de una ejemplaridad inmaculada, como Jaime Balmes, tuvieron errores políticos por no empalmar debidamente con el pensamiento tradicional. Y éste nunca se casa con ningún adulterio liberal, aunque el consorte sea de todas prendas intelectuales y sociales.
Sí, Francisco Cambó fue un fracasado. Es inútil que ahora (1977) sus panegiristas lo quieran exaltar, y digamos que también serán inútiles la publicación de sus memorias, como ha anunciado su hija, Helena Cambó, si pretenden justificar todo un periplo de tejer y destejer elecciones y gobiernos, proyectos y discursos, ante el problema de España, que tuvo una crisis tan sintomática como la dictadura de Primo de Rivera, propulsada por los propios hombres de la Lliga. Entonces Cambó ya empezó a ver claro.
Desandando malos caminos
El conde de los Andes, en un artículo publicado en “ABC” el 26 de octubre de 1969, glosa una conversación de Cambó con Benito Mussolini. El conde de los Andes registra en sus apuntes -a raíz de la biografía camboniana de Jesús Pabón- que “Cambó ha entendido que el fascismo podía ser un régimen nuevo que superarse el liberalismo parlamentario”. Y parangonando el caso de Italia con la dictadura de Primo de Rivera, el conde de los Andes constata el pensamiento de Cambó con estas palabras:
“Después de Primo de Rivera no se podía volver al régimen constitucional anterior, cuyo fracaso, principalmente el del sistema parlamentario, lo provocó. Al sustituir el régimen autoritario no se ha de pensar en el estado de cosas anterior a la Dictadura: el advenimiento de ésta es una prueba de que el régimen predictatorial era malo…, dice Cambó. En otro lugar escribe también: buena parte de la ideología de la Revolución francesa está en quiebra… Parece juicioso recordar que la figura señera de Cambó no fue la única, entre los políticos del antiguo régimen, que estimaron necesario un orden político distinto al que prevaleció hasta el 13 de septiembre de 1923. Además de Aunós, Calvo Sotelo, el Conde de los Andes (mi padre) y Yanguas, procedentes del llamado antiguo régimen, ministros con la Dictadura, políticos tan significados como Silió, Cierva, Goicoechea y el duque de Maura acudieron a la Asamblea Nacional Consultiva”.
Cambó estaba ya desengañado de la democracia inorgánica, del parlamentarismo partitocrático, del constitucionalismo monárquico desfundado de su contenido tradicional. Cambó jamás habría aconsejado unas elecciones en que la vida de España se jugara a vida o muerte como hicieron Alfonso XIII y el general Berenguer. El mismo Cambó lo reafirma cuando nos dice:
“Desde luego, no puede negarse que no hubiera pasado lo que pasó, o cómo pasó, porque yo era exactamente todo lo contrario del general Berenguer y del almirante Aznar”.
O sea, con Cambó como jefe del Gobierno no hubiera habido elecciones indiscriminadas, ni optimismos suicidas, ni abandono del Trono, ni contactos con el comité revolucionario ni el 14 de abril de 1931. Cambó, ya superado el materialismo catalanista de Prat de la Riba, con más cultura y contacto mundiales, iba plasmando y acercando su ideario a las fuentes auténticas de la política contrarrevolucionaria.
Ya en 1920, Cambó había dicho:
“La Revolución francesa destruyó toda la vida orgánica de los pueblos; todas las estructuras orgánicas de la vida que a través de los siglos se habían creado fueron barridas por el vendaval de la Revolución; cayeron organizaciones regionales y municipales, corporativas y profesionales; no quedó más que el Estado omnipotente y el hombre soberano, sin armas ni medio alguno para hacer valer su soberanía”.
Este lenguaje es exacto al del carlismo, al de Aparisi y Guijarro, al de Vázquez de Mella, al de Toniolo, al del conde de Maistre, al de Charles Maurras, al de Paul Bourget, al de Oliveira Salazar, al de José Antonio Primo de Rivera, al de Franco.
Será el 21 de junio de 1936 cuando, en la Asamblea de Juventudes de la Lliga, Cambó les advierte que el liberalismo está caducado. Estas son las mismas palabras de Cambó:
“El pleito entre liberalismo y socialismo hay que considerarlo definitivamente perdido por el liberalismo… El liberalismo económico, como doctrina puramente económica, es la más racional; fijaos bien, como doctrina económica… (Pero) tiene un fallo capital, y es creer que en el mundo puede haber doctrinas puramente económicas… Es preciso que todos reconozcamos que hay que conectar la economía con la sociología, que los problemas económicos son también problemas sociales, que los fenómenos de producción no pueden dejar de tener en cuenta que es el hombre el primer elemento de la producción y él, el hombre, la base del consumo”.
Cambó, que no era un intelectual puro, ya casi llega al vértice de la verdad. Y entiende que el liberalismo es insostenible. De ahí que la propia vida cristiana de Cambó adquiera un sentido más profundo y serio. Y el Alzamiento del 18 de julio de 1936 completará el camino de Damasco de este gran político, frustrado por los sofismas de Prat de la Riba, de la democracia liberal, del conservadurismo capitalista, y por el ambiente de la Monarquía constitucional, fautora de tantas desgracias.
Gloriosa rectificación
Francisco Cambó, ya maduro tras tantos desengaños, tiempo perdido y caminos equivocados, entendía perfectamente a través del asalto comunista a España, en julio de 1936, que el problema estaba situado en un dilema definitivo: o la civilización cristiana o el comunismo. Y bajo la experiencia que también al comunismo conducían el liberalismo y el catalanismo de Prat de la Riba. Cuando hoy (1977) los panfletistas ponderan que en Cataluña, desde el 16 de febrero de 1936, había un paréntesis de paz aparente, Cambó advertía:
“No nos hagamos demasiadas ilusiones: Cataluña no puede ser un oasis dentro de España. En una comunidad política, económica y aduanera, estos oasis pueden ser muy transitorios”.
También Cambó en su “Dietari”, resume así el año 1936:
“Los primeros días, después de las elecciones, el ambiente que se respiraba en Barcelona era absolutamente revolucionario. Escuché, desde mi cama el grito de ¡Mori Cambó! proferido por una multitud de manifestantes… En las elecciones fui derrotado, y a la derrota debo la vida. Es curioso que tenga que agradecerla a los que… no cumplieron el deber de asegurar mi elección”.
En el extranjero, Cambó conoce la novedad de la guerra española. Su postura ya es completamente decidida. En una carta dirigida a Valls y Taberner, desde Abbazia, el 25 de septiembre de 1936, Cambó abomina los ”ejemplos de cobardía como el de Millet haciendo cantar al Orfeó, y dirigiéndolos, el himno anarquista y el himno de la FAI. Y Pablo Casals saludando, en el concierto del Liceo, con el puño cerrado en alto al público que le aplaudía”.
Desde el primer momento, Cambó, con Ventosa y Calvell, Juan Estelrich, Federico Roda Ventura, Octavio Saltor, y otros prohombres de la Lliga, organizan colectas de ayudas económicas poderosas en favor de la España nacional, así como servicios de contraespionaje, propaganda y diplomacia.
En 17 de noviembre de 1937, Francisco Cambó publica en el gran rotativo argentino “La Nación” un artículo titulado “La Cruzada Española”. No se puede decir más ni mejor. Por esto, con todos los honores, lo reproducimos íntegramente. Habla Cambó:
«Los que no ven en la gran tragedia española más que una guerra civil, con los horrores que acompaña siempre la lucha entre hermanos, sufren lamentable ceguera. Una lucha interior, en un país fuera de las corrientes del tráfico de las mercancías y de las ideas, que no tiene peso específico bastante para influir en la vida internacional, ni por su fuerza económica, ni por su potencia militar, ni por su posición política, podría haber despertado algún interés en los tiempos tranquilos que vivió la humanidad algunas décadas atrás. Pero en los momentos agitados y frenéticos que vivimos nadie le prestaría hoy atención. Y la realidad nos dice que desde sus comienzos la guerra civil española es el acontecimiento que más preocupa a las cancillerías y aquel que más profundamente agita y apasiona las masas.
Es que el mundo entero se da cuenta de que en tierras de España, en medio de horrores y de heroísmos, está entablada una contienda que interesa a todas las naciones del mundo y a todos los hombres del planeta.
Para comprender su magnitud hay que recordar el año 1917, el de la instauración del bolcheviquismo en Rusia, y pensar en todas las desdichas que de aquel hecho se han derivado para todos los pueblos.
La implantación del sovietismo en Rusia, uno de los mayores retrocesos históricos de la humanidad, significó el triunfo, en un gran imperio, del materialismo sobre todos los valores espirituales que hasta entonces habían guiado a la humanidad camino del progreso, y habían agrupado a los hombres en naciones y en estados.
La lucha entre las más opuestas concepciones de la vida de hombres y pueblos surgió inmediata y no ha cesado un momento, porque los directores del bolcheviquismo ruso tuvieron, desde luego, la clara visión de que su régimen no podía subsistir más que perturbando la paz y disminuyendo el bienestar en el resto del mundo, único modo de enturbiar la visión de la espantosa miseria en que tienen sumido a su pueblo.
La Rusia bolchevique alcanzó la ventaja que en toda lucha obtienen los que emprenden la ofensiva, y su brutal agresión no encontró más que una débil resistencia en la endeble estructura político-social-religiosa de la vieja Rusia, auxiliada sin energía ni constancia por los estados que mayor interés tenían en impedir el triunfo de aquélla.
Después, todos los países cristianos, uno tras otro, ya con la esperanza de obtener un lucro, ya por la inercia que impele a seguir la corriente, no sólo reconocieron al gobierno bolchevique, sino que le prestaron toda suerte de concursas para que pudiera forjar las armas con que trataría luego de aniquilarles.
La cruzada de la España nacional es, exactamente, lo contrario de la victoria del bolcheviquismo en 1917, y su triunfo puede tener y tendrá pata el bien la trascendencia que para el mal tuvo aquélla. Significa que allá, en el extremo sudoccidental de Europa, se levantó un pueblo dispuesto a todos los sacrificios para que los valores espirituales -religión, patria, familia- no fueran destruidos por la invasión bolchevique que se estaba adueñando del poder. Es porque tiene un valor universal la cruzada española por lo que interesa no sólo a todos los pueblos, sino a todos los hombres del planeta. Ante ella no hay, no puede haber indiferentes. La guerra civil que asola España existe, en el orden espiritual, en todos los países. En vano proclaman algunas potencias que hay que evitar la formación de bloques a base de idearios contrapuestos. Los que tal afirman, si examinan la situación de su propio país, verán que estos bloques ideológicos existen ya y tienen una fuerza inquebrantable. Los encontrarán dentro de los partidos y de las agrupaciones profesionales, aun en los grupos más restringidos de sus relaciones particulares y familiares.
A España le ha correspondido, una vez más, el terrible honor de ser el paladín de una causa universal. Durante ocho siglos, Bizancio en la extremidad oriental y España en la extremidad occidental defendieron a Europa en lucha constante; aquélla con las invasiones asiáticas y ésta con las asiáticas y con las africanas. Y cuando Bizancio cayó para siempre, España preparaba el último y formidable esfuerzo que le dio definitiva victoria, que la Providencia quiso premiar dándole otra misión de trascendencia universal: la de descubrir y cristianizar un nuevo mundo.
Cuando la Iglesia católica, en el siglo XVI, sufrió el más duro embate de su existencia, fue España la que asumió la misión terrena de salvarla. Y ya en el siglo XIX, cuando el destino de Napoleón se apartó del servicio de su patria para servir únicamente su propia causa, fue España, la España inmortal, la que ofreciendo al héroe hasta entonces invencible una resistencia inquebrantable, salvó a Europa y a la propia Francia.
Hoy se cumple una vez más la ley providencial que reserva a España el cumplimiento de los grandes destinos, el servicio de las causas más nobles, que lo son tanto más cuanto implican grandes dolores sin la esperanza de provecho alguno. Y las grandes democracias de la Europa occidental, que miran con reserva y prevención la gran cruzada española, se empeñan en no ver que para ellas será el mayor provecho, como para ellas sería el mayor estrago si el bolcheviquismo ruso tuviera una sucursal en la Península Ibérica.
No es hoy momento de discutir cómo se regirá la nueva España. Pero una cosa podemos decir: España, como lo dejó probado de modo irrebatible Menéndez y Pelayo, fue un más grande valor universal en cuanto fue más española, más íntimamente unida a la solera medieval que la forjó preparando la gran obra de los Reyes Católicos y de los primeros Austrias, mientras que las etapas de su decadencia coinciden con las de su decoloración tradicional La nueva España será, de ello estamos seguros, genuinamente española, y para crear las instituciones que deben regirla no necesitará copiar ejemplos de fuera, porque en el riquísimo arsenal de su tradición más que milenaria encontrará las fórmulas para mejor servir y atender las necesidades de la nueva etapa de su historia.
No hay que olvidar un hecho en el cual se encuentran en germen muchos de los ingredientes que han producido la guerra civil. Es un hecho que nunca, y hoy menos que nunca, han de olvidar los españoles: al triunfar el espíritu patriótico-religioso en la resistencia española a la dominación napoleónica, se reunieron, primero en la isla de León y después en Cádiz, los hombres que habían de forjar las instituciones que rigieron la España que con su sangre habían conquistado sus hijos. Y la Constitución llamada de Cádiz olvidó la tradición española para inspirarse en las doctrinas de la Revolución francesa: ¡el vencedor implantaba las doctrinas del vencido! Y así quedó frustrado el glorioso y triunfal esfuerzo y desconectada la corriente tradicional española de sus nuevas instituciones políticas, iniciándose una pugna que ha culminado en la lucha actual.
Es indispensable que el caso no se repita; la sangre de los millares de héroes que están dando su vida por salvar a España del materialismo y la barbarie bolcheviques, ha de servir, por lo menos, para que nuestra patria vuelva a marchar por la senda que le señala la tradición y que no debió abandonar jamás».
Este es el verdadero Cambó. El último, el converso, el acabado, el desengañado del catalanismo de Prat de la Riba, del liberalismo constitucional, de la monarquía de Alfonso XIII -especialista en entorpecer y hundir a grandes patriotas como Antonio Maura, Eduardo Dato, Miguel Primo de Rivera y el propio Cambó, y favoreciendo siempre la causa del socialismo y de la masonería, hasta entregar a España a la República soviética-. Este Cambó conoce con patética evidencia que la República no era un régimen democrático ni liberal, sino simplemente el tránsito al comunismo integral, servido por la Generalidad, Luis Companys, todas las fuerzas de izquierda, la masonería y el Estatuto de 1932.
A estas horas (1977), aquel Cambó trocado en ferviente católico -como rememoró Narciso de Carreras en “Criterio”, del 15 de febrero de 1948-, interesado en “formar hombres” y en una Acción Católica de verdad, estaría en las antípodas de los Trias Fargas, Socías Humbert, Samaranch, Porcioles, Andreu Abelló, Millet, Ventura Gassol, y tantos otros que ahora gesticulan y se colocan. También del saltimbanquismo que va desde Carlos Sentís a Ramón Serrano Súñer, así como de la carnavalesca actuación de Octavio Saltor, abucheado por el público, el pasado 11 de septiembre de 1976, en San Baudilio de Llobregat, en una orgía de demagogia.
Es en balde que se quiera utilizar a Cambó y manipularlo. Cambó coincidió con las tesis de Víctor Pradera, su gran contradictor en otras horas. Del Cambó de Prat de la Riba y de la Lliga al Cambó entregado a la Cruzada y embebido del pensamiento de Menéndez y Pelayo, no hubiera surgido ahora (1977) ni un reformista, ni un rupturista, ni un nostálgico del Estatuto de la Esquerra, ni un partidario del constitucionalismo monárquico, ni un revanchista al estilo de los “lligueros” de ahora, que han hecho el más solemne ridículo en las últimas elecciones y se han convertido en comparsas del triunfo socialista y del PSUC en Cataluña.
No. Cambó hubiera sido el hombre de las Leyes Fundamentales y de los Principios del Movimiento Nacional. Hubiera sido el portavoz de la continuidad perfectiva. Ni siquiera hubiera repetido lo que dijo en el Parlamento republicano, tras los sucesos de octubre de 1934:
“No os hagáis ilusiones. Pasará este Parlamento, desaparecerán los partidos que están aquí representados, caerán regímenes y el hecho vivo de Cataluña subsistirá”.
Cambó había aprendido que Cataluña ya no era un absoluto. Que Cataluña, si no es católica y socialmente orgánica, se convierte en una colonia soviética. Maniobrar como se ha hecho ahora (1977) con Cambó para remover antiguos estercoleros sectarios y causantes del crimen y de la miseria de Cataluña, es una tarea de impenitentes suicidas. Cambó no fue ningún exiliado. Como anota José Faulí -nada sospechoso-, “en realidad, la enfermedad que le llevó a la muerte en la capital Argentina en 1947 frustró un regreso que ya estaba preparado”.
Cambó era un hombre muy idóneo para congeniar con Francisco Franco, otro pragmático sublime. Y los dos hubieran coincidido en abominar la democracia liberal, el sufragio universal, en el ideal común de salvar a España, y por tanto, a Cataluña del comunismo. Cambó, en abril de 1935, dijo, en Barcelona:
“España ha sido grande cuando ha tenido ideas superregionales, tal como sucedió en los tiempos en que defendió el catolicismo contra la Reforma”.
Este es el Cambó genuino que, desde su tumba, ahora, reprocha e increpa a cuantos se sirven de su nombre para apadrinar lo que él, tras años dolorosos, llego a captar: que la verdad política está en la aceptación de la doctrina católica en la vida pública y en el concepto tradicional de España, tan alejado de la monarquía liberal, con su centralismo, como del catalanismo anti católico y rabiosamente rousseauniano del fatídico Enrique Prat de la Riba.
Jaime TARRAGÓ
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