El suicidio del cine
JUAN MANUEL DE PRADA
ESTAMOS asistiendo, lenta pero inexorablemente, a la agonía de la que, tal vez, haya sido la más vigorosa forma de expresión artística del último siglo (y, sin duda alguna, la más popular y multitudinaria); y lo más trágico es que dicha agonía, en su fase postrera, está adquiriendo los rasgos propios de un suicidio. No se trata, ciertamente, de un fenómeno nuevo: casi todas las creaciones humanas, llegadas a su decrepitud, perecen poseídas por un sordo frenesí autodestructivo, como hastiadas de sí mismas; y aunque a simple vista parezca que mueren por culpa de agentes externos hostiles, resulta siempre que ellas mismas se han administrado el veneno que acelera su aniquilación, pensando que se trataba del antídoto que garantizaba su supervivencia. Así le está ocurriendo al cine: hostigado —como otras formas de expresión artística— por la piratería, incapaz de atraer a las generaciones más jóvenes, que se han engolosinado con otras formas de ocio —casi siempre asociadas a los nuevos avances tecnológicos— y que casi podría decirse que se hallan inmunizadas contra la fascinación ritual que para sus padres y abuelos tenían las salas oscuras, el cine se ha lanzado a una carrera desnaturalizadora que lo conduce directamente al precipicio, en un afán desnortado por recuperar el cetro del entretenimiento, que empuñó durante décadas.
Durante las últimas semanas, me he dedicado —por curiosidad científica que, poco a poco, se ha ido convirtiendo en oprobiosa penitencia— a ver películas que comúnmente no se hallan entre mis preferencias. Películas de altísimo presupuesto que se estrenan en medio de ruidosas campañas promocionales; películas en las que una desquiciada industria cinematográfica ha cifrado sus posibilidades de salvación; películas que, invariablemente, prometen al espectador dosis desorbitantes de trepidación que pongan a prueba su capacidad de pasmo. Elhombrede acero, nueva recreación de las hazañas de Supermán dirigida por el inepto Zack Snyder, constituye un exponente destacado de este cine al que me refiero: por un lado, aspira a embaucar a los más veteranos con una historia que, inevitablemente, les resultará familiar a poco que frecuentaran los tebeos en la niñez; por otro, predispone a su favor a los más jóvenes, que esperan hallar en ella nuevos finisterres de «espectacularidad». Lo cierto es que Elhombre deacero (como, por lo demás, ocurre con otras películas de reciente estreno, cortadas casi todas por el mismo patrón) resulta a la postre un chasco de magnitudes pavorosas; y no porque sea mal cine, sino simplemente porque noescine, salvo que por cine entendamos la mera proyección de imágenes en movimiento. Pero el cine —siquiera desde que dejó de ser un espectáculo de barraca de feria— aspiró a narrar una historia, a modelar unos personajes, a elucidar —del modo más ameno y cautivador posible— algún aspecto paradójico o conflictivo de la naturaleza humana; nada de esto hallamos en estas películas: la narración (perdón por la hipérbole) es siempre confusa, premiosa, sobresaltada de incongruencias e inverosimilitudes que desazonan el espectador menos exigente (en Elhombre de acero, además, acompañada de un uso chapucerísimo del flash-back); los personajes resultan estereotipados y aplastantemente previsibles, meros monigotes sin alma que se limitan a amueblar las secuencias; y en ellas ningún aspecto de la naturaleza humana es elucidado, por la sencilla razón de que la naturaleza humana en ellas no comparece, aplastada por una exhibición inmoderada de apabullantes virtuosismos técnicos. A la postre, tales películas se quedan reducidas a pura excitación visual, abrumadora excitación visual (acompañada, por supuesto, por un horrísono mejunje acústico) que provoca una inmediata sensación de hartazgo en cualquier espectador cuyas meninges no hayan sido completamente arrasadas por los videojuegos.
No ocurre esto tan sólo en las películas llamadas de «superhéroes», que son algo así como el vómito terminal e infantiloide de aquella ensoñación nietzcheana que pregonaba la muerte de Dios y postulaba la emergencia del «superhombre» (y es que el nihilismo siempre acaba, resacoso y exhausto, en la guardería, pretendiendo escapar del manicomio). Si, por ejemplo, nos asomamos a la más reciente adaptación de Elgran Gatsby, dirigida por el efectista Baz Luhrman, descubriremos que todas las delicadezas y ambigüedades de la obra de Scott Fitzgerald se han esfumado como por arte de ensalmo; y, vaciada de su magia originaria, la historia (por completo fiambre) tiene que rellenar su hueco con un sucedáneo execrable, que aquí adopta los ropajes de un huero y mareante virtuosismo formal, con movimientos de cámara histéricos, estridencias compositivas, acopio de efectos digitales a granel y otros aspavientos discotequeros que no hacen sino distraer su gigantesca, empalagosa, infinita inanidad. Y que dejan al espectador estragado, aturdido por el carrusel de falsos prodigios que ha golpeado sus retinas durante las dos horas de proyección, sin acertar nunca a conmoverlo, sin estimular nunca su inteligencia.
Diríase que el cine, en su alocada propensión suicida, hubiese resuelto dirigirse a un público de autómatas a quienes ya no es necesario persuadir, ni siquiera conmover; autómatas incapacitados para cualquier esfuerzo intelectivo o reacción emotiva a los que conviene administrar un pienso de excitaciones visuales sin cuento. Así fue el cine en sus orígenes: una sucesión acumulativa de trucos y tramoyas que provocaba en un espectador fácilmente impresionable reacciones elementales de pasmo y estupefacción; pero, para sobrevivir y hacerse adulto, hubo de renegar de aquella propensión primera, empleando sus recursos en el alumbramiento de la naturaleza humana. En su agonía, el cine ha ingresado en una fase regresiva que tal vez se corresponda con un deplorable empequeñecimiento humano, muy propio de una época en la que el bombardeo de estímulos visuales está cegando nuestras vías de conocimiento y la tecnología nos ha hecho rehenes de ansiedades y pulsiones que demandan una satisfacción inmediata. Una época donde el hueco dejado por el derrumbe de lo más específicamente humano —la articulación del espíritu a través del pensamiento— necesita ser rellenado por una plétora de impresiones que exciten los sentidos hasta embotarlos, como el pellejo de un animal disecado necesita un relleno de borra y serrín que le transmita un espejismo de vida. En este proceso de aniquilación de lo más específicamente humano parece haberse adentrado también el cine, en un afán desnortado por combatir su agonía; pero lo que, en volandas del consumo rápido, parece el antídoto que garantiza su supervivencia no es sino el veneno que acelera su suicidio.
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