Revista ¿QUÉ PASA? núm. 203, 18-Nov-1967
"El Papa es infalible cuando habla, no cuando calla"
En este «Año de la Fe» (1967), y desde estas magníficas y acogedoras tierras de la Francia cristiana, nacional, y sus admirados fieles de fe íntegra, inconmovible, atribulados y postergados por el huracán progresista dominante, vienen a mi recuerdo años de mi ya pasada juventud, vividos en Barcelona bajo la insuperable dirección espiritual del por mí muchas veces llorado Padre Ramón Orlandis, S. J.
Cuando ciertos silencios pontificios anteriores a 1950 daban pie a actitudes que eran sorprendentes a mi juventud (pues era intencionadamente interpretado el silencio de quien ejercía el supremo magisterio), el Padre Orlandis nos confirmaba en la fe permanente e inalterable de nuestra religión católica con la siguiente afirmación: «El Papa es infalible cuando habla. No, cuando calla»
En nombre del respeto al Pontificado, y aprovechando su silencio, se intentaba colarnos de contrabando una inversión de valores, según la cual había que considerar poco menos que intrascendentes o inoportunos los temas hasta entonces de primerísimo orden, que hoy ya no tienen especial mención en la Iglesia de nuestros días.
Aprovechando entonces estos silencios pontificios, rotos poco después, el modernismo progresista tuvo ocasión de agrupar sus efectivos tácticos para preparar la difusión de sus disolventes doctrinas. Se echaba de lado el culto al Sagrado Corazón de Cristo, la doctrina y la espiritualidad marianas, la transustanciación, se sembraba la duda sobre si sería voluntad de la Iglesia el mantener el celibato de los sacerdotes y religiosos, el «juridicismo de la Iglesia», el pecado, la Cruz y la Redención, el primado e infalibilidad pontificia, la unidad católica de España, la divinidad de Cristo, la auténtica doctrina social de la Iglesia, la vida eterna, etc. Cuando menos lo esperábamos, Pío XII habló con claridad y energía y no nos defraudó. Nos afirmó en la fe de nuestros mayores.
Pero la resonancia de su infalible magisterio intentaba ser sofocado por una entonces aún minoría, a través de una algarabía de opiniones contradictorias, deformantes, politizantes, en abierta discrepancia con la doctrina pontificia.
Después del pontificado de Pío XII, las implicaciones derivadas de ciertas actitudes y un intencionado «cambio de mentalidad» han culminado en la actual convulsión. Y han acudido a nuestras mentes, recordando a la historia de la Iglesia, y a los Papas Liberio y Honorio.
Varios años después, y en frecuentes ocasiones, he recordado también la permanente preocupación del gran Papa San Pío X (incluso en su lecho de muerte) por no haber sido suficientemente comprendido—o la acción del enemigo infiltrado procuró cundiese esta incomprensión—en su lucha contra el «Modernismo» y su tendencia hacia un «nuevo cristianismo» sostenido por los partidarios de la entonces ya llamada «nueva doctrina», que era el «compendio y veneno de todas las herejías conjuradas para socavar los fundamentos de la fe y para aniquilar al Cristianismo». Sesenta y cinco errores condenaba San Pío X en su decreto «Lamentabili», del 5 de julio de 1907, culminando la condenación del «Modernismo» en la formidable encíclica «Pascendi» del 8 de septiembre de 1907.
Contra estas condenaciones pontificias reaccionaron los «modernistas» de entonces (y progresistas de hoy) reuniéndose en un secreto conciliábulo en Molveno, entre los Alpes Dolomíticos del valle de Brenta, para reafirmar, organizar y difundir, en oposición a la doctrina católica y a su magisterio pontificio, sus recién condenadas doctrinas y sus propósitos de «renovación de las estructuras de la Iglesia» con la democratización de cuño liberal de sus hasta entonces incólumes características y bases jerárquico-jurídico teológicas.
La acción persistente acordada en el conciliábulo modernista (hoy calificado de progresista) de Molveno ha desembocado en las «tensiones» actuales, consentidas, mantenidas y alentadas en su eficaz nivel jerárquico, cuyos activistas se dicen «mentalidad mayoritaria» que, alentada inicialmente por el ya superado «catolicismo liberal», desembocan en la democracia cristiana primeramente, y a su lógica consecuencia como fase definitiva, que no es otra que la del socialismo marxista. Estas reflexiones, que comparten tantísimos católicos integristas de Francia, son tema de obligada meditación en este Año de la Fe.
Porque las actitudes que en todos los niveles conducen desde lo económico-social y político a un enfrentamiento con la visión cristiana del mundo, sustituyéndola por un humanismo inmanentista y rebelde al orden cristiano, nos confirman en la convicción de que las estructuras sociales católicas son poderosa ayuda para nuestro mantenimiento en una fe más pura.
Pero mientras el progresismo se enfrenta a la concepción cristiana de la sociedad, y niega la vinculación de la Iglesia a un partido político, a partir de esta premisa, quiere situar a los seglares católicos en el campo político de la democracia cristiana, cuya «política católica» cede o se inclina ante grupos más radicales en su «inmersión en el mundo», entregados incondicionalmente a la revolución.
Debilidades y silencios habidos en la defensa de la ortodoxia han motivado las actitudes «fascistas», cuyo espíritu contrarrevolucionario ha sido, en muchos casos, una especie de revolución de signo contrario cuando no ha respondido con el debido acierto táctico el sentir tradicionalista de los pueblos afectados.
En esta hora de confusionismo religioso y social, la Francia cristiana recuerda con admiración al gran cardenal Billot, que murió en la residencia de Galloro, exiliado de Roma, consecuente con sus convicciones y gracias a l’Action Française fue rehabilitada a partir de 1939 sin claudicar de la más leve sombra de apostasía. Y, naturalmente, la ortodoxa doctrinal es, en su vertiente temporal, salvaguarda segura de los principios político-económico-sociales que atienden al bien común de la sociedad.
España ha tenido a su servicio la mente preclara del gran cardenal Gomá. Hoy—necesario es recordarlo en este «Ano de la Fe»— la sociedad política está en decadencia porque en el orden religioso se está situando—en su aspecto humano—el espíritu de la democracia revolucionaria. La gravedad de esta hora del mundo radica en el olvido, o desviación, de nuestra exacta fe religiosa. Al modernismo de ayer y progresismo actual le ha ayudado muy eficazmente la democracia cristiana. Desposeídos, con más o menos intensidad, de la totalidad, o integridad de nuestra fe católica, hemos cometido el grave pecado de desinteresarnos del espíritu de Cristiandad como guía temporal segura de los pueblos, dando paso a los principios de la Revolución de 1792.
Cuando los católicos abran los ojos y se den cuenta de la impostura de la sedicente «Reforma de la Iglesia», que pretende el progresismo, y mediten en las consecuencias temporales que acarreará a sus respectivos pueblos, la reacción positiva no se hará esperar.
Mientras tanto, no deberemos cejar en nuestro empeño, aunque nuestros hermanos no nos comprendan. Tampoco a San Pío X se le comprendió. Y hoy la Iglesia y el mundo paga por ello las más amargas consecuencias. Esta es la lección que nos depara el «Año de la Fe».
Toulouse, noviembre de 1967.
A ROIG
|