Revista FUERZA NUEVA, nº 72, 25-May-1968
LA CRISIS ACTUAL DE LA IGLESIA
Escribe Monseñor Marcel Lefebvre, Superior general de los PP. del Espíritu Santo de Roma
“Me piden que defina y describa de una manera más explícita el mal que se está introduciendo en la Iglesia en nuestra época. ¡Cómo comprendo ese deseo por parte de muchos católicos o no católicos, que se quedan estupefactos, indignados o consternados al ver difundirse en el interior de la Iglesia -y por medio de sus ministros- unas doctrinas que ponen en duda las verdades consideradas hasta ahora como bases inmutables de la fe católica! Mientras la inteligencia de esos pastores indignos se rebela contra la autoridad del magisterio infalible de la Iglesia, su voluntad se revela igualmente contra quienes detentan la autoridad en la Iglesia.
Si es cierto que toda autoridad, sea cual sea, es una participación en la autoridad de Dios, ¡cuánto más evidente resulta esto cuando se trata de la autoridad que ha sido conferida a Pedro y a los Apóstoles! El Señor lo ha dicho: “No sois vosotros quienes me habéis elegido, sino que soy Yo quien os ha elegido a vosotros” (Juan XVI, 15). Así ha sido siempre en la Iglesia. Aunque la designación del sucesor de Pedro se hace por elección, su autoridad no depende de los electores.
Toda autoridad tiene, en cierta medida, los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Los obispos poseen esos tres poderes en la medida de su cargo o de su servicio, es decir, para predicar, santificar y gobernar.
La estructura de la Iglesia es una institución admirable, verdaderamente divina, que responde a la vez a la centralización, a la unidad necesaria y a la descentralización, con una gran posibilidad y libertad de acción. Al añadir a eso todos los organismos de consulta, de ayuda fraterna entre los obispos -y entre los obispos y el Papa-, previstos por el Derecho canónico, la institución divina de la Iglesia ha perdurado a través de los siglos, permaneciendo ella adaptada a todos los lugares y a todas las circunstancias con un realismo y una unidad notables.
Esa unidad en la multiplicidad es lo que permite a su magisterio, a su palabra, extenderse a todas las épocas, a todos los lugares con una asombrosa permanencia doctrinal. Ramas enteras se han separado del tronco, pero no han alcanzado a la estructura ni a la sustancia doctrinal. Graves errores y herejías han parecido poner en peligro a la Iglesia, pero, con la ayuda del Espíritu Santo, la institución y la palabra no han variado.
Se prepara un nuevo cisma
Eso es precisamente lo que desagrada enormemente no sólo a los enemigos tradicionales de la Iglesia, inspirados por el príncipe de este mundo, sino, hay que decirlo, a la naturaleza humana caída, que halla siempre en sí misma el sobresalto miserable de la rebeldía en contra de la autoridad, es decir, en contra de Dios. El “Non serviam” sigue en nuestras almas, incluso después del bautismo, cuando los ataques de los adversarios de Nuestro Señor y de su obediencia encuentran eco en las filas de los fieles y de los pastores de la Iglesia, mientras se prepara una nueva escisión en la Iglesia, una nueva herejía, un nuevo cisma.
Garaudy dijo, con razón, hace algunos años en Lovaina, hablando a los estudiantes de la Universidad: “No podremos colaborar realmente hasta que la Iglesia no haya modificado su magisterio y su forma de autoridad”. No pueden expresarse mejor las cosas. Y cuando se sabe que, para los que tratan de dominar al mundo, para los comunistas y los tecnócratas de las finanzas internacionales, el único obstáculo verdadero para hacerse dueños de la humanidad es la iglesia católico romana, no nos sorprenden los esfuerzos conjugados de los comunistas y de los masones para modificar el magisterio y la estructura jerárquica de la Iglesia.
El Magisterio, sometido a la mayoría
Ganar una victoria en el Lejano Oriente o en el Oriente Próximo es apreciable, pero paralizar el magisterio de la Iglesia y modificar su constitución representaría una victoria sin precedentes, pues no basta con conquistar a los pueblos para abolir su religión; a veces, por el contrario, se enraíza más. Pero destruir la fe corrompiendo el magisterio de la Iglesia, ahogar la autoridad personal haciéndola depender de múltiples organismos en los que resulta mucho más fácil infiltrarse e influir, eso sí puede hacer que parezca posible el fin de la religión católica. Por ese magisterio de asambleas se podrán introducir dudas respecto a todos los problemas de la fe, y el magisterio descentralizado paralizará al magisterio romano.
Es fácil ver que estos ataques inteligentes apoyados por una prensa mundial, incluso católica, permitirán difundir en todo el mundo unas campañas de opinión que turbarán las mentes; todas las verdades del Credo se conmocionarán, todos los Mandamientos de Dios, los sacramentos…, es decir, todo el catecismo será sacudido. Tenemos ejemplos evidentísimos de ello.
El magisterio descentralizado pierde el control inmediato de la fe; las múltiples comisiones teológicas de las asambleas episcopales tardan en pronunciarse porque los miembros están divididos en sus opiniones, en sus métodos.
Hace diez años (1958) -y con mayor razón veinte años- el magisterio personal del Papa y de los obispos habría reaccionado inmediatamente, aunque algunos de los obispos y teólogos no consentían en ello. Ahora, el magisterio se encuentra sometido a las mayorías. Esa es la parálisis que impide la intervención inmediata o la hace débil e ineficaz para contentar a todos los miembros de las comisiones o de las asambleas.
Peligro mortal
Ese espíritu de democratización del magisterio de la Iglesia es un peligro mortal, cuando no para la Iglesia, a la que Dios protegerá siempre, al menos para los millones de almas desamparadas e intoxicadas, a las que no pueden ayudar los médicos.
Basta leer las memorias de las asambleas a todas las escalas para reconocer que lo que podemos llamar “la colegialidad del magisterio” equivale a la parálisis del magisterio. Nuestro Señor ha pedido a las personas y no a la colectividad, que apacienten su rebaño; los Apóstoles han obedecido las órdenes del Maestro y hasta el siglo XX ha sido necesario llegar, a nuestra época, para hablar de la Iglesia en estado de Concilio permanente, de la Iglesia en continua colegialidad. Los resultados no se han hecho esperar mucho. Todo está alterado la fe, las costumbres, la disciplina. Se pueden multiplicar los ejemplos hasta el infinito.
Parálisis del magisterio y desabrimiento del magisterio; este último aspecto se manifiesta por ausencia de definición de las nociones, de los términos empleados; por la ausencia de precisiones, de las distinciones necesarias, de modo que ya no se sabe lo que significa hablar: pensemos en las palabras dignidad humana, libertad, justicia social, paz, conciencia… De ahora en adelante, en la propia Iglesia, podemos dar a esas palabras un sentido marxista o un sentido cristiano con la misma convicción.
La “colegialidad”
A la democratización del magisterio sigue, naturalmente, la democratización del gobierno. Las ideas modernas sobre ese punto son tales que hacen aun más fácil, obtener ese resultado. Se han traducido en la Iglesia por el famoso slogan de la “colegialidad”. Había que colegializar al gobierno: el del Papa o el de los obispos, con un colegio presbiteral; el del cura, con un colegio pastoral de seglares, todo ello acompañado de comisiones, de consejos, de sesiones, etc., antes de que las autoridades quieran dar órdenes y directrices.
El combate de la colegialidad, apoyado por toda la prensa comunista, protestante, progresista, seguirá siendo célebre en los anales del Concilio. ¿Se puede decir que ha fracasado? Sería exagerado afirmarlo. ¿Ha tenido el éxito completo que deseaban sus autores? No podemos tampoco decirlo, cuando se ha comprobado el descontento que manifestaron con ocasión de la famosa “nota explicativa” añadida a la Constitución dogmática sobre la Iglesia, y últimamente en el Sínodo episcopal, que querían que fuese deliberante y no consultivo.
Pero si el Papa ha conservado personalmente cierta libertad de gobierno, ¿cómo no comprobar que las Conferencias episcopales la limitan especialmente? Pueden citarse varios casos precisos, en estos últimos años, en que el Santo Padre ha modificado una decisión suya bajo las presiones de una Conferencia episcopal. Y, sin embargo, su gobierno se extiende no solamente a los pastores, sino también a los fieles. El Papa es el único que tiene un poder de jurisdicción extendido a todo el mundo.
El Papa y los obispos paralizados
Una consecuencia mucho más evidente del gobierno colegial es la parálisis del gobierno de cada obispo en su diócesis. ¡Cuántas reflexiones de los propios obispos sobre este tema, y tan instructivas! Teóricamente, el obispo puede, en muchos casos, actuar en contra de un deseo de la Asamblea, a veces incluso en contra de una mayoría si la votación no es sometida a la Santa Sede; pero, en la práctica, esto resulta imposible. En cuando termina la Asamblea, los obispos publican las decisiones. Son conocidas por todos los sacerdotes y fieles. ¿Qué obispo podrá oponerse de hecho a esas decisiones sin dar pruebas de no estar de acuerdo con la Asamblea y encontrar inmediatamente ante sí algunos espíritus revolucionarios que harán un llamamiento a la Asamblea en contra de del mismo? El obispo es prisionero de esa colegialidad, que debería haberse limitado a ser un organismo de consulta, de participación, pero en un organismo de decisión.
Quien dice elecciones dice divisiones
Ciertamente, San Pío X ya aprobó las Conferencias episcopales, pero les había dado una definición precisa que justificaba perfectamente esas Asambleas: “Estamos persuadidos de que esas Asambleas de obispos son de la mayor importancia para mantener y desarrollar el Reino de Dios en todas las regiones y en todas las provincias. Cuando los obispos, guardianes de las cosas sagradas, ponen así sus luces en común, resulta que no solamente ven mejor las necesidades de sus pueblos, y eligen los remedios más convenientes, sino que estrechan los vínculos que los unían entre sí”. (A los obispos de Perú, 24 de septiembre de 1905. Ver también el final de la carta a los obispos de Portugal, de 5 de mayo de 1905).
Ese colegialismo se aplica también al interior de las diócesis, de las parroquias, de las congregaciones religiosas, de todas las comunidades de la Iglesia, de manera que el ejercicio del gobierno resulta imposible: la autoridad es colocada constantemente frente al fracaso.
Quien dice elecciones dice partidos y, por consiguiente, divisiones. Cuando el gobierno habitual es sometido a votaciones consultivas en su ejercicio normal, resulta ineficaz. Entonces la colectividad sufre, pues no puede perseguirse el bien común eficazmente, enérgicamente.
El número no hace la verdad
La introducción del colegialismo en la Iglesia es un debilitamiento considerable de su eficacia, tanto más cuanto que el Espíritu Santo se contrista y se contraría con menos facilidad en una persona que en una Asamblea. Cuando las personas son responsables, actúan, hablan, aunque algunos callen. En Asamblea, el número es el que decide, mientras que en Concilio es el Papa quien decide, incluso contra la mayoría, si lo juzga oportuno. El número no hace la verdad.
Así pues, la dialéctica es introducida en la Iglesia por el colegialismo o la democratización y, en consecuencia, la división al malestar, la falta de unidad y de caridad. Los adversarios de la Iglesia pueden alegrarse de ese debilitamiento del magisterio y del gobierno colegializados. Es una victoria parcial. Ciertamente, la deseaban más completa, pero ya se hacen sentir sus efectos: el poder de la resistencia de la Iglesia frente al comunismo, a la herejía, a la inmoralidad han disminuido considerablemente”. (…)
Revista “RIVAROL” |