El huevo de Fabergé
La semana pasada fui a una “misa” anglicana en Oxford. No lo hice movido por una repentina pasión ecuménica sino con un propósito estético: el coro del college -uno de los mejores de la ciudad- cantaba la misa O magnum mysterium de Victoria.
La “misa” fue celebrada por una “sacerdotisa” asistida por un “diácono”. Ambos vestían dignos ornamentos litúrgicos: casulla y dalmática; cíngulo y alba, debajo de la cual se dejaba ver la sotana. Ambos se comportaban con piedad y reverencia hacia algo que no existía: su propia misa.
La homilía de la capellana fue un buena pieza de oratoria: correctamente preparada y organizada, con buena dicción y con todos los elementos propios de la oratoria sagrada. Fue, además, un sermón ortodoxo. No dijo ninguna herejía, hizo referencias sobrenaturales y más allá de la ineludible corrección política propia del mundo civilizado, fue un sermón cristiano.
Luego, la “misa” continuó según el rito: ofertorio, prefacio, sanctus, plegaria eucarística con consagración, comunión, bendición, despedida.
Por supuesto, un espectáculo bellísimo desde lo estético, pero completamente vacío desde lo real: allí no hubo misa; apenas una ceremonia que pretendía imitar los gestos y palabras, como un mimo, de las verdaderas misas que se celebraban en Inglaterra antes de Enrique VIII.
La primera apreciación que me surge es la siguiente: “Pues bien, ellos tendrán toda la belleza que quieran, pero no tienen la realidad. La realidad sacramental la tenemos nosotros, los católicos”. Y es verdad.
And yet... Cualquier católico de la calle que va el domingo a misa a la iglesia de la vuelta de su casa, en Argentina, Chile, España o cualquier otro país del mundo, se encontrará con un espectáculo desafortunado: guitarras y panderos; voces desafinadas que entonan canciones insulsas; curas vulgares que apenas si preparan sus homilías, convertidas muchas veces en muestrarios de herejías, o de sentimentalismos, o de sociología, y que buscan el agrado de la audiencia, y sus carcajadas y su aprobación. Curas que dejaron de usar la casulla y que apenas usan un alba suelta con estola multicolor al cuello.
“Pero consagran”, gritará alguno. Y tiene razón. A pesar de todo, consagra, y es misa válida, al menos si desea hacer lo que hace la Iglesia y respeta las fórmulas sacramentales.
And yet... ¿Puede alguien con verdadera fe católica, revestir voluntariamente con tanta vulgaridad el misterio de la Santa Misa y de la eucaristía? La fe en el misterio sagrado que se está celebrando ¿no exigiría necesariamente muestras exteriores de reverencia y adoración? ¿Puede alguien presentarse ante el Santo de los Santos haciendo payasadas, diciendo pavadas cuando no herejías y vestido como le viene en gana? Me pregunto, entonces, si estos curitas, florecidos en la maravillosa primavera conciliar, tienen verdaderamente fe católica. Concretamente, ¿tienen fe en lo que están celebrando? ¿Creen verdaderamente en la presencia real?
Los anglicanos, o una parte de ellos, cree en la presencia real, pero no la poseen. Conservaron la cáscara del huevo, un hermoso huevo de Fabergé, es cierto, pero adentro está hueco. No tiene nada. O apenas, un poco de pan y un poco de vino. Nosotros, dirán algunos, fuimos mucho más astutos. Conservamos el interior y nos desprendimos del añejo cascarón con olor a naftalina. “¿Qué es la Misa sino un mecanismo para producir la Eucaristía? Lo importante es que estén las palabras de la consagración; el resto es accidental; puras convenciones culturales. Qué importa, entonces, que el cura bailé el chamamé y diga imbecilidades en el sermón. Lo importante es que diga las palabras mágicas”. Serían estás las palabras del perfecto neocón.
And yet... Los anglicanos solamente conservaron la cáscara; es verdad, y no les sirven más que de acervo cultural. Nosotros, los Roman Catholics fuimos tan pero tan astutos que tiramos a la basura nada menos que un huevo de Fabergé y creímos que, sin la cáscara, podíamos conservar a la clara y a la yema unidas y saludables. Después de cincuenta años, el interior del huevo casi ha desaparecido, desguarnecido por la ausencia de su cascarón protector, y la obra de arte de Fabergé está en el tacho de la basura.
The Wanderer
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