Al menos los curas secesionistas, una vez perdida la fe, tienen el valor de echarse al monte de la soflama sin paños calientes
EN su admirable Exégesis de los lugares comunes, Léon Bloy nos hacía el retrato de cierto tipo de clérigo remilgadito y lamerón a quien no interesa otra cosa sino halagar al mundo. Algunos pasajes de este retrato vitriólico mantienen una vigencia perturbadora: «Lo más sorprendente, desde mi punto de vista, es la agilidad de gacela con la que salta todos los obstáculos: los doce artículos del Credo, las Escrituras, la tradición, el culto a los santos, la penitencia, las postrimerías, el infierno y varias antiguallas más sobre las que no vale la pena insistir. La filosofía moderna, en cambio, le resulta de gran ayuda y sustituye con ventaja a la Revelación. Con ella, uno está seguro de cautivar a su público, especialmente si se dejan caer con cuidado algunas alusiones discretas a las ventajas de la democracia y a la tolerancia ilustrada de los gobernantes. Del Amor Divino, ni palabra. Así y no de otro modo es como se anuncia la Palabra de Dios. Generalmente me duermo y ronco de admiración».
Un siglo después, esta clerigalla soporífera campa por sus fueros. Cuando lanzan sus predicaciones inanes en la penumbra de una iglesia al menos podemos, siguiendo el consejo sarcástico de Bloy, “roncar de admiración”; pero el problema es que, a medida que pierden la fe en Dios, se hacen más mundanos y se ponen a evacuar pomposas proclamas de fe democrática y atufantes declaraciones de tolerancia, invocaciones brumosas al diálogo y farfollas politiquillas que dan grima y, además, constituyen una traición al Evangelio. Pues, como nos recuerda Chesterton, Cristo «jamás utilizó una sola frase que hiciera depender su mensaje del orden social y político en el que vivió». Pero esto fue así porque sus palabras de vida eterna tenían la dinamita suficiente para encender y transformar los corazones; en cambio, las palabras febles y arrugaditas de esta clerigalla no sirven ni para encender una colilla. Y tal cosa ocurre porque estos tibios curánganos han sustituido la religión del Dios que se hace hombre por la religión del hombre que se hace dios. Hablan con un cálculo indecente que se preocupa más de contentar a tirios y troyanos que de la salvación de las almas que les han sido encomendadas. Han dejado de creer en los doce artículos del Credo; han dejado de invocar el auxilio de los santos y de hacen penitencia (pues ellos mismos se creen santos); odian la tradición con un odio peludo y azufroso porque señala su traición; y, por supuesto, creen que el infierno está vacío (y tal vez lo esté, por hacerles hueco).
Cristo les dijo: «Que vuestro hablar sea sí, sí, no, no. Lo que pasa de ahí viene del Maligno». Pero esta clerigalla calla medrosa cuando los reyes de la tierra pisotean la ley de Dios; en cambio habla campanuda y meliflua, con circunloquios que no se le ocurrirían ni al que asó la manteca, en cuanto olfatea la posibilidad de hacer postureo mediático. Al menos los curas secesionistas, una vez perdida la fe, tienen el valor de echarse al monte de la soflama sin paños calientes; estos sepultureros de la fe, en cambio, no hacen sino embadurnarlo todo con un pringue de palabras ambiguas de las que ha desertado Dios (porque Dios no soporta el mamoneo y la cursilería). Son mucho peores que los fariseos; pues de aquellos aún podía uno aprender de sus palabras, ya que no de sus hechos. En cambio, esta clerigalla no es ejemplo ni en lo que hace ni en lo que dice; pues todo lo que dice y hace sólo sirve para desalentar a los fieles.
Ya que hemos empezado este artículo citando al gran escritor católico Léon Bloy, tan odiado por todos los tibios, lo clausuraremos también así: «Jesús muere hoy por segunda vez, pero no en la Cruz, sino en el umbral de su Iglesia, asfixiado por el asco».
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