Gracias por estos ilustradores textos, Hyeronimus. Son muy buenos, de verdad.
Reproduzco a continuación unos artículos publicados por Pedro Rizo en Minutodigital.com. Los he juntado todos uno tras otro aunque resulte un poco largo, pero es que no tienen desperdicio.
Versiones perversas de la Liturgia (I)
Pío XII estaba próximo a morir cuando recibió al actor inglés Sir Alec Guinnes que acababa de abrazar la fe católica romana.
Hablaron de cine, de su influencia en las costumbres y de su urgente aprovechamiento para cristianizar el mundo. Sobrepuesto al dolor que denuncia su rostro, Pío XII le pregunta cómo fue su conversión y Alec Guinnes se lo resume diciéndole que a través de la liturgia, de la Misa. (“Un papa ante la historia”, Mons. Georges Roche). Traigo esta anécdota porque no todos los que me leen, incluidos obispos, tienen edad para haber conocido la Misa antigua —también llamada “la original”, “la de siempre”, “la tradicional”—; y menos aún los que disponen de elementos para apreciar el empobrecimiento que su deliberada marginación determinó en al alma de la Iglesia y en la de cada uno de los católicos.
No me cabe duda de que la reforma litúrgica fue un imperativo de los planes mundialista hacia una sola religión que aglutine todas las confesiones cristianas, judías y del Islam. El irenismo de siempre, hoy rebautizado “nuevo ecumenismo”, empieza necesariamente por reducir las tres grandes religiones monoteístas a una sola propuesta, lo cual, como es obvio, obliga a que todas sacrifiquen algo de sus credos. De acuerdo con esto, aunque cada cual ofrezca a sus fieles la superación de la muerte, la religión más despojada será aquella que más doctrina sobrenatural contenga y exprese, por la simple razón de que no pierde lo mismo una fe que renuncia a un libro, por ejemplo, el Corán, o la Tora —los cinco primeros de la Biblia—, que aquella a la que se le pide renuncie a la revelación directa del mismo Dios, hecho hombre en Jesucristo. (Jn 6, 45; Is 54, 13 y Jer 13, 33). Es natural, pues, que la nueva manera de entender la religión católica exija un nuevo culto, con modificaciones que ensombrezcan la divinidad de Cristo, con omisiones que la desacramenten para igualarse con las demás. Esto es lo que, en mayor o menor grado, queremos señalar se produce en la misa de Pablo VI. En España aún de forma más aguda por las curiosas traducciones de textos, por las libertades permitidas en las rúbricas, por la desidia educadora hacia los fieles y por la confusión doctrinal de las homilías.
EL CREDO: «[…] está sentado a la derecha», «[…] consustancial al Padre»
Antes de nada debemos hacer una observación con respecto a un misterioso cambio. Hace unos pocos años los obispos decidieron sustituir el Credo de Nicea, preceptivo por igual en los misales de San Pío V y de Pablo VI, por el más antiguo, o Símbolo de los Apóstoles. Parece que en lugar de corregir lo mal hecho se hubiera querido zanjar la dificultad sacando de la manga el Credo de las catequesis perfeccionado por el niceno-constantinopolitano. Para más acierto así se acortaba la duración de la Misa. Es curioso que si al de Nicea se le achacaba que “eso de consustancial al Padre” no lo entendía nadie, del Símbolo resulta que hoy nadie entiende lo de “estar sentado a su derecha”. El problema de los adaptadores estaba nada menos que en el punto esencial de nuestra fe, la divinidad de Cristo, y fue donde más procuraron oscurecerlo. No obstante, lo mismo en un credo que en el otro los Santos Padres y Doctores de la Antigüedad cuidaron de redactarlos dejando clara la divinidad de Cristo. Veamos. En el tiempo en que el Símbolo de los Apóstoles fue escrito, tan cercana la cultura egipcia, todo el mundo entendía que estar “sentado” a la derecha del Padre era una manera de decir que Jesucristo tiene su misma categoría y su misma autoridad pues con ello se recordaba al Primer Ministro del Faraón que aparecía a su derecha, como su principal delegado, y de pie, presto a ejecutar sus deseos. El detalle decisivo marcado en el Credo apostólico es que al confesar de Jesucristo que “está sentado” a la derecha del Padre se le reconoce igual autoridad y dignidad. Esto es, que Jesucristo es el mismo Dios aunque en persona distinta. Si no quedaba suficientemente cerrado como en el de Nicea —«Dios verdadero de Dios verdadero», «de la misma sustancia que el Padre»— bastaba para que todos entendieran y confesaran a Cristo-Dios. Sólo cuando estalló la blasfemia arriana hubo que remachar más el mensaje. Sea esto dicho como preámbulo para que veamos el sinsentido de algunos pastores que eligen cambiar lo que tienen el deber de explicar.
El Credo niceno, repito, el mismo en latín para ambos misales, el antiguo y el nuevo, fue cambiado sin decoro por los traductores traidores. Antes del triunfo de los modernistas marxistas, en las traducciones que acompañaban al latín en los misales de los fieles se decía que el Hijo era “consustancial al Padre”; ahora, siendo la Misa obligatoria en lengua vernácula, el celebrante y los fieles hemos de decir: “de la misma naturaleza…” Muchos dicen que apenas se aprecia diferencia y hasta parece que es más inteligible para el pueblo, pero a mí, aparte mi desconfianza hacia los “cambistas”, este detalle me forzó a descubrir que en el pasado causó guerras entre el pueblo fiel y los reinos arrianos. Tan conflictivo fue el pequeño detalle que de aquel tiempo nos llegó el dicho: “Se armó la de Dios es Cristo”.
Expliquémonos de forma práctica. Sabemos que un melón es “de la misma naturaleza” que otro melón pero, también, que los dos no son el mismo melón. Sabemos que una madre y su hija son de una misma naturaleza, pero la una no es la otra. Sólo el Padre, Jesucristo y el Espíritu Santo tienen una misma y única sustancia; las tres personas son el mismo Dios único que hizo el cielo y la tierra. Es lo que siempre enseñó la Iglesia: que la Trinidad es un mismo y solo Dios en tres personas distintas. Por eso el Credo católico, en su texto latino y en otras lenguas como, por ejemplo, la italiana o la inglesa, sigue afirmando que Cristo es “consustancial” al Padre (Jn 14, 9; 16, 28) y que comparte con Él una misma y única sustancia divina. En ingles se dice: «…of one Being with the Father», que significa “del mismo ser que el Padre”; en italiano: «…della stessa sostanza del Padre.» Lo que destaca que los responsables españoles cometieron una arbitrariedad herética intolerable, y que es un auténtico escándalo sostenerla todavía.
Para encajar esto dentro del propósito hacia una religión universal, (William Ernest Hocking, 1873-1966) debemos extendernos un poco más. Preguntémonos: ¿Dónde está el quid del asunto? Sin duda en las utilidades que aporta para la destrucción del Cristianismo puesto que, al decir "de la misma naturaleza", dejamos de confesar que Jesucristo es consustancial con Él. Al Dios que se hizo hombre le humanizamos quitándole su condición divina. Acostumbrándonos a decir y, por consecuencia inevitable, a pensar que Cristo es "de la misma naturaleza", inducimos a nuestro intelecto a aceptar que puede haber otras naturalezas divinas similares desprendidas del Padre y participadas también en otros hombres más o menos “carismáticos”. Y no sólo en Jesucristo. De esta manera, Jesucristo, Señor y Dios Nuestro, será uno más entre tantos, según desearon siempre los mundialistas, y estaremos muy cerca de volver al arrianismo o, tal vez, volvamos atener de Dios las múltiples y contradictorias ideas de cuando la humanidad le buscó a ciegas. (Hch 17, 30) Si a Cristo no se le confiesa como Dios, es muy probable que en menos de una generación la Iglesia Católica se diluya entre una masa mil-millonaria de bautizados sin apenas idea de su fe. Esto es lo que determina el escamoteo de la presencia real y la falta de respeto a la Hostia consagrada. El gran propósito de las traducciones perversas es sugerir la idea de “naturaleza” para que algún día admitamos la derivación de otras clases de naturalezas divinas en muchos otros personajes, además de en Jesucristo: en Mahoma, en los lamas, los maestros de grado treinta y tres… ¿Por qué no? Será la vuelta al paganismo que tanto gusta a los poderes oscuros. Está más que claro: No cuidar en el Credo la rotunda afirmación de que Cristo es Dios, “consustancial al Padre”, reducirá a su Iglesia a una asociación cultural y a los católicos a un censo de récords estadísticos. Ojalá a partir de ahora mi lector tipo se haga más observador como deseo con mi serie de artículos sobre estos temas.
En un anterior artículo cité el comienzo del Evangelio de San Juan, joya de la literatura religiosa, que se rezaba normativamente al final de las misas, hasta que Pablo VI lo suprimió. Pero aún queda más. Junto a esta omisión hemos de subrayar otra peor, más audaz y de evidente igual intención: reducir a una sola vez el Prefacio que todos los domingos se dedicaba a la Santísima Trinidad, en el antiguo misal y que hoy, por ley del Novus Ordo, se reza solamente el día de su fiesta. Es decir, antes, la divinidad de Jesús se exaltaba domingo a domingo con estas inequívocas palabras: «[…] Padre todopoderoso y eterno Dios. Quien con tu unigénito Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, eres un solo Señor: no en la unidad de una sola Persona, sino en la Trinidad de una sola sustancia. Porque cuanto creemos por habérnoslo Tú revelado, acerca de tu gloria, creémoslo igualmente de tu Hijo, y del Espíritu Santo, sin haber diferencia ni separación. De modo que, al reconocer una sola verdadera y eterna Divinidad, sea también adorada la propiedad en las personas, la unidad en la esencia, y la igualdad en la majestad. A la cual alaban los Ángeles y Arcángeles…» Con la nueva misa de Pablo VI esta proclamación de la divinidad de Jesús se omite cincuenta y una veces al año.
Más cosas veremos sobre esta concupiscencia religiosa que invadió la liturgia del humanismo “cristiano”. Y creo que digo bien pues, “concupiscencia”, en su acepción teológica significa: «Radical inclinación hacia las criaturas, en oposición al amor de Dios (…)».
Cambios extraños de la Liturgia (II)
La eliminación del latín
El latín está de moda, pero… fuera de la Iglesia. Desde este de julio de 2006 la Unión Europea emitirá sus boletines también en latín. Es noticia, sí, pero no sorprendente; al latín no lo enterró del todo la Revolución asentada en la Iglesia pues se guardó en los ambientes académicos como vestigio de la antigua Cristiandad. Cristiandad, sí, porque sin la Iglesia el latín habría desaparecido para siempre. Seguramente, muchos de ustedes recuerden la excelente película de Ingmar Bergman, “Fresas salvajes”. Un viejo doctor recuerda hechos de su vida como, por ejemplo, la entrega de un galardón en solemne ceremonia recitada en latín. También otras academias y escuelas prestigiosas del mundo redactan aún hoy en latín sus premios y titulaciones: en Inglaterra, en Australia, en Estados Unidos, en Alemania, en España… Y creo que hasta en el Vaticano sus oficinas y funcionarios atienden todavía en latín las demandas de los visitantes que no hablan italiano. Sólo en la Nueva Misa el latín está proscrito, castigado, acosado si no oficialmente sí de facto como símbolo anti conciliar junto al temor a la camarilla progresista que se apoderó de sus mentes, de sus conciencias… y, en muchos casos, hasta de sus carreras y destinos. Algunas biografías episcopales y curiales confirman que, después del Concilio, el clérigo que se atreviera a proponer el latín en preferencia a las lenguas vernáculas se despedía de cargos en el organigrama jerárquico. Al latín en la Misa, inclusive en la Nueva de Pablo VI, se le hizo sospechoso de contestatario al Papa; para ello los revolucionarios aprovecharon con escándalo farisaico la rebeldía de Lefebvre y no sólo se opusieron a él, a sus seminarios y a sus obispos sino que le usaron de bandera contra el latín, que era bien inocente. (Cf. CIC, c. 928)
Particularmente pienso, y conmigo buena porción de fieles, que sería un gran error perder el latín, y vergonzoso permitir que desaparezca definitivamente por la presión de unos audaces topos sin fe católica que, en las áreas intermedias, hasta parecen más obedecidos que el propio Papa y que los pontífices diocesanos. Explicaremos nuestros porqués.
Primero digamos que cambiar el latín por las lenguas vernáculas fue paso principal para entrar a saco en el culto católico. Del Concilio de Trento, convocado justamente para poner una barrera de fe y doctrina a los herejes protestantes, se legisló lo que copiamos: «Si alguno dijere que […] sólo debe celebrarse la Misa en lengua vulgar […] sea anatema.» (De los cánones sobre el Santísimo Sacrificio de la Misa. C. 9). Y este anatema tenía un gran sentido práctico al conocer las tretas de los protestantes para destruir a la Iglesia. La defenestración del latín tras el Vaticano II, por vía de los hechos, era condición allanadora imprescindible para otras acciones de mayor calado como, nada menos, la sustitución del sacerdote católico por una imitación del pastor protestante. Para ello pronto se actuó con anuencia de autoridades que por piedad hemos olvidado: ¡Afuera los confesionarios! ¡Afuera los reclinatorios! ¡Al rincón los sagrarios! Y nada de altares o adoración eucarística. Esta horrible pesadilla fue realidad vivida en esta generación de católicos y que todavía se consienten en muchas parroquias, quizás porque no tienen obispos con fe o porque están muy ocupados para entretenerse en vigilar abusos. Si no se hubiera atajado este harakiri, de los sacramentos sólo conservaríamos el Bautismo, igual que los hermanos separados, Hans Küng afirma que pocos años antes del Concilio Vaticano II equipos de peritos ya “trabajaban en varias partes del mundo para sustituir la terminología de Trento por otra desacralizada”. Y algo en nuestro interior nos dice que las barbaridades que acabo de extractar no se habrían podido intentar siquiera sin antes vaciar de latín a la Iglesia.
Seguidamente subrayemos que no se defiende al latín por ser latín, sino porque la Iglesia necesita una lengua propia, no sólo para su culto sino para sus documentos, para sus catecismos y para su administración. Lo mismo daría el griego antiguo, siempre que se garantizara la singularidad, porque la lengua de la Iglesia y del clero debe ser independiente de todas las en uso, sin riesgos de adulteración; y el latín es una lengua que la experiencia no religiosa señala como insuperable para las ciencias, para la Filosofía, para la investigación; tan concisa y segura que una página en latín, por bien que se traduzca, necesita página y cuarto en un idioma corriente.
No hay duda de que el latín une mucho más que las lenguas vernáculas; principalmente porque es más católico que cualquier otro idioma. Por más que los modernistas lo nieguen, antes del Concilio Vaticano II podíamos oír Misa en cualquier país del mundo, pues lo esencial, el Introito, los Kyries, el Gloria, el Sanctus, el Ofertorio, el Prefacio y todo el Canon, dicho en latín era familiar a todo forastero bien por la enseñanza de su párroco o por los misales bilingües. Gracias al latín, la Misa no sólo es sino que parece un mismo sacrificio "desde donde sale el sol hasta el ocaso". Que a muchos, por ejemplo, no les dijera nada la fórmula «Hoc est enim corpus meum», sólo indica una débil formación religiosa —y escasa práctica—, a la par que sostiene el serio perjuicio de que hoy un polaco en España o un español en Alemania no entienda nada en la lengua anfitriona... Esto aparte de que el idioma común está sometido a mil cambios de expresión que se superaban con el latín. Por otra parte, multiplicar las lenguas es en cualquier revolución una estrategia fundamental para dividir a un pueblo o nación. Igualmente, a la Iglesia. La división de lenguas fue un castigo a Babel por atreverse a retar a Dios, al contrario que con la Iglesia naciente que se entregó a Dios en Pentecostés y fue agraciada con la comunicación milagrosa.
«Y la Palabra se hizo carne.» .- Por la Misa la Iglesia eleva a Dios sus súplicas y ofrece la Víctima incomparable de Jesús, en su cuerpo y en su sangre. Nada, por tanto, más necesario que asegurarse en el latín hacerlo con las fórmulas dictadas por el mismo Jesús y por la Iglesia, ésta desde San Pedro hasta… el Posconcilio.
La lengua es la más acabada herramienta con la que el hombre exterioriza sus pensamientos, sus alegrías, angustias y esperanzas; en resumen, el estado de su alma. Ésta y la manera de hablar son mutuamente dependientes hasta el punto de que con el mal hablar se acelera su empobrecimiento y de toda nuestra persona. Así, el hábito de la blasfemia en los labios, aun sin conciencia de blasfemar, nos vuelve blasfemos en el alma, pues acostumbrarse a ella en el hablar común nos acostumbra insensiblemente a separarnos Dios. No es verdad que hay que hablar mal con los que hablan mal. Eso no lo enseñan ni San Pablo ni Cervantes. San Pablo por su exquisita educación rabínica dice lo que tiene que decir a griegos y judíos; Cervantes pone palabras villanas en boca de personajes villanos. Según hablemos, cómo hablemos, o qué elección hagamos de los temas de conversación se mostrará la realidad de lo que somos mucho más que lo que sugiera nuestra imagen. Y cuando esto se produce desde un interior sincero, nadie se molesta e, incluso, lo agradece. Para quienes digan que debemos recurrir al lenguaje corriente, aunque éste sea obsceno y blasfemo, recuerden que la Escritura enseña que detrás del taco o el sacrilegio se hace presente el demonio. Siempre, infaliblemente, de lo que sintamos y queramos hablará nuestra boca (Mt 12, 34; Lc 6, 45); el cómo hablamos muestra el cómo sentimos, lo que somos. Es algo así como la versión que Bernard Shaw imaginó para el mito de Pigmalión. De la misma manera, si la relación de la Iglesia con Dios es mundana o desafecta con su inmensa majestad, todo el culto se empobrecerá hasta el corte de nuestra relación con Él. Sin duda, uno de los más graves daños en la educación de los seminaristas menores —y mayores— tiene que ser descuidar esta realidad.
De entre los variados “males” que el progresismo le atribuyó al latín está el de convertir a los misioneros, dicen, en colonizadores de otras culturas, a las que imponían la occidental a través de la Misa. ¿Se lo creen de verdad? Yo no. Lo normal es que al cambiar la religión se cambie la cultura —“cultura” deriva de “culto”, y no al revés—, de manera que la nueva fe arraigada en el converso le transforma radicalmente, en todo. Es lo normal. Aparte de que siendo el latín “idioma sacerdotal”, “litúrgico”, es tan congruente su uso, y de Derecho, como lo es la terminología informática adoptada hoy en todo el mundo. La causa de que el latín se haya perdido es obvia: los seminarios dejaron de enseñarla. Y cuando de joven no se aprende una lengua, como el latín desde los seminarios menores, y se abandona el cauce habitual de su práctica ——Breviario, Misa, etc.— lo normal es despreciarla como ranciedad inútil.
En opinión de muchos fieles, el mayor beneficio del latín radica en garantizar que la Misa y la administración de los sacramentos se realizan según lo que la Iglesia ordena. Está claro que si el texto que el sacerdote lee o recita está compuesto en latín tendrá siempre el mismo sentido y dirá lo que dice la Iglesia, sin desvíos; que es bien molesto oírle intercalar particularidades sin otra excusa que el deseo de notoriedad. Por eso, Juan Pablo II advirtió que «[…] la liturgia nunca es propiedad privada de alguien, ni del celebrante ni de la comunidad» (“Ecclesia de Eucharistia”, c V, 52). Encíclica que en algunas diócesis y catedrales parece no conocerse.
Ni enumeremos los graves daños que la supresión del latín presagia a la administración de la Iglesia. Un ejemplo: Recientemente unos novios acudieron a su parroquia para el trámite de las amonestaciones. Él era católico pero de un lejano país asiático de modo que sólo lo probaba su palabra. El párroco español no podía proseguir sin confirmarlo, cosa que solicitó en inglés; pero como su colega de destino sólo hablaba la lengua común del país, insistió con otra carta en latín. Una semana más tarde llego la respuesta desde aquella lejana parroquia, también en latín, confirmando que el novio era católico, que estaba casado y tenía familia.
Pablo VI, como es bien sabido, se debatió entre dos fidelidades: la púrpura pontificia y unas aficiones histórico-políticas incompatibles con la tradición de la Iglesia. Todos los biógrafos del Papa Pablo VI recogen esta dicotomía que le convirtió en paradigma de la indecisión. Muchos de sus "noes" terminaban en un "sí", o viceversa. Y sus firmezas, vistas desde los resultados, sólo fueron eficaces en cuestiones que en nada estorbaran a la implantación progresista... Así, se opuso a suprimir la lengua latina para que, finalmente, a pesar de la Constitución “Sacrosantum Concilium” y el motu proprio “Sacram Liturgiam”, desapareciera de la Misa, de los breviarios… ¡y hasta de los seminarios! ¿Para qué emitir documentos pontificios si el pontífice no obliga a su cumplimiento? ¿Para que consten en su currículum? Pablo VI nada hizo desde su inmensa autoridad para que el latín no fuera desterrado de tantas diócesis del mundo entero. “—¡Ah! Es que eso fue por respeto a las Conferencias particulares y a las Nunciaturas.” “—¿Está usted de broma? ¿El Papa que decía que todos los hombres deben obedecerle en todo lo que ordene…?” No es razonable. Aquí lo que se ve es que la obediencia que más le interesó inculcar era la de sus críticos y poco le preocupó, sin embargo, la desobediencia de los que estaban «asociados a la nueva economía del Espíritu». Nadie entiende por qué desterró a Irán a monseñor Bugnini, el autor del Novus Ordo, masón de número en todas las listas fiables —mala suerte del Papa Pablo VI en rodearse de masones—, si luego no lo completó con las debidas acciones correctoras. Más habría valido a la Iglesia regalarle al tal Bugnini una diócesis sustanciosa, política conocida como “Promoveatur ut moveatur”, y rectificar con diligencia todos los textos desacralizadores. Pensemos caritativamente que, tal vez, ya le pareciera imposible cuando el alud progresista —por él permitido— había estragado todas las cancillerías, infectado de ignorancia y cobardía a los obispos, banalizado el misterio Eucarístico y conculcado sin pudor el derecho de los fieles. Un derecho del que nuestros pastores casi nunca hablan, tal vez porque ya no se valora o porque a pocos importa conocerlo.
Hoy, ya lo ven, la noticia de los periódicos es que el latín lo aprovecha el mundo mientras que la Iglesia, la que más lo necesita, se ve impotente para su recuperación pues apenas dispone de sacerdotes que lo sepan. Afortunadamente, parece que antes de que pasen quince años se habrá cubierto esta carencia con la aportación de sacerdotes tradicionales. El latín vuelve y, probablemente, con él también todo lo que parecía perdido.
Cambios extraños de la Liturgia (III)
Puesto que la fe y la adhesión a nuestros pastores no nos obligan a decirles amén a todo y que los marxistas no hacen cambios sin un porqué, continuamos la reflexión sobre las traducciones como ya iniciamos con el Credo y la eliminación del latín. Pedimos disculpas por nuestras “quejas litúrgicas de consumidor”, como llamó el profesor Julián Marías a las publicadas en sus memorables “terceras” del diario ABC, pero creemos que, sin duda de buena fe, nos confiamos demasiado a las predicaciones del CVII, y aplicaciones posteriores, sin apercibirnos de que los modernistas aprovechaban cualquier documento conciliar para meter su guinda de herejía, imperceptible por su apariencia de bondad pero ulteriormente manipulable. Esto se aprecia en documentos como, por ejemplo, los bellos textos de Lumen Gentium o Gaudium et Spes, por citar dos grandes, donde crípticamente se nos propone la igualdad de religiones o la separación Iglesia-Estado. Prevenidos de este ardid es natural que aparte de mirar los textos latinos nos fijemos más en las traducciones que son las que determinan la praxis catequética, especialmente en cuanto a la Misa cuya gota dominical puede fijar o borrar nuestra fe.
El Gloria y “[…] los hombres que ama el Señor”
Como sabemos, al recitar el himno de glorificación de Jesucristo, bella obertura al incomparable y santísimo Sacrificio de la Misa, empezamos con las palabras del ángel que en Belén anunció a los pastores el nacimiento del Salvador; las mismas que nos transmite el Evangelio (Lc 2, 14): “Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad.” El Misal del Papa Pablo VI las incluye fielmente en latín: «Gloria in excelsis Deo et in terra pax hominibus bonae voluntatis». Es la primera instrucción de la Nueva Alianza, el primer aviso de que quienes acogen la Buena Noticia obtienen la paz interna que sólo Dios puede dar; y la social que de ella resulta. La paz en este contexto es la marca de nuestra buena voluntad hacia Él. Una paz que los católicos no entendemos como el vulgo entiende: «No es mi paz como la que da el mundo.» (Jn 14, 27; 16, 33). Así es en el texto latino, pero no en la traducción española (y francesa) que nos impone esta otra versión: « […] y paz a los hombres que ama el Señor». Esta variación parece tan superflua que se hace sospechosa. ¿Cuál es la razón? Puede que se ajuste al propósito unificador de las religiones. Así, ahora, los hombres “a los que ama el Señor” ya no serán sólo los de buena voluntad; no ya unos hombres señalados por su actitud con Dios sino la especie humana entera, “los hombres todos” a los que ama el Señor no importando cómo sean. He ahí el mensaje revestido de bondades irrebatibles: Dios ama a los hombres indiscriminadamente. Desde luego que sí, podemos decir, en cuanto verdad “antecedente” obvia — ¡Vaya perogrullada que Dios ame a sus criaturas!—, pero no garantizada de su gracia en cuanto razón “consecuente” de nuestros hechos. Y el engaño de la traducción está ahí, en decir que Dios nos quiere a todos aun por contrarios que seamos al Dios encarnado, tanto en nuestra actitud como en nuestros hechos. Dios nos quiere a todos sin importar nada. Algo muy afín al “buenismo” masónico y argumento de doble filo para hacer innecesario un Redentor.
Y puesto que todos somos amados por igual, la paz es para todos los hombres. Yo no tiene que filtrarse por la buena voluntad de los que creen el que llega, el anunciado niño de Belén. (Mt 11, 20-27)
La conclusión subconsciente que se nos sugiere está a la vista: la paz de ahora es un derecho del hombre, la paz que antes Dios daba individualmente a sus criaturas, por su buena voluntad hacia Él, ahora debe entenderse para el mundo entero incluso ocultando que son dos paces distintas pues, aunque nombradas ambas con la misma palabra “paz”, no se distingue espontáneamente la que procede de Dios de la que procede del mundo. Es un concepto grosero que nos sumerge en la ignorancia de que la paz según el mundo es una paz material, como el vivir vegetal, que se libera de Dios; mientras que la paz que procede de Él es la única fuente de todas las paces. Ahora entendemos por qué se le pide a Dios cuenta, como es noticia de los periódicos por boca de tres católicos relevantes: “¿Dónde estuvo Dios cuando estalló una guerra?” (Don José Bono, político y ministro español); ¿Por qué permitió Dios las muertes de un accidente de Metro en Valencia?” (Don Juan Carlos, Rey de España), o al visitar Auschwitz (Papa Benedicto XVI) cómo permitió Dios aquellas cámaras de gas. Una novedad que nos deja perplejos (Job 2, 9-10) pues implica hacer a Dios responsable de nuestras desgracias. Esto sí que es de verdad la religión del hombre, el humanismo más radical, la religión que pone firmes a Dios según los pasos de un subrepticio programa: Primero fue el descartarse de la Tradición (Juan XXIII y Pablo VI en sus actos); seguidamente, el ecumenismo disparatado de Juan Pablo II que pide perdón por los sufrimientos que la Iglesia causó a la Humanidad —¿Y la indefectibilidad tan esgrimida?—, y, ahora, esto de recriminarle a Dios por el sufrimiento y el azar de la muerte. Porque, según se ve, la paz es un derecho natural echado a perder por los fanatismos religiosos; tanto así, que se llega a decir que si no hubiera credos el mundo sería un paraíso y el hombre, estupidez inmortal de los ilustrados, criatura sin dolo ni malas inclinaciones. (Nótese la contradicción de que nos otorguemos un origen inmaculado y al tiempo se lo discutamos a la Virgen María, la madre de Dios.)
La segunda conclusión señala que en este Nuevo Orden mundial la única religión posible es la religión de la paz. La paz arriba citada, entendida como entreguismo, el dejar mansamente que la fe del catolicismo sea atacada y deformada hasta su desaparición de la tierra por virtud de obediencia a la fundación y desprecio al Fundador. A partir de las versiones del Ordinario de Pablo VI la paz a los hombres que ama el Señor es un derecho natural del hombre y deja de ser la respuesta del cielo a una actitud previa de búsqueda y deseo de Dios. Y puesto que Dios nos quiere a todos, todos somos por eso uno en todas las religiones. Otro matiz muy posconciliar es que se llama paz sólo a rehuir la guerra, a dejarse matar; es decir una paz no fundada en la Justicia —de Dios— y la Verdad —de Dios— sino en el miedo a perder la vida terrena que hasta un microbio puede quitarnos. Incluso allí donde los cristianos son perseguidos, masacrados, desposeídos sólo se piensa en la paz y no en el derecho de sus creencias. Se proyecta un tipo de paz como el de la mansedumbre de Cristo que cumple su deber de ir como cordero al holocausto (aquí sí bien aplicada la palabra), y se olvida el deber de defender el reino de Dios, incluso con la fuerza, que es lo que da paz a las conciencias. (Lc 12, 49-52). Esta paz de ahora no es la de los hombres vueltos a Dios, con buena voluntad, sino la paz del pluralismo, una paz sin almas, descolocada de la fe. Una vida ya no fundada en valores de orden sobrenatural, superiores a la misma vida, sino en una nueva religión de poco fuste cuyos fieles no ven digna de confesar hasta la muerte.
De estas no inocentes traducciones surge otra consecuencia: Dios, Padre y Creador, que tanto amó al mundo que mandó a su Hijo para religarnos con Él —«Seréis enseñados por Dios mismo.» (Is 48, 17; Jn 6, 45)—, resultará que hizo su plan en vano pues no importa si le hacemos caso o si le mandamos a la porra. Su favor se presume seguro para todos como predestinación irrevocable. Con lo cual se acaba la catolicidad y se impone el pluralismo. Distingamos: pluralismo es que todos los credos son válidos; catolicismo es que un solo credo, el católico, está destinado a todo el mundo. Así, Jesucristo sería uno más, en contra de que “sólo por Él se va al Padre” (Jn 14, 6); así, todas las religiones serían válidas, en opuesto al deber de “enseñar a todas las gentes.” (Mt 28, 19) Tal vez estos desvíos expliquen que en estos últimos años se han enseñado cosas nunca imaginadas, como las que citamos a continuación, de entre cientos: « […] todos los hombres pertenecen a la Iglesia católica.» (CATECISMO de 1992, cfr. 836).- « […] aunque no conserven la unidad de la comunión con el sucesor de Pedro.» (Idem cfr. 838.) «Cuando los herejes [incluso sin abjurar de su error] reciben la Eucaristía se construye la Iglesia de Dios.» (Encíclica UT UNUM SINT, Juan Pablo II, cfr. 12, 1993).- «Entre los herejes y los católicos existe una comunión de fe.» (Idem, cfr. 75).
El Sanctus y “[…] el Señor, Dios del universo”.
Dentro del tema pacifista aún tenemos la traducción del Sanctus. El texto latino sigue diciendo: «Dominus Deus Sábaoth», cuya traducción es: “Señor Dios de los ejércitos”. Pero que en español ha de significar: “Señor Dios del universo.” Misterio lingüístico aún sin descifrar. Hagamos una libre suposición.
Téngase en cuenta que el término "Sábaoth", que es arameo, se refiere a los ejércitos, a la fuerza militar coercitiva, pues recuerda las palabras del rey David que proclama a Dios como guía de sus ejércitos y autor de sus victorias (1 Sam 17, 45), anticipándose a lo que doscientos años más tarde repetiría el profeta Isaías: «Santo, Santo, Santo es Yahvé-Sábaoth (Dios de los ejércitos); llena está toda la tierra de su gloria.» (Is 6, 3). Los traductores progresistas lo sabían muy bien y por eso lo adulteraron para borrar a los ejércitos y hacernos alabar al “Señor Dios del universo”. Un cambio muy propio de los simpatizantes con la masonería, su mundialismo y su Gran Arquitecto... De ahí, quizás, el antimilitarismo de evitar cualquier reconocimiento a la necesidad de los ejércitos. Porque los comunistas eclesiales, tan abundantes en los tiempos de las traducciones, nunca pudieron ver a los militares… excepto los que estaban de su lado.
Una curiosidad más puede apreciarse en el Sanctus. Este himno se canta cuando va a empezar la Consagración pues estamos anunciando al Jesús que enseguida va a ser inmolado; igual que cuentan los Evangelios de su entrada en Jerusalén. A punto de tenerle vivo sobre el altar, decimos: “Bendito el que viene en nombre del Señor”, a modo de preparación a inmolarse de inmediato en la Misa, que es lo que le da el nombre de Sacrificio. Parece que nadie ve el alarde de mal gusto o indecorosa casualidad de incluir en tan serio momento las palabras: “Dios del universo”, especialmente familiares a la masonería cuya repugnancia a Jesucristo es bien sabida. Vamos, digo yo que una vez aceptada la supresión de los ejércitos podría haberse elegido: “Dios de la tierra”, “Dios de los cielos” o “Dios de nuestras almas”; pero, no, tenía que ser Dios del universo… Y si no intercalaron: “Gran Arquitecto”, quizás fue por miedo a enseñar demasiado el rabo.
Cambios extraños de la Liturgia (IV)
¿… y por qué de rodillas?
Nuestra más famosa parlamentaria comunista, “Pasionaria”, propuso que más valía “morir de pie que vivir de rodillas». Parece que su consigna triunfa todavía en los corazones de algunos curas y laicos, remisos a doblar sus rodillas inclusive ante Dios, en una actitud que no se justifica por superación de un pretendido abuso de “sacralización de la Iglesia” (?), sino que es la manifestación pública de que se perdió la fe católica: la fe en Jesucristo-Dios y en la Eucaristía, dogmas señeros de identidad católica. La Iglesia se ha desacralizado, sí, y por la única causa posible como lo es la pérdida de su norte espiritual. Más claro, porque fue tomada por ideologías globalizadoras e invadida por tropa de revanchistas de clase, materia prima que el marxismo explota como nadie. Francamente, para los curas que sientan así, mejor que alardes ridículos de rebeldía, ¿no les sería mayor honra dejar de vivir subvencionados y marcharse de la Iglesia hacia ámbitos más afines?
Es la fe la que nos pone de rodillas.- La Biblia abunda en ejemplos de que arrodillarse es propio del creyente, tanto si para adorar como si para orar. Recordemos el libro del Éxodo: «Al instante, Moisés cayó en tierra de rodillas y se postró...» (Ex 34, 8) Y el segundo libro de las Crónicas donde se cuenta: «[...] el rey y todos los presentes doblaron sus rodillas y se postraron.» (2 Cr 29, 29) Cosa que hicieron porque estaban delante del altar que el rey Ajaz en años pasados había apartado del culto.
Y si del Antiguo Testamento somos nietos más aún somos hijos del Nuevo donde este impulso de adoración se hace natural ante la figura de Cristo. Así, los Evangelios nos muestran que unos peregrinos del Oriente, sabios escudriñadores de los astros, se humillaron arrodillándose ante el Niño Dios después de explicar a Herodes el motivo de su largo viaje: «Venimos a adorarle.» (Mt 2, 2) Son muchas ocasiones las descritas en los Evangelios: «Viendo esto Simón Pedro se postró a los pies de Jesús...» (Lc 5, 8) Otra es aquella en que la madre de los Zebedeo le pide privilegios "postrándosele". (Mt 20, 20) Del mismo modo el leproso que «suplicante y de rodillas» pide ser limpiado (Mc 1, 40); o el joven rico que «corrió a su encuentro y arrodillándose...» (Mc 10, 17); o las piadosas mujeres que acercándose a Cristo resucitado besan sus pies y le adoran. (Mt 28,9). Muchos ejemplos podríamos añadir aunque, particularmente, el que más me impresiona es el de aquel día en que el diablo decidió tentar a Jesús (Mt 4, 11) y huye chasqueado en sus pretensiones de superioridad —«Haz como yo te digo»— mientras que los ángeles del cielo le adoran y le sirven. Hablando entre bautizados, qué reducido hombre el que nunca se contempló a sí mismo delante de Dios. En esta suerte no hay que pensar en nada pues es automática la necesidad de humillarle todo, el alma, el pensamiento y todos los quereres.
Y no sólo es lo propio de los creyentes ante el misterio de Cristo sino de Él mismo que cuando oraba al Padre, de lo que los evangelistas nos cuentan se escapaba a lugares apartados, a orar a solas, lo hacía tanto arrodillado (Lc 22, 41) como de bruces (Jn 6, 15). Si se sabe delante de Dios, arrodillarse es para el católico una necesidad instintiva. Ese arrodillarse es la forma física de un previo postrarle el alma a sus pies, necesidad del orante, se encuentre donde se encuentre. El Papa Juan Pablo II, nos lo probó en su visita a Lourdes porque, aquel anciano casi impedido, se deshizo de la silla de ruedas y oró ante la Gruta postrado y de rodillas.
Resulta, pues, chocante que lo que han hecho el propio Jesús ante su Padre así como todos los santos de la Iglesia, ahora haya católicos que rehúsen hacerlo incluso ante la Santa Hostia elevada en las misas. Y todavía hoy muchos supuestos sacerdotes que tampoco se quieren arrodillar en la Consagración y se inventan un gesto de semi reverencia incomprensible. ¿Qué cree usted que se puede pensar de tal actitud? No se corte, dígalo… “—Hombre, es que pueden tener artrosis de menisco…” “—Ya, pero que no les dolería para recoger del suelo un mísero dólar.” La razón más probable es que no son sacerdotes de la Iglesia sino hombres que perdieron la fe y la sustituyeron con ideologías. Igualmente los fieles, incluidos los que pasan por conservadores.
Cada domingo los templos muestran en el momento de la Elevación la trágica división que vive la Iglesia: unos fieles se arrodillan, otros se quedan de pie, otros más están sentados y algunos hablando por teléfono. Por un lado están los conscientes de que ese pan consagrado es el mismo Jesús, visado seguro en la hora de la muerte y promesa de cosas “que el corazón del hombre no es capaz de entender”; y, por otro lado, cada vez en mayor número están los que ignoran a qué están asistiendo, a causa de sus corazones de piedra… y sus cabezas de serrín. (Ez 36, 26)
La comunión en la mano.- ¿Saben? La Historia de la Iglesia de Fernando Mourret dice que antiguamente se repartía en la mano, en las ocasiones solemnes en que se comulgaba, hasta que se suprimió y se colocaba directamente en la boca en evitación de accidentes y sacrilegios. Ahora parece que hemos vuelto a lo primitivo nada más que para copiar sus defectos. En la catedral de Madrid los canónigos en la misa de doce te dan la comunión en la mano y, como la falta de barandilla obliga a recibirla de pie, tuercen el gesto cuando alguien se arrodilla, pues… les incomoda inclinarse. Y eso que la Catedral es la hacienda pastoral del Cardenal Arzobispo donde se han gastado dineros como para que barandilla y reclinatorios sean una insignificancia. ¿Qué pasa en España con las misas y con los obispos? Casi hay que ir a Roma o a Londres para asistir a una honrosa celebración de la Misa católica. En Londres es lugar obligado el templo de San Felipe Neri, sede que fue del Cardenal Newman. Cada domingo se ofrecen cinco misas dos con el Misal antiguo, el de Trento y antes de Trento, y las demás, con el de Pablo VI, pero en latín. Sólo cuatro sacerdotes bastan para repartir la comunión a lo largo de la barandilla eucarística a un público tan numeroso como el que antaño llenaba el templo de Medinaceli (capuchinos), en Madrid. Sólo son cuatro sacerdotes, ayudados por monaguillos que colocan a cada comulgante la bandejita que evite accidentes. Y en pocos minutos toda la nave ha comulgado. Nada de repartirse por el templo entre los fieles, de pie y a empujones, de modo que al cura —o “el ministro” de la comunión, hombre o mujer— frecuentemente se le caiga al suelo alguna sagrada forma, que recoge y sigue repartiendo. (¿Han pensado en que ese suelo fue pisado por miles de zapatos que trajeron de la calle lo que sólo los perros saben? ¡Pobre Eucaristía y pobres curas!)
Leamos qué dice el Código de la Iglesia: «[...] Tributen los fieles la máxima veneración a la santísima Eucaristía [...] recibiendo este sacramento […] con mucha devoción, y dándole culto con suma adoración.» (CIC c. 898) ¿Qué signo más claro de devoción ante la infinita majestad que el doblar la rodilla? ¿Puede creerse que la "suma adoración" se ofrece manteniéndonos de pie, de tú a tú delante de Dios? A lo mejor los Evangelios dicen algo sobre esto: «Y el fariseo, de pie, decía en su interior […] no soy como los demás […] En cambio el publicano ni se atrevía a levantar los ojos…» (Lc 18, 10 y ss). ¿Cómo se pueden cambiar las cosas de manera que por un lado vaya la teoría y por otro la práctica. Habría que escudriñar en ciertas escuelas y universidades católicas, por ejemplo las de Alemania, cuyos grandes nombres manipulan como nadie la historia de la teología enseñando otra nueva como si fuera “la buena”, la que da brillo. A la Iglesia, a “somostodos”, le gustaría entender para qué sirven esos doctorados si quienes los ostentan pierden finalmente la fe aplastados por el oficio. Parecen titulaciones para adornar los orígenes humildes. ¿O, quizás, para graduarse en los programas del progresismo? ¡Vaya desperdicio de vida saber tanto para perder su utilidad! Si el honor y la gloria han de ser para ellos y no para Dios, mejor les sería dedicarse a la vida civil donde abundan más los medios de conseguirlos. Desatención con el resto de fieles.- Cómo se explicará que no se corrija esta carencia de religión delante del Santísimo Sacramento. Es no sólo una contradicción con la fe y una insolencia sino una grave desatención con el resto de los fieles. Después de producirse la consagración, la Hostia y el Cáliz, que en ese momento son el cuerpo y la sangre de Cristo, se exponen a la adoración de los fieles. Pero, si estos a su antojo se quedan de pie, sólo hacen estorbar al que sí quiere adorar. Hay obispos que opinan que esto, igual que comulgar de pie, es indiferente; "que lo que importa es que el corazón sienta"... ¡Oh, qué bonito! Y qué hipocresía... La hipocresía de aquellos clérigos que a costa de Cristo, destino del respeto que a ellos se muestra, le racanean la reverencia que procuran para sí mismos. Por supuesto, no nos oponemos a tal reconocimiento pero sí a la paradoja de que “las formas se guarden con ellos” y ante Dios admitan toda licencia. Porque, si «lo que importa es que el corazón sienta», ¿para qué acudir a la Misa de domingo? Quedémonos cómodos en casa y que la colecta nos la hagan por televisión.
Mucho se ha dicho que lo de arrodillarse es una reacción más a la herejía luterana. Déjenme citar dos testimonios históricos interesantes y curiosos en favor de que la adoración es tradición muy anterior a Trento.
UNO.- Cuando en el año 1532 las clarisas de Chambéry, Francia, reparaban la Sábana Santa, dañada en un incendio, lo hacían con agujas de oro, en una sala grande y soleada, arrodilladas y manteniendo encendida una vela que les excitaba el recuerdo tangible del Señor. Y esto porque creían que aquella prenda envolvió su cuerpo.
OTRO.- Sesenta años antes, 1466, en representación de su primo el rey de Bohemia visitaba Castilla el Barón de Rosmithal, acompañado de un «numeroso séquito de más de cuarenta personas y cincuenta y dos caballos». Su objeto era observar el progreso de las armas en la Cristiandad y visitar santuarios marianos. Después de pasar por el país de los bascones, el Barón cumplimentó a Enrique IV de Trastamara, de cuyos vicios y abandono a manos de moros y judíos doy por enterado al lector. El Barón se quedó en la ciudad de Olmedo (Valladolid) durante meses de mutuos agasajos, torneos y festejos. El caballero bohemio se trajo a dos cronistas que detallaron muchas curiosidades de su viaje, especialmente las costumbres de los pueblos. El llamado Shaschek, del que hay referencia en nuestra Academia de la Historia, al comentar cómo se celebraba la Misa en Castilla, empezó así: «De esta ciudad (Olmedo) no tengo que escribir otra cosa sino que sus habitantes son peores que los mismos paganos, porque cuando alzan en la Misa el Cuerpo de Dios ninguno dobla la rodilla, sino que se quedan en pie como animales brutos, y hacen una vida tan impura y sodomítica que me da pena y vergüenza contar sus maldades...» (CONDESA DE YEBES, “Spínola el de las lanzas y otros retratos históricos”).
Bien dicho, “animales brutos". Es el calificativo apropiado para quienes ignoran valores sobrenaturales como los que define y ampara la fe católica. Muy aplicable, sin duda, al ser racional y con alma inmortal, que aun diciendo creer en Dios le ignora o, peor aún, se le pretende igualar. No terminaré sin subrayar el revelador maridaje, salvados los siglos, de la degeneración del culto y la subsiguiente corrupción de la sociedad que el cronista bohemio señala respectivamente en libertinajes y sodomías. No es al revés, como piensan los que desean exculpar los errores de la Iglesia, sino que por ser imposible la unión del vicio y la virtud, la parte fácil a sacrificar es siempre el culto sagrado y la sana doctrina, de modo que la sociedad civil y eclesiástica queda indefensa, como hoy se aprecia, ante los enemigos del alma. Que son, como enseñaban los pequeños catecismo de antaño: “Mundo, Demonio y Carne”.
Última edición por Hyeronimus; 18/02/2007 a las 22:43
Gracias por estos ilustradores textos, Hyeronimus. Son muy buenos, de verdad.
Este post me ha parecido buenisimo,el victor es poco...
Un abrazo en Xto,Dios de los ejercitos.
...les mataria sin odio...
La herejía de cada domingo
Sofronio
San Severo nació en Barcelona; Obispo de la ciudad hacia el año 300. Sus diferencias con los arrianos le acarrearon innumerables problemas y no pocas persecuciones. Huyendo de sus enemigos se refugió en un lugar deshabitado a donde fueron a buscarle para acabar con su vida. Tras procurarle los castigos más crueles le atravesaron la cabeza con un clavo.
Hace años que un artículo de Stefano Paci, (1) citaba al reputado filósofo Jacques Maritain, quien en un ataque de lucidez, – Jean Gitton, refiriéndose a él pudo decir: «Maritain fue uno de los padres de lo que hoy se define progresismo eclesial »; es decir, padre del personalismo, del antropoteismo, de la libertad religiosa conciliar que ha traído como fruto podrido la apostasía de las naciones- habiendo ya abandonado el tomismo, pero como consecuencia, quizá, de las reliquias de antiguos y sanos hábitos intelectuales, denunciaba con su pluma la evidente herejía que las Conferencias Episcopales obligaban a decir a los somnolientos católicos cada domingo. Aunque su escrito estaba referido a denunciar la traducción oficial herética del ‘Credo’ francés, lo mismo atañe a la versión española, pues igualmente es heterodoxa. Si bien Maritain se muestra ingenuamente optimista respecto a la buena voluntad de los obispos – “Sé que se corregirá este error en una futura edición revisada”, dice-, merece la pena traer a la lectura de los católicos su escrito para que ilumine el entendimiento de éstos, y se nieguen a profesar una fórmula de fe arriana y condenada por herética. «Finalmente hay que señalar un error de traducción que no es solo una inexactitud más o menos grave, sino un error pura y simplemente inaceptable. Sé que se corregirá este error en una futura edición revisada. Pero sé también que la posibilidad de que se corrija rápidamente depende de la fuerza con la que se señale el caso. Con el pretexto de que la palabra “sustancia” y, a fortiori, la palabra “consustancial” son hoy imposibles, la traducción francesa de la misa hace decir a los fieles, en el Credo, una fórmula que es errónea en sí, e incluso estrictamente hablando, herética. Nos hace decir que el Hijo, engendrado, no creado, es “de la misma naturaleza que el Padre”: que es exactamente el ‘homoioousios’ de los arrianos o semiarrianos, contrapuesto al ‘homoousios’ o ‘consubstantialis’, del Concilio de Nicea. Por rechazar una iota se padeció en aquel tiempo persecución y muerte. Todo esto pertenece al pasado. Peor para ellos si los cristianos rezan hoy el Credo en francés [y en español] usan palabras que suenan, lo sepan o no, a arriano. Lo esencial es que, tratándose de una fórmula sobre las Personas de la Trinidad, se les evite usar una palabra que no es del lenguaje corriente. Es evidente que para expresar una realidad absolutamente única es necesaria una palabra única. ¿O quizás habrá que sustituir también la misma palabra “Trinidad”, o “Eucaristía”, con palabras del lenguaje de todos los días? Si diciendo la palabra consustancial las personas no saben qué quiere decir, se puede esperar que se lo pregunten al clero, que les recordará el catecismo y el sentido del dogma. Pero si estas personas dicen en el Credo que el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre, no se preocuparán nunca de pedir una explicación, precisamente porque se han elegido palabras que para ellos no tienen ninguna dificultad, que entienden tan fácilmente como cuando dicen, hablando con cualquiera, que un pájaro es de la misma naturaleza que otro pájaro. ¿Qué importa? –se dirá tal vez- se trata sólo de una fórmula. Las personas de las que habla son todos católicos. Desde el momento que lo que piensan sobre el Padre y el Hijo es justo y exento de errores, no importa que para expresarlo usen una fórmula aproximada, que parece errónea cuando se examinan de cerca las palabras que la forman. La verdad es que importa mucho. Porque, o bien los fieles en cuestión piensan bien usando una fórmula errónea y sabiendo que es errónea: y de hecho esos fieles cuando se llega a la fórmula en cuestión, están obligados a mantener el silencio o a hablar contra su conciencia; o piensan bien usando una fórmula errónea y sin saber que es errónea. En los dos casos se engaña a esos fieles. Estar obligados a usar palabras engañosas sin saber que son engañosas es estar engañados. El concilio de Nicea define dogmáticamente el ‘homoousios’ o ‘consubstantialis’,
Añado que los traductores ingleses, seguramente menos sensibles que los franceses a lo que desentona desagradablemente a los oídos de los contemporáneos, no han tenido escrúpulos en usar la palabra consustancial, ni han pensado que los fieles pudieran sin inconvenientes, pensando bien, decir una fórmula que en sí misma está en desacuerdo con la fe católica ». En el mismo artículo se cita al erudito tomista Etienne Gilson, que incide en condenar la herejía que los fieles católicos se ven obligados a proferir vocalmente por mandato de depravados pastores, que ya no conducen a las sencillas ovejas a los buenos pastos, sino a los envenenados y pestilentes, proscritos hace casi 1700 años. Bajo el título “¿Soy cismático?” (2), decía Etienne: “Habiendo siempre cantado en latín que el Hijo es consustancial con el Padre, me parece curioso que esta consubstancialidad se haya cambiado en simple connaturalidad. (…) Dos seres de la misma naturaleza no son necesariamente de la misma sustancia. Dos hombres, dos caballos, dos perros son de la misma naturaleza, pero cada uno de ellos es una sustancia distinta, precisamente porque son dos. Si digo que tienen la misma sustancia, al mismo tiempo digo que tienen la misma naturaleza, pero pueden ser de la misma naturaleza sin ser de la misma sustancia. ¿He de seguir creyendo que el Hijo es consubstancial con el Padre? O, ¿debo creer que es solo de la misma naturaleza? ”. Y añade: “Me niego a decir, con la nueva versión francesa [ y nosotros con la española] de la Misa [de Montini], que el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre. Estoy creando un nuevo cisma.: El de los paleocatólicos de Nicea, que creen que el Hijo es de la “sustancia” del Padre y que ambos son de la misma naturaleza sólo porque son“consubstanciales”. Maritain había escrito al célebre escritor y amigo suyo, Julien Green, anunciándoles los temas. Y añadía: “Estamos viviendo la peor crisis modernista (…). Después de la publicación de Le Paysan, el 29 de diciembre del mismo año, Gilson escribía a Maritain para darle la enhorabuena, y le decía: “Me parece que un viento de locura atraviesa en estos momentos la Iglesia”. Viento que ha arreciado, ha tomado vigor con los sucesivos obispos romanos y que hoy es ya huracanado; basta comprobar que ya no se confirma en la fe o leer los errores doctrinales contenidos en los discursos del neo magisterio, o bien sufrir el caos espiritual, moral y pastoral en que nos han sumido los neo movimientos aprobados, algunos, ‘ad experimentum’ sine die. “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas”. Gilson firmó también una carta al teólogo modernista P. Chenu, en la que le escribió una trágica frase, que refleja el terrible drama de muchas almas que anhelan ser fieles a la doctrina de los Apóstoles y no quieren abandonar jamás las llagas de Cristo, :“Moriré en comunión con la Iglesia en la que nací, pero no estoy seguro de que sea la misma”. En fin, el oficialismo obsecuente ante una jerarquía desnaturalizada o invertida en el ejercicio de su autoridad, no deja que nadie reaccione ante el error y las herejías que claman al cielo, de la que ésta es sólo una muestra; en otros tiempos los católicos derramaban la sangre, que se convertía en simiente de cristianos; antaño muchos morían por defender la fe, incluso cuando las falsedades eran proclamadas como hoy por la jerarquía; encumbrados pastores silentes y tibios, prestos a apartar de su ejercicio a cualquier sacerdote que ose afirmar la fe y la liturgia católica. Cada vez son más proféticas las palabras del gran católico cardenal Pie. «La Iglesia, sociedad sin duda siempre visible, será cada vez más llevada a proporciones simplemente individuales y domésticas (Le Cardinal Pie de A à Z, Éditions de Paris 2005 p.187) » Porque el Hijo es consustancial al Padre, es verdadero Dios, y la Virgen María es Madre de Dios por haber una sola persona en Cristo: La divina. Si no se confiesa que el Hijo es consustancial al Padre, estamos negando que la Virgen María es Madre de Dios
Cuando el Patriarca de Constantinopla, Nestorio, hombre tachado de mucha piedad y fervor, propuso en uno de sus sermones su teología de las dos personas en Cristo con sus naturalezas, un seglar- entonces los seglares solían conocer su fe y no eran simples mojigatos de sacristía, sino de espiritualidad viril-se levantó de entre los fieles, y deduciendo que de aquella teoría que proferían los labios del ‘piadoso’ heresiarca se concluían otras herejías más, como la negación de que la Virgen María era Madre de Dios, se levantó y a voz en grito le esputó en la cara de Nestorio: ‘Anathema sit’; cuánto anhelamos hoy la fortaleza y la preparación de aquellos seglares, para enfrentarse a la jerarquía herética sin paños calientes. Al momento, como decimos en España, ‘’se armó la marimorena’, y los católicos dejaron de obedecer al piadosísimo, pero grandísimo hereje, Patriarca Constantinopla- el más importante de los patriarcados, después de Roma-. Así el mayor pasó a ser menos que el último, pues a pesar de su pasada y grave dignidad, por su herejía, dejó de ser miembro de la Iglesia y quedó anclado en su falsa piedad. Por desgracia y ante la defección de los pastores, hoy apenas existen seglares capaces de levantarse y huir de la misa moderna en la que colaboran profiriendo la fórmula del credo arriano; algunos son muy devotos y piadosos, como también lo era el heresiarca Nestorio, pero con ignorancia invencible o no, jamás exenta de culpa, colaboran con el neo arrianismo en destruir la fe con apariencias de fervor, incluso a la Madre santísima de Dios, cuya consustancialidad del Hijo con el Padre dejan de confesar en su moderno credo. Adhieren con el sentimentalismo subjetivista –modernismo – a lo que niegan con su voluntad adherida al error en su entendimiento; herejía que confiesan con sus labios domingo tras domingo ¿Puede agradar a la Madre de Dios esa negación a confesar la consustancial divinidad de su Hijo con el Padre? Desde luego que no, porque se está dejando de confesar, “se quiera o no,se sepa o no”, a la vez, que Ella es Madre de Dios. ¡Misterio de iniquidad! Cada uno se forma su ‘credo’ para su propio gusto y deleite espiritual y hace caso omiso de la Revelación Pública; es una señal anunciada.
NOTAS
1.publicado por la Revista 30 Días, (año VI n°. 56 p. 32-38,1992)
2.France Catolique, 2-7-65
La herejía de cada domingo | Tradición Digital
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