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Tema: Doctrina católica: relaciones Iglesia-Estado

  1. #1
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    Doctrina católica: relaciones Iglesia-Estado

    El esquema doctrinal preparatorio al Vaticano II, presentado por el Cardenal Ottaviani, comprendía en su versión original latina siete páginas de texto y dieciséis páginas de referencias, desde Pío VI (1790) a Juan XXIII (1959).
    Sin embargo, fue dejado de lado, desde la primera sesión del Concilio, por el esquema redactado en el llamado “Secretariado para la unidad de los cristianos” bajo la dirección del cardenal Bea; esquema éste que se pretendía “pastoral” y sin ninguna referencia al magisterio precedente.
    El esquema Ottaviani, aunque no goza de autoridad magisterial, representaba el estado de la doctrina católica sobre la cuestión en víspera del Vaticano II y expresa sustancialmente la doctrina que el Concilio debía haber propuesto si no hubiera sido desviado de su fin por el golpe de Estado de aquellos que hicieron de él los Estados Generales del pueblo de Dios, ¡un segundo 1789!
    Agreguemos en fin, que el Concilio hubiera podido añadir a esta exposición todas las precisiones o mejoras convenientes:

    Esquema de una Constitución sobre la Iglesia propuesto por la Comisión teológica

    (…) Segunda parte

    CAPÍTULO IX

    DE LAS RELACIONES ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO Y DE LA TOLERANCIA RELIGIOSA
    Emmo. y Rvmo. Cardenal ALFREDO OTTAVIANI
    Relator

    1. Distinción entre la Iglesia y la Sociedad Civil, y subordinación del fin de la Ciudad al fin de la Iglesia.

    El hombre, destinado por Dios a un fin sobrenatural, tiene necesidad de la Iglesia y de la Sociedad civil para alcanzar su plena perfección.
    La Sociedad civil, a la que el hombre pertenece por su carácter social, debe velar por los bienes terrestres y hacer que los ciudadanos puedan llevar sobre esta tierra una “vida tranquila y apacible” (cf. 1Tim.2,2); la Iglesia, a la cual el hombre debe incorporarse por su vocación sobrenatural, ha sido fundada por Dios para que, extendiéndose siempre más y más, conduzca a los fieles a su fin eterno por su doctrina, sus sacramentos, su oración y sus leyes.

    Cada una de esas dos sociedades cuenta con las facultades necesarias para cumplir debidamente su propia misión; además cada una es perfecta, es decir soberana en su orden y por lo tanto independiente de la otra, con su propio poder legislativo, judicial y ejecutivo.
    Esta distinción de las dos ciudades, como lo enseña una constante tradición, reposa en las palabras del Señor: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mat. 22,2).

    Sin embargo, como esas dos sociedades ejercen su poder sobre las mismas personas y frecuentemente a propósito de un mismo objeto, no pueden ignorarse la una a la otra. Deben incluso proceder en perfecta armonía, a fin de prosperar ellas mismas no menos que sus miembros.

    El Santo Concilio con la intención de enseñar qué relaciones deben existir entre esos dos poderes, según la naturaleza de cada uno, declara en primer lugar que es necesario tener como verdadero que tanto la Iglesia como la Sociedad civil han sido instituidas para la utilidad del hombre; que la felicidad temporal, confiada al cuidado del Poder civil, sin embargo, no vale nada para el hombre si pierde su alma (cf. Mat.16,26; Mc.8,36; Lc.9, 25).
    Que, en consecuencia, el fin de la Sociedad civil no debe jamás buscarse excluyendo o perjudicando su fin último, a saber, la salvación eterna.

    2. El poder de la Iglesia y sus límites; los deberes de la Iglesia hacia el Poder civil.

    Como el poder de la Iglesia se extiende a todo lo que conduce a los hombres a la salvación eterna; como lo que toca sólo a la felicidad temporal está ubicado como tal, bajo la autoridad civil; se sigue de ello que la Iglesia no se ocupa de las realidades temporales sino en cuanto están ordenadas al fin sobrenatural.
    En cuanto a los actos ordenados al fin de la Iglesia tanto como a los de la Ciudad –como el matrimonio, la educación de los hijos y otros semejantes- los derechos del Poder civil deben ser ejercidos de tal manera que, según el juicio de la Iglesia, los bienes superiores del orden sobrenatural no sufran ningún daño.
    En las otras actividades temporales que, permaneciendo a salvo la ley divina, pueden ser con derecho y de diversas maneras consideradas y cumplidas, la Iglesia no se inmiscuye de ninguna manera.
    Guardiana de su derecho, perfectamente respetuosa del derecho del otro, la Iglesia estima que no le corresponde la elección de la forma de gobierno, el de las instituciones propias del ámbito civil de las naciones cristianas; de las diversas formas de gobierno, Ella no desaprueba ninguna, a condición de que la religión y la moral queden a salvo.
    Así como la Iglesia no renuncia a su propia libertad, tampoco impide al Poder civil usar libremente de sus leyes y de su derecho.

    Los jefes de las naciones deben reconocer que la Iglesia, cumpliendo su misión, procura grandes bienes a la Sociedad civil; grande será sin duda el bien público si ellos se comportan según la doctrina cristiana como lo afirma san Agustín (Ep. Ad Marcellinum 138,15).
    En efecto, Ella coopera a que los ciudadanos se hagan buenos por su virtud y piedad cristianas, les impone además la obligación de obedecer las órdenes legítimas “no solo por temor del castigo, sino por motivo de conciencia” (Rom. 13,5).
    En cuanto a aquellos a quienes se les ha confiado el gobierno del país, Ella les recuerda la obligación de ejercer su función, no por ambición de poder, sino por el bien de los ciudadanos, pues deberán rendir cuenta a Dios (cf. Heb.13,17) del poder que Él les confió.
    En fin, la Iglesia inculca el respeto de las leyes naturales y sobrenaturales, en virtud de lo cual todo el orden civil entre los ciudadanos y entre las naciones puede realizarse en paz y en justicia.

    3. Deberes religiosos del Poder civil.

    El Poder civil no puede ser indiferente respecto a la religión.
    Instituido por Dios a fin de ayudar a los hombres a adquirir una perfección verdaderamente humana, debe, no solo suministrar a sus súbditos la posibilidad de procurarse los bienes temporales –materiales o intelectuales-, sino aún favorecer la afluencia de los bienes espirituales que les permiten llevar una vida humana de manera religiosa.
    Entre esos bienes, nada más importante que conocer y reconocer a Dios y posteriormente, cumplir sus deberes para con Él; allí está el fundamento de toda virtud privada y, aún más, pública.

    Esos deberes hacia Dios, hacia la Majestad divina, obligan no sólo a cada uno de los ciudadanos, sino también al Poder civil que, en los actos públicos encarna a la Sociedad civil.
    Dios es el autor de la Sociedad civil y la fuente de todos los bienes que por medio de ella derivan a todos los miembros.
    La Sociedad civil debe entonces honrar y servir a Dios.
    En cuanto a la manera de servirle, en la economía presente, no hay otra que la que Él mismo ha determinado como obligatoria, en la verdadera Iglesia de Cristo, y eso, no solo para los ciudadanos, sino igualmente para las autoridades que representan la Sociedad civil.

    Que el Poder civil tenga la facultad de reconocer la verdadera Iglesia de Cristo es claro por los signos manifiestos de su institución y de su misión divinas, signos dados a la Iglesia por su divino Fundador.
    Además, el Poder civil y no sólo cada uno de los ciudadanos, tiene el deber de aceptar la Revelación propuesta por la Iglesia misma.
    De igual manera, en su legislación, debe conformarse a los preceptos de la ley natural y tener estrictamente en cuenta las leyes positivas, tanto divinas como eclesiásticas, destinadas a conducir a los hombres a la beatitud sobrenatural.

    Así como ningún hombre puede servir a Dios de la manera establecida por Cristo si no sabe claramente que Dios ha hablado por Jesucristo, de igual manera, la Sociedad Civil –en cuanto Poder civil que representa al pueblo-, tampoco puede hacerlo si primero los ciudadanos no tienen un conocimiento cierto del hecho de la Revelación.

    Por ende de manera muy particular el Poder civil debe proteger la plena libertad de la Iglesia y no impedirle de ningún modo llevar a cabo íntegramente su misión, sea en el ejercicio de su magisterio sagrado, sea en el orden y cumplimiento del culto, sea en la administración de los sacramentos y el cuidado pastoral de los fieles.
    La libertad de la Iglesia debe ser reconocida por el Poder civil en todo lo que concierne a su misión.
    Particularmente en la elección y la formación de sus aspirantes al sacerdocio, en la elección de sus obispos, en la libre y mutua comunicación entre el Romano Pontífice, los obispos y los fieles, en la fundación y gobierno de institutos de vida religiosa, en la publicación y difusión de escritos, en la posesión y administración de bienes temporales, como también de manera general, en todas las actividades en que la Iglesia, sin descuidar los derechos civiles, estima aptas para conducir a los hombres hacia su fin último sin exceptuar la instrucción profana, las obras sociales y tantos otros diversos medios.

    En fin, incumbe gravemente al Poder civil el excluir de la legislación, del gobierno y de la actividad pública, todo lo que a su juicio pudiera impedir a la Iglesia alcanzar su fin eterno; más aún, debe aplicarse a facilitar la vida fundada sobre principios cristianos y absolutamente conformes a este fin sublime para el que Dios ha creado a los hombres.

    4. Principio General de aplicación de la doctrina expuesta.

    He aquí lo que la Iglesia ha reconocido siempre: que el poder eclesiástico y el Poder civil mantienen relaciones diferentes según como el Poder civil, representando personalmente al pueblo, conoce a Cristo y a la Iglesia fundada por Él.

    5. Aplicación en una Ciudad Católica.

    La doctrina íntegra, expuesta precedentemente por el Santo Concilio, no puede aplicarse sino en una sociedad en la cual los ciudadanos no sólo están bautizados sino que además profesan la fe católica.
    En este caso son los ciudadanos mismos quienes eligen libremente que la vida civil esté informada por principios católicos y que así, como dice San Gregorio el Grande: “El camino del Cielo esté abierto más ampliamente” (Ep.65 ad Mauricium).

    Sin embargo, incluso en esas felices condiciones, no está permitido de ninguna manera al Poder civil el constreñir las conciencias a aceptar la fe revelada por Dios.
    En efecto, la fe es esencialmente libre y no puede ser objeto de ninguna coacción, como lo enseña la Iglesia diciendo: “Que nadie sea constreñido a abrazar la fe católica contra sus deseos” (C.I.C., can.1351).

    Sin embargo, esto no impide que el Poder civil deba procurar las condiciones intelectuales, sociales y morales requeridas para que los fieles, aún los menos instruidos, perseveren más fácilmente en la fe recibida.
    Así entonces, de la misma manera que el Poder civil se considera con derecho a proteger la moralidad pública, así también, para proteger a los ciudadanos de las seducciones del error y guardar la Ciudad en la unidad de la fe, que es el bien supremo y la fuente de múltiples beneficios aún temporales, el Poder civil puede por sí mismo, reglamentar y moderar las manifestaciones públicas de otros cultos y defender a los ciudadanos contra la difusión de falsas doctrinas que, a juicio de la Iglesia, ponen en peligro su salvación eterna.

    6. Tolerancia religiosa en una Ciudad Católica.

    En esta salvaguarda de la verdadera fe, hay que proceder según las exigencias de la caridad cristiana y de la prudencia, a fin de que los disidentes no sean alejados de la Iglesia por temor, sino más bien atraídos a ella, y que ni la Ciudad ni la Iglesia sufran ningún perjuicio.
    Es necesario entonces considerar siempre el bien común de la Iglesia y el bien común del Estado, en virtud de los cuales una justa tolerancia, incluso sancionada por las leyes, puede, según las circunstancias, imponerse al Poder civil; eso por una parte, para evitar más grandes males como el escándalo o la guerra civil, el obstáculo a la conversión a la verdadera fe y otros similares; por otra parte, para procurar un mayor bien, como la cooperación civil y la coexistencia pacífica de los ciudadanos de religiones diferentes, una mayor libertad para la Iglesia y un cumplimiento más eficaz de su misión sobrenatural y otros bienes semejantes.
    En esta cuestión hay que tener en cuenta no solo el bien de orden nacional sino además el bien de la Iglesia universal (y el bien civil internacional).
    Por esta tolerancia, el Poder civil católico imita el ejemplo de la divina Providencia, que permite males de los que saca mayores bienes.
    Esta tolerancia debe observarse sobre todo en los países donde, después de siglos, existen comunidades no católicas.

    7. Aplicación en una Ciudad no católica.

    En las ciudades en las cuales una gran parte de los ciudadanos no profesan la fe católica o no conocen incluso el hecho de la Revelación, el Poder civil no católico debe, en materia de religión, conformarse al menos a los preceptos de la ley natural.
    En esas condiciones, ese Poder no católico debe conceder la libertad civil a todos los cultos que no se oponen a la ley natural.
    Esta libertad no se opone entonces a los principios católicos, pues conviene tanto al bien de la Iglesia como al del Estado.
    En las ciudades donde el Poder no profesa la religión católica, los ciudadanos católicos tienen sobre todo el deber de obtener –por sus virtudes y acciones cívicas (gracias a las cuales, unidos a sus conciudadanos, promueven el bien común del Estado)- que se acuerde a la Iglesia la plena libertad de cumplir su misión divina.
    En efecto, la ciudad no católica no sufre ningún daño por la libre acción de la Iglesia, sino que incluso obtiene numerosos e insignes beneficios.
    Así entonces, los ciudadanos católicos deben esforzarse en que la Iglesia y el Poder civil, aunque todavía separados jurídicamente, se presten una benévola mutua ayuda.

    8. Conclusión.

    El Santo Concilio reconoce que los principios de las relaciones mutuas entre el poder eclesiástico y el poder civil no deben ser aplicados de manera diferente a las reglas de conducta expuestas precedentemente.
    Sin embargo, no puede permitir que esos mismos principios sean oscurecidos por un falso laicismo, incluso bajo pretexto del bien común.
    Esos principios, en efecto, descansan sobre los derechos inconmovibles de Dios, sobre la constitución y la misión inmutable de la Iglesia, sobre la naturaleza social del hombre, la cual, permaneciendo siempre la misma a través de los siglos, determina el fin esencial de la misma Sociedad civil, no obstante la diversidad de regímenes políticos y las otras vicisitudes de la historia.

    Hasta aquí la doctrina tradicional.
    Este esquema impecablemente nítido fue echado a la papelera con el resto de los esquemas preparatorios del Vaticano II (elaborados entre 1959 y 1962), para ser sustituidos por textos recopiladores de toda la heterodoxia y subversión que pululaba entre el neomodernismo clerical de los años cincuenta; y lo peor de todo, camuflado además con apariencia de catolicismo para la ingenua mayoría que no estaba al tanto de la jugada maestra que los modernistas estaban gestando.

    Textos conciliares como “Dignitatis Humanae” donde se reconoce que la libertad religiosa viene a ser nada menos que un derecho de la persona humana… y que por tanto debería pasarse de tolerar las religiones falsas, como tradicionalmente se acordaba… a concederse ¡¡el derecho!! de profesarlas libremente.
    ¡¡“Derecho” a profesar el error!! ¿¿Cabe acaso mayor monstruosidad??

    Claro que esa monstruosidad se tapa con otra… cuando se reconoce que en todas las religiones (las falsas) hay “algo santo y verdadero”.
    ¡¡Cuando el catolicismo siempre en este asunto hacía suyas aquellas palabras de salmo 36 de que “todos los dioses de los gentiles son demonios”, y de san Pablo (1Cor, 10) de que “lo que se sacrifica a los ídolos se sacrifica a los demonios, y yo no quiero que entréis en comunicación con los demonios”.
    Pious dio el Víctor.

  2. #2
    Gothico está desconectado Miembro Respetado
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    Re: Doctrina católica: relaciones Iglesia-Estado

    “Lo peor de la libertad religiosa del Vaticano II son sus consecuencias: la ruina del derecho público de la Iglesia y la muerte del reinado social del Nuestro Señor Jesucristo y, por último, el indiferentismo religioso de los individuos.
    La Iglesia, según el Concilio, puede gozar aún, de hecho, de un reconocimiento especial de parte del Estado, pero Ella no tiene un derecho natural y primordial a este reconocimiento, aun en una nación en su mayoría católica: acabaron con el principio del Estado confesional católico que había hecho la felicidad de las naciones que habían permanecido católicas.
    La más clara aplicación del Concilio fue la supresión de los estados católicos, su laicización en virtud de los principios del Vaticano II, e incluso, a pedido del Vaticano.
    Todas esas naciones católicas (España, Colombia, etc.) fueron traicionadas por la misma Santa Sede en aplicación del Concilio."
    (tomado de Monseñor Lefebvre: "Le destronaron")

    Así, antes del Vaticano II, el Fuero de los Españoles (1945), carta fundamental de la últimamente llamada "España franquista", aplicaba la doctrina católica tradicional en su integridad, ("sabiamente" según Monseñor Lefebvre):
    Artículo 6.- La profesión y la práctica de la religión católica, que es la Religión del Estado español, gozarán de la protección oficial.
    Nadie será molestado ni por sus creencias ni por el ejercicio privado de su culto.
    No serán permitidas ni ceremonias ni manifestaciones exteriores distintas de las de la Religión del Estado”
    Posteriormente, en 1967, el Ordenamiento español hubo de adaptarse, a su pesar, a las nuevas y desastrosas directivas del Vaticano II, y dicho artículo pasó a quedar redactado así:
    Artículo 6.- La profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial.
    El Estado asumirá la protección de la libertad religiosa, que será garantizada por una eficaz tutela jurídica que, a la vez, salvaguarde la moral y el orden público.

    La diferencia, como se ve, es que la jerarquía vaticana ¡¡obligaba al Estado español a que permitiera “ceremonias y manifestaciones exteriores” (o sea, proselitismo puro y duro) de cualquier falsa religión!! y a que garantizara esa calamitosa “libertad”… de equivocarse cambiando de religión.
    Es sabido que a partir de entonces, finales de los años sesenta, los protestantes, los testigos de Jehová, los mormones y demás fauna sectaria, comenzaron a hacer proselitismo y a abrir chiringuitos con el total beneplácito de las autoridades eclesiásticas y con el escándalo de los indefensos feligreses.

    Obsérvese, sin embargo, cómo Franco salvaguardó el principio del carácter católico del Estado, declarando la “libertad religiosa” como tolerada en lo que no se opusiera a la moral y el orden público... católicos.
    Esquema éste que hubiera debido ser el ideal de equilibrio entre el catolicismo mayoritario y la tolerancia garantizada para los disidentes, y que hubiera debido haberse mantenido en la Constitución de 1978...

    No pudo ser porque, para entonces, se entraba ya en una nueva fase política: que los nuevos amos de España, los definitivos vencedores de la Guerra Civil, a fin de cuentas, pasaban a ser los incendiarios de iglesias y asesinos de curas del 36 y sus cómplices.
    Otra vez a bajarse los pantalones: la Constitución de 1978 declaraba, con el consentimiento de la Conferencia episcopal, que "ninguna confesión tendrá carácter estatal"; estaba claro que la Conferencia episcopal española había aprendido las artimañas conciliares de sus superiores, ¡¡ya todos eran maestros consumados en el arte de pactar con los enemigos de Cristo!!
    Nueva traición de unos obispos aterrorizados ante los nuevos amos de España (que podían irritarse de ver al catolicismo en el pedestal demasiado alto en que lo había dejado Franco)... obispos en los que pesaba más el pánico ante unos hombres pervertidos y ateos que el pánico ante el juicio de Dios.

    Así llegamos a lo que hay desde hace treinta años: la aniquilación de todo lo católico en España, por acción de unos y por omisión de otros.
    Última edición por Gothico; 20/07/2008 a las 21:01
    Pious dio el Víctor.

  3. #3
    Avatar de Valmadian
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    Re: Doctrina católica: relaciones Iglesia-Estado

    Libros antiguos y de colección en IberLibro
    Y esta es la respuesta de un ¿ciudadano? moderno y modelo del actual Estado y "estado de cosas". En carta publicada en el "XLSemanal" del diario ABC, nº 1082 del 20 al 26 de julio de 2008, página 4, el ínclito y muy ilustrado ciudadano afirma lo siguiente:

    "Fe dogmática y democracia.

    Leo en "XLSemanal" una carta, bajo el título Insana democracia, que provoca algunos desajustes en mi mente. para mí, pobre pecador, la democracia, la tolerancia, la educación, la libertad o la moral jamás podrán ser insanas ni suficientemente amplias. Y ninguna religión puede adueñarse de ellas. La parte de la sociedad, mínima, conformada por gente insana, lo sería igualmente bajo cualquier tipo de gobierno. estos seres mezquinos campan más a sus anchas dentro de un modo de gobierno democrático, eso sí. Y respecto de que "la máxima sabiduría consiste en darle un sentido cristiano para ser felices en la eternidad", añado que quizás budistas o mahometanos posean sentidos diferentes de eternidad. Hablar de demasiada democracia es como ponerle alambradas a un mundo sin fronteras. Ni la fe dogmática ni los distintos credos tienen nada que ver con la democracia."

    ¡Dixit! el amigo y se quedó autosatisfecho. Ejemplo de tolerante intolerancia para quienes ven el mundo de otra manera. Ejemplo de supina ignorancia que no entiende que la democracia es el modelo más perverso de totalitarismo, pues no admite que nada pueda quedar fuera de ella y además convence de su perversión con la más cínica de las frases: hay otros sistemas, pero este es el menos malo. Ejemplo de absoluta ignorancia de la Historia en general y de la Historia de las Ideas, Historia de las formas de gobierno, y total ignorancia de la Historia de la Grecia antigua. Este ejemplo de ausencia de formación académica, o simplemente una capa muy superficial de ella y de bajo perfil, se manifiesta elementalmente cuando extrapola el concepto de eternidad, como si este pudiera tener más de un significado según de qué religión se hable. Ejemplo de los logros que has denunciado en los mensajes anteriores, Góthico, y ejemplo de ciudadano-oveja que dice ¡¡¡beee!!! a todo lo que le echan desde el Poder establecido sin el más mínimo sentido crítico, es decir ejemplo de hombre-masa.

    Ahora, la culpa de semejante ovejuna capacidad de obediencia se reparte a partes iguales entre el sistema, la escasa motilidad neuronal de este tipo de cerebros, y la mala conciencia de la nefasta Prensa que vampiriza a España
    . Pero como dice el refrán: no hay mal que cien años dure, aunque habría que añadir que este parece tener prórroga.

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