Promoción del culto iconográfico en la Edad Media
Después de la experiencia de las primeras imágenes cristianas, aparecen dos focos iconográficos: uno en las ciudades de cultura clásica y otro en las regiones sirio-palestinenses. El arte de influencia clásica prescinde del dramatismo bíblico en favor del helenismo academicista. Las regiones sirias y palestinas, se inclinan por el realismo regional, y presentan a Cristo en plenitud vital, con larga cabellera y con espesa barba negra, que dará lugar al Cristo Pantocrátor medieval.
De la unión del arte romano con las tradiciones bárbaras, surgieron las formas prerrománicas que fueron cristalizando en los dos grandes estilos medievales: el románico primero y el gótico después. Gracias a la labor evangelizadora y al esplendor monástico de la edad Media ambos estilos, se desarrollaron por toda Europa.
El simbolismo, que abarca todas las artes, atribuyó al templo románico la representación de la nueva Jerusalén: «El templo que el pueblo posee en paz en su patria –escribía Honorio de Autum– simboliza el templo de gloria construido con piedras vivas en la Jerusalén celeste». Cada uno de los puntos cardinales de los templos solía tener una interpretación precisa para la vida de fe. Las traducciones de los Padres orientales, sobre todo La jerarquía celestial del Pseudo-Dionisio, fueron determinantes en la distribución de las imágenes en las portadas de los templos.
Pero la relación de Occidente con Bizancio que, además de comercial y militar, se extendió también al área cultural y religiosa a través de contactos y visitas, va a influir en la promoción del culto iconográfico. El conocimiento de las obras de los teólogos que defendieron las imágenes frente a los iconoclastas, junto con la penetración de modelos bizantinos conseguirán situar a las imágenes en posiciones próximas a la concepción sagrada de la Iglesia oriental.
Otro elemento litúrgico que también influyó en esta promoción fue la moda de introducir diálogos cantados, conocidos con el nombre de «tropos», en la celebración de los oficios corales. Al pasar del latín a las lenguas vernáculas, comenzaron a intervenir los fieles laicos. Sin un control oficial, aparecieron muchos abusos que las autoridades eclesiásticas trataron de cortar. Las medidas que se tomaron dejaron el interior de los templos con las ceremonias litúrgicas y las imágenes que sustituyeron a las personas. Los modelos de esculturas exteriores fueron invadiendo los interiores de ciertas basílicas en la Borgoña, en el mediodía de Francia, en Italia, y en todos los países de la Europa Occidental.
Otro factor a tener en cuenta es la creación de hermandades y cofradías, organizadas con diversos fines: políticos, gremiales, humanitarios y, más tarde, estrictamente religiosos. Estas últimas, juntamente con la expansión de las órdenes religiosas, promocionaron el culto de las imágenes, sobre todo de Semana Santa. Concretamente las imágenes de la pasión recibieron el impulso decisivo de la orden franciscana. En Italia, hacia principios del siglo xiii, se fundó un movimiento espiritual de cofrades, llamados disciplinantes, que pronto se extendieron por el sur de Europa. Cada cofradía con sus procesiones disponía de pasos propios. Las mismas procesiones penitenciales eran ya una manifestación pública del culto exterior.
Relacionado con esta actitud penitencial, en Europa se potenciaron muchas peregrinaciones a determinados santuarios. Por el norte de la Península tuvieron especial resonancia, los peregrinos a la tumba del apóstol Santiago. Con este motivo, se estableció todo un ritual (recogido en el códice Calixtino) hasta la llegada de los peregrinos a Compostela. En las jornadas había puntos de concentración o de descanso donde los peregrinos podían visitar los santuarios en los que se veneraban las reliquias y las imágenes de los santos (a veces convertidas en relicarios) que favorecían su devoción mediadora e intercesora.
Al mismo tiempo, la Iglesia comenzó a formular una teoría acerca del culto iconográfico. Si las imágenes medievales atestiguaban, por todas partes, el mismo clima sagrado que los iconos orientales, era porque los caminos salvíficos estaban felizmente retratados en conceptos teológicos. Según estas orientaciones, el objetivo directo del culto no está centrado en la imagen material, sino en la visión sagrada que la imagen representa. Por consiguiente, el homenaje dirigido a una imagen no se ha de confundir con el culto idolátrico.
A partir del siglo xi, un renacimiento religioso y artístico con cierta madurez iconográfica, se extendió por todo Occidente: «El arte –dice Benedicto XVI– quedó orientado hacia el misterio que se hace presente en la liturgia. Quedó orientado hacia la liturgia celestial: las figuras de los ángeles del arte románico no se distinguen sustancialmente de las que existen en la pintura bizantina». Sin embargo, la escultura exenta, que va a constituir el núcleo de las imágenes cultuales en Occidente, no tuvo aceptación en Oriente que continúa la tradición de la pintura.
Las imágenes románicas recogen la orientación triunfalista representando a Cristo, incluso en la cruz, como el resucitado. El repertorio escultural incorpora, preferentemente, las imágenes de Cristo crucificado y de la Madre de Dios con el Niño, aunque el muestrario se irá ampliando con otras imágenes de santos.
Desde esta visión gloriosa, al Cristo románico se le representa, no como el crucificado que sufre, sino como el Cristo-rey-victorioso, plegado al marco de la cruz, como si de un trono se tratara. Para no reflejar el peso material del cuerpo, ni la expresión del dolor humano, el hombre medieval evita cualquier naturalismo que pueda suscitarle pensamientos intramundanos. Los ojos grandes y expresivos de Cristo simbolizan el poder del Dios-hombre salvador. Suele llevar ceñida la corona real, como corresponde al rey vencedor del pecado y de la muerte. Su cuerpo se cubre con larga túnica, ceñida a la cintura, o con faldón hasta la rodilla. Esta imagen triunfante, simbólica y hierática, gravitando alrededor de la gloria de Dios, intensifica su sentido sagrado y su integración en el culto litúrgico.
En el arte español, la primera representación románica de Cristo crucificado es el ejemplar conocido como Crucifijo de D. Fernando y Dña. Sancha. Data del año 1063, fecha en que fue donado por los reyes de León al monasterio de S. Isidoro de esta ciudad. Hoy se conserva en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. En criterio de Camón Aznar, «es una pieza excepcional dentro del arte europeo medieval». A Cristo se le figura con rigidez y solemnidad, con los dos pies clavados en paralelo, el paño de pureza estilizado, de pliegues artificiosos y de gran belleza rítmica; cabeza ligeramente inclinada, y un rostro lleno de sugestiva emotividad.
Las imágenes románicas de la Virgen en majestad se inspiran en la reproducción de modelos arquetípicos más antiguos. Estas imágenes interpretan una piedad elemental y llena de respeto y amor hacia la Madre de Dios. En las adaptaciones a los arquetipos antiguos, se crearon los dos modelos fundamentales de imágenes: el completamente simétrico y frontal, con el Niño sentado en medio del regazo materno, y el tipo asimétrico en el que el Niño está colocado sobre una rodilla de la Madre: «Ambos tipos son simultáneos, y no hay que creer que el segundo sea evolución del primero, como tantas veces se ha repetido; desde la más remota época románica coexisten ambos, acusando en su aspecto iconográfico un diferente punto de partida» (M. Trens).
En dichas representaciones, la Virgen es la reina-madre, que hace de trono (sedes sapienciae) del Niño-Dios, el Señor. En su alcance simbólico, la maternidad nos muestra a María místicamente «arrebatada» por el Verbo divino. Esta experiencia de la maternidad, que en María toma una función paradigmática de la fe, ha de abrirse a aquella palabra que germinó y creció en ella. A pesar del hieratismo intemporal, propio de todos los modelos románicos, estas imágenes conservan los valores fundamentales de la maternidad, porque la Madre siempre mantiene al Niño en su regazo. Incluso en los casos en que el Niño se desplaza hacia un lateral, el Niño aparece amparado por la protección de María, símbolo de su maternidad universal.
En la Catedral de Astorga, conservamos en España uno de estos testimonios románicos bajo la advocación de Nuestra Señora de la Majestad, de principios del siglo xii. A juzgar por el pequeño hueco que lleva en la espalda parece, como en otros muchos casos, haber sido hecha para relicario.
Con el transcurso del tiempo, el hieratismo antinaturalista románico dio paso a un naturalismo gótico que busca la verdad en los seres de la naturaleza. La escultura gótica, más realista, espiritual y ascética, expresa mejor la humildad evangélica y los sufrimientos humanos. Sin embargo, aunque se mantiene la correspondencia entre el Antiguo y Nuevo Testamento, las imágenes comienzan a perder aquella fuerza simbólica y trascendente de la sacralidad románica.
No fue un cambio brusco, sino una transición gradual. Primero comienza a manifestarse el carácter dramático del sacrificio de la cruz y, con él, la tendencia humanizadora desplaza el sentido sagrado de la imagen del crucificado. El dolor de la agonía se acusa en el realismo del rostro. Hay una mayor preocupación por el naturalismo anatómico. Los brazos se doblan, marcando el peso del cuerpo que se cubre con amplio paño de pureza; y los pies se entrecruzan sujetos por un solo clavo al árbol de la cruz. Pero, a pesar de su pérdida de sacralidad estas imágenes ofrecen a los fieles el consuelo de introducir nuestros sufrimientos en la compasión de Dios que se hace hombre para incorporar, en sí mismo, el dolor y la esperanza de la resurrección.
El drama de la cruz siempre ha estado envuelto en la incomprensión: para unos es una locura; para otros la máxima expresión de la gloria divina. Pero la belleza teológica de la imagen de Cristo crucificado, referida al gusto medieval por el simbolismo cósmico, supera cualquier contradicción entre las limitaciones humanas y la dimensión universal de la redención.
También en la representación de la Virgen María, el advenimiento del realismo gótico establece una relación nueva y sentimental entre madre e hijo. En respuesta a las muestras de afecto, el Niño se vuelve para corresponder a la ternura maternal. La comunicación propia de este amor y la correspondiente respuesta del afecto filial, es el medio utilizado por Dios para dar a conocer el misterio del amor de Dios y de la maternidad divina de María.
Frente a las herejías marianas, y por coherencia con el dogma de la encarnación, la reflexión teológica nos recuerda que el origen de toda la dignidad, de todos los dones y de todos privilegios de la Virgen María, le vienen por esta singular relación maternal con Cristo como se nos muestra en la tradición iconográfica. Decididamente, María ha de ser reconocida como verdadera Madre de Dios: «En efecto, si nuestro Señor Jesucristo es Dios, ¿por qué razón la Santísima Virgen, que lo dio a luz, no ha de ser llamada Madre de Dios?» (S. Cirilo de Alejandría).
Los «maestros imagineros» de la edad Media, trabajando bajo la orientación de los teólogos, convierten la mayor parte de las imágenes, religiosas por antonomasia, en verdaderos tratados de teología. Y, por su calidad artística y lingüística, transmiten con naturalidad unas enseñanzas difíciles de conceptualizar racionalmente. En la mediación simbólica de esta iconografía, los fieles viven la experiencia del culto que la Iglesia rinde a las imágenes cristianas.
Jesús Casás Otero, sacerdote
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