Greco
POR JUAN MANUEL DE PRADA
TIENE su gracia (aunque sea gracia siniestra) que una época tan adversa a todo lo que El Greco amó y anheló, creyó y celebró en sus cuadros lo conmemore en estos días; pero es la nuestra una época tan embotada y agónica, tan petulante y ahíta de pacotillas, que se cree capaz de desentrañar (de vaciar de entrañas y de sentido) todo lo bueno, bello y hermoso que nos ha legado nuestro pasado; y también segura de que lo bueno, bello y hermoso, desentrañado de su sentido, podrá incorporarse al batiburrillo de banalidades con que acuchillamos nuestro espíritu. Pero la pintura de El Greco es un caballo de Troya demasiado indigesto, incluso para el cinismo contemporáneo; y, con un poco de suerte, hasta es posible que estas conmemoraciones del cuarto centenario de la muerte de El Greco sirvan para enterrar un poco más el cadáver agusanado y fétido de nuestra época.
Siendo completamente sinceros, la época que ahora vivimos se inició, precisamente, con la muerte de El Greco, que fue el último representante de una edad intermedia situada, como un sol entre precipicios, entre las edades clásica y moderna. Aunque le tocó vivir en la época de los humanistas que –en términos apocalípticos– inauguraron la iglesia de Sardes, El Greco fue el postrer (¡y numantino!) hijo de la iglesia de Tiatira, un fruto gozosamente tardío de aquellos mil años que se estrenaron primaveralmente con San Agustín y que habrían de adquirir su más granada sazón con Santo Tomás. El Greco es, en esencia, un pintor medieval que se rebela contra los oropeles y alharacas paganas del Renacimiento, contra esa espléndida pompa del humanismo que escondía entre los repliegues del vestido la peste bubónica de la Reforma y que, a la postre, iba a envenenar el arte –siempre con la coartada de la imitación de los maestros– con la hipertrofia de la cáscara y el vaciamiento del fondo y la sustancia. En medio de un arte complaciente y palaciego, panzón y sedentario, que encuentra en la cúpula su forma predilecta, El Greco opone su arte hambriento de Dios, codicioso de Dios, arte magro, espigado y bárbaramente gótico para los voluptuosos espíritus renacentistas, arte ascensional que mira siempre al cielo, como una delgada torre vigía que perfora con ojos absortos la alta noche.
El Greco, tal vez porque procede del imperio bizantino, es la herencia más pura de la Edad Media. Más allá de que en su estilo podamos rastrear las influencias de Ticiano o Miguel Ángel, en los hondones de su personalidad artística El Greco tiene más que ver con Giotto que con ninguno de sus contemporáneos (con la única excepción, tal vez, de Tintoretto). Sólo que, mientras Giotto pudo disfrutar del esplendor de la Cristiandad, El Greco sólo pudo añorarlo, avizorándolo con los ojos del alma, mientras los ojos de su cuerpo tenían que posarse, arañados de lágrimas, en un mundo cenagoso que no era el suyo; un mundo en descomposición que todavía guardaba retazos del mundo antiguo y matinal que engendró el arte de Giotto, pero que ya se entregaba a la putrescencia de un mundo nuevo y tenebroso, sin que ni siquiera Felipe II pudiera hacer nada por evitarlo. La derrota de la Armada Invencible podría ser el emblema de este gozne entre dos épocas que a El Greco le tocó vivir, náufrago en un mar de zozobras, más consciente que nadie de que estaba asistiendo al entierro del mundo que él hubiese deseado. Otro en su lugar se habría declarado vencido, pero El Greco quiso hacer de su derrota una aventura sublime.
Aquel griego bizantino, prófugo de Creta por miedo a los turcos, aprendiz de pintor en Venecia y Roma, aceptó que su mundo había sido enterrado; pero, como era hombre de fe, sabía que después del entierro viene la resurrección de la carne. Y así su pintura, enterrada con el mundo que el humanismo había asesinado, resucitó metamorfoseada en pintura gloriosa que, como los bienaventurados, viaja hacia una morada superior. Se ha dicho que El Greco es pintor de almas; pero mucho más exactamente podríamos decir que es pintor de cuerpos gloriosos, pintor de criaturas liberadas de los cuidados, tentaciones y pecados de nuestra andadura mortal, traspasadas de luz, porque están –en cada vena y arteria, en cada víscera secreta, en cada vuelta y revuelta de los intestinos, en cada célula– llenas de Dios, pletóricas de Dios, diáfanas y dispuestas a penetrar hasta más allá de las nubes, «perspicuas y perspicaces», según la descripción que Marsilio Ficino aventurase de los resucitados.
Las figuras y paisajes que llenan los cuadros de El Greco no están copiados de la naturaleza, como hacían los pintores coetáneos, sojuzgados por el magisterio de los clásicos, sino que son destilación del poso que la contemplación de la naturaleza ha dejado en su alma. De este modo, El Greco logra captar lo que la mayoría de sus coetáneos, ciegos para la vida del alma, ni siquiera sospechan: comprende que la naturaleza humana no está limitada a sus formas visibles, y que la misión del arte no es otra sino restituir al hombre su integridad plena, rindiendo fe de su unión con lo alto, que sólo se puede ver a través de los ojos del espíritu. Se libera entonces El Greco de la tiranía limitadora del dibujo, de la disciplina imitativa de los grandes maestros que en su juventud veneciana y romana a punto habían estado de desgraciar su genio, y se entrega a hacer la pintura que irremediablemente estaba llamado a hacer, una pintura que se nutre del apetito de cielo del alma castellana, al que por aquellos mismos años daban expresión mística Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Podría afirmarse que las figuras de los cuadros de El Greco son expresión pictórica de las mismas ansias de Dios que encontramos en los escritos de Santa Teresa y San Juan: en esos cuerpos gloriosos que irradian su propia luz, que manan luz de sí mismos, en sus manos exangües, en sus piernas temblorosas y blancas como alas de ángeles, hay una vocación ascensional, un parentesco con la eternidad, una conciencia dolorida de su anterior pertenencia al mundo que sólo admite una explicación mística. En esos cuerpos gloriosos de El Greco, desnudos e inocentes como los de nuestros primeros padres antes de comer del fruto prohibido (o vestidos en vano, pues no hay tela que pueda tapar su carne refulgente), en esa carne espiritualizada, transubstanciada, eucarística, a la vez niña y anciana, torturada e incólume, impulsada por una energía cegadora hacia la casa encendida que es su último destino, está la nostalgia de un tiempo enterrado que sólo el pincel de El Greco pudo resucitar, como prefiguración de la gloria parusíaca.
Por eso las figuras de El Greco se estiran pujantes hacia su destino celeste; por eso parecen echar a barato el dolor; por eso respiran un aire más alto y más puro que El Greco pudo llegar a barruntar respirando el aire de Toledo, la ciudad donde el cielo invita a volar y los relámpagos de las tormentas son desgarrones teológicos que dejan entrever el rostro terrible y benévolo de Dios. Igual que ocurre en los cuadros de El Greco.
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