¿Por qué son tan importantes la Humanidades?
César Félix Sánchez Martínez es profesor de filosofía del Seminario Arquidiocesano de San Jerónimo (Arequipa, Perú). Es miembro de la Sociedad Internacional Santo Tomás de Aquino. Ha escrito diversos artículos en revistas de investigación sobre materias filosóficas e históricas. En esta entrevista nos explica lo que es la formación humanística.
¿En qué consiste la formación humanística?
Esta pregunta es bastante interesante y compleja, aunque parezca, prima facie, sencilla de responder. Es menester ir a las definiciones: por humanidades, entendemos lo que en el tiempo de Petrarca empezaba a ser llamado humanae litterae y más tarde studia humaniora, un modelo de paideia, es decir, de formación intelectual humana integral, que versa sobre lo que Vico llamaría después el verum ut factum, las «cosas hechas por los hombres»: a saber, la filología en su sentido esencial de estudio del hombre a partir del estudio de su lenguaje y de su literatura, las bellas artes, y la historia entendida en su sentido clásico, plutarquiano, como res gestae de los hechos de los hombres, orientada siempre a servir de insumo ulterior a la filosofía moral.
A estas humanidades les añadiríamos dos especificaciones: su condición de clásicas y de cristianas. Ambos términos están inextricablemente ligados. Clásicas porque se remontan a la antigüedad grecorromana, que es la cultura clásica universal –recordemos que lo clásico es lo que impone un modelo, un paradigma perdurable a pesar de los asaltos del tiempo– y cristianas por dos razones importantísimas, porque el acontecimiento histórico de la Encarnación del Verbo y la Revelación del Evangelio impulsó a los hombres a encontrar verdades y bellezas innumerables, aun en el plano de lo natural, que antes habían estado veladas por la debilidad de nuestra naturaleza caída y, en segundo lugar, porque, en general, predisponen al alma a recibir ulteriormente de manera mucho más fácil y armoniosa los contenidos revelados.
Quizá esta armonía pueda ser mejor simbolizada por aquellas palabras de Clemente de Alejandría en su Protréptico: «Está bien rozar la verdad, Platón, pero no te canses. Emprende conmigo la búsqueda del bien. Pues una emanación divina inspira a todos los hombres en general y, sobre todo, a los que pasan el tiempo en investigaciones» (VI, 68, 2).
Entonces estaríamos ante unas humanidades clásicas cristianas, pero parece ser que no es un modelo muy presente en muchas facultades de humanidades actuales…
En efecto, el modelo de formación que planteamos es esta paideia clásica y cristiana. Pero, evidentemente, no es el único modelo de formación humanística. Podemos mencionar el modelo de las humanidades modernas románticas o, podríamos decir, goethianas que, sin desdeñar el estudio del griego clásico, se orientan más hacia el cultivo de las letras modernas y, especialmente, de la filosofía, convertida en una res humanae más o, incluso, en una res gestae, por obra del giro copernicano kantiano o del panlogismo historicista hegeliano. Además, este modelo formativo, a diferencia de la paideia clásica y cristiana, no estaría orientado a formar caballeros cristianos, es decir, personas virtuosas, sino hombres de genio y no sería una propedéutica a la filosofía y a la teología, sino al cultivo de la única actividad metafísica posible para postkantianos como Novalis o Schelling: el arte, suprema reconciliación entre la naturaleza y el espíritu.
Cabe señalar que, al margen de su gran encanto superficial, este modelo de formación es sumamente riesgoso: trastoca las prioridades humanas al subordinar, en cierto sentido, la verdad –incluso la verdad moral- a la actividad (artística, pero actividad al fin y al cabo) y, por su subjetivismo, amenaza con convertir a la filosofía en una mera antropología o en una historia del espíritu humano o, incluso, en un gran Bildungsroman (novela de formación), como es el caso de la Fenomenología del Espíritu, de Hegel. Es el modelo de formación de Goethe, hombre de genio moderno quintaesencial y famoso corrector del prólogo del evangelio según san Juan en su Fausto (Im Anfgang war der Tat: en el principio era la acción); de Nietzsche y de Thomas Mann, entre otros. La figura cinematográfica del nazi sanguinario que extermina sin piedad a sus prójimos pero que se conmueve escuchando a Wagner es un correlato desde la cultura popular de este modelo llevado a su paroxismo caricaturesco.
Sea lo que fuere, aun estas humanidades romántico-germánicas presentarían una cierta grandeza si se les compara con lo que se entiende por «humanidades» en muchas facultades actuales (aunque más adecuado sería llamarlas «antihumanidades»): los estudios culturales surgidos de la teoría crítica neomarxista. Según este peculiar enfoque, todas las manifestaciones espirituales humanas no son más que constructos más o menos tramposos para imponer una hegemonía opresiva (sea la de las clases dominantes sobre el proletariado, la de Occidente sobre los pueblos «originarios», la de los hombres sobre las mujeres, la de la «heteronormatividad» sobre la «diversidad» sexual, la de la especie humana sobre los animales o incluso sobre la creación inerte, etc…). Así, desde Dante hasta Mark Twain, estaríamos ante «hombres blancos heteronormativos y especistas» que quieren imponer alguna opresión a través de la «diferencia». El único estudio posible sería demostrar eso y procurar, de manera arbitraria y a veces violenta, desplazarlos del interés académico y «abrir espacio» para «voces alternativas», como por ejemplo, parafraseando a Harold Bloom, la literatura de los esquimales lesbianos o cualesquiera «periferias» análogas. Así, lo grotesco, lo feo y lo ridículamente falso son impuestos en la formación escolar y universitaria, con el único apoyo de un poder político arbitrario, de la fuerza bruta solapada de la corrección política de las democracias posmodernas.
¿Cuál sería entonces el espacio de la teología y la filosofía en el modelo de la paideia clásica cristiana? Por lo que veo, el modelo romántico-goethiano sí consideraría a la filosofía como parte integrante de su propuesta…
Aquí entramos a uno de los grandes debates sobre la formación humanística. Mortimer Adler y Robert Hutchins rescataron las humanidades clásicas con un método que tendría mucho éxito en el ámbito universitario católico norteamericano, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo pasado: la Great Conversation, es decir, la lectura y diálogo socrático de los grandes libros de la tradición occidental en todas las disciplinas. Frederick D. Wilhelmsen sostenía que este método podía formar perfectos relativistas, en el sentido que corría el riesgo de convertirse en el mero cultivo de una tradición y una cultura, quizá muy excelente, pero que al fin y al cabo podría convivir de iure con otras tradiciones, incluso opuestas, y se alejaría de un conocimiento filosófico del mundo real.
Conviene recordar respecto de esta observación un punto fundamental: el carácter propedéutico de la formación humanística: si no se abre a la filosofía o la teología podría correrse el riesgo señalado por Wilhelmsen. Pero ya en la paideia medieval, las artes liberales eran la formación básica que todos aquellos que quisieran entrar ulteriormente en las facultades de derecho, medicina o teología debían seguir primero. John Senior, por su parte, propugnador también de un método basado en la Great Conversation pero mucho más agudo teológicamente que el de Adler y Hutchins, sostenía que el fin de la formación humanística básica era proveer a los estudiantes con «los prerrequisitos ordinarios al estudio filosófico y teológico tradicional, no otros que el famoso mens sana in corpore sano, esto es, la disciplina en la percepción, en la memoria y en la imaginación».1
Santo Tomás sostenía que la juventud podía ser un obstáculo para el estudio de la sabiduría por el vaivén de las pasiones (C. G. I, 4) y Platón aconsejaba en República empezar los estudios filosóficos recién a los cincuenta años, luego de cultivar la gimnasia, la música, las disciplinas matemáticas y haber sido sometido a las llamadas «pruebas terroríficas». ¿Cuál sería el riesgo de lanzarse sin más a la filosofía o teología? Pues el que vemos cotidianamente en tantos estudiantes de filosofía o tantos teólogos actuales: la tentación pasional de hacerse de una doctrina a la medida de los apetitos; de ahí la abundancia de enfoques filosóficos «personalistas», «existenciales», de «intuiciones» antropocéntricas y de teologías reducidas a psicoterapias de acompañamiento o a charlatanerías sentimentales. Al final, estos enfoques son funcionales a las jerarquías eclesiásticas revolucionarias y a todos cuantos ponen el poder material por sobre la verdad, como veremos más adelante.
La formación humanística brinda ese ambiente, ese terreno fértil, donde, antes que la tesis apodíctica o el ucase de alguna autoridad política, se asientan directa e indirectamente en el alma del estudiante las verdades sobre la naturaleza humana y el mundo creado, preparándolo luego para el estudio de los diversos tratados filosóficos. En nuestros días es aún más urgente, pues antiguamente estas verdades básicas se filtraban en las personas a través de un ambiente cultural popular cristiano, que iba desde los proverbios tradicionales hasta las costumbres cotidianas; ahora, en los contextos descristianizados y deshumanizados actuales urge volver a enseñar a las personas a ser personas. No es casual que, mientras las grandes y viejas universidades católicas europeas colapsan, convertidas en furgones de cola de los posmodernos y de los feministas, los pequeños liberal arts colleges católicos privados basados en la Gran Conversación progresan en Estados Unidos, fieles a los trascendentales, siendo incluso viveros de vocaciones sacerdotales y religiosas tradicionales.
Usted ha mencionado la condición clásica de la cultura grecorromana. En un tiempo tan lleno de «relecturas» y de «revisiones», creo que conviene preguntar por qué debemos seguir considerándola clásica.
Es una pregunta muy interesante. Sabemos, por ejemplo, que Protágoras y Gorgias, paradigmas de la sofística relativista antigua, eran también griegos. Y que Nerón o Juliano el Apóstata, figuras emblemáticas del anticristianismo y de la desmesura, se caracterizaron por su helenofilia. Si por cultura clásica entendiéramos todo cuanto se pensó o hizo en la Antigüedad en el ámbito helenístico-romano del Mediterráneo pues estaríamos ante un conjunto heterogéneo y enfrentado de legados espirituales que no podría constituirse en un modelo de formación.
Pero es en la Grecia antigua donde ocurre un fenómeno singular en la historia del pensamiento humano: se descubre la insuficiencia de la explicación mítica y la necesidad de una explicación nacida del logos y que apunte hacia un eidos perdurable. Esta insuficiencia de lo mítico, del conjunto estetizado de actos arbitrarios de los dioses, que no es más que una alegoría de las fuerzas irracionales del mundo natural, se expresa incluso en el texto griego fundamental, en el Canto XXIV de la Ilíada, que es la clave de todo el poema. Allí se narra la culminación de la cólera de Aquiles que, luego de haber matado al noble Héctor, arrastra impíamente su cuerpo. En ese momento, interviene Apolo y apostrofa a los dioses por su indiferencia ante este acto sumamente injusto, los acusa de crueldad y malicia, porque toman partido por Aquiles, «en el que no hay gusto por la Justicia, que es duro, brutal y salvaje como el león que se arroja sobre el rebaño», cosa que «no es en absoluto el obrar de los hombres que han recibido de las Moiras un corazón paciente» ni es algo «hermoso ni bueno» (Ilíad., XXIV, 33-54). En medio de la gran ambigüedad de los dioses expresada en otras partes del poema –y que exasperaría a Platón-, tenemos a un dios del orden que censura a los demás dioses crueles y maléficos (y, por ende, falsos) y que juzga los actos humanos y divinos de acuerdo a un orden moral metafísico y moral, que es «bueno y hermoso» y que no está sujeto a las arbitrariedades de los apetitos o del poder político. Estamos ante la kalokaghatía, la unión típicamente griega entre belleza y bondad y que será el primer atisbo de la doctrina de los trascendentales, llevada a su excelsitud por santo Tomás de Aquino. Este descubrimiento –también revelado de manera singularmente bella en la Antígona de Sófocles- se encarnaría en la llamada tradición socrática, representada por Sócrates, Platón, Aristóteles y el olvidado pero muy importante platonismo medio de Plutarco y que, a pesar de las diferencias entre sus sistemas, se resume en la siguiente afirmación: «el hombre no solo puede sino debe conocer la verdad y vivir la virtud».
Esta es la singularidad griega. Ahora, ya desde las primeras manifestaciones del socratismo hubo una oposición por parte de otros griegos: la tradición sofística, así como los materialismos antiguos de toda laya. Pero en verdad, el soporte e inspiración de estas doctrinas no era especulativo, sino político. Como todas las sociedades paganas, el mundo político grecorromano tendía, como lo sostiene Eric Voegelin, a divinizarse a sí mismo y la sofística, con su relativismo, era el apoyo perfecto para la idolatría de lo político. Así, tanto el enfrentamiento entre Sócrates y la polis como el de los primeros cristianos con el culto imperial se resumía en lo siguiente: «La Verdad obliga y nunca debe estar subordinada a los poderes políticos, así parezca “conveniente”, “adecuado” o “justificado” subordinarla; más aún, son los poderes políticos quienes deben subordinarse a la Verdad».
Nietzsche supo ver la complementariedad entre socratismo y cristianismo y por eso combatió a ambos con igual fervor. Los papas, por su parte, también la reconocieron; de ahí que san Pío X en Pascendi (1907) alertase que abandonar la filosofía de santo Tomás (compendio y culminación del socratismo) podría generar un grave daño a la teología e incluso Benedicto XVI en el famoso Discurso de Ratisbona (2006) consideró la deshelenización de la teología como un gran mal.
Javier Navascués Pérez
1 John Senior, The restoration of Christian Culture, IHS Press, Norfolk, p. 73
https://www.ahorainformacion.es/blog...a-humanidades/
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