Revista FUERZA NUEVA, nº 162, 14-Feb-1970
LA CIUDADANÍA HISPÁNICA
Para quienes llevamos hincada la vocación de la Hispanidad, hay dos acontecimientos recientes (1970) que la tensan y aguzan. Uno, el de la ciudadanía laboral hispánica, que ha cuajado en una disposición legislativa del más ambicioso alcance. Otro, el Congreso de becarios del Instituto de Cultura Hispánica, que ha reunido en Madrid a más de ochocientos amigos de todos los países de Hispanoamérica.
Hace años, cuando tuve la oportunidad y también el honor de ser responsable de algún modo de nuestra política hispánica, traté, en una conferencia, de la obra que nuestra generación tenía entre sus manos. Una obra en que la impaciencia por cumplirla debía tener el freno de la reflexión madura. En un mundo industrial y mecanizado como el mundo moderno -decía entonces-, la enorme empresa hispánica parece caminar con lentitud, con una engañosa impresión de retraso, mas ello se debe, como apunta Coronel Urtechu -el ilustre escritor nicaragüense- a que la misma no opera, en primer lugar, sobre la superficie de la tierra modificando los aspectos aparentes de la civilización, sino que trabaja secretamente como un fermento en las profundidades oscuras de la vida del hombre, en la entraña insondable de las naciones, en el subsuelo de la cultura y en el “humus” fecundante del sentido católico de nuestros pueblos.
Pero la empresa hispánica, la enorme empresa hispánica, la tarea común de nuestros pueblos, presentida, intuida y servida hasta el sacrificio por esas minorías inasequibles al desaliento que viven en cada una de las naciones de nuestra estirpe, está dando sus frutos. Es una tarea irrenunciable, y yo diría que irreversible, que comienza a sazonar, que ha entrado en su periodo de madurez.
¿Qué es la ciudadanía laboral hispánica sino un reconocimiento explícito de esa nacionalidad común esbozada en los Tratados de doble nacionalidad? Cierto que la consideración indiferenciada de aquella ciudadanía queda limitado a un ámbito muy concreto, pero cierto también que se aplica a las clases trabajadoras, que son, de una parte, las que pesan más numéricamente, y de otra, las que más precisan por su circunstancia económica de la protección que esa ciudadanía laboral les concede. De aquí que, a quienes con una labor escondida han alimentado la idea en el Ministerio de Trabajo, durante la etapa de Romeo Gorría y en la actual, que encabeza Licinio de la Fuente, enviemos desde estas líneas nuestra más cálida y efusiva felicitación.
¿Qué significa el Congreso de los becarios del Instituto de Cultura Hispánica sino la manifestación espectacular de un trabajo sin paréntesis para formar grupos con dedicación entusiasta, a través de la política, de la economía, del profesorado, de las más diversas actividades profesionales, al quehacer de la Hispanidad?
Hoy (1970) recogemos la cosecha espléndida y que parecía insoñable, de promociones americanas y filipinas formadas entre nosotros y con nosotros. Aquí se conocieron de estudiantes o de jóvenes posgraduados y aquí, en España, conocieron a las otras patrias de nuestra gran familia; aquí, donde los límites fronterizos se borran, donde las rencillas y las querellas nacionales desaparecen, donde la distancia y la lejanía se funden y confunden en el amor de la Madre Patria que engendró a la España de hoy y a cada una de las patrias que integran nuestra entrañable Comunidad.
Por eso, a todos y a cada uno de los que desde la creación del Instituto de Cultura Hispánica -cuando Alberto Martín Artajo era ministro de Asuntos Exteriores- hasta la fecha, han venido laborando desde puestos de dirección o desde los menesteres más humildes en un Organismo de metas tan nobles, vaya también nuestra enhorabuena más fervorosa y sentida, por todo lo que supone lo logrado en estos lustros de esfuerzos, sinsabores y alegrías.
Pero ambos acontecimientos -ciudadanía laboral hispánica y Congreso de becarios- deben movernos a meditar sobre el alcance de nuestro papel, sobre la ejemplaridad de nuestra conducta, sobre el aliento o el escándalo que la lealtad o la deslealtad de la España de hoy puede ofrecer o puede -quizá- haber ofrecido a los que vienen y seguirán viniendo ilusionadamente hasta nosotros, para reconocer a la España cuyo espíritu arrebatador ellos vivieron en un momento difícil.
Sin este examen de conciencia y la consiguiente consolidación o rectificación de nuestra conducta, ambos acontecimientos perderían relieve y quedarían reducidos a noticia vulgar o a anécdota curiosa.
¿Qué viene a buscar en España el hombre de la estirpe hispánica? ¿Qué es lo que encuentra? ¿Vuelve a su país electrizado por la ideología y las realizaciones, por la tensión de un pueblo fiel a sí mismo, consecuente con su historia, fiel al impulso que le sacó del marasmo, del complejo de inferioridad y de la manía del mimetismo? He aquí las preguntas, a las que los españoles, y muy en especial los que ejercen tareas de mando y dirección en el país, tienen que formularse.
Para mí, la España actual es una entre los pueblos hispánicos, tan hija de la España progenitora como pueden serlo Chile o Guatemala. El centro de gravedad de los pueblos hispánicos, su nivel, no está aquí ni allá, está en aquel grupo de hombres que representen en cada instante, de un modo más fiel exacto y preciso los ideales de la Hispanidad.
Por eso ha podido escribirse desde América -y piensen en ello los europeizantes a ultranza- que si España dejara de existir, tragada por el mar, o hiciera traición a sus propias esencias hispánicas, la Hispanidad realizaría su propia misión sin España, aunque esforzándose -y sería bien triste para nosotros, los españoles- como un primer objetivo en reconstituirla y en rehacerla.
La Hispanidad, por otra parte, es un fluir de vida y exigencias, y no puede, por ello, identificarse como una nueva contemplación embobada y narcisista de España en los estratos históricos superados. La Hispanidad, sin desentenderse del pasado, aspira a trascenderlo con una dinámica permanente, y de aquí que suponga una auténtica revolución. La Hispanidad es más que recuerdo, empresa; más que sentimiento, voluntad continuada de fundación. En la Hispanidad ya estamos -escribía Mariano Picón- lo que nos hace falta es su actuación eficiente; crear -como arguye Sandro Tacconi- un orden hispánico nuevo, dar contenido plástico a la unión de nuestros pueblos y realizar de algún modo, como sea -dice Alfonso Junco- su unidad política.
No es, a nuestro juicio, que Hispanoamérica, como han subrayado Pablo Antonio Cuadra y Alfredo Sánchez Bella, comience en los Pirineos, para contraponer la frase a la otra más célebre de que es en los Pirineos donde Europa comienza, sino que la unidad de Hispanoamérica procede de España y luego la comprende con el nombre de Hispanidad.
Por eso, aunque la Hispanidad postula una actitud frente a la vida y una forma de catolicismo y de cultura, pretende, como señala Ycaza Tejerino, una fidelidad política y quien no tiene esta conciencia política de la Hispanidad no ha acabado de entenderla del todo.
La idea de la comunidad política de las naciones hispánicas -ha escrito el uruguayo Carlos Lacalle- no ha surgido de pronto, ni la han discurrido en torno de una mesa un grupo de doctrinarios, sino que ha sido elaborada desde el día siguiente a la emancipación. Esta exigencia de una Comunidad política de las naciones hispánicas ha sido y es irrenunciable y permanente. El problema no radica en si esa Comunidad que armoniza lo diverso y variado va a consumarse o no, sino si tal fenómeno ha de producirse bajo el lema de “Cristianismo y libertad”, como nosotros queremos, o bajo en el lema de “Ateísmo y tiranía” como quiere el marxismo.
Blas PIÑAR
|
Marcadores