El sapo, el paraguas y el tifón

JUAN MANUEL DE PRADA

Nada más humano que soñar Arcadias imposibles cuando la realidad se pone ceñuda e inhóspita. Es lo que hizo el escritor inglés James Hilton en su exitosísima novela "Horizontes perdidos", publicada en los años más oscuros de la Gran Depresión, que luego sería maravillosamente adaptada al cine por Frank Capra. Un grupo de occidentales llega al remoto valle de Shangri-La, oculto entre las heladas cumbres del Himalaya, cuyos habitantes no parecen envejecer nunca. Entre los recién llegados a Shangri-La se halla Barnard, un americano sarcástico y von vivant, prófugo de la justicia, que ha estafado millones de dólares a los incautos que confiaron en sus enjuagues financieros. Cuando Conway, el protagonista de la novela, descubre la identidad de Barnard, sostiene con él un instructivo diálogo, en el que pretende confrontar al estafador con su culpa; pero Barnard no está dispuesto a asumir ningún reproche moral.:
--¿Pretende entonces que todo lo sucedido es obra del azar? --le pregunta Conway.
--Naturalmente.
--Pero perdió el dinero de otros.
--No lo niego; pero, ¿por qué lo tenía? Porque todos ellos querían ganar dinero sin sudar y carecían de la inteligencia suficiente para conseguirlo.
--No soy de su opinión. Se lo entregaron porque confiaban en usted y creían que lo tenían seguro en sus manos.
--Bueno, pues no estaba seguro. No podía estarlo. No hay seguridad en ninguna parte y los que pensaban que la había eran como los sapos que pretenden ocultarse debajo de un paraguas para evitar un tifón.
--No diga tonterías. Una quiebra puede evitarse siempre que se tengan en cuenta las reglas del honor que rigen para todos los juegos.
--No hay nadie que conozca esas reglas. Ni todos los profesores de Harvard y de Yale juntos podrían hacerlo.
--Me refieron a ciertas reglas simplicísimas de la conducta que debe observar diariamente un ciudadano honrado.
--Pues entonces, esa conducta diaria a la que usted se refiere no reza con las sociedades anónimas.
Diálogo que nos sirve para explicar la génesis, el desarrollo y, en fin, las consecuencias de la crisis que ahora padecemos. En el origen de todo tenemos el deseo de la gente de "ganar dinero sin sudar", que sospecho que es achaque del hombre desde que lo expulsaron del Paraíso; deseo que alcanza su apogeo con el principio de responsabilidad limitada propio del capitalismo, que privatiza los beneficios por la vía de los dividendos y socializa las pérdidas; y, como las reglas que rigen los juegos de honor no rezan en los mercados financieros, cuyo funcionamiento no pueden explicar ni siquiera todos los profesores de Harvard y de Yale juntos, no hay seguridad que nos libre del desastre.
A los paganos nos irrita mucho que no exista asunción de responsabilidades en los estamentos político y económico causantes del desastre, que como el simpático estafador Barnard se refugian en su particular Shangri-La, donde, si no tienen garantizada la vida eterna, al menos gozarán de jubilaciones doradas. Pero olvidamos que, en otro tiempo, participamos de aquel sueño insensato de "ganar dinero sin sudar", aunque nuestra participación sólo alcanzase las migajas del banquete. En el pecado llevamos la penitencia: ahora sólo somos sapos a merced del tifón, buscando ridículamente refugio debajo de un paraguas.

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