El redescubrimiento de Douglas continúa

Fuente: The New Times, Vol. 45, Nº. 4, Abril 1980.


El redescubrimiento de Douglas continúa


El realista Douglas expresó la opinión de que los acontecimientos constituirían el mayor factor en el eventual establecimiento de una sociedad de Crédito Social. El programa de reconstrucción industrial masiva que siguió a la Segunda Guerra Mundial enmascaró parcialmente el defecto básico en el sistema económico-financiero. Pero la progresiva inflación, el incremento de la centralización, los problemas medioambientales y sociales han creado una situación de crisis en la cual un número creciente de personas están comenzando a tener en cuenta lo que Douglas tenía que decir.

El diario británico “New Society” no es el tipo de diario en donde las ideas de Douglas, quien se describió a sí mismo temperamentalmente como un Tory sin partido, pudieran ser consideradas con simpatía. Pero en la edición del 24 de enero de 1980, dos colaboradores, Bill Jordan y Mark Drakeford, escribieron un artículo bajo el título de “Mayor Douglas, Dinero y la Nueva Tecnología”, argumentando que “El abandonado apóstol del Crédito Social tiene un mensaje para la década de 1980.” El hecho de que los dos autores no alcancen a comprender que el entendimiento de Douglas acerca de las realidades políticas y de la política internacional era igual de penetrante que su entendimiento acerca de las realidades económico-financieras, y que su descripción de Douglas, el hombre, se basa en información defectuosa, ello no oscurece la estimación valiosa de la “visión profética” de Douglas.

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El Mayor C. H. Douglas, el fundador del Movimiento del Crédito Social, ha sido casi olvidado. Si bien su crítica radical de las instituciones sociales y económicas generaron un considerable impacto en la década de 1920 y en los primeros años de la década de 1930. Ofreció una explicación de los desastres económicos de entreguerras, que fueron finalmente suplantados por el análisis mucho más sofisticado de Keynes. Keynes pareció demostrar que los fallos en el sistema eran mucho menos básicos de lo que Douglas sugería: pero Keynes, a su vez, ha sido eclipsado.

Con el retorno de la moda de las ortodoxias económicas de la década de 1920, valdrá la pena considerar por qué Douglas rechazó tanto las ideas monetaristas como la revisión de las mismas hecha por Keynes. A las puertas de la “revolución” microelectrónica, también valdrá la pena una segunda mirada a la visión profética de Douglas acerca de los problemas sociales y económicos asociados con la tecnología avanzada.

Douglas era una persona modesta y reservada, que soltaba muy poca información sobre él mismo. Cuando él murió en 1952 –su último año lo pasó en un muy amargo aislamiento– su única hija siguió sus instrucciones de no proporcionar ningún detalle sobre la vida de su padre. Todo el material biográfico que se ha publicado consiste en declaraciones de otros sobre él que él no se preocupó en negar. Escribió pocas cartas, y era muy reservado incluso con colegas cercanos y partidarios.

De descendencia escocesa, se formó como ingeniero y contable, y parece haber seguido una carrera activa en la India y en Sudamérica, así como también en Gran Bretaña, trabajando en unas series de proyectos de ingeniería, incluyendo ferrocarriles y construcción de aeronaves. No fue hasta 1920 (cuando él tenía más de 40 años) cuando se publicó su primer libro Democracia Económica. Justo antes de esto, sin embargo, sus ideas habían sido recogidas con entusiasmo por el influyente editor de la revista The New Age, A. R. Orage, quien publicó un gran número de sus artículos, junto con los de otros importantes intelectuales como G. D. H. Cole, Havelock Ellis, Shaw y Wells. Viajó por todo el mundo, dando conferencias sobre el Crédito Social y presentándose delante de comisiones de investigación financieras gubernamentales. Cuando visitó Perth, en Australia, todas las fábricas cerraron durante ese día para permitir a los trabajadores escuchar su retransmisión radiofónica.

Escribía en un estilo difícil, elíptico, y sus ideas no podían encajarse fácilmente en ninguna tradición intelectual. Sus otras obras principales fueron Poder del Crédito y Democracia (1922), Crédito Social (1924) y El Monopolio del Crédito (1931). Fue altamente crítico con un gran número de instituciones sociales, pero él remontaba las deficiencias en la mayoría de ellas a un único fallo en el sistema financiero. Éste consistía en que el ritmo al que se incrementaban los costes de producción de bienes era siempre y necesariamente mayor que el ritmo al que los ingreso se distribuían. Él creía que la ciencia y la tecnología podían expandir la producción casi infinitamente, pero que la forma en que estos nuevos procesos eran financiados constreñía y distorsionaba el potencial progreso. De esta forma, aunque la productividad se incrementaba, la pobreza y la fatiga no eran abolidas.

Douglas tuvo una visión de una sociedad automatizada en donde todos los individuos podrían disfrutar de la libertad y el ocio, pero él insistía en que esto no se podría lograr a menos que se adoptara su nueva vía para distribuir ingresos a los consumidores. Sin estos cambios, predijo un incremento en el “servilismo”: hacia una autoridad centralizada, hacia un trabajo monótono y sin sentido, y hacia las condiciones estigmatizantes del subsidio por paro.

El problema técnico, que Douglas identificó, queda ilustrado en una forma extrema hoy en día en proyectos como el del petróleo del Mar del Norte y el del Concorde. Los costes de desarrollo de estas empresas han sido inmensos, y se han necesitado enormes préstamos para financiar su tecnología. Todos estos costes acumulativos en los años anteriores a la aparición de los productos han tenido que ser transmitidos a los consumidores. Muchos de estos costes fueron distribuidos como ingresos a la gente que estuvo trabajando en las fases de desarrollo; pero para el tiempo en que el producto alcance el mercado, estos ingresos ya habrán sido gastados desde hace tiempo.

Por ello, los precios de los bienes siempre reflejan un rastro de costes pasados, mientras que los ingresos asociados a esos costes ya han sido sacados del mercado por los precios en un ciclo anterior. Por supuesto, siempre hay nuevas inyecciones de crédito que se están introduciendo para financiar nuevos proyectos, y esto es lo que asegura que el sistema no se detenga. Pero existe una brecha inherente (y a medida que avance la tecnología, será cada vez mayor) entre el poder adquisitivo y los precios, que solamente puede ser cubierta creando nuevo dinero en una forma en la que al mismo tiempo crea nuevos costes. En otras palabras, la solución únicamente exacerba el problema, contribuyendo a una subida en los costes (y, por tanto, en los precios) que siempre tenderá a ser más rápida que la subida en los ingresos. Esta inflación, a su vez, solamente puede ser ortodoxamente frenada desacelerando el crecimiento de nueva producción, y reduciendo el flujo de nuevo dinero –causando recesión y desempleo.

Douglas sugería que la única cura consistía en gradualmente incrementar los ingresos sin incrementar el coste; introduciendo dividendos universales para todos los ciudadanos en concordancia con los incrementos en la producción. Puesto que la tecnología otorgaba los beneficios de una producción no manual, estos dividendos gradualmente irían reemplazando a los sueldos y salarios como la principal fuente de ingresos para todos los ciudadanos. Él llamó a este sistema Crédito Social. Los detractores lo llamaron “dinero falsificado”.

En la década de 1920, Douglas ofreció una explicación para el desempleo y el subconsumo en un tiempo en donde los economistas ortodoxos sólo podían insistir en que los sueldos y los precios debían ser demasiado altos, y debería dejarse que cayeran. La Primera Guerra Mundial había mostrado que la producción podía incrementarse mucho, pero sólo con el permiso de los banqueros cuyos préstamos crediticios lo financiaban, y cuyo poder se había incrementado enormemente con la guerra. De esta forma, cuando prevalecieron las políticas deflacionarias, como así fue en la década de 1920, no solamente dejó de expandirse la producción, sino que también la falta de nuevo dinero en el sistema impedía que los productos existentes pudieran ser comprados. La solución de Douglas consistía en una “nacionalización del crédito”, y contrarrestar los costes del productor a medida que progresaba la mecanización, así como pagar dividendos para impulsar el consumo.

Los economistas clásicos habían insistido que había una igualación automática entre el dinero disponible para comprar bienes y la cantidad de bienes a la venta. Por ejemplo, J. S. Mill escribió: “Aquello que constituye el medio de pago para las mercancías es meramente una mercancía. Los medios de pago de todo individuo para la adquisición de las producciones de otra gente consiste en aquéllas que él mismo posee. En caso de que pudiéramos de repente doblar el poder productivo del país, entonces deberíamos poder doblar la oferta de mercancías en todo mercado: pero también deberíamos, por el mismo hecho, poder doblar el poder adquisitivo.” Por tanto, toda oferta agregada creaba su propia demanda agregada, y leyes similares tendían a hacer que la demanda de mano de obra se expandiera hasta el pleno empleo, siempre que el mercado de sueldos funcionara libremente.

El ataque de Keynes contra estas ortodoxias reconocía a Douglas como uno de los pocos escritores que previamente las había desafiado. Al comienzo de su Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero en 1936, Keynes escribió: “La idea de que podemos, sin peligro alguno, no hacer caso de la función de demanda agregada constituye uno de los fundamentos de la economía Ricardiana, y que subyace a lo que se nos ha venido enseñando durante más de un siglo (…) El gran enigma de la Demanda Efectiva (…) solamente podía vivir furtivamente, bajo la superficie, en los inframundos de Karl Marx, Silvio Gesell o el Mayor Douglas.”

El problema con Keynes

Sin embargo, a diferencia de Douglas, Keynes argumentaba que el fallo en el sistema, que podía conducir a una demanda insuficiente, podía ser corregido incrementando el suministro de dinero entrando en el ciclo comercial a través de los canales convencionales. El Gobierno podría impulsar la producción e incrementar el poder adquisitivo, en condiciones de desempleo, mediante una política monetaria y fiscal: a través de operaciones del banco central para influir en los tipos de interés, a través de la reducción de los impuestos y a través del incremento del gasto público. De esta forma, serían posibles el crecimiento económico y el pleno empleo.

Douglas predijo la contribución que estos remedios keynesianos han tenido en la generación de 40 años de continua inflación, pues los incrementos en el suministro de dinero han entrado todos en el sistema como nuevos costes. Más aún, los fallos en las políticas keynesianas han abierto la puerta a un retorno a los mismos principios que él parecía haber refutado. F. A. Hayek, el economista gurú del nuevo gobierno Conservador, fue un fuerte crítico contemporáneo de Keynes y ha predicho consecuentemente el colapso de su sistema a causa de las intervenciones monetarias oficiales.

Hayek argumentaba que la depresión en las décadas de 1920 y 1930 reflejaba una mala distribución de la producción entre las varias industrias. Haciendo que el dinero estuviera disponible con demasiada facilidad, las políticas keynesianas prolongaron esa distorsión; crearon un sector de la economía que solamente podía sobrevivir mediante inyecciones todavía mayores de crédito. Pusieron al gobierno en la situación de tener que continuar y continuar la expansión del suministro de dinero con el fin de asegurar el empleo en una industria no rentable, y de satisfacer también reivindicaciones salariales irresponsables. Al eliminar de la industria la responsabilidad de ser rentable, y de los sindicatos la responsabilidad de causar el desempleo, estas políticas habían creado dos fuentes gemelas de fuerzas inflacionarias, que eran acumulativas.

Hayek pone un enorme énfasis en la expansión de la oferta monetaria como causa de la inflación; él también dice que no puede haber semejante cosa llamada inflación por empuje de costes. “Lo que se denomina inflación por empuje de costes es simplemente el efecto de los incrementos en la cantidad de dinero que los gobiernos se ven forzados a proporcionar con el fin de prevenir el desempleo resultante de una subida en los salarios (u otros costes) que lo preceden.” Argumenta que solamente podemos corregir el legado inflacionario de la política keynesiana al precio de un fuerte desempleo, hasta que el trabajo gravite alrededor de la industria rentable, y los sueldos se establezcan a niveles realistas (y en algunos casos más bajos).

Los paralelismos entre los pronunciamientos de los portavoces en economía del gobierno Tory y las políticas de los gobiernos en la década de 1920 son ya algo ordinario, aunque sin embargo chocantes. Su único optimismo radica en las fuerzas del mercado, y en la noción de que con el tiempo el trabajo podrá redistribuirse por los caminos más eficientes para la producción. Hay en esto implícito una fe en que la nueva tecnología puede proporcionar, y proporcionará, tanto prosperidad como pleno empleo a largo plazo, y que la única forma para lograr el crecimiento económico es hacer a todos los trabajadores más productivos.

Este optimismo se encuentra directamente en contradicción con la segunda parte del análisis de Douglas acerca de la sociedad moderna, a la que ahora nos vamos a referir. Douglas insistía en que las máquinas no solamente hacían a los hombres más productivos; sino que también los estaban reemplazando realmente en el proceso productivo. De esta forma, a menos que se adoptara un nuevo sistema para la distribución de ingresos, el pleno empleo sólo podría conseguirse al precio de enormes desigualdades de sueldos, y “creando” trabajo o conservándolo artificialmente.

Él previó que ni la izquierda política ni la derecha política podrían ser capaces de articular políticas sociales que hicieran frente a los dilemas que esto produciría. Desafió la ética de que los sueldos procedentes del trabajo fueran la única fuente moralmente aceptable de ingresos para la vida, y señaló el miedo a la libertad que lo sustentaba. Profetizó tanto las tácticas defensivas de los sindicatos confrontados con la tecnología avanzada, así como las maquinaciones de los gobiernos confrontados con el desempleo a larga escala y a largo plazo.

Su noción de los dividendos sociales era más bien una medida dirigida a la justicia social y a la dignidad humana que al progreso económico. Sólo un ingreso independiente del trabajo podría garantizar a los ciudadanos un nivel de vida decente en términos no estigmatizantes, incluso en la sociedad más tecnológicamente avanzada. En efecto, cuanto más progrese la tecnología más necesaria será esta medida.

Los problemas que Douglas predijo no vinieron de manera tan repentina y desastrosa tal y como fueron originalmente pronosticados. Existen varias razones por las que solamente ahora están emergiendo en la forma en que él los describió. En primer lugar, el rearme y la Segunda Guerra Mundial puso fin a la recesión de la década de 1930. En segundo lugar, a medida que la economía se expandía durante y después de la guerra, la nueva tecnología de la época de Douglas creó nuevos puestos de trabajos propios de ella. En tercer lugar, las políticas keynesianas hicieron lo que Hayek dice, reforzar el empleo en las industrias tradicionales. En cuarto lugar, los enormes incrementos de gasto público en sanidad, seguridad social y viviendas desde la guerra han contribuido a un mayor desplazamiento del empleo desde el sector privado al sector público; y dentro del sector privado mismo, el empleo de tipo administrativo, clerical y de servicios se ha incrementado mucho más rápido que el empleo productivo.

Sin embargo, a pesar de todos estos factores, el desempleo estructural se ha convertido en una característica de la economía, y todas las predicciones apuntan a su crecimiento en la próxima década. Lo más significativo de todo eso parece ser que la nueva “revolución tecnológica”, basada en la microelectrónica, es mucho más probable que vaya a dar origen al fenómeno que Douglas predijo durante la introducción de la energía eléctrica y del motor de gasolina. Esto se debe a que la nueva tecnología amenaza precisamente los tipos de trabajo que se habían expandido más durante los años de la posguerra.

En un artículo reciente acerca del desarrollo de los circuitos microelectrónicos basados en el silicio, Peter Laurie escribió que para el fin de siglo “el coste de estos chips serán insignificantes comparados con las cajas en las que vendrán dentro y con el software que los haga funcionar.” Las mismas industrias de la microelectrónica no son de trabajo intensivo, y no hay ninguna razón para suponer que las nuevas industrias a las que den origen se desarrollen en lugares donde declina el empleo tradicional. Tienden ya a crecer en países donde el trabajo es más barato, como Brasil y Taiwan. En una economía declinante como la nuestra, es incluso menos probable que nuevas industrias basadas en la microelectrónica proporcionen nuevas fuentes de empleo.

En la industria manufacturera en general, la “tecnología robótica” es probable que conduzca a una mayor automatización de trabajos de baja cualificación, e incluso al reemplazo de algunos trabajadores cualificados. Pero los efectos de este proceso probablemente se mitigarán por los sindicatos, con experiencia en la defensa de los intereses de sus miembros. Es en las industrias de servicios y en el trabajo administrativo y de oficina en donde el impacto de la nueva tecnología será dramático.

La nueva revolución industrial

La relación coste-efectividad de los medios de almacenamiento y uso de información basada en el procesador de textos y la comunicación electrónica dentro de las oficinas, y entre las oficinas, ya es claramente visible. David Cockroft, hasta tiempo reciente jefe de investigación del sindicato de cuello blanco más grande de los empleados del sector privado, APEX, fue citado recientemente habiendo dicho que, “Un mecanógrafo en el centro de Londres le cuesta a un empleador probablemente de ₤ 6.000 a ₤ 7.000 al año en salarios, costes de empleo, seguridad social, etc., y la evidencia que he podido observar indica que, si se usa adecuadamente, se puede reemplazar al mecanógrafo instalando un procesador de textos que cuesta ₤ 4.000; de esta forma, uno puede ahorrar el coste de un procesador de textos en doce meses.”

Ian Barrow y Ray Curnow acaban de publicar la investigación que han estado haciendo desde 1976 acerca de los probables efectos de la microelectrónica en el empleo. (Esta investigación fue comisionada por el Departamento de Industria, que rechazó en 1978 publicar sus descubrimientos.) Curnow escribe que, “Los puestos de trabajo de información se cree que ascienden al 65 por ciento de la población trabajadora, de forma que incluso las mejoras moderadas en la productividad podrían llevar a cabo un desempleo del orden del 10-20 por ciento (…) Las consecuencias en su totalidad son comparables con la revolución industrial.”

Douglas predijo una sociedad en donde una élite de técnicos empleados ganara altos sueldos, mientras una masa cada vez más creciente de desempleados quedarían estigmatizados por su dependencia de las ayudas a los pobres condicionadas. La guerra, el plan Beveridge y las políticas keynesianas, todo ello retrasó este estado de cosas; las políticas económicas y sociales conservadoras acelerarán las tendencias puestas en movimiento por la nueva tecnología.

La noción de que una cantidad decreciente de trabajo necesario podría repartirse entre toda la fuerza laboral haciendo menos horas, fue apoyado accidentalmente por un gobierno Tory en el invierno de 1974 (la producción no cayó significativamente durante el periodo de los tres días semanales), pero ahora es rechazado por los empleadores y por la mayoría de los principales sindicatos.

Proyectos de creación de trabajos subsidiados por el Estado están siendo reducidos. La confianza en subsidios selectivos y discrecionales para la masa de desempleados a medio y largo plazo, y para los padres solteros, refleja la ya antigua filosofía Tory de que aquéllos que no ganen lo suficiente para sostener a sus familias están, en el mejor de los casos, peligrosamente necesitados de control y supervisión y, en el peor de los casos, constituyen una carga y una amenaza, que ha de ser racionada, controlada y castigada.

Esta filosofía nunca ha sido efectivamente desafiada por el Partido Laborista. Las reformas de Beveridge estaban inextricablemente ligadas con el optimismo keynesiano acerca de la posibilidad de un crecimiento económico ininterrumpible y de un pleno empleo. A medida que se atenuaba ese optimismo, el universalismo en la política social dio paso, bajo el gobierno Laborista, a un tipo de imperialismo de bienestar paternalista que provoca (y merece) la reacción que obtiene: el Thatcherismo conforme al espíritu de la Ley de Pobres de 1834.

Cualesquiera que sean los defectos de su análisis económico y de sus remedios, Douglas ofreció una visión de una sociedad tecnológica en donde las máquinas otorgaban los beneficios del ocio, la dignidad y la libertad a todos los hombres y mujeres. Él estaba en contra del poder centralizado, en contra de las grandes organizaciones, en contra de la ética del trabajo por el trabajo mismo, en contra de tratar al dinero como una mercancía o de usarlo para aguijonear o castigar a la gente dentro de la esclavitud salarial. Él creía que su sistema de dividendos y precios subvencionados podrían evitar la recesión y la inflación, podrían ayudar a una economía racionalmente organizada, podrían reemplazar gradualmente la tiranía de la fábrica y del subsidio de desempleo, y proporcionar una vida decente y segura para todos.

Desafortunadamente, Douglas fue una persona muy simple desde el punto de vista político. Cuando sus ideas no fueron recogidas en seguida por los financieros y los partidos políticos, rápidamente se desilusionó, y fue derivando gradualmente, aunque continuamente, hacia una vulgar teoría de la conspiración. El único grupo político que consiguió el poder con sus ideas (en Alberta, Canadá, de todos los lugares) fue incapaz de ponerlas en práctica, y degeneró en un populismo de derechas. Ninguno de sus seguidores tuvo un apoyo político sólido, y algunos tenían conexiones dudosas.

Sin embargo, la exactitud de su previsión hace que sus ideas ganen en consideración. Si las ortodoxias económicas desacreditadas y las filosofías sociales de los Conservadores de la década de 1920 pueden de repente ser escuchadas con respeto, los progresistas por su parte no podrían hacer otra cosa mejor que mirar a Douglas para buscar inspiración en esta era sombría.


Fuente: ALOR.ORG