I. LIBREMONEDA [1]
El dinero debe ser un medio de cambio, y nada más. Está destinado a facilitar el intercambio de mercancías, y allanar sus dificultades. El trueque era un procedimiento inseguro, difícil y costoso, y por ello fallaba con frecuencia; el dinero que ha de substituirlo, debe por eso asegurar, acelerar y abaratar el intercambio de las mercancías.
Esto es lo que exigimos del dinero. El grado de seguridad, rapidez y baratura con que las mercancías se cambian, constituye la piedra de toque para la aptitud del dinero.
Si, aparte de ello, pedimos también que las cualidades corporales del dinero nos incomoden lo menos posible, lo hacemos siempre que esta exigencia no se oponga en lo mínimo a la consecución de los fines del dinero.
Si lográsemos la seguridad, la rapidez y el abaratamiento del intercambio de los productos mediante un dinero que no es destruido por la polilla, y que, además, se presta inobjetablemente para el ahorro, entonces tal dinero debería implantarse. Pero debe desecharse si la seguridad, la rapidez y la baratura del intercambio se perjudican.
Y reconociendo que aquí interviene la división del trabajo, la verdadera base de nuestra existencia, fabricaremos el dinero exactamente de acuerdo con las necesidades de aquella, y sólo considerándola desde el punto de vista público.
Para probar la bondad del dinero consideremos la función que debe realizar. Si vemos que el dinero va al encuentro de las mercancías, conduciéndolas desde el productor hasta el consumidor, por el camino más corto, si observamos que los mercados y los depósitos se vacían, que el número de los comerciantes decrece, que las utilidades del comercio disminuyen, que no se producen estancamientos, y que los productores tienen asegurada la venta de toda su producción, entonces, sí diremos: «es una moneda excelente»; y sostendremos esta opinión, aun cuando un análisis más minucioso demuestre que tal dinero tenga pocos atractivos corporales. Consideraremos el dinero como si fuese una máquina, y ajustaremos nuestro juicio a su rendimiento, y no a su forma y color.
Hemos de exigir, pues, de una buena moneda, de un adecuado medio de cambio:
1) Que asegure el intercambio de las mercancías; lo que podremos constatar por el hecho de que aquél se desenvuelve sin estancamientos, sin crisis ni desocupación.
2) Que acelere el intercambio, y esto nos lo demostrarán los “stocks” disminuidos, el menor número de comerciantes y de comercios, y las despensas repletas de los consumidores.
3) Que abarate el intercambio, lo que verificaremos en la pequeña diferencia entre el precio percibido por el productor y el precio que paga el consumidor. A los productores pertenecen, en este caso, también cuantos participan del transporte de mercancías.
La ineficacia de la moneda tradicional, como medio de cambio, quedó demostrada ya por la investigación realizada en el primer tomo. Una moneda que forzosamente ha de retirarse cuando empieza a faltar, y afluye al mercado en grandes cantidades cuando ya de por sí hay exceso de ella, sólo puede servir al fraude y a la usura, y ha de ser desechada por inútil, aunque tenga, desde el punto de vista puramente corporal, algunas cualidades atrayentes.
¡Cuántas situaciones horrorosas nos ha deparado el patrón oro!, exclama el observador. Primero, el período de gran expansión de los años 1872 a 1875, promovido por la abundancia de los miles de millones, provenientes de la indemnización de la guerra franco-prusiana, y luego el derrumbe inevitable que lógicamente debía suceder.
Habíamos introducido el patrón oro porque esperábamos de él una ventaja, y ¿qué otra podría brindarnos una reforma del sistema monetario, sino una mayor seguridad, celeridad y baratura del intercambio de bienes?
Y si éste ha sido el objetivo, ¿cómo se explicaría la correlación entre la implantación del patrón oro y aquel objetivo? Sería muy interesante averiguarlo. Se deseaba oro atractivo y brillante, moneditas redondas y primorosas para facilitar, asegurar, acelerar y abaratar el intercambio de trigo, hierro, cal, lana, cuero, petróleo, etc. Nadie sabía con certidumbre cómo debería realizarse esto; sólo se tenía fe en ello, dejando lo demás librado totalmente al criterio de los peritos. El mismo Bismarck procedió así.
Aun después de la implantación del patrón oro la función intermediaria sigue absorbiendo como antes el 30; 40 y quizás hasta el 50% de la producción total. Las crisis estallan con la misma frecuencia y son tan destructoras como en los tiempos de los táleros y florines y por el número de los comerciantes podemos formarnos inmediatamente una idea de cuán escaso resultó el poder de canje del oro.
Esto último, debido a que la moneda ha sido demasiado mejorada desde el punto de vista unilateral del poseedor. Al escoger la materia para la moneda se ha tenido solamente en cuenta al comprador, a la demanda. La mercancía, la oferta, el vendedor, el productor, han sido olvidados por completo. Se ha elegido para la fabricación de la moneda la materia prima más bella que proporciona la tierra, un metal noble, – porque beneficiaba al poseedor. Y se olvidó con ello que los poseedores de las mercancías, en el momento de realizarlas, debían pagar aquellos beneficios. La elección de ese material monetario ha permitido al comprador aguardar el momento más oportuno para la compra de las mercaderías, olvidando que esa libertad obliga al vendedor a esperar pacientemente en el mercado hasta que al comprador le plazca aparecer. La elección del metal monetario ha convertido a la demanda en una acción volitiva del poseedor del dinero, entregándola al capricho, al afán de lucro, a la especulación y al azar, sin considerar que la oferta, por su estructura orgánica, quede totalmente desamparada frente a esa voluntad. Así surgió el poder del dinero que, convertido en potencia plutocrática, ejerce una presión insoportable sobre todos los productores.
En fin, nuestros ingenuos peritos han resuelto los problemas monetarios haciendo caso omiso de la mercancía. Mejoraron la moneda desde el punto de vista unilateral del poseedor, a tal grado, que resultó inútil como medio de cambio. Por lo visto no se han preocupado de los fines del dinero, y así es como forjaron, según la expresión de Proudhon, «un cerrojo en lugar de una llave para el mercado». El dinero rechaza las mercaderías, en lugar de atraerlas. Se compran mercancías, sí, pero sólo cuando se tiene hambre o cuando ella reporta ventajas. Como consumidor cada cual adquiere lo menos posible. Nadie quiere acumular provisiones; en los planos corrientes de las construcciones no figuran grandes despensas. Si se obsequiara hoy a todo el mundo una cámara llena de provisiones, mañana ya se encontrarían éstas de nuevo en el mercado. El público sólo quiere dinero, aunque todos saben que tal aspiración es inasequible, dado que el dinero de todos se neutraliza mutuamente. La posesión de una moneda de oro es, sin duda, más agradable. Que los otros guarden las mercancías. ¡Los otros! Pero, ¿quiénes son, en la economía, los otros? Esos somos nosotros mismos, todos los que producimos mercancías. Al rechazar como compradores los productos de los demás, nos estamos rechazando recíprocamente todos nuestros productos. Si no prefiriéramos el dinero a los productos de nuestros conciudadanos, si en lugar de anhelar inalcanzables reservas monetarias hubiéramos instalado despensas llenándolas de mercancías, no necesitaríamos ofrecer nuestros productos en costosos negocios, cuyos gastos absorben una gran parte de aquellos. Tendríamos, entonces, una salida acelerada y barata de mercancías.
El oro no se adapta bien al carácter de nuestras mercancías. ¡Oro y paja, oro y trigo, oro y hierro, oro y cueros, oro y petróleo! Sólo una ilusión, una enorme fantasía, sólo la teoría del valor es capaz de concebir semejante antagonismo. Las mercaderías en general, trigo, carne, lana, cueros, petróleo, no podrán canjearse con seguridad más que cuando para todos sea completamente igual poseer dinero o mercancías; y esto no ocurrirá hasta que el dinero cargue también con todas las propiedades perniciosas inherentes a nuestros productos. Y es lógico. Nuestras mercancías se pudren, se descomponen, se rompen y oxidan; cuando también la moneda posea propiedades corporales, que compensen las citadas desventajas, podrá cimentarse un intercambio rápido, seguro y barato, ya que semejante moneda no merecería la preferencia de nadie, en ningún lugar y tiempo.
Una moneda tal, que envejece como un diario, que se pudre como las papas, que se volatiliza como el éter, es la que sólo puede servir como medio de cambio para diarios, papas, hierro, etc., pues ella no sería preferida a la mercancía, ni por parte del comprador, ni del vendedor. Únicamente se entrega la propia mercancía por dinero, porque se necesita de éste como medio de cambio, y no porque se busque alguna ventaja en su posesión.
Debemos, pues, empeorar al dinero como mercancía, si hemos de mejorarlo como medio de cambio, y ya que los poseedores de mercancías tienen siempre apuro en el cambio, justo es que también los poseedores del medio de cambio sientan el mismo apremio. La oferta se encuentra bajo presión directa, intrínseca; lógico es que se coloque la demanda también bajo idéntica presión.
La oferta es un proceso desligado de la voluntad del poseedor de mercancías; que sea también la demanda un proceso exento de la potestad del poseedor de dinero.
Si pudiésemos eliminar los privilegios de los poseedores de dinero y someter la demanda a la misma presión a que está sometida por su naturaleza la oferta, solucionaríamos íntegramente todas las contradicciones del sistema monetario tradicional, y lograríamos que la demanda, independiente por completo de los sucesos políticos, económicos o naturales, actúe regularmente en el mercado. Ella estaría a cubierto de las maniobras de los especuladores y de los caprichos y opiniones de rentistas y banqueros, ni existiría lo que llamamos ambiente bursátil. La ley de gravedad desconoce influencias; lo mismo pasará con la demanda; ni el temor a pérdidas ni la esperanza de ganancias la podrían acelerar o frenar.
De este modo la demanda estaría siempre, bajo todas las circunstancias imaginables, en concordancia con la rapidez de la circulación permitida por las instituciones comerciales a la masa de dinero controlada por el Estado.
Todas las reservas privadas de dinero desaparecerían automáticamente por la fuerza circulatoria. La masa total de moneda emitida se hallaría en circulación constante, uniforme y acelerada. Nadie podría ya inmiscuirse en el manejo oficial de la moneda, lanzando o reteniendo sus reservas privadas. Empero, el mismo Estado tendría la misión de ajustar la demanda estrictamente a la oferta, para lo cual bastará retirar o emitir alternadamente pequeñas cantidades de dinero.
Nada más que esto se requiere para garantizar el intercambio de nuestras mercancías contra toda clase de trastornos, impedir la desocupación y las crisis económicas, rebajar el beneficio comercial al nivel del jornal de un obrero, y en poco tiempo ahogar el interés en un mar de capitales.
¿Y qué nos costaría, a nosotros, los productores, a los que creamos el dinero por la división del trabajo, estos impagables beneficios de la circulación coercitiva de la moneda? Nada más que renunciar al privilegio de infiltrar en la demanda la arbitrariedad, y con ella el capricho, la codicia, el temor y la preocupación. Sólo necesitamos abandonar la ilusión de que se puedan vender los propios productos sin que otro los compre, comprometernos mutuamente a comprar de inmediato y bajo todas las circunstancias exactamente tanto como hemos vendido, y para mantener la reciprocidad de ese compromiso hemos de formar la moneda de tal modo que el vendedor de la mercancía se vea forzado, por las cualidades de la moneda, a cumplir las obligaciones relacionadas con su posesión y cederla de nuevo a cambio de mercancía, personalmente, si él mismo es el consumidor, o por medio de otros, cuando presta el dinero, cuando no precisa para sí mercancía alguna. Esto último, naturalmente, bajo todas las circunstancias e incondicionalmente, es decir, sin tomar en cuenta las condiciones del préstamo.
¿Estamos entonces dispuestos a romper las cadenas de esclavos que arrastramos como vendedores de nuestras mercancías, mediante la entrega de los privilegios despóticos que ostentamos como compradores frente a los productos de nuestros conciudadanos? Si es así, examinemos de cerca la proposición inaudita y verdaderamente revolucionaria de una demanda compulsiva.
Permítasenos examinar la moneda a la que hemos dotado de oferta coercitiva y material:
El tenedor accidental abonará la merma semanal llenando la casilla correspondiente con estampillas monetarias. Véase la explicación, bajos 1 y 2.
La pérdida de la merma pro-circulación se subsana pagando una estampilla en la correspondiente casilla según vencimiento. Véase la explicación, bajo 2.
II. EXPLICACIÓN DE LA LIBREMONEDA
1) La libremoneda será emitida en billetes de 1; 5; 10; 50; 100 y 1000 pesos. Además de estos billetes se emitirá moneda subsidiaria en hojas perforadas y en la forma similar a los timbres postales, que servirán, una vez recortados, para pagar cualquier fracción del peso; ellos suplen, pues, la anterior moneda vellón de 1, 2, 5, 10, 20 centavos. También pueden servir estos timbres para completar el valor nominal de los billetes, pegándolos en los correspondientes casilleros. Los timbres, una vez ingresados en las instituciones públicas, no vuelven más a la circulación, sino que son reemplazados siempre por nuevos.
2) La libremoneda pierde semanalmente por cuenta del tenedor un milésimo (1 ‰) de su valor nominal, que el portador tendrá que reponer, pegando al dorso estampillas de moneda subsidiaria. Así, por ejemplo, el billete del grabado, de 100 pesos, está completado en su valor nominal con las estampillas hasta el 10 de Agosto. El que recibe tal billete tratará naturalmente de evitarse semejante pérdida, y buscará entonces desprenderse de su dinero lo más pronto posible, pues si por negligencia lo retuviera, por ejemplo hasta el 10 de Septiembre, deberá pagar 5 x 10 = 50 centavos de su peculio sobre el billete de 100 pesos, desprendiéndolos de su provisión de moneda menuda. De este modo la circulación monetaria estaría siempre presionada, lo que tiene por consecuencia que cada uno cancele sus deudas al contado, llevando el excedente sin demora al Banco, y éste, a su vez, tendrá que procurar de atraerse clientes para los depósitos ahorrados, y si es necesario, mediante la reducción de la tasa del descuento.
3) Al fin del año todos los billetes monetarios se canjearán por nuevos.
III. OBJETO DE LA LIBREMONEDA
4) Ante todo debe quebrarse la prepotencia del dinero. Esta prepotencia se funda exclusivamente en el privilegio de la indestructibilidad que la moneda tradicional ostenta frente a la mercancía. Mientras los productos de nuestro trabajo ocasionan importantes gastos de almacenaje y custodia, que sólo retardan su destrucción paulatina, sin impedirla, el poseedor de la moneda está libre de toda pérdida por la naturaleza de la materia monetaria, metal precioso. Es por eso que al poseedor del dinero —capitalista— siempre le sobra tiempo para operar; mientras él no tiene ningún apuro, los poseedores de mercancías se ven en continuo apremio. Si fracasan, pues, las negociaciones por el precio, el daño originado repercute exclusivamente sobre el poseedor de la mercancía, y en última instancia, también sobre el obrero. El capitalista aprovecha tal circunstancia para presionar al poseedor de la mercancía —obrero—, obligándolo a vender sus productos —fuerza de trabajo— a menor precio.
5) La libremoneda no será rescatada por la administración monetaria. ¿Para qué? Siempre habrá necesidad de dinero; de ahí que no esté previsto un compromiso de rescate. Con todo, la Administración monetaria estará obligada a ajustar la emisión a las condiciones del mercado de modo tal, que los precios se mantengan fijos en un término medio. La Administración monetaria lanzará pues más dinero a la circulación cuando los precios tienden a la baja, y retirará dinero cuando se registre una tendencia alcista, porque los precios dependen exclusivamente del monto del dinero ofrecido. Y el carácter de la libremoneda vela para que la moneda emitida por la administración sea ofrecida sin demora a cambio de mercancías. De ahí que su administración no permanecerá inactiva como hasta ahora, confiando la feliz estabilización de la unidad monetaria al misterioso valor intrínseco del oro, para fomento del dolo, de la especulación y de la usura, sino que intervendrá decisiva y conscientemente en protección del comercio honesto contra todos los peligros.
6) Tomando en consideración la gran importancia del comercio exterior, sería conveniente llegar a un acuerdo internacional respecto a una cotización estable. Hasta tanto no se haya logrado tal acuerdo, habrá que considerar si la Administración monetaria debe tomar como medida para la emisión el nivel de los precios internos o las cotizaciones de las divisas.
7) El canje de la moneda metálica por la libremoneda ha de ser completamente facultativo. Quien no pueda desprenderse del oro, que lo guarde; pero el oro, como ya sucedió con la plata, pierde el derecho de libre acuñación y las monedas su cualidad de medio de pago legal. Vencido el término para el canje, las monedas acuñadas serán rechazadas en todas las cajas del Fisco y ante los tribunales.
8) Para pagos internacionales habrá que servirse como hasta ahora de letras de cambio, que los Bancos y los comerciantes negocian como producto de las mercaderías suministradas al extranjero o allí adquiridas. Para importes menores se recurrirá a los giros postales.
9) El que desee adquirir productos del país par la exportación y sólo dispone de oro, por no haber podido conseguir letras de cambio, podrá vender el metal a la Administración monetaria y, viceversa, quien necesitando oro para la importación de mercaderías extranjeras no pudo proveerse de letras sobre el exterior, comprará a la Administración el oro necesario. El precio de este oro dependerá de la forma en que se resuelva el problema planteado en el párrafo 6.
10) Por la merma anual en 5.2%, —a razón de 1‰semanal—, disminuye el medio circulante en unos 200 – 300 millones al año. Pero continuamente, para evitar una escasez de moneda, la administración deberá reemplazar esos millones por dinero nuevo. Ello significa, pues, para la Administración, una entrada constante.
11) Tales recursos de la Administración monetaria constituyen un efecto no previsto y secundario de la reforma monetaria, y es relativamente de muy poca importancia. Sobre la inversión de estos ingresos se dictarán leyes ad hoc.
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1 Silvio GESELL, «Libremoneda», en ídem, El orden económico natural: libro II, Buenos Aires, Ernesto Fridolín Gesell (ed.), 1936, pp. 1 y sigs.
Fuente.
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