Europa siempre es mentira
Cuando decimos Europa, todo lo que excede la estricta referencia geográfica es ideología o puro pálpito. En tiempos de Heródoto y aun más atrás recibió ese nombre la porción de terreno confinada entre los Urales y el Atlántico, y toda la tierra firme que queda al Septentrión de la ribera norte del Mediterráneo. Dentro de aquel lote de tierra caía la arrogante Helas, la Grecia adelantada, lo cual teñía la mera toponimia europea de merecidas ínfulas, nadie debe discutirlo. Pero eso era todo.
Europa es la región geográfica en la que nació la metafísica, el derecho político y la filosofía moral en sentido estricto, pero con la misma verdad podríamos decir que ese tríptico civilizador nació entre el Ponto y el mar Tirreno, ración de suelo mucho más magra que la anchurosa Europa. De modo que, en tal sentido, con más propiedad decimos que somos y nos sentimos hijos de Grecia y de Roma que de una barbiespesa y ululante Europa a la que los griegos miraban con prevención y desprecio, actitud que desde entonces adopta toda la gente decente.
El caso es que el vocablo “Europa” quedó acantonado en los pergaminos de los geógrafos durante dos mil años, más o menos. En el siglo XVI la palabreja brinca desde los anaqueles polvorientos –coto de agrimensores, archiveros y cronistas– hasta la plaza pública. Sólo entonces algo llamado Europa comienza a comparecer en las conversaciones cultivadas y aflora en los labios instruidos como remedio para un mal que, pusilánimes, a muchos se antojaba incurable: el de la fractura religiosa y filosófica del continente.
Los humanistas pusieron en circulación esta nueva Europa, que dejaba atrás su condición de mapa mudo continental y medraba a la categoría de mapa político. Pero, ¿dónde está el problema de una “Europa” geopolítica? Los problemas son varios. Primero que el continente europeo no ha sido nunca una comunidad política, por lo que estamos lejos de la evidencia con la que nos lo presentan y cerca de la utopía. Las razonables e innegables afinidades entre los distintos pueblos del continente creaban lazos de naturaleza cultural pero no política. Por otra parte, en el preciso momento en que se ensaya la difusión de la idea de un espacio político europeo, España daba el estirón en las Indias occidentales, la futura América en la que iba a adquirir su adultez política. Si de afinidad se trataba, si de comunión política, ¿cuál mayor que la existente entre la cabeza de la península ibérica y el cuerpo creciente americano? El espacio europeo contempló el nacimiento de sociedades políticas diferentes, muchas de las cuales se derramaban fuera del continente sin contradicción alguna.
Pero el mayor problema de esa idea política de Europa es que encierra genéticamente –en su genoma– las ideas de que la religión debe recluirse en las conciencias, de que no existe una verdad política natural y de que se debe desechar la unidad católica. Europa lleva en las venas el totalitarismo positivista y el agnosticismo social lo mismo que la indiferencia religiosa. O lo que es lo mismo, mirado el asunto desde el cristianismo: para los que se llaman europeos la doctrina cristiana no lleva en sí misma la exigencia de ciertas traducciones concretas en el orden político, exigencias que tomaron cuerpo en las variantes de lo que se llamó la cristiandad. Estas señas de identidad europeas recorren invariablemente la historia de ese mito moderno: desde el malhadado sermón laico del segoviano Andrés Laguna en la Universidad de Colonia, en el 22 de enero de 1543, en el que pinta una Europa quejosa de sus aflicciones y le diagnostica su remedio, hasta los planes del trío clerical De Gasperi-Adenauer-Schuman o la actual Unión Europea. Es curioso que en aquel lejano discurso del médico cortesano de Carlos V, en pleno siglo XVI, encontramos ya todos los ingredientes del mito europeo: la aspiración a un poder único y fuerte que abarque todo el continente y el abandono de la verdad pública como fórmula de pacificación entre ciudadanos de distintas religiones.
Laguna, además, hoy cualificaría bien como demócrata-cristiano, condición de los que, en los últimos decenios, han contribuido a introducir la bastarda idea de una comunidad política europea en el ambiente católico.
En los años cincuenta del siglo pasado tuvo lugar una elegante y amigable controversia a cuenta del concepto de Europa entre dos “intelectuales” (dicho en un sentido sociológico y no ideológico, con todo respeto) católicos: el inglés Christopher Dawson y el hispano Francisco Elías de Tejada. A cuenta más bien del funesto malentendido que alborea ya en las palabras de Laguna y que, al llegar al siglo XX adquiere carácter epidémico: el de los que consideran como dato indiscutible que Europa existe y existe legítimamente y que, por lo mismo, se concentran en reivindicar sus “legítimas raíces”, entre las que se encuentra el cristianismo (cuando no el “judeo-cristianismo”), junto con la filosofía griega y el derecho romano. Dawson no se encontraba solo en la defensa de una Europa “cristiana”. El gran Hilaire Belloc le había precedido y después de él grandes figurones del catolicismo ortodoxo continental –la casi totalidad– han seguido la misma cruzada en pos de la “verdadera” Europa y contra sus supuestas falsificaciones (más recientemente, y todavía hoy, el clarividente Madiran comparte esas referencias). Tenía, sin embargo, razón Elías de Tejada. Toda la razón. “La cristiandad –decía el maestro de cepa extremeña– muere en tierras de occidente para nacer Europa, cuando ese organismo social ser rompe entre 1517 y 1648 en cinco fracturas sucesivas. Son cinco horas de parto y crianza de Europa, cinco puñales en la carne histórica de la Cristiandad”. Elías enumera esas fracturas: “La ruptura religiosa del luteranismo; la ruptura ética del maquiavelismo; la ruptura política del bodinismo; la ruptura jurídica del hobbesianismo; y por fin la ruptura sociológica que convierte en realidad palpable la ruptura definitiva del cuerpo místico político cristiano: la firma de los tratados de Westfalia”.
En anécdota narrada por Vallet de Goytisolo, Elías de Tejada sostuvo la misma pendencia con Pemán. A Pemán, contagiado por el malentendido, Europa le traía ecos de Constantino, de Carlomagno, del Sacro Imperio y hasta de la Cristiandad medieval. Elías, con ojo de atalaya, discernía en Europa a Erasmo, a Lutero, a Calvino, a la Ilustración, la Enciclopedia y la Revolución. Es fácil deshacer el entuerto: Pemán –y con él el europeísmo clerical– no caen en la cuenta de que entre la Europa de los cartógrafos y Europa como ámbito geopolítico (la de Laguna y del luteranismo político) existe una relación equívoca, un equívoco inducido: la patencia del concepto geográfico (Europa, el continente, está ahí) para avalar, de matute, el concepto político (Europa, el proyecto político, ¿dónde está?). Elías, sin embargo, se centra en lo que de Europa, tomada como algo más que un espacio territorial, es lo constitutivo.
No se trata, como seráficamente pretenden algunos, de que defendamos una “buena idea” de Europa frente a una “mala”, sino de que advirtamos que Europa, como concepto sociológico es un fraude. Una Europa que rebase su condición de marco geográfico tiene, además, una intención disolvente de principios esenciales de la doctrina política y religiosa, principios que debemos conocer para poder defender. Principios, dicho sea de paso, que han sido progresivamente olvidados al mismo ritmo en que esa Europa iba creciendo en las conciencias. Europa es una utopía (no una “mala” utopía, que la utopía toda es siempre perversa) que carece de otra existencia que no sea la parasitaria.
Europa no sólo está contra España y contra las históricas comunidades políticas que han existido en el solar del viejo continente. Europa está radicalmente contra la Cristiandad: mors tua vita mea. Por lo tanto, hay una forma de concebir las comunidades políticas dentro de Europa, que a todas las hace detestables, “esta” España incluída (ténganlo en cuenta los nacionalistas a machamartillo). Y hay otra forma de concebirlas como concreción de la Christianitas, que otorga a todas el mayor respeto.
Una vez más, los avispados nos dirán que todo esto es arqueología y reclamarán como argumento tumbativo un “principio de realidad” que nos aboca, inexorable, a la definitiva integración europea. Nos dirán que es ilusorio empecinarse contra el “signo de los tiempos”. La esperanza cristiana también tiene reservadas sorpresas para la política y, como tal, espera –fundada en la verdad de las cosas– contra toda esperanza. Preocupémonos más de trabajar para estar a la altura de esa esperanza que no a la altura de los tiempos ni de sus espectrales signos.
José Antonio Ullate Fabo
[Con gratitud, in memoriam de Pierre Moreau, antañón español de Flandes, combatiente infatigable por la Iglesia y por la Cristiandad.
Se durmió en el Señor este pasado lunes, 11 de julio, a la venerable edad de 86 años. Que Dios le premie sus servicios.
Bonum certamen certavi, cursum consummavi, fidem servavi (II Tim. IV, 7). Requiescat in pace].
El brigante: Europa siempre es mentira
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