IMITACIÓN DE LO GENUINO, DESPRECIO DE LO POSTIZO
LOS "MONTAÑAS" DE FRANCIA Y ESPAÑA... Y UNAS NOTAS SOBRE IMITACIÓN DE LO EXTRANJERO
Algunos españoles confunden Montaigne, Montesquieu y Montherlant. Pero eso sí, al menos podremos decir que son los menos, puesto que la gran mayoría no sabe ni quiénes son.
Que se sepa, nadie se ha muerto por haber ignorado durante toda su vida la existencia de estos tres señores. Pero si hablamos de universitarios españoles... Entonces ya es otra cosa, amigo mío: si ahí falta la cultura, mejor que clausuren las universidades. En el mejor de los casos, los universitarios españoles equivocan al primero (Montaigne) con el segundo (Montesquieu) y en cuanto al tercero dudan en afirmar que sea una marca de coñac o bombones. Y hágame más caso que a las encuestas del CIS, pues a mí no me paga nadie.
Los tres, sin embargo, son franceses muy afines a España; ora por mucho que nos gusten, ora por mucho que nos disgusten sus libros.
Algo de España alienta en Miguel de Montaigne (1533-1592) y, sin duda, ese hálito hispánico le viene a éste, para bien y para mal, de su madre, pues no en balde era la madre de Montaigne descendiente de sefardíes de la judería de Calatayud.
Por su parte, digamos que el Barón de Montesquieu (1689-1755) tuvo un remoto antepasado que participó en la batalla de las Navas de Tolosa (1212); en ese entonces los Montesquieu -todavía no eran Barones de ídem- eran Señores de Montesquieu (los cronistas españoles más castizos, cuando mencionan a este cruzado combatiente en las Navas de Tolosa, escribieron "Montesquiu"). El Señor de Montesquieu llegó a la Península Ibérica como caballero de señorío, encuadrado en las filas de D. Pedro, Rey de Aragón. Un Montesquieu, combatiendo bajo el estandarte real aragonés (con la señal de San Jorge), da idea de las estrechas y ancestrales relaciones de Francia con España.
Y de Henry de Montherlant (1895-1972) digamos que a la primera ocasión que tuvo cruzó los Pirineos y se vino a España a torear: era la primera mitad del siglo XX. Bajo forma novelada, Montherlant ha contado en "Los bestiarios" sus aventuras españolas. En este libro, traducido por vez primera (año 1926) por la mano de Pedro Salinas, Montherlant nos da cuenta de las peripecias tauromáquicas del protagonista, el joven aristócrata francés Alban, conde de Bricoule.
Del protagonista de "Los bestiarios" llama la atención que, siendo francés, esté fascinado por todo lo español, hasta tal punto que, tomándose muy en serio -como buen francés- la afición españolista, llega a la extravagancia entre sus compatriotas y no menor es la extrañeza que causa entre los españoles que, asombrados, asisten a la exagerada afectación de españolidad que ejerce este personaje francés de Montherlant, ficticio -y no tan ficticio.
Leyendo "Los bestiarios" nos hemos detenido a considerar varias cosas:
Reunido a los casos de Montaigne y Montesquieu, el de Montherlant es un caso más de esa Francia que siempre ha tenido tanta afinidad con lo español. (Y conste que aquí "afinidad" no significa que la relación franco-española sea una luna de miel en todos estos casos. Pero lo importante -creo yo- es destacar que Francia y España no están tan lejos la una de la otra: en el curso de la Historia son muchos los nexos y, gracias a Dios, no todo han sido guerras).
Pero:
¿Qué es lo que trae/atrae a un francés, como el joven Conde de Bricoule, a torear a España, imitando lo español en el vestir, en el peinar -en definitiva- en el estilo?
Cuando un pueblo permanece fiel a lo que es atrae a los demás, inspirándoles no sólo el respeto y la admiración, sino también la mímesis. Que imiten a un pueblo es la mejor prueba de que ese pueblo se conserva y mantiene en su ser: sin imposturas, sin bastardeos.
Cuando un pueblo es infiel a sí mismo es imposible que pueda atraer a nadie: nadie puede respetarlo, nadie puede admirarlo, nadie querrá imitarlo.
Primero, las familias dejan de ser familias: se empieza a hablar de individuos. Y los individuos, sin ligazón entre sí ni pudiendo recibir ninguna tradición digna de transmitir, ignoran lo que son y empiezan a admirar lo extranjero. Y lo extranjero va adquiriendo cada vez más valor, supera en valor a lo propio, mientras lo propio se devalúa; al final, lo extraño se yuxtapone a lo propio y tenemos la máscara, el postizo. (Por falta de tradición. Por falta de conocimiento).
Desconocer la Tradición equivale a despreciarla. Pues perseverar en el más despreocupado desconocimiento de algo, cuando de ese algo tenemos una ligera noticia es igual que desdeñarlo. Y así es como se duda de las fuerzas más íntimas... Y ese pueblo termina por imitar lo extranjero y, por ende, ese pueblo que imita a otros y olvida lo que fue, deja de ser, disolviéndose y extinguiéndose en algo que no es él mismo.
Las razones pueden ser muchas:
1. Invasión cultural mediante los grandes canales de aculturación: música (no pensemos que sea la más auténtica de un país: el "country" norteamericano es magnífico, pero lo que importan de allí es pop y otros estilos muy pocos norteamericanos), literatura (si es moderna, no hay buena), cine (de todo: malo y peor), televisión (siempre es la mala)... También la religión (y, si no es la católica, es una falsa religión): el avance de las sectas protestantes en Hispanoamérica es un instrumento al servicio de la destrucción de las señales hispánicas de nuestros pueblos hermanos.
2. No olvidemos que la invasión cultural siempre cuenta con cómplices internos: los más ignorantes de su propia tradición suelen ser esos que van fuera -al país de sus referencias y preferencias- a ver y tomar de allí cualquier cosa -por pésima que sea-, para imitarla aquí; pues estos siempre considerarán que lo extraño es más digno que lo propio. El caso de los krausistas españoles es paradigmático.
Pero este proceso no es irreversible. Es algo que tiene solución: conociendo lo propio, valorándolo y no cambiándolo por nada.
LIBRO DE HORAS Y HORA DE LIBROS
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