Paisajes de España
DONDE NACE EL EBRO*
Este río famoso y legendario, arrullo del Pilar, númen que inspiró al pueblo muchas copias bizarras, testigo inmortal de la testarudez aragonesa y espejo en que se miran tierras pródigas y sonrientes, tiene nacimiento humilde y poético en unas peñas cuya pelada superficie besa reverente y sumiso con sus primeras espumas. Él, tan grande y orgulloso después, como quien sabe que el nombre de sus aguas suena en cantares y romances, tiene en su origen unos lentos murmullos de fuente escondida y recoge en su débil corriente la melancolía de unas tonadas primitivas y agrestes. Antes que se despeñe camino de la planicie aragonesa, forma un breve remanso como quien se detiene un poco en el camino para decir adiós a los peñascos que le sirvieron de cuna. En su momentánea quietud le sorprendió un artista y copió en el lienzo la transparencia de sus aguas cuando navegaba sobre ellas, no cisnes blancos y gentiles, sino patos panzudos y silvestres. Algún tiempo después, acabada su vida de dolor y tragedia, ya nublado su entendimiento por las sombras de la locura, aquel pobre poeta de los pinceles se iba del mundo dejando unido su nombre de pintor al río famoso. Luego de emprender el Ebro su tumultuosa carrera, abriéndose camino en las angosturas de la montaña santanderina, pasa bajo el dosel que forman espesas arboledas seculares misteriosas y obscuras como las de un bosque druídico. Al deslizarse por la campiña campurriana, hieren sus aguas los penachos de alisos y zarzamoras y alguna que otra vez recogen su fuerza las piedras de un molino patriarcal, donde una moza toda salud entona mientras bate la espadela, una dulce canción de la Montaña: Arriba la flor, abajo el romero ¡ay, mi dulce amor! si te vas, yo me muero… Y antes de salir de su tierra nativa para fertilizar extraños campos y recoger en su corriente las arrogancias y bizarrías de la jota, deja que en él retrate su torva catadura alguna casa señorial que evoca el tiempo antiguo y recuerda en sus desvencijados sillares alguna olvidada virtud o una tragedia que las abuelas recitan, en son de romance, junto al llar, en la humosa cocina de la aldea. Los que hacen jornada en Reinosa para seguir camino hacia Campoó de Arriba, al modo de Marcelo, el héroe perediano, sorprenden al río montañés cuando su curso es sosegado y apacible. A poco impuesto que el espolique esté en las bellezas de la tierra, a poco “letrado” que sea quien señale aquellos caminos que conducen a la morada de los osos, no dejará de llamar la atención al viajero sobre las particularidades del paisaje, ni sobre el castillo Argüeso –“obra de moros”, como todas las edificaciones de fábrica vestusta –ni mucho menos sobre el nacimiento del Ebro, al pasar por Fontibre. Y por menguada que sea la afición del viajero a las hermosuras naturales, por dormida que lleve en su espíritu la sensación del paisaje, tampoco dejará de sentir las emociones que despierta la contemplación de una tierra que es con sus valles hondos y sus montes bravíos el trono de la Naturaleza. Bajo una bóveda de ramaje donde la luz se detiene en un beso que nunca acaba, junto a un regato de aguas cantarinas y frescas y frente a la majestad de las montañas que se levantan como un enorme anfiteatro, se cree en el alma del paisaje y se la adora y acaricia con el fervor que tuvo en su existencia el triste Amiel. No lejos de Reinosa, donde nace el Ebro, alza su mole venerable la torre de Proaño, resquebrajada y ruinosa, casi vencida por los siglos. Es una torre cuadrada, que perfila sus muros sobre una tierra que rasgan frecuentemente los aluviones, entre zarzas, helechos y hierbajos, robles de duro y fibroso tronco, álamos picudos como lanzas y portillos desvencijados. De ella puede decirse, como de tantas otras torres, ayer robustas y hoy caídas, que se muestran al mundo con esquiveces de pobre y orgullo de señor. Pero no tiene, como alguna hermanas suyas, leyenda de caballero despótico, ni conseja de doncella celada por un dragón. Mucho menos, es albergue misterioso de brujas. Su historia es limpia y clara, sin que hayan osado turbarla las ruindades del tiempo ni las sombras en que suele envolver el vulgo a las cosas viejas. En la torre vivió un hidalgo que ennobleció el horcón y la azada, porque sus manos, que labraron la tierra, esgrimieron también la pluma y escribieron muchas páginas que son como un tesoro para poetas y eruditos. Desde sus altos ventanales se abarca en toda su imponente majestad el paisaje. Valles hondos, praderías sonrientes, ondulantes maizales, rumorosas robledas, montañas que levantan sus jorobas hasta envolver sus picos en las nubes… Y luego otros valles, otras honduras y otras cumbres, más altas todavía, donde solo llegan, en su vuelo, la fantasía y las águilas. Allí, las fuentes del Ebro, el río famoso y bizarro, brotando de unas peñas peladas; defendiéndose un poco más allá para formar un remanso; deslizándose luego entre mimbreras y alisos, sobre un lecho de bruñidos lastrales; pasando bajo la armadura de un puente, junto a cuyos pilotes de madera lavan unas pobres mujeres; perdiéndose al fin entre peñascos y taludes, como un corcel indómito, rizando al aire la espuma de sus crines. Siempre el paisaje lozano y opulento, de nieblas y de luz, de claridades de huerto y penumbras de enramada, eterno poema sin estrofas cuyo ritmo es, sin embargo, inmortal. Y a la sombra de estos montes, bajo la caricia de las robledas y el arrullo de las aguas del río famosos, el más español y legendario, Reinosa se despierta y juvenil bajo el sol estival o silenciosa y adormecida bajo la tragedia de sus nieves en el invierno. José MONTERO __________
*Aparecido en la revista “La Esfera”, Madrid, 12 de febrero de 1916, Ano III, N° 111, Prensa Gráfica Española
https://coterraneus.wordpress.com/20...-nace-el-ebro/
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