Dispuestos a esgrimir nuestras espadas con los aleves enemigos:
La Reacción Realista en el Sur del Perú (1814-1825)
artículo publicado en Ahora Información nº 104 (Madrid, 2010).
Por César Félix Sánchez Martínez [1]
La inminencia de las celebraciones por el bicentenario de las independencias de los países hispanoamericanos es una ocasión más que adecuada para reflexionar sobre una realidad histórica sistemáticamente ocultada y no por eso menos importante, puesto que concierne a uno de los dos actores más importantes del proceso: el movimiento realista hispanoamericano.
En el siguiente artículo intentaremos un acercamiento al extenso fenómeno del realismo en el sur del Perú, fundamental para entender la dinámica de este movimiento en todo el virreinato. Nuestra aproximación consistirá en pasar revista brevemente a una serie de acontecimientos y figuras representativas del fidelismo surperuano, intentando comprender las razones que llevaron a defender una causa vista ahora por muchos como incomprensible.
Como bien apunta José María Iraburu, fue uno de los primeros designios de las nacientes oligarquías falsificar la historia reciente de sus naciones para poder justificar el status quo posterior a ese cataclismo tumultuoso y a veces incomprensible para los que lo atestiguaron que significó la Guerra de Separación [2].
Ni los elaborados e imaginativos intentos por construir una especie de liturgia laica de himnos, próceres deificados y demás elementos patrióticos, algunos de claro sabor masónico y jacobino, han podido remediar en la conciencia hispanoamericana (ya sea la de los liderazgos políticos e intelectuales o la de las masas populares, expresada en una variada y multiforme cultura tradicional especialmente en los sectores rurales [3]) esa perplejidad expresada tanto en la memoria de un bien perdido como en un sentimiento de desarraigo profundo, originado durante el proceso de destrucción y dispersión de la Monarquía Católica (1808-1833). Este fenómeno es mucho más acusado en aquellas regiones donde los eclipsados, los “otros patriotas” para utilizar la expresión usada por el historiador Manuel Gutiérrez, eran muchedumbre, como es el caso del Virreinato del Perú [4], en especial del sur andino, esa prolongación histórica del antiguo núcleo Wari-Inka, que según Pablo Macera había podido sostener el auge de Potosí y la unidad y hegemonía del gran Perú austriaco del siglo XVII [5].
Aun en los momentos crepusculares del Virreinato, cuando el poder fidelista sólo se circunscribía a las sierras sureñas –pero en que paradójicamente los desequilibrios de las Reformas Borbónicas habían sido remediados, al convertirse Cusco en capital del Reino y reincorporarse a éste el Alto Perú– ocurrieron algunos hechos bastante significativos, como aquel pedido de la nobleza indígena a la corte virreinal, fechado el 8 de junio de 1824, en que se solicitaba que:
“[…] en los días de víspera y dia del glorioso apostol Señor Santiago se celebre […] las funciones del Real Estandarte en memoria del triunfo de nuestros invencibles armas catolicas: en cuya festividad es visto salir […] uno de los indios nobles de las ocho parroquias de esta capital, de Alférez Real, nombrado por los 24 electores del Cabildo de Ellos, por ser dichas funciones, las mas vivas demostraciones de nuestra fidelidad, gratitud y jubilo que se hacen a ejemplo de Nuestros Antepasados. [6]”
Para el historiador norteamericano David T. Garnett esto demostraría que “los descendientes de la realeza incaica cuyo vasto imperio había sido tomado por los españoles no le juraban simplemente su lealtad a Fernando VII a medida que el virreinato colapsaba, sino que insistían en su derecho a hacerlo. Junto con ellos, la nobleza india de la sierra en general repudió la independencia impulsada por los criollos, del mismo modo que en el decenio de 1780, sus padres y abuelos habían acudido en defensa del rey, contra los masivos levantamientos indígenas de Túpac Amaru y los Catari [7]”.
Considerando la importante posición representativa y de coordinación que ocupaban los hidalgos indios en el ordenamiento del Reino peruano y la influencia que todavía gozaban en las comunidades - a pesar del menoscabo borbónico y los intentos de desarticulación por parte de funcionarios peninsulares después del alzamiento tupacamarista -, puede considerarse entonces como fidelista en gran medida y hasta el final, a la mayoría de los sectores indígenas del Sur Andino, que acudieron en masa a defender las banderas del Ejército del Perú al llamado de sus señores naturales.
Seis meses después, este ejército multiétnico defensor de la tradición y de la integridad territorial peruanas era finalmente derrotado.
A este punto cabe recordar la “perplejidad quieta y triste” que le produjo a José de la Riva-Agüero (1912) la contemplación del campo de Ayacucho: “En este rincón famoso, un ejército realista, compuesto en su totalidad de soldados naturales del Alto y Bajo Perú, indios, mestizos y criollos blancos, y cuyos jefes y oficiales peninsulares no llegaban ni a la decimoctava parte del efectivo, luchó con un ejército independiente, del que los colombianos constituían las tres cuartas partas, los peruanos menos de una cuarta, y los chilenos y porteños una escasa fracción” [8].
En una paradoja muy comprensible, las actuales Fuerzas Armadas Peruanas celebran como su día jubilar el 9 de diciembre.
Pero es menester preguntarnos: ¿cuáles era las formas de pensar y las estructuras del sentir de estos sectores realistas? ¿Puede intentarse una reconstrucción de la memoria del fidelismo surperuano?
Esta tarea todavía no ha sido realizada. El secular abandono de las fuentes de aquellos tiempos y la consecuente dispersión y desaparición de documentos valiosos la dificultan enormemente. Sin embargo, existe un valioso librito, editado en Lima en 1815, que constituye una suerte de manifiesto del realismo surperuano. Se trata del “Elogio fúnebre del señor D. José Gabriel Moscoso, teniente coronel de los reales exércitos, gobernador de Arequipa, en las exequias que el Ilustre Cabildo Justicia y Regimiento de dicha Ciudad hizo en honor y sufragio de tan benemérito gefe el día 9 de marzo de 1815 [9], por el doctor Mateo Joaquín de Cosío, sacerdote y abogado arequipeño. Fue editado en Lima en ese mismo año por el padre de su autor, el brigadier Mateo de Cosío. Ambos personajes fueron testigos presenciales de la toma de Arequipa por parte de los insurgentes capitaneados por Mateo García de Pumacahua, el 10 de noviembre de 1814. El intendente Moscoso, criollo arequipeño, veterano de las guerras contra la Francia Jacobina y destacado defensor de Zaragoza, junto con el cuzqueño mariscal de campo Francisco de Picoaga, fueron capturados por los rebeldes y luego ejecutados por negarse a respaldar su causa.
El Elogio fúnebre de Cosío no se ocupa solamente de realizar una sincera alabanza de las virtudes del difunto gobernador, sino que se constituye en uno de los únicos textos doctrinarios realistas en el Perú de aquel tiempo. El padre Cosío comienza sosteniendo que “la religión católica es el apoyo de las monarquías, y sin ella, los tronos están expuestos á ser el ultrage de los pueblos enfurecidos. Solamente esta ley santa enseña al hombre sus verdaderos derechos.” Argumentando en favor de la religión y de la sociedad orgánica, nuestro autor desmenuza en una sabrosa nota a pie de página la “abominable obrita” del ilustrado francés Gabriel Bonnot de Mably (1709- 1785), cuyo utopismo e igualitarismo cándido censura como “necedades”, para acabar lamentándose de la ignorancia religiosa y humanística de los criollos, que los lleva a recibir acríticamente toda clase de novedades infundadas [10]. Luego, valiéndose de una idea de los mismos filósofos –en este caso Pierre Bayle (1647-1706)-, realiza una sugerente invalidación del racionalismo ilustrado, que en algo nos remite a los argumentos antirracionales de la Escuela Tradicionalista francesa que florecería dentro de diez años.
Basándose en los Padres de la Iglesia, nuestro autor realiza un elogio de la lealtad al soberano de resonancias épicas, en algo comparable a los alturas alcanzadas por plumas católicas de décadas posteriores, como monseñor Bartolomé Herrera o incluso Donoso Cortés: “Así han pensado, señores, nuestros mayores, y éstas han sido las máximas sabias y santas con que los cristianos se han conducido en todos los países donde han enarbolado el estandarte de nuestro Jesús Crucificado. Por esto es imposible, deje de ser buen vasallo, el que está perfectamente instruido en la doctrina, y moral del cristiano. Si los preceptos que recibimos en nuestra primera educación son conformes al Evangelio, nosotros seremos fieles, obedientes a Dios y al rey; nunca le negaremos al César los tributos de respeto y amor que se le deben, apenas oigamos la voz con que nos llama al combate y a la defensa de su corona, cuando apresurados correremos al campo, dispuestos a esgrimir nuestras espadas con los aleves enemigos de nuestro común padre, cual debe reputarse el rey ”.
Pero el fidelismo de Cosío no es una defensa moderada de un statu quo semi-ilustrado para evitar mayores males y desórdenes (como podría entenderse el “realismo” de Hipólito Unanue o Baquíjano y Carrillo), sino es contrarrevolucionario in radice. Al repasar la biografía de Moscoso, Cosío menciona las hazañas del difunto combatiendo a las fuerzas de la Francia Revolucionaria durante la década de 1790, deteniéndose para analizar la ideología revolucionaria: “¿Qué vigor no toma su espíritu [al] combatir contra el Galo Revolucionario? Mira en él un impío filósofo destructor de los tronos; un sacrílego regicida; un ciudadano que pidiendo la libertad e independencia de los pueblos, no hacía más en esto que renovar las doctrinas de Tomás Muncero y Nicolás Storck, principales discípulos del Heresiarca Lutero, y patronos de los Anabaptistas?”. Seguidamente, en otra nota, desarrolla con más detalle el parangón entre los jacobinos y los anabaptistas del siglo XVI. Citando la Histoire de l’Église del abate Antoine de Bérault-Bercastel (1778-1780), destaca en éstos “la aversión declarada a los magistrados, a la nobleza, a todas las potestades, y a todo género de superioridad. Querían que todos los bienes fuesen comunes, todos los hombres libres e independientes, y prometían un imperio donde reinarían solos en una felicidad perfecta, después de haber exterminado a los impíos, es decir, todos aquellos que no habrían abrazado su impiedad homicida.” Sugerentemente, Cosío denuncia el fondo utópico, nihilista, milenarista, violento e incluso anarco-comunista detrás de ambas revoluciones. Luego, pasa a ocuparse “del jefe de los incrédulos modernos, Mr. Rousseau”. Concluye luego con una admonición implícita al clero de simpatías liberales, que algunos años después jugaría un papel importante en el desmantelamiento del Reino del Perú: “Comparen los amantes de la libertad las doctrinas de los Anabaptistas con las suyas; y al mismo tiempo observen que su conducta y modales han sido arreglados por las máximas de Rousseau, y no por las del Evangelio. ¿Y todavía creerán que sus procedimientos son cristianos? ¡Ah, insensatos!”.
A diferencia de otros realistas en el Perú de aquellos años –como el “periodista” Gaspar Rico-, Cosío no se dejó ilusionar con la Constitución de 1812 ni con el aire liberal que empezaba a respirarse en ciertos cenáculos aparentemente fieles a la Corona: “La constitución puso el sello a nuestros males. Ella acabó de abrir las puertas de par en par a la insurrección, pues las juntas populares para las elecciones […] sólo sirvieron para exaltar los ánimos, y con la acción popular prescripta en el artículo 255, se disculparon los cabecillas de la insurrección del Cusco. Por eso los mayores defensores de ese cuaderno han sido los rebeldes, después de la justa abolición que de él ha hecho nuestro augusto monarca”. Y eso no es todo, puesto que el doctrinario arequipeño llega a expresar un anhelo profundo de los auténticos fidelistas peruanos, que va más allá del rechazo al proceso insurreccional iniciado en Buenos Aires cinco años atrás, sino que se yergue como un justo reclamo contra desaciertos y novedades turbias que debilitaron a su patria en las últimas décadas del siglo anterior: “[L]os fieles vasallos no deseamos sino que se conserven las antiguas leyes que obedecieron nuestros padres”.
En el pensamiento del arequipeño Mateo Joaquín de Cosío (1815) ya se encuentran expresados, exaltados y defendidos aquellos elementos –Dios, Patria, Fueros y Rey- que se convertirían en el lema defendido veinte años después en la Península por otro surperuano realista, el brigadier Leandro Castilla Marquesado.
Y si en el panorama del realismo surperuano, Cosío encarna al doctrinario fidelista, y Castilla y Moscoso, a los convencidos defensores de la Corona en el campo de batalla, la Reveranda Madre María Manuela de la Ascensión Ripa, representa a la mística profética, a la última de las virtuosas, al lucero brillante pero crepuscular de la edad de oro de la santidad arequipeña. Monja de clausura del Monasterio de Santa Catalina de Siena en Arequipa [11], gozó de fama como visionaria y consejera prudente, siendo requerida por las autoridades cuando la situación se tornaba incierta. Se enteraba de los resultados de los combates de las Armas del Rey antes que llegasen los correos. Dejó un epistolario y algunos escritos espirituales, donde plasmó sus visiones extáticas así como algunos juicios históricos y políticos. A tal grado llegó su predicamento entre los fidelistas de Arequipa, que cuando Bolívar ocupó la ciudad en 1825, sufrió arresto domiciliario, circunstancia que el historiador Pedro José Rada y Gamio calificó de “ridículo y triste espectáculo [12]”. De la venerable criolla quedó hasta hace algún tiempo una leyenda áurea en Arequipa, que nos hablaba de Santos Cristos que sudaban sangre cuando el ejército católico era derrotado, y de presagios ominosos de un porvenir oscuro para el Perú.
Finalmente, siendo el Virrey La Serna cómplice y a la vez cautivo de “un grupo de oficiales ‘rojos´, que veían en su traslado a América ocasión de escapar de las persecuciones absolutistas […], de medrar con la represión a los insurgentes y de obtener rápidos ascensos [13]” , víctima de sus propias contradicciones, aislado de cualquier apoyo que no sea el del extenuado Sur del Perú, se consumaba la derrota de las armas reales. Los sucesos en la Pampa de la Quinua, a pesar de haber sido cantados por multitud de historiadores latinoamericanos todavía siguen guardando misterios. ¿Conocía ya la jefatura realista el contenido de la capitulación antes del combate? ¿Fue un combate simbólico para salvar el honor? ¿Existió una conjura masónica? El alzamiento de Olañeta no fue más que la simple contestación a una autoridad calcárea, sospechosa y muchas veces torpe. Sea lo que fuere, la suerte estaba echada desde hacía mucho, y así acabó inevitablemente el episodio americano de la descomposición de la Monarquía Católica.
Los realistas surperuanos pasaron a la oscuridad del olvido, desde donde contemplaron los vaivenes tragicómicos de la joven República. Pero no es casualidad que el único proyecto viable para el Perú en aquellos años, la Confederación Perú-Boliviana, alcanzase apoyo sólido entre los antiguos fidelistas arequipeños, siendo que el virrey postrero Tristán acabó ocupando la presidencia del efímero Estado Surperuano. Ese tradicionalismo popular, donde las muchedumbres urbanas y rurales insurgían para defender los derechos de la Iglesia encabezados por sus sacerdotes y sus mujeres, estaría detrás de las grandes sublevaciones clericales de 1856 y 1867.
Algunos como Leandro Castilla, natural de Tarapacá, en el extremo sur de la intendencia, prefirieron continuar sirviendo al Rey. Mas tan extrañas acabaron siendo las cosas algunas décadas después que ni España era ya un buen lugar para un tradicionalista hispánico. Murió en París, veterano por más de veinte años de innumerables campañas, desde Copiapó hasta Morella, pero siempre peleando la misma guerra contra la decadencia de aquel Orden Cristiano que en su hogar arequipeño sus padres le habían enseñado a amar.
[1] Universidad Católica San Pablo de Arequipa, Perú cfsanchezm@ucsp.edu.pe
[2] Ante la necesidad de crear una “identidad nacional” distinta a la hispánica y la imposibilidad de desarrollar una reivindicación indigenista, por temor a exaltar a las relegadas poblaciones originarias, “quedaba, pues, solamente afirmar la propia identidad nacional contra los países vecinos y más hondamente contra España, rompiendo lo más posible con el pasado, con la tradición, partiendo de cero, y procurando eliminar de la memoria histórica aquellos tres siglos precedentes de real unidad hispano-americana, que en adelante no serían sino un prólogo oscuro y siniestro del propio logos nacional luminoso y heroico. Todo esto, claro está, no podría hacerse sin una profunda y sistemática falsificación de la historia, que en la práctica habría de llegar a niveles sorprendentes de distorsión, olvido e ignorancia. Así, por ejemplo, sería preciso fingir que en las guerras de la independencia las naciones americanas se habían alzado, como un solo hombre, contra el yugo opresor de la Corona hispana. Sería urgente también engrandecer los hechos bélicos, y más aún mitificar los héroes patrios recientes, aunque a veces presentaran rasgos personales sumamente ambiguos.”, José María Iraburu, Hechos de los Apóstoles de América, 5ta Parte, IV, en Apstoles de Amrica
[3] Para un vistazo al Perú Sacral y su nostalgia de esplendor a través de los imagineros tradicionales y artistas religiosos andinos, vid. Sebastián Correa Ehlers, Suyajruna. Una mirada al artista popular peruano, ICTYS, Lima, 2008.
[4] Para Víctor Andrés Belaunde, el “espíritu del Imperio” que según sería uno de los legados del Incario que animaría la posterior historia peruana, “resurge, sobre todo, en la época de Abascal, cuando este virrey, con elementos principalmente peruanos, criollos blancos, mestizos e indígenas, sostuvo el predominio de la autoridad imperial contra la dispersión de las soberanías en la revolución de los cabildos en Quito, Charcas, Chile y Buenos Aires. Abascal sintió el "imperium" y puso al servicio de él todos los elementos que habían constituido el antiguo virreinato y el antiguo estado de los incas. Parecen éstos revivir al conjuro del ideal de la lealtad monárquica. […]No puede explicarse la actitud de Abascal, y sobre todo la cooperación de la población peruana, sin la influencia de lo que podríamos llamar el "espíritu del imperio", en Peruanidad, Obras Completas V, p.48, Edición de la Comisión Nacional del Centenario, Imprenta Editorial Lumen, Lima, 1987.
[5] Pablo Macera, Visión histórica del Perú, pp. 179-182, Editorial Milla Batres, Lima, 1978.
[6] Archivo Regional del Cusco, INT, Vir., Leg. 159 (1823-24) en David T. Garnett: Sombras del Imperio. La nobleza indígena del Cuzco, 1750-1825, p. 17, trad. Javier Flores Espinoza, Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 2009.
[7] Op. cit, pp. 17-18.
[8] José de la Riva Agüero, Paisajes Peruanos, p. 153-154, en Obras Completas, Tomo IX, PUCP, Lima, 1969.
[9] Mateo Joaquín de Cosío, Elogio fúnebre del señor D. José Gabriel Moscoso, teniente coronel de los reales exércitos, gobernador de Arequipa, en las exequias que el Ilustre Cabildo Justicia y Regimiento de dicha Ciudad hizo en honor y sufragio de tan benemérito gefe el día 9 de marzo de 1815. Por el Doctor Mateo Joaquín de Cosío, presbítero, abogado del Ilustre Colegio de Lima. Y lo dio a luz el Señor D. Mateo de Cosío, del órden de Santiago, Brigadier de los Reales Exércitos Padre del Autor, con licencia, ed. por Bernardino Ruiz, Lima, 1815. Existe otra edición en la Colección Documental de la Independencia del Perú, Tomo III, Conspiraciones y Rebeliones en el siglo XIX, volumen 8, La Revolución del Cuzo de 1814, pp. 63-86, investigación, recopilación y prólogo por Manuel Jesús Aparicio Vega, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, Lima, 1974.
[10] Mal que todavía infesta a los intelectuales y académicos en el Perú.
[11] Sobre la Madre Ripa discurren dos capítulos breves de la obra de Pedro José Rada y Gamio, Mariano Melgar y apuntes para la historia de Arequipa, pp. 338-342, Imprenta de la Casa Nacional de Moneda, Lima, 1950. A finales del siglo XIX, el franciscano recoleto Elías Passarell recopiló en Arequipa algunos escritos de la Madre, así como diversos testimonios de su vida virtuosa.
[12] Op, cit, p. 341.
[13] Alberto Wagner de Reyna, “El hombre público que nada ambiciona” en AA.VV., Libro de Homenaje a Aurelio Miró Quesada Sosa, Tomo II, p. 901, Talleres Gráficos P. L. Villanueva S. A. Editores, Lima, 1987. El distinguido filósofo también apunta la transformación en logia masónica de esta camarilla, siendo su Venerable, nada menos que Jerónimo Valdés, el mentor de La Serna (p. 901). Durante el trienio, “el liberalismo constitucional y “progresista” del gobierno madrileño […] y de sus agentes en el Perú –apunta el recordado filósofo limeño- enajenó a España la simpatía de muchos criollos de ‘derecha’ y los empujó al campo de San Martín, quien aunque francmasón era monárquico y se apoyaba en la Iglesia” (p.203).
Dispuestos a esgrimir nuestras espadas con los aleves enemigos:
La Reacción Realista en el Sur del Perú (1814-1825)
Por César Félix Sánchez Martínez [1]
La inminencia de las celebraciones por el bicentenario de las independencias de los países hispanoamericanos es una ocasión más que adecuada para reflexionar sobre una realidad histórica sistemáticamente ocultada y no por eso menos importante, puesto que concierne a uno de los dos actores más importantes del proceso: el movimiento realista hispanoamericano.
En el siguiente artículo intentaremos un acercamiento al extenso fenómeno del realismo en el sur del Perú, fundamental para entender la dinámica de este movimiento en todo el virreinato. Nuestra aproximación consistirá en pasar revista brevemente a una serie de acontecimientos y figuras representativas del fidelismo surperuano, intentando comprender las razones que llevaron a defender una causa vista ahora por muchos como incomprensible.
Como bien apunta José María Iraburu, fue uno de los primeros designios de las nacientes oligarquías falsificar la historia reciente de sus naciones para poder justificar el status quo posterior a ese cataclismo tumultuoso y a veces incomprensible para los que lo atestiguaron que significó la Guerra de Separación [2].
Ni los elaborados e imaginativos intentos por construir una especie de liturgia laica de himnos, próceres deificados y demás elementos patrióticos, algunos de claro sabor masónico y jacobino, han podido remediar en la conciencia hispanoamericana (ya sea la de los liderazgos políticos e intelectuales o la de las masas populares, expresada en una variada y multiforme cultura tradicional especialmente en los sectores rurales [3]) esa perplejidad expresada tanto en la memoria de un bien perdido como en un sentimiento de desarraigo profundo, originado durante el proceso de destrucción y dispersión de la Monarquía Católica (1808-1833). Este fenómeno es mucho más acusado en aquellas regiones donde los eclipsados, los “otros patriotas” para utilizar la expresión usada por el historiador Manuel Gutiérrez, eran muchedumbre, como es el caso del Virreinato del Perú [4], en especial del sur andino, esa prolongación histórica del antiguo núcleo Wari-Inka, que según Pablo Macera había podido sostener el auge de Potosí y la unidad y hegemonía del gran Perú austriaco del siglo XVII [5].
Aun en los momentos crepusculares del Virreinato, cuando el poder fidelista sólo se circunscribía a las sierras sureñas –pero en que paradójicamente los desequilibrios de las Reformas Borbónicas habían sido remediados, al convertirse Cusco en capital del Reino y reincorporarse a éste el Alto Perú– ocurrieron algunos hechos bastante significativos, como aquel pedido de la nobleza indígena a la corte virreinal, fechado el 8 de junio de 1824, en que se solicitaba que:
“[…] en los días de víspera y dia del glorioso apostol Señor Santiago se celebre […] las funciones del Real Estandarte en memoria del triunfo de nuestros invencibles armas catolicas: en cuya festividad es visto salir […] uno de los indios nobles de las ocho parroquias de esta capital, de Alférez Real, nombrado por los 24 electores del Cabildo de Ellos, por ser dichas funciones, las mas vivas demostraciones de nuestra fidelidad, gratitud y jubilo que se hacen a ejemplo de Nuestros Antepasados. [6]”
Para el historiador norteamericano David T. Garnett esto demostraría que “los descendientes de la realeza incaica cuyo vasto imperio había sido tomado por los españoles no le juraban simplemente su lealtad a Fernando VII a medida que el virreinato colapsaba, sino que insistían en su derecho a hacerlo. Junto con ellos, la nobleza india de la sierra en general repudió la independencia impulsada por los criollos, del mismo modo que en el decenio de 1780, sus padres y abuelos habían acudido en defensa del rey, contra los masivos levantamientos indígenas de Túpac Amaru y los Catari [7]”.
Considerando la importante posición representativa y de coordinación que ocupaban los hidalgos indios en el ordenamiento del Reino peruano y la influencia que todavía gozaban en las comunidades - a pesar del menoscabo borbónico y los intentos de desarticulación por parte de funcionarios peninsulares después del alzamiento tupacamarista -, puede considerarse entonces como fidelista en gran medida y hasta el final, a la mayoría de los sectores indígenas del Sur Andino, que acudieron en masa a defender las banderas del Ejército del Perú al llamado de sus señores naturales.
Seis meses después, este ejército multiétnico defensor de la tradición y de la integridad territorial peruanas era finalmente derrotado.
A este punto cabe recordar la “perplejidad quieta y triste” que le produjo a José de la Riva-Agüero (1912) la contemplación del campo de Ayacucho: “En este rincón famoso, un ejército realista, compuesto en su totalidad de soldados naturales del Alto y Bajo Perú, indios, mestizos y criollos blancos, y cuyos jefes y oficiales peninsulares no llegaban ni a la decimoctava parte del efectivo, luchó con un ejército independiente, del que los colombianos constituían las tres cuartas partas, los peruanos menos de una cuarta, y los chilenos y porteños una escasa fracción” [8].
En una paradoja muy comprensible, las actuales Fuerzas Armadas Peruanas celebran como su día jubilar el 9 de diciembre.
Pero es menester preguntarnos: ¿cuáles era las formas de pensar y las estructuras del sentir de estos sectores realistas? ¿Puede intentarse una reconstrucción de la memoria del fidelismo surperuano?
Esta tarea todavía no ha sido realizada. El secular abandono de las fuentes de aquellos tiempos y la consecuente dispersión y desaparición de documentos valiosos la dificultan enormemente. Sin embargo, existe un valioso librito, editado en Lima en 1815, que constituye una suerte de manifiesto del realismo surperuano. Se trata del “Elogio fúnebre del señor D. José Gabriel Moscoso, teniente coronel de los reales exércitos, gobernador de Arequipa, en las exequias que el Ilustre Cabildo Justicia y Regimiento de dicha Ciudad hizo en honor y sufragio de tan benemérito gefe el día 9 de marzo de 1815 [9], por el doctor Mateo Joaquín de Cosío, sacerdote y abogado arequipeño. Fue editado en Lima en ese mismo año por el padre de su autor, el brigadier Mateo de Cosío. Ambos personajes fueron testigos presenciales de la toma de Arequipa por parte de los insurgentes capitaneados por Mateo García de Pumacahua, el 10 de noviembre de 1814. El intendente Moscoso, criollo arequipeño, veterano de las guerras contra la Francia Jacobina y destacado defensor de Zaragoza, junto con el cuzqueño mariscal de campo Francisco de Picoaga, fueron capturados por los rebeldes y luego ejecutados por negarse a respaldar su causa.
El Elogio fúnebre de Cosío no se ocupa solamente de realizar una sincera alabanza de las virtudes del difunto gobernador, sino que se constituye en uno de los únicos textos doctrinarios realistas en el Perú de aquel tiempo. El padre Cosío comienza sosteniendo que “la religión católica es el apoyo de las monarquías, y sin ella, los tronos están expuestos á ser el ultrage de los pueblos enfurecidos. Solamente esta ley santa enseña al hombre sus verdaderos derechos.” Argumentando en favor de la religión y de la sociedad orgánica, nuestro autor desmenuza en una sabrosa nota a pie de página la “abominable obrita” del ilustrado francés Gabriel Bonnot de Mably (1709- 1785), cuyo utopismo e igualitarismo cándido censura como “necedades”, para acabar lamentándose de la ignorancia religiosa y humanística de los criollos, que los lleva a recibir acríticamente toda clase de novedades infundadas [10]. Luego, valiéndose de una idea de los mismos filósofos –en este caso Pierre Bayle (1647-1706)-, realiza una sugerente invalidación del racionalismo ilustrado, que en algo nos remite a los argumentos antirracionales de la Escuela Tradicionalista francesa que florecería dentro de diez años.
Basándose en los Padres de la Iglesia, nuestro autor realiza un elogio de la lealtad al soberano de resonancias épicas, en algo comparable a los alturas alcanzadas por plumas católicas de décadas posteriores, como monseñor Bartolomé Herrera o incluso Donoso Cortés: “Así han pensado, señores, nuestros mayores, y éstas han sido las máximas sabias y santas con que los cristianos se han conducido en todos los países donde han enarbolado el estandarte de nuestro Jesús Crucificado. Por esto es imposible, deje de ser buen vasallo, el que está perfectamente instruido en la doctrina, y moral del cristiano. Si los preceptos que recibimos en nuestra primera educación son conformes al Evangelio, nosotros seremos fieles, obedientes a Dios y al rey; nunca le negaremos al César los tributos de respeto y amor que se le deben, apenas oigamos la voz con que nos llama al combate y a la defensa de su corona, cuando apresurados correremos al campo, dispuestos a esgrimir nuestras espadas con los aleves enemigos de nuestro común padre, cual debe reputarse el rey ”.
Pero el fidelismo de Cosío no es una defensa moderada de un statu quo semi-ilustrado para evitar mayores males y desórdenes (como podría entenderse el “realismo” de Hipólito Unanue o Baquíjano y Carrillo), sino es contrarrevolucionario in radice. Al repasar la biografía de Moscoso, Cosío menciona las hazañas del difunto combatiendo a las fuerzas de la Francia Revolucionaria durante la década de 1790, deteniéndose para analizar la ideología revolucionaria: “¿Qué vigor no toma su espíritu [al] combatir contra el Galo Revolucionario? Mira en él un impío filósofo destructor de los tronos; un sacrílego regicida; un ciudadano que pidiendo la libertad e independencia de los pueblos, no hacía más en esto que renovar las doctrinas de Tomás Muncero y Nicolás Storck, principales discípulos del Heresiarca Lutero, y patronos de los Anabaptistas?”. Seguidamente, en otra nota, desarrolla con más detalle el parangón entre los jacobinos y los anabaptistas del siglo XVI. Citando la Histoire de l’Église del abate Antoine de Bérault-Bercastel (1778-1780), destaca en éstos “la aversión declarada a los magistrados, a la nobleza, a todas las potestades, y a todo género de superioridad. Querían que todos los bienes fuesen comunes, todos los hombres libres e independientes, y prometían un imperio donde reinarían solos en una felicidad perfecta, después de haber exterminado a los impíos, es decir, todos aquellos que no habrían abrazado su impiedad homicida.” Sugerentemente, Cosío denuncia el fondo utópico, nihilista, milenarista, violento e incluso anarco-comunista detrás de ambas revoluciones. Luego, pasa a ocuparse “del jefe de los incrédulos modernos, Mr. Rousseau”. Concluye luego con una admonición implícita al clero de simpatías liberales, que algunos años después jugaría un papel importante en el desmantelamiento del Reino del Perú: “Comparen los amantes de la libertad las doctrinas de los Anabaptistas con las suyas; y al mismo tiempo observen que su conducta y modales han sido arreglados por las máximas de Rousseau, y no por las del Evangelio. ¿Y todavía creerán que sus procedimientos son cristianos? ¡Ah, insensatos!”.
A diferencia de otros realistas en el Perú de aquellos años –como el “periodista” Gaspar Rico-, Cosío no se dejó ilusionar con la Constitución de 1812 ni con el aire liberal que empezaba a respirarse en ciertos cenáculos aparentemente fieles a la Corona: “La constitución puso el sello a nuestros males. Ella acabó de abrir las puertas de par en par a la insurrección, pues las juntas populares para las elecciones […] sólo sirvieron para exaltar los ánimos, y con la acción popular prescripta en el artículo 255, se disculparon los cabecillas de la insurrección del Cusco. Por eso los mayores defensores de ese cuaderno han sido los rebeldes, después de la justa abolición que de él ha hecho nuestro augusto monarca”. Y eso no es todo, puesto que el doctrinario arequipeño llega a expresar un anhelo profundo de los auténticos fidelistas peruanos, que va más allá del rechazo al proceso insurreccional iniciado en Buenos Aires cinco años atrás, sino que se yergue como un justo reclamo contra desaciertos y novedades turbias que debilitaron a su patria en las últimas décadas del siglo anterior: “[L]os fieles vasallos no deseamos sino que se conserven las antiguas leyes que obedecieron nuestros padres”.
En el pensamiento del arequipeño Mateo Joaquín de Cosío (1815) ya se encuentran expresados, exaltados y defendidos aquellos elementos –Dios, Patria, Fueros y Rey- que se convertirían en el lema defendido veinte años después en la Península por otro surperuano realista, el brigadier Leandro Castilla Marquesado.
Y si en el panorama del realismo surperuano, Cosío encarna al doctrinario fidelista, y Castilla y Moscoso, a los convencidos defensores de la Corona en el campo de batalla, la Reveranda Madre María Manuela de la Ascensión Ripa, representa a la mística profética, a la última de las virtuosas, al lucero brillante pero crepuscular de la edad de oro de la santidad arequipeña. Monja de clausura del Monasterio de Santa Catalina de Siena en Arequipa [11], gozó de fama como visionaria y consejera prudente, siendo requerida por las autoridades cuando la situación se tornaba incierta. Se enteraba de los resultados de los combates de las Armas del Rey antes que llegasen los correos. Dejó un epistolario y algunos escritos espirituales, donde plasmó sus visiones extáticas así como algunos juicios históricos y políticos. A tal grado llegó su predicamento entre los fidelistas de Arequipa, que cuando Bolívar ocupó la ciudad en 1825, sufrió arresto domiciliario, circunstancia que el historiador Pedro José Rada y Gamio calificó de “ridículo y triste espectáculo [12]”. De la venerable criolla quedó hasta hace algún tiempo una leyenda áurea en Arequipa, que nos hablaba de Santos Cristos que sudaban sangre cuando el ejército católico era derrotado, y de presagios ominosos de un porvenir oscuro para el Perú.
Finalmente, siendo el Virrey La Serna cómplice y a la vez cautivo de “un grupo de oficiales ‘rojos´, que veían en su traslado a América ocasión de escapar de las persecuciones absolutistas […], de medrar con la represión a los insurgentes y de obtener rápidos ascensos [13]” , víctima de sus propias contradicciones, aislado de cualquier apoyo que no sea el del extenuado Sur del Perú, se consumaba la derrota de las armas reales. Los sucesos en la Pampa de la Quinua, a pesar de haber sido cantados por multitud de historiadores latinoamericanos todavía siguen guardando misterios. ¿Conocía ya la jefatura realista el contenido de la capitulación antes del combate? ¿Fue un combate simbólico para salvar el honor? ¿Existió una conjura masónica? El alzamiento de Olañeta no fue más que la simple contestación a una autoridad calcárea, sospechosa y muchas veces torpe. Sea lo que fuere, la suerte estaba echada desde hacía mucho, y así acabó inevitablemente el episodio americano de la descomposición de la Monarquía Católica.
Los realistas surperuanos pasaron a la oscuridad del olvido, desde donde contemplaron los vaivenes tragicómicos de la joven República. Pero no es casualidad que el único proyecto viable para el Perú en aquellos años, la Confederación Perú-Boliviana, alcanzase apoyo sólido entre los antiguos fidelistas arequipeños, siendo que el virrey postrero Tristán acabó ocupando la presidencia del efímero Estado Surperuano. Ese tradicionalismo popular, donde las muchedumbres urbanas y rurales insurgían para defender los derechos de la Iglesia encabezados por sus sacerdotes y sus mujeres, estaría detrás de las grandes sublevaciones clericales de 1856 y 1867.
Algunos como Leandro Castilla, natural de Tarapacá, en el extremo sur de la intendencia, prefirieron continuar sirviendo al Rey. Mas tan extrañas acabaron siendo las cosas algunas décadas después que ni España era ya un buen lugar para un tradicionalista hispánico. Murió en París, veterano por más de veinte años de innumerables campañas, desde Copiapó hasta Morella, pero siempre peleando la misma guerra contra la decadencia de aquel Orden Cristiano que en su hogar arequipeño sus padres le habían enseñado a amar.
[1] Universidad Católica San Pablo de Arequipa, Perú cfsanchezm@ucsp.edu.pe
[2] Ante la necesidad de crear una “identidad nacional” distinta a la hispánica y la imposibilidad de desarrollar una reivindicación indigenista, por temor a exaltar a las relegadas poblaciones originarias, “quedaba, pues, solamente afirmar la propia identidad nacional contra los países vecinos y más hondamente contra España, rompiendo lo más posible con el pasado, con la tradición, partiendo de cero, y procurando eliminar de la memoria histórica aquellos tres siglos precedentes de real unidad hispano-americana, que en adelante no serían sino un prólogo oscuro y siniestro del propio logos nacional luminoso y heroico. Todo esto, claro está, no podría hacerse sin una profunda y sistemática falsificación de la historia, que en la práctica habría de llegar a niveles sorprendentes de distorsión, olvido e ignorancia. Así, por ejemplo, sería preciso fingir que en las guerras de la independencia las naciones americanas se habían alzado, como un solo hombre, contra el yugo opresor de la Corona hispana. Sería urgente también engrandecer los hechos bélicos, y más aún mitificar los héroes patrios recientes, aunque a veces presentaran rasgos personales sumamente ambiguos.”, José María Iraburu, Hechos de los Apóstoles de América, 5ta Parte, IV, en Apstoles de Amrica
[3] Para un vistazo al Perú Sacral y su nostalgia de esplendor a través de los imagineros tradicionales y artistas religiosos andinos, vid. Sebastián Correa Ehlers, Suyajruna. Una mirada al artista popular peruano, ICTYS, Lima, 2008.
[4] Para Víctor Andrés Belaunde, el “espíritu del Imperio” que según sería uno de los legados del Incario que animaría la posterior historia peruana, “resurge, sobre todo, en la época de Abascal, cuando este virrey, con elementos principalmente peruanos, criollos blancos, mestizos e indígenas, sostuvo el predominio de la autoridad imperial contra la dispersión de las soberanías en la revolución de los cabildos en Quito, Charcas, Chile y Buenos Aires. Abascal sintió el "imperium" y puso al servicio de él todos los elementos que habían constituido el antiguo virreinato y el antiguo estado de los incas. Parecen éstos revivir al conjuro del ideal de la lealtad monárquica. […]No puede explicarse la actitud de Abascal, y sobre todo la cooperación de la población peruana, sin la influencia de lo que podríamos llamar el "espíritu del imperio", en Peruanidad, Obras Completas V, p.48, Edición de la Comisión Nacional del Centenario, Imprenta Editorial Lumen, Lima, 1987.
[5] Pablo Macera, Visión histórica del Perú, pp. 179-182, Editorial Milla Batres, Lima, 1978.
[6] Archivo Regional del Cusco, INT, Vir., Leg. 159 (1823-24) en David T. Garnett: Sombras del Imperio. La nobleza indígena del Cuzco, 1750-1825, p. 17, trad. Javier Flores Espinoza, Instituto de Estudios Peruanos, Lima, 2009.
[7] Op. cit, pp. 17-18.
[8] José de la Riva Agüero, Paisajes Peruanos, p. 153-154, en Obras Completas, Tomo IX, PUCP, Lima, 1969.
[9] Mateo Joaquín de Cosío, Elogio fúnebre del señor D. José Gabriel Moscoso, teniente coronel de los reales exércitos, gobernador de Arequipa, en las exequias que el Ilustre Cabildo Justicia y Regimiento de dicha Ciudad hizo en honor y sufragio de tan benemérito gefe el día 9 de marzo de 1815. Por el Doctor Mateo Joaquín de Cosío, presbítero, abogado del Ilustre Colegio de Lima. Y lo dio a luz el Señor D. Mateo de Cosío, del órden de Santiago, Brigadier de los Reales Exércitos Padre del Autor, con licencia, ed. por Bernardino Ruiz, Lima, 1815. Existe otra edición en la Colección Documental de la Independencia del Perú, Tomo III, Conspiraciones y Rebeliones en el siglo XIX, volumen 8, La Revolución del Cuzo de 1814, pp. 63-86, investigación, recopilación y prólogo por Manuel Jesús Aparicio Vega, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, Lima, 1974.
[10] Mal que todavía infesta a los intelectuales y académicos en el Perú.
[11] Sobre la Madre Ripa discurren dos capítulos breves de la obra de Pedro José Rada y Gamio, Mariano Melgar y apuntes para la historia de Arequipa, pp. 338-342, Imprenta de la Casa Nacional de Moneda, Lima, 1950. A finales del siglo XIX, el franciscano recoleto Elías Passarell recopiló en Arequipa algunos escritos de la Madre, así como diversos testimonios de su vida virtuosa.
[12] Op, cit, p. 341.
[13] Alberto Wagner de Reyna, “El hombre público que nada ambiciona” en AA.VV., Libro de Homenaje a Aurelio Miró Quesada Sosa, Tomo II, p. 901, Talleres Gráficos P. L. Villanueva S. A. Editores, Lima, 1987. El distinguido filósofo también apunta la transformación en logia masónica de esta camarilla, siendo su Venerable, nada menos que Jerónimo Valdés, el mentor de La Serna (p. 901). Durante el trienio, “el liberalismo constitucional y “progresista” del gobierno madrileño […] y de sus agentes en el Perú –apunta el recordado filósofo limeño- enajenó a España la simpatía de muchos criollos de ‘derecha’ y los empujó al campo de San Martín, quien aunque francmasón era monárquico y se apoyaba en la Iglesia” (p.203).
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