Revista FUERZA NUEVA, nº 559, 24-Sep-1977
Chile: aniversario de un alzamiento
LA PATRIA SALVADA
Chile está gobernado (1977) por una Junta Militar, a diferencia de tantos y tantos países que están desgobernados por un puñado de arribistas enquistados en clanes que se llaman partidos políticos.
Al día siguiente del 11 de septiembre de 1973 ( fecha en que el general Pinochet, el Ejército, la Marina, las Fuerzas Aéreas e incluso los Carabineros -que se consideraban decididos partidarios del frente populismo de Allende, y no lo eran-, con organizaciones de civiles patriotas y con los gremios, derrocaron al régimen que llevaba a Chile a la ruina y al marxismo) se pronosticó que la Junta no duraría mucho tiempo.
Pero ahora (1977) ha celebrado su cuarto aniversario, a pesar de que casi cotidianamente se profetiza su inmediata desaparición, y a pesar de una vasta ofensiva internacional que va desde las presiones del presidente norteamericano Carter hasta los ataques de la Internacional Socialista, pasando por las melifluas críticas de los demócratas cristianos. De unos demócratas cristianos que tuvieron mucha responsabilidad en la llegada al poder de Allende y su Unidad Popular, puesto que le dieron sus votos en el Congreso, que después fueron perseguidos por éste, pero no tuvieron el valor de pasar a la acción contra él, que saludaron alborozadamente la enérgica acción del Ejército y ahora conspiran nuevamente, sin haber aprendido nada ni haber olvidado nada.
En esta ofensiva contra la Junta Militar participan en los “tontos útiles” de ritual, especialmente cuando surge el tema de los “derechos humanos”. Es costumbre que se ataque a Chile en este terreno, silenciando en cambio la tragedia de Camboya, donde las víctimas de los comunistas se cuentan por centenares de miles, las brutalidades del régimen marxista de Etiopía, la persecución de disidentes en Europa oriental, etc.
De lo que no se habla es de las razones que llevaron al Ejército chileno y a los grupos civiles patriotas que colaboraron con él, a derrocar a Allende y a un Gobierno de frente popular en que aparecían unidos socialistas, comunistas, cristianos izquierdistas y formaciones confusas bajo el signo del marxismo y en muchos casos de la violencia. Sin contar con la violencia ejercida desde el propio poder.
El Ejército tuvo demasiada paciencia
Hay que señalar que la acción de todas las Fuerzas Armadas contra el Palacio de la Moneda, residencia de Allende, sólo llegó cuando el Ejército no tuvo más remedio que intervenir. Si algo hay que reprocharle, no es que interviniera el 11 de septiembre de 1973, sino que tardara tanto tiempo en llegar a este gesto, a pesar de que la población lo reclamaba abiertamente desde meses.
El argumento para tan larga paciencia fue la rutinaria alegación de que el Ejército chileno ha sido siempre neutral en política. Esto es discutible, pero desde luego nunca se mostró indiferente ante la Patria en peligro, y en 1973 Chile lo estaba. No se podía hablar de neutralidad cuando la visible amenaza de bolchevización planeada por el Gobierno pesaba sobre millones de ciudadanos y se iba descarando cada día un poco más, llegando desde la economía a la educación, sin respetar ni a la Magistratura ni al Parlamento y proyectándose sobre el propio Ejército.
Quien manejaba el “argumento” de la “neutralidad” era el mismo Gobierno, que utilizaba al Ejército para alcanzar este objetivo marxista, comprometiendo a las Fuerzas Armadas en la marxistización de Chile. Esto era grave. También lo era que el Partido Comunista fuera creando lazos y relaciones en el interior del Ejército, valiéndose para ello de la amistad personal de Volodia Teitelboin con el general Prats.
Comprometiendo con cargos oficiales a los jefes militares, se tendía a dar la sensación de que las Fuerzas Armadas respaldaban la política de marxistización de Chile, aunque se opusiera la mayoría de los chilenos. Prats llegó a ser ministro del Interior y reemplazó a Allende en sus ausencias del país. Al general de las Fuerzas Aéreas, Claudio Sepúlveda, se le nombró ministro de Minas en el momento en que hasta los mineros se levantaban contra el Gobierno Allende. El almirante Ismael Huerta era ministro de Obras Públicas, controlado por técnicos marxistas, y no se enteró de la imposición del racionamiento a la población civil más que por la radio, a pesar de que la impopularidad de esta medida le alcanzaba a él.
Junto a esta táctica de “comprometer” a los jefes militares, se utilizó la de atacar a otros, que no compartían el criterio gubernamental. Así, el coronel Alberto Labbé, comandante de la Escuela Militar de Santiago, fue destituido por “conservador” y haberse mostrado hostil al viaje de Castro a Chile en 1971. El general Alfredo González Márquez, director del Instrucción del Ejército, fue retirado en septiembre de 1972 por sus críticas a la desastrosa política económica del Gobierno y sus advertencias ante la proliferación de grupos paramilitares de extrema izquierda.
Puede preverse lo que habría hecho Allende con el Ejército en el momento en que hubiera llegado a un punto conveniente su debilitación y división. Como indicio inquietante, Raúl Ampuero, ex secretario general socialista, reclamó un “cambio sustancial en el mando para garantizar que las Fuerzas de Seguridad estarían “formalmente subordinadas a la misma dirección política que guía la lucha por el socialismo e independencia”, y para ello reclamaba una depuración de los mandos “dudosos” y propugnó la formación de milicias populares armadas.
Luego, aparecieron documentos que probaban la infiltración sistemática de los marxistas en los cuarteles, las fichas personales de los oficiales que demostraban cómo éstos eran espiados en previsión de su liquidación física o detención, las instrucciones comunistas a los reclutas, la campaña de prensa contra el Ejército, la creación de células, la labor de propaganda y pintadas antimilitaristas en las proximidades de los establecimientos militares, y el “Plan Z” para el asesinato de jefes militares y dirigentes políticos considerados adversarios del marxismo.
El momento grave surgió cuando a los generales y almirantes se les planteó el caso de conciencia de si podían llamarse políticamente neutrales al aceptar puestos ministeriales en un Gobierno controlado por los marxistas y que les utilizaba para estos fines. El único que parecía satisfecho con los elogios que le prodigaba el periódico comunista “El Siglo” era el general Prats, del que lo menos que puede decirse es que resultaba una figura enigmática y tortuosa. Lo que los jefes militares pensaban quedó demostrado en una votación del Consejo de Generales sobre la propuesta, hecha por Prats, de que los militares siguieran siendo ministros del Gobierno frentepopulista: 18 generales votaron en contra de Prats, y sólo seis a favor. La insistencia y la mano hábil de Allende logró que algunos generales aceptaran carteras ministeriales civiles, pero el éxito de sus maniobras y halagos interesados duró poco, al sobrevenir la “purga política” representada por la destitución del general Ruiz de su puesto de comandante en jefe de las Fuerzas Aéreas, en agosto de 1973.
El riesgo de que se desencadenara el golpe de la izquierda contra el Ejército que estaba en preparación, a la vez que llegara a su objetivo final, de debilitación de las Fuerzas Armadas, la serie de destituciones, traslados y retiros de jefes y oficiales que firmaba Allende, indujeron a cruzar el Rubicón. El Consejo de Generales obligó a Prats a renunciar al cargo de comandante en jefe del Ejército, con lo que Allende no pudo seguir utilizando a este hombre extraño, complaciente y ambiguo para cubrir su labor disgregadora de las Fuerzas Armadas. Unos días antes, Prats había protagonizado un lamentable incidente al amenazar a una mujer que le manifestó públicamente su desprecio hacia su complacencia con los marxistas.
Y la manifestación de las esposas de muchos oficiales y generales, que arrojaron granos de arroz -símbolo de cobardía- a los militares que se jactaban de ser allendistas, “constitucionalistas” o “neutrales”, mientras Chile se despeñaba hacia la ruina, hizo el resto.
Todos en contra
En la jeremiada de sus amigos después del derrocamiento, se repite como una consigna que Allende había sido “elegido democráticamente”.
Esto no es cierto. En primer lugar, la Unidad Popular, conglomerado de varios partidos, incluyendo los comunistas y los socialistas, no tenía la mayoría. En las elecciones de 1970 sólo alcanzó el 36 por 100 de los votos, y es evidente que este magro resultado no le daba legitimidad para hacer un “cambio”, una revolución como la que pretendió, alterando radicalmente la estructura nacional. El 64 por 100 de los chilenos estaba en contra y por eso no votaron a Unidad Popular, que no logró alcanzar nunca la mayoría en las elecciones celebradas durante su absorción del poder, a pesar de los fraudes electorales que fueron denunciados y probados.
Ese 36 por 100 no le daba tampoco, naturalmente, la mayoría en el Congreso. Allende sólo fue elegido presidente de la República gracias a su promesa de respetar el estatuto de Garantías Constitucionales. Los demócratas cristianos le regalaron los votos de los diputados que le eran indispensables para llegar al Palacio de la Moneda. En esa turbia operación tuvo un importante papel el demócrata cristiano de izquierda Radomiro Tomic, que jugaba con los marxistas.
Las Cámaras, pues, estaban en situación legal de oponerse a las medidas marxistas de Allende. Pero la Unidad Popular encontró un procedimiento curioso para superar el obstáculo democrático y reírse de la oposición, con el sistema llamado de “resquicios legales” y los “decretos de insistencia”. Cuando una ley no tenía los votos de los diputados y era rechazada, el Gobierno saltaba por encima con estos dos instrumentos de una legalidad dudosa. Pero el objetivo final -y declarado- era disolver las Cámaras adversas y reemplazarlas por el “Poder Popular” o, más claramente, el soviet. Y como los diputados no estaban dispuestos a hacerse el “harakiri”, se les coaccionaba con manifestaciones callejeras amenazadoras, como la que se desarrolló en julio de 1972 en la Plaza Montt-Vara de Santiago ante el Congreso, la Corte Suprema y el periódico “El Mercurio”, y en la que participó el intendente de la capital, Alfredo Joignant; el líder socialista Hernán del Canto y el dirigente juvenil, también socialista, Rolando Calderón. Los más innobles insultos fueron vomitados por los manifestantes contra los diputados, los jueces y la prensa opositora por aquella muchedumbre, respaldada por las “Brigadas” marxistas.
En cuanto a la fuerza pública, en esta, como en tantas otras ocasiones, tenía orden de no intervenir. Ni siquiera para defenderse cuando era atacada por los revolucionarios terroristas del MIR.
El frentepopulismo igual a ruina económica
Matuse y Vuskovicz, como ministros de Economía en diferentes etapas, se encargaron de planificar la socialización de Chile. Y los resultados fueron la ruina.
El 80 por 100 de la producción industrial cayó bajo el control del Estado, que asfixiaba la iniciativa privada y apelaba a todos los medios, legales o violentos, para alcanzar su propósito. Con razón Orlando Sáenz, presidente de SOFOFA, pudo decir: “Este Gobierno está destruyendo sistemáticamente la industria chilena”.
La inflación llegó al 350 por 100 en los doce meses anteriores al derrocamiento de Allende. La agricultura quedó desorganizada por las expropiaciones y las ocupaciones violentas de los “fundos”, en muchos casos acompañadas de los asesinatos y vejaciones de los propietarios si intentaban oponerse, y de las amenazas y violencias contra los jueces que intentaban hacer respetar la ley. Uno de los tópicos más habituales a lo largo de este tiempo fue el de que el sistema judicial era instrumento de la “justicia clasista” y tenía que ser reemplazado por “Tribunales populares”.
El 75 por 100 de las tierras había sido incluida en la llamada “área reformada”, y muchas de las tierras ocupadas fueron transformadas por los terroristas del MIR en “zonas liberadas”. No fue respetada por el Gobierno la ley que establecía como límite de la incautación las ochenta hectáreas. Y la consecuencia de aquel caos fue el hambre. Chile tuvo que importar productos para su alimentación y hubo que gastar 480 millones de dólares en esas importaciones, produciéndose un déficit comercial pavoroso. Baste decir que la producción de trigo bajó de las 1.300.000 toneladas de 1971 a las 700.000 de 1972.
En el momento de ser derrocado Allende, la reserva estatal en divisas se reducía a 3.500.000 dólares, la deuda externa se cifraba en 4.000.000 millones de dólares y la inflación crecía vertiginosamente hasta el 750 por 100.
Pero la máquina marxistizadora siguió funcionando hasta el último instante. Se engañaba a la población, se atacaba bestialmente a las mujeres que protestaban por la falta de pan, se aterrorizaba a las ciudades con los “cordones industriales”, los barrios convertidos en ciudadelas de las bandas terroristas, que crearon sus tribunales, sus tropas de choque y utilizaban los medios del Gobierno para sus acciones violentas.
Estos no son más que muy pequeños detalles de lo que era la realidad del Chile marxista cuando, al fin, las Fuerzas Armadas se decidieron a intervenir. Lo pedían ya las Cámaras, la Corte Suprema, la oposición, los dirigentes de las organizaciones gremiales y profesionales. Pero de esta realidad se sabe poco, porque la propaganda marxista inundó al mundo de sus mentiras y falsificaciones.
José Luis GÓMEZ TELLO
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