Los últimos de Filipinas
Cada vez más descendientes de colonos españoles se acercan al país filipino siguiendo el rastro de sus antecesores. Este es un pequeño recorrido para cualquiera que esté interesado en descubrir la Historia reciente -y apasionante- de España.
Nacho Carretero
Filipinas
«Es curioso cómo los ingleses acuden de vacaciones a sus excolonias. Los holandeses hacen lo mismo, los franceses y hasta los portugueses. Pero los españoles... Los españoles van a Tailandia en vez de a Filipinas». Un trabajador del ministerio de Turismo de Filipinas mostraba así su desconcierto ante el desconocimiento que en España se tiene de un país que fue y habló español durante cuatro siglos. «Queremos terminar con esta distancia. Dejar atrás el pasado. Queremos recuperar la herencia española». Y en esas está Filipinas.
El país asiático vuelca desde hace meses todos sus esfuerzos en captar el mercado español. Al fin y al cabo, los lazos que unen España y Filipinas son palpables: cientos de palabras en tagalo son españolas, los topónimos son también españoles, la religión es católica y el carácter, decididamente hispano: Filipinas es el Caribe de Asia.
La Historia –y por ende el turismo histórico- es la otra gran conexión. La principal, tal vez. Cada vez son más los descendientes de colonos españoles los que se acercan al país filipino siguiendo el rastro de sus antecesores. Veamos un pequeño recorrido para cualquiera que esté interesado en descubrir Historia reciente –y apasionante- de España.
Intramuros (Manila)
El distrito de Intramuros. El recuerdo más visible del paso de los españoles por Filipinas (nombre que se debe a Felipe II) se sitúa en el distrito de Intramuros, en el centro de Manila, la capital. Intramuros era el epicentro de la vida de los españoles en la ciudad. Hoy, restaurado y conservado, se puede pasear por sus parques, ver los antiguos calabozos y contemplar cómo era la vida de los colonos españoles de la época entre carruajes, callejuelas e iglesias. Un viaje en el tiempo.
Cavite, el rastro del fuerte
Cavite es una ciudad al sur de Manila que tiene una asignatura pendiente: sacar partido a su pasado colonial español de cara al turismo. En Cavite estaba el fuerte del mismo nombre, donde descansaban los barcos de la Marina española y donde finalmente sería derrotada y hundida por el ejército estadounidense el 1 de mayo de 1898, en el marco de la guerra entre EEUU y España que desembocaría en la pérdida de la colonia para España en favor de los americanos. El propio alcalde de Cavite muestra orgulloso desde el balcón de su despacho el antaño puerto español. Pero apenas hay indicaciones turísticas, por más que en la propia ciudad insistan en que cada día son más los españoles que aparecen por el Ayuntamiento en busca de las huellas de sus tatarabuelos. A cambio, sí es posible pasear por el puerto, charlar con los vecinos más ancianos que todavía hablan español y visitar el monumento a los trece mártires, soldados filipinos que dieron su vida batallando contra el ocupante español.
Baler, los últimos de Filipinas
Baler no dejaría de ser una ciudad más de la isla filipina de Luzón si no fuera porque contiene una pequeña iglesia (reconstruida) donde cincuenta soldados españoles resistieron el sitio de los revolucionarios filipinos durante once meses. Baler es el escenario de uno de los capítulos más fascinante de la historia reciente española y solo por eso su visita merece la pena. El 30 de junio de 1898 los 50 soldados españoles del destacamento de Baler fueron atacados por insurgente filipinos (apoyados por EEUU) y se refugiaron en la mencionada iglesia.
El regimiento de Baler. Semanas después, España perdía la guerra ante EEUU y las autoridades españolas enviaron varias cartas a los cincuenta soldados que todavía estaban dentro de la iglesia para que se rindieran: no tenía sentido seguir resistiendo. No lo lograron. Tampoco los dos franciscanos que acudieron en agosto. Ni siquiera en febrero del año siguiente, cuando la guerra comenzó a virar y los contendientes fueron entonces Filipinas y EEUU –con España como mero espectador- los soldados abandonaron su sitio. Varios emisarios más fracasaron en su intento de convencer a los 50 soldados de que la guerra había terminado hacía meses, pero no confiaban en nadie. Ni siquiera cuando se les dio la orden directa de rendirse lo hicieron. Solo el 2 de junio de 1899, tras ojear unos periódicos que hablaban de la guerra entre EEUU y Filipinas, entraron en razón. Y salieron de la iglesia.
Como muestra de respeto, las tropas filipinas les dejaron pasar y les repatriaron. Esa es la historia –resumida- de los llamados últimos de Filipinas. Una historia que la ciudad de Baler acoge y ofrece al visitante. Una de las miles de historias en conexión con España que esconde Filipinas.
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Última edición por Hyeronimus; 05/09/2014 a las 14:59
«Defensa de Baler» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 7/X/2017.
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En cualquier país respetuoso de su pasado la aparición de «Defensa de Baler» (Espuela de Plata, Sevilla, 2016), narración de fray Félix Minaya (1872-1936) sobre el trágico sitio de once meses sufrido por un destacamento militar (los celebérrimos «Últimos de Filipinas») en la iglesia de Baler, habría sido un acontecimiento. Sobre las vicisitudes ocurridas durante tan afamado episodio sólo contábamos hasta la fecha (aparte del testimonio fragmentario de algún soldado) con la crónica «El sitio de Baler», publicada por Saturnino Martín Cerezo, teniente al mando del destacamento tras la muerte del capitán Las Morenas.
En «El sitio de Baler», Martín Cerezo hace una crónica pormenorizada de los once meses de asedio, resalta el heroísmo de la mayor parte de los soldados a sus órdenes y hace alarde de sus indudables dotes de mando y estrategia. Pero también revela aspectos más discutibles de su personalidad y una justificación no siempre convincente de algunas decisiones adoptadas durante los once meses de encierro.
Cuando preparaba mi novela «Morir bajo tu cielo» tuve ocasión de consultar el manuscrito de esta «Defensa de Baler» que ahora el gran filipinista Carlos Madrid pone a disposición del lector curioso. Su autor, el padre franciscano Félix Minaya, fue utilizado por los insurrectos filipinos como emisario para convencer al capitán Las Morenas que entregase la plaza. La rendición no se produjo; y Minaya se negaría a salir de la iglesia tras concluir su embajada, compartiendo la suerte de los soldados españoles. De este modo, sería testigo privilegiado de los avatares ocurridos allí durante los 290 días restantes del asedio.
En «Defensa de Baler» se nos cuentan aspectos que el anticlerical Martín Cerezo nos escamoteó (así, por ejemplo, el fervor religioso que galvanizaba a los soldados) y se nos confirma que el fusilamiento de dos desertores ordenado por el teniente, discutible desde el punto de vista militar, fue además una ignominia, pues no se les permitió confesar sus pecados, habiendo dos frailes en la iglesia. Fray Félix Minaya pasa de puntillas sobre esta gravísima vileza; y nos sugiere que en diversas ocasiones Martín Cerezo actuó muy calculadamente, arrastrando a los soldados en sus desvaríos, para no comprometer su responsabilidad personal.
Pero «Defensa de Baler» es un documento valiosísimo también por otras razones. Nos ofrece una visión de los primeros cincuenta días del sitio de Baler desde el bando insurrecto; y, en su tercera y última parte, Minaya nos narra su desgraciada vida tras la rendición del destacamento. Pues, extrañamente, el acta de capitulación firmada por Martín Cerezo sólo se preocupa de especificar que la «fuerza sitiada» no quedaría como «prisionera de guerra» y que sería conducida hasta lugar seguro. En cambio, los dos franciscanos que, tras la fallida embajada, habían compartido las penalidades del sitio, fueron apresados por los insurrectos y sufrieron todavía muchos padecimientos (no, por cierto, de la hospitalaria población autóctona, sino de los cabecillas de la revuelta, envenenados de consignas masónicas), hasta que los americanos los liberaron. Fray Félix Minaya nos ofrece, además, descripciones muy vívidas de su peregrinar por la selva, en contacto con tribus de negritos e ilongotes.
Sorprende el gallardo estilo de fray Félix Minaya, sobre todo si consideramos que escribió su narración a vuelapluma, sin corregirla apenas. Pero aquellos frailes de antaño tenían un castellano vibrante –fruto de una esmerada formación– que en nada se parece al estilo lamerón y bardaje que emplea la actual clerigalla.
Tampoco es comparable, por cierto, la tibieza de esta clerigalla con el ardor doliente de fray Félix Minaya, que toma vuelo en varios pasajes de su «Defensa de Baler»: «Pobre España, adorada patria, ¡cómo te han puesto! –escribe Minaya–. ¡Eres digna de mejor suerte! ¡Todavía tienes soldados dignos de ti! Despierta y sal del letargo en que yaces, pisoteada y despreciada por los mismos que en otros tiempos te temieron! ¡Ya es hora, despierta, levántate y marcha! ¡Aún tienes hijos que con gusto te dedicarán todos los latidos de sus corazones, todas las energías de sus almas y hasta la última sangre de sus venas! Por ti, querida España, no perdonarán desvelos, no evitarán sacrificios, no se ocultarán a las fatigas, ni los peligros los acobardarán, ni las calamidades les harán desfallecer. ¡Anda y no retrocedas!».
Pero fray Félix Minaya, a diferencia de nuestros intrépidos obispones, era un evangelizador y un patriota. Por eso murió en Filipinas, entre los españoles de aquellas islas: «Los vecinos de Baler –escribe hacia el final de su crónica– siempre existirán en mi corazón. Mientras la sangre corra por mis venas, mientras el aire alimente mis pulmones, mientras me quede un momento de vida, su nombre ocupará un lugar preferente en mi corazón. Sí, pueblo querido, te amé, te amo y te amaré».
Y, como obras son amores, fray Félix Minaya se quedó en Filipinas hasta que su corazón entregó su último latido.
https://www.abc.es/cultura/cultural/...4_noticia.html
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