Re: La conquista de Mallorca
Añadió aún más, que en tal punto había un pozo de agua dulce, de cuya agua habían probado el y otros marineros, una vez que lo visitaron que muy lejos había otro islote llamado <<Pantaleu>>, separado también del indicado punto, y distante de tierra solamente como un tiro largo de ballesta. -¿Qué más deseamos, pues? Respondimos Nos al oír la relación; arribemos allá, donde habiendo agua dulce y buen puerto, refrescaremos los caballos, aunque les pese a los sarracenos, y podremos aguardar bien a la armada. Además, que desde allá podremos preparar mejor nuestros planes y pasar luego a donde mejor nos parezca. – Con esto, mandamos izar vela a fin de aprovechar aquel viento de Provenza que nos favorecía para entrar en tal punto; y no bien la izamos después de comunicar nuestra galera la orden a las demás para que hicieran lo mismo y nos siguiesen al puerto de la Palomera, cuando todos los buques izaron también las suyas por haber divisado la nuestra. Vióse aquí lo que era la fuerza de la virtud divina, pues con aquel viento que reinaba al emprender el rumbo hacia Mallorca, no pudimos abordar a Pollenza, así como se había creído; y lo mismo que creíamos contrario, nos ayudó entonces, pues hasta aquellas embarcaciones que más se habían sotaventado, viraron fácilmente con tal viento hacía la Palomera, donde Nos estábamos, sin que se perdiese ni faltara un leño o barco tan siquiera. El día que entramos en el puerto de la Palomera, era el primer viernes de septiembre; más al día siguiente, sábado, por la noche, habíamos recobrado ya y teníamos a salvamento ya todos nuestros leños.
En dicho día enviamos a buscar a nuestros nobles, esto es, a don Nuño, al conde de Ampurias, a En Guillermo de Moncada, y a los demás de nuestro ejército; queriendo asimismo que asistiesen los cómitres de las naves, especialmente aquellos que tenían fama de más inteligentes. Lo que en tal reunión se deliberó, fue: que enviásemos a don Nuño en una galera, que era suya, y a En Raimundo de Moncada en la de Tortosa, para que fuesen costeando en ademán de ir contra Mallorca; y que donde creyesen que mejor podía fondear la armada que allí lo haríamos. El primer lugar que hallaron propio para nuestro objeto, fue uno llamado Santa Ponza, en el cual había una colina cerca del mar, ocupada la cual, aunque no fuese más que por quinientos hombres, no se perdería ya tan fácilmente, antes al contrario, por tal medio podía arribar con toda seguridad nuestra armada. Así fue como se hizo, después de haber hecho descanso el domingo en el islote de Pantaleu, y durante cuya permanencia allí como a mediodía, vino a encontrarnos pasando a nado, un sarraceno, llamado Alí, de la Palomera, quien nos refirió infinitas nuevas de la isla, del Rey y de la ciudad. Con esto, mandamos que sobre media noche levasen anclas las galeras, y que nadie absolutamente diese el grito de: !Ayoz¡ sí sólo que, en lugar de esta señal, diesen con un palo en las proas de las taridas y de las galeras al zarpar, pues era inútil el áncora allí donde tan buen puerto había . Esta disposición se tomó por que en la playa de enfrente había como unos cinco mil sarracenos, con doscientos de a caballo, que tenían paradas sus tiendas; más también lo comprendieron los nuestros que, a media noche hubiérase podido asegurar que no había acaso un hombre que hablara en toda la hueste. De las doce galeras que llevábamos, cada una remolcaba una tarida, y así fue como éstas y toda la gente, fueron introducidas en el puerto, sin que se percibiera apenas.
Oyéronlo, sin embargo, los sarracenos y alborotáronse; pero conocido por los que conducían las taridas, cesaron y quedaron quietos a fin de prestar atención. Entretanto fueron entrando lentamente las taridas en el puerto; más al cabo, empezaron a gritar los sarracenos levantando la voz con fuerza y por largo rato, lo que nos hizo creer que nos habían descubierto de improviso. Oyendo tales gritos, gritamos también nosotros al azar: los sarracenos empezaron a correr a pie y a caballo por el campo, y mientras mirábamos en que punto podríamos tomar tierra, dierónse tal prisa nuestras doce galeras y doce taridas que llegaron al playa antes que los sarracenos pudiesen impedirlo.
Los primeros que saltaron a tierra fueron don Nuño y En Raimundo de Moncada, los templarios, En Bernardo de Santa Eugenia y En Gilberto de Cruilles quienes ganaron la mano a los sarracenos, tomando aquella colina cercana a la mar con la ayuda de setecientos peones cristianos. Llevaban los nuestros además, como a cincuenta de a caballos, frente a los cuales los sarracenos se alinearon en batalla, formando éstos en todo un número como de cinco mil hombres de a pie y doscientos caballos.
Pasó a explorarles Raimundo de Moncada, quien se adelantó sólo y con precaución de que nadie le siguiera, hasta que estuvo muy cerca de ellos, en cuya ocasión llamó a los nuestros, gritando luego al verles ya próximo: -Acuchillémosles, que nada valen-. Con esto corrió dicho Moncada ante todos contra los moros, y faltaría sólo la distancia de unas cuatro astas de lanzas para que los cristianos les alcanzaran, cuando aquéllos volvieron las espaldas y huyeron. Siguiéronles los nuestros sin abandonar su intento, y fue el resultado, que murieron de los sarracenos más de mil y quinientos, en razón de que ninguno quería dejarse prender; finido lo cual, volvieron los nuestros a la orilla del mar.
Saltábamos Nos a tierra entonces, y apenas lo hicimos, cuando nos presentaron ya ensillado nuestro caballo, mientras que de una tarida nuestra desembarcaban los caballeros de Aragón. Al verles, exclamamos: -¡Sentimos a fe que se haya vencido la primera batalla de Mallorca, sin haber Nos estado! Pero, caballeros, ¿hay de entre vosotros quien quiera seguirme?- La respuesta fue seguir todos los que se hallaban preparados, llegando a formar como unos veinte y cinco hombres. Con ellos salimos trotando ya galope hacia el punto en que se había dado la batallas.
EL ASALTO A PALMA DE MALLORCA
Llegó en esto la noche anterior a la víspera de año nuevo, y resolvimos que al amanecer del día siguiente oyese misa toda la hueste, y recibiésemos el sagrado cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, armados ya y dispuestos a comenzar la batalla. Dada la órden, se presentó en las primeras horas de aquella misma noche Lope Jiménez de Luciá; mandónos llamar, pues nos habíamos acostado, y nos dijo: - Señor, vengo de la mina, donde he mandado a dos de mis escuderos que por ella entrasen en la villa: lo han verificado, y habiendo visto a muchos sarracenos muertos por las plazas, y abandonada del todo la muralla desde la quinta hasta la sesta torre, sin un solo centinela que la guardase; me han aconsejado que mandásemos armar la hueste, por que nos apoderaríamos fácilmente de la ciudad, no habiendo quien la defendiese, y pudiendo entrar en ella más de mil de los nuestros antes de que lo adviertan los sitiados-. ¿Y vos, don Lope, a quien los años deberían de hacer más cauto, sois el que venís a darnos el consejo de que entremos en la ciudad de noche, y siendo ésta tan oscura? ¿No veis que muchos de nuestros hombres ni aún en mitad del día se avergüenzan a veces de mostrarse cobardes? ¿Cómo queréis, pues, que los metamos de noche dentro de la plaza, cuando ninguno tendrá el freno de que vean los demás lo que él haga? Si los de la entrasen en la ciudad y fuesen después rechazados, ya nunca jamás podríamos apoderarnos de Mallorca-. Conoció entonces que teníamos razón, y no insistió en su proyecto.
Re: La conquista de Mallorca
No bien empezó a alborear, cuando determinamos oír las misas y recibir el cuerpo de Jesucristo, dando a todos ordenes de armarse de todas las armas que debían llevar en la batalla; y luego después, siendo ya día claro, nos ordenamos al frente de la plaza, en la llanura que había entre ésta y nuestro campamento.
Acercándonos entonces a los infantes, que se hallaban colocados delante de los caballeros, les dijimos: -¡Adelante, barones; pensad que vais en nombre de nuestro señor Dios!- Más a pesar de que todos oyeron nuestra voz, no se movieron por ello ni infantes ni caballeros. Sorprendiónos en gran manera el ver que así despreciasen nuestras órdenes; y encomendándonos a la Virgen, dijimos: -Madre de Dios nuestro Señor, Nos hemos venido a esta tierra a fin de que en ella se celebrase también el sacrificio de vuestro Hijo; interponed, pues, para él con vuestros ruegos, para que no recibamos aquí ninguna deshonra Nos ni algunos de a los que Nos sirven por amor de Vos y de vuestro amado Hijo-.
Terminada nuestra oración, gritámosle nuevamente: -Adelante, pues, en nombre de Dios; ¿por qué vaciláis? Y a la tercera vez que les repetimos la misma voz, comenzaron a moverse al paso. Así que hubieron emprendido todos la marcha, caballeros y sirvientes, y estuvieron ya cerca del foso donde se había abierto el paso para entrar en la Ciudad, empezó toda la hueste a exclamar a una voz: ¡Santa María! ¡Santa María! Repitiendo todos durante buen rato y por más de treinta veces el mismo grito, hasta que estuvieron próximos a entrar los caballos armados. Habíanles precedido ya y se hallaban dentro más de quinientos infantes; pero también había acudido a estorbarles el paso el rey de Mallorca con todos los sarracenos de la ciudad, poniendo en tal apuro a los infantes, que a no haber entrado tras ellos los caballos, hubieran perecido sin remedio.
Según nos contaron después los sarracenos, el primero a quien vieron entrar a caballo fue un caballero vestido de blanco y que llevaba también blanca todas sus armas; por donde estamos en la firme creencia de que aquél debió de ser San Jorge, el cual, nos cuentan las historias, se ha aparecido repetidas veces en otras muchas batallas entre cristianos y sarracenos.
De los caballeros fue el primero en entrar Juan Martínez de Eslava, que era de nuestra meznada; siguió tras éste En Bernardo de Gurb; en pos del de Gurb entró un caballero que iba con sire Guilleume, y a quien por apodos llamaban Soyrot; y luego, tras estos tres, don Ferrando Pérez de Pina con otros cuyos nombres no recordamos. Baste decir que entraron todos lo más presto que pudieron, y que teníamos en la hueste más de cien caballeros que lo hubieran de buena gana verificado antes que todos, si posible hubiera sido que entraran todos a la vez.
Presentóse en seguida en rey de Mallorca, llamado Jeque Abohihe, y poniéndose al frente de los suyos montado en un caballo blanco, les gritó: Roddo, que es como si dijéramos: ¡Alto! Había a la sazón como unos veinte o treinta de los nuestros, sin contar a los sirvientes que se hallaban entre ellos, que embrazando sus escudos se habían parado delante de los sarracenos; y éstos a su vez les estaban esperando cubiertos con sus adargas y desnudas las espadas, sin que ni unos ni otros se atreviesen a dar la acometida. Llegaron entonces los primeros de los nuestros que habían entrado con sus caballos armados, y arremetieron contra los enemigos; pero eran éstos en tanto número, y tal la espesura de las lanzas que a los nuestros se oponían, que encabritándose los caballos por no poder pasar adelante obligaron a los caballeros a dar la vuelta, retrocediendo un poco, hasta que con los que habían entrado de refresco pudieron reunirse unos cuarenta o cincuenta, y así, con ayuda de los infantes que iban escudados, se situaron tan cerca de los sarracenos, que con solas las espadas podían herirse unos a otros, de manera que nadie se atrevía a descubrir el brazo, por miedo de que alguna espada, amiga o enemiga, no le hiriese en la mano.
Entonces fue cuando levantando la voz los cuarenta o cincuenta caballeros que allí había con sus caballos armados, y diciendo: ¡Santa María Madre de nuestro Señor! ¡Vergüenza, caballeros, vergüenza! ¡Adelante, embistámosle! se decidieron a arremeter todos contra los sarracenos.
Luego que los de Mallorca vieron entrada la ciudad, más de treinta mil de ellos, entre hombres y mujeres, abandonaron sus moradas, saliéndose por las puertas de Barbelet y de Portupí, en dirección a la sierra; de modo que fue tanto el botín que caballeros e infantes veían por do quiera, que ni aún pensaron en perseguir a los que huían. El último que se retiró fue el rey sarraceno. Cuando los demás que se quedaron, vieron por todas partes invadida la ciudad y a tantos caballeros, caballos armados e infantes, corrieron a esconderse como mejor pudieron; mas a muchos no les valió este recurso, pues más de veinte mil murieron en aquella entrada.
Así fue que al llegar Nos a la puerta de la Almudaina, vimos allí mas de trescientos muertos de los sarracenos que habían querido recogerse en la fortaleza, y que por haberles los suyos cerrado la puerta, se veían alcanzados por los de nuestra hueste , que los acuchillaban allí mismo. Luego que Nos estuvimos al pie de la Almudaina, los de dentro ni siquiera trataron de defenderse, sino que nos enviaron un sarraceno que entendía nuestro latín, para ofrecernos que nos entregarían aquel fuerte, con tal que les diésemos algunos de nuestros hombres para que les guardasen de la muerte.
Mientras estábamos negociando con los de la Almudaina para que se entregasen, llegaron dos hombres de Tortosa que querían hablar con Nos sobre cosas que, según dijeron, nos interesaban muchísimo. Apartámonos con ellos a un lado, y nos manifestaron: que si queríamos darles alguna gratificación, pondrían en nuestro poder el rey de Mallorca. -¿Cuánto queréis? les dijimos: -Dos mil libras, nos contestaron. –Sobrado es, les replicamos; por que si está dentro de la ciudad, al cabo habrá de caer en nuestras manos. Sin embargo, daríamos de buena gana mil libras, con tal de que pudiésemos cogerle sano y salvo. –Así se hará, nos respondieron-; y dejando en lugar de Nos a uno de los ricoshombres al frente de la Almudaina, con órden de no atacarla hasta que Nos volviésemos, nos fuimos con ellos a buscar al rey sarraceno, después de haber llamado a don Nuño, a quien dimos luego noticias del caso, para que nos acompañase.
Llegados ambos a la casa donde se hallaba el rey, nos apeamos, entramos armados, y al descubrirle, vimos que estaban delante de él tres de sus soldados con sus azagayas. Cuando nos hallamos en su presencia, se levantó: llevaba una capa blanca, debajo de ella un camisote, y ajustado al cuerpo un juboncillo de seda también blanco. Mandamos entonces a aquellos dos hombres de Tortosa que le dijesen en algarabía, que Nos les dejaríamos allí a dos caballeros con algunos de nuestros hombres para guardarle, y que no tenía ya que temer, porque hallándose en poder nuestro podía contar salva su vida.
Así lo verificámos, y nos volvimos en seguida a la puerta de la Almudaina, donde habiendo dicho a los que estaban dentro que nos diesen en rehenes y saliesen al muro viejo para ajustar los tratos, convinieron en entregarnos, como lo verificaron, al mismo rey de Mallorca, jóven que tendría a la sazón unos trece años. Abrieron entonces la puerta advirtiéndonos que pusiésemos cuidado en los que entrasen; y Nos confiamos la guarda del tesoro y de las cosas del rey a dos frailes predicadores, dándoles diez de nuestros mejores y más discretos caballeros, para que con sus escuderos les ayudasen a guardar toda la Almudaina, pues anochecía ya, estábamos Nos sumamente fatigado, y queríamos descansar un poco.
*Historia del Rey de Aragón Don Jaime I, el Conquistador, escrita en lemosín por el mismo monarca. Traducida al castellano y anotada por Mariano Flotals y Antonio de Bofarull. Fragmentos de los capítulos LIII, pág. 80, a LXXX, pág. 123.
Re: La conquista de Mallorca
No bien empezó a alborear, cuando determinamos oír las misas y recibir el cuerpo de Jesucristo, dando a todos ordenes de armarse de todas las armas que debían llevar en la batalla; y luego después, siendo ya día claro, nos ordenamos al frente de la plaza, en la llanura que había entre ésta y nuestro campamento.
Acercándonos entonces a los infantes, que se hallaban colocados delante de los caballeros, les dijimos: -¡Adelante, barones; pensad que vais en nombre de nuestro señor Dios!- Más a pesar de que todos oyeron nuestra voz, no se movieron por ello ni infantes ni caballeros. Sorprendiónos en gran manera el ver que así despreciasen nuestras órdenes; y encomendándonos a la Virgen, dijimos: -Madre de Dios nuestro Señor, Nos hemos venido a esta tierra a fin de que en ella se celebrase también el sacrificio de vuestro Hijo; interponed, pues, para él con vuestros ruegos, para que no recibamos aquí ninguna deshonra Nos ni algunos de a los que Nos sirven por amor de Vos y de vuestro amado Hijo-.
Terminada nuestra oración, gritámosle nuevamente: -Adelante, pues, en nombre de Dios; ¿por qué vaciláis? Y a la tercera vez que les repetimos la misma voz, comenzaron a moverse al paso. Así que hubieron emprendido todos la marcha, caballeros y sirvientes, y estuvieron ya cerca del foso donde se había abierto el paso para entrar en la Ciudad, empezó toda la hueste a exclamar a una voz: ¡Santa María! ¡Santa María! Repitiendo todos durante buen rato y por más de treinta veces el mismo grito, hasta que estuvieron próximos a entrar los caballos armados. Habíanles precedido ya y se hallaban dentro más de quinientos infantes; pero también había acudido a estorbarles el paso el rey de Mallorca con todos los sarracenos de la ciudad, poniendo en tal apuro a los infantes, que a no haber entrado tras ellos los caballos, hubieran perecido sin remedio.
Según nos contaron después los sarracenos, el primero a quien vieron entrar a caballo fue un caballero vestido de blanco y que llevaba también blanca todas sus armas; por donde estamos en la firme creencia de que aquél debió de ser San Jorge, el cual, nos cuentan las historias, se ha aparecido repetidas veces en otras muchas batallas entre cristianos y sarracenos.
De los caballeros fue el primero en entrar Juan Martínez de Eslava, que era de nuestra meznada; siguió tras éste En Bernardo de Gurb; en pos del de Gurb entró un caballero que iba con sire Guilleume, y a quien por apodos llamaban Soyrot; y luego, tras estos tres, don Ferrando Pérez de Pina con otros cuyos nombres no recordamos. Baste decir que entraron todos lo más presto que pudieron, y que teníamos en la hueste más de cien caballeros que lo hubieran de buena gana verificado antes que todos, si posible hubiera sido que entraran todos a la vez.
Presentóse en seguida en rey de Mallorca, llamado Jeque Abohihe, y poniéndose al frente de los suyos montado en un caballo blanco, les gritó: Roddo, que es como si dijéramos: ¡Alto! Había a la sazón como unos veinte o treinta de los nuestros, sin contar a los sirvientes que se hallaban entre ellos, que embrazando sus escudos se habían parado delante de los sarracenos; y éstos a su vez les estaban esperando cubiertos con sus adargas y desnudas las espadas, sin que ni unos ni otros se atreviesen a dar la acometida. Llegaron entonces los primeros de los nuestros que habían entrado con sus caballos armados, y arremetieron contra los enemigos; pero eran éstos en tanto número, y tal la espesura de las lanzas que a los nuestros se oponían, que encabritándose los caballos por no poder pasar adelante obligaron a los caballeros a dar la vuelta, retrocediendo un poco, hasta que con los que habían entrado de refresco pudieron reunirse unos cuarenta o cincuenta, y así, con ayuda de los infantes que iban escudados, se situaron tan cerca de los sarracenos, que con solas las espadas podían herirse unos a otros, de manera que nadie se atrevía a descubrir el brazo, por miedo de que alguna espada, amiga o enemiga, no le hiriese en la mano.
Entonces fue cuando levantando la voz los cuarenta o cincuenta caballeros que allí había con sus caballos armados, y diciendo: ¡Santa María Madre de nuestro Señor! ¡Vergüenza, caballeros, vergüenza! ¡Adelante, embistámosle! se decidieron a arremeter todos contra los sarracenos.
Luego que los de Mallorca vieron entrada la ciudad, más de treinta mil de ellos, entre hombres y mujeres, abandonaron sus moradas, saliéndose por las puertas de Barbelet y de Portupí, en dirección a la sierra; de modo que fue tanto el botín que caballeros e infantes veían por do quiera, que ni aún pensaron en perseguir a los que huían. El último que se retiró fue el rey sarraceno. Cuando los demás que se quedaron, vieron por todas partes invadida la ciudad y a tantos caballeros, caballos armados e infantes, corrieron a esconderse como mejor pudieron; mas a muchos no les valió este recurso, pues más de veinte mil murieron en aquella entrada.
Así fue que al llegar Nos a la puerta de la Almudaina, vimos allí mas de trescientos muertos de los sarracenos que habían querido recogerse en la fortaleza, y que por haberles los suyos cerrado la puerta, se veían alcanzados por los de nuestra hueste , que los acuchillaban allí mismo. Luego que Nos estuvimos al pie de la Almudaina, los de dentro ni siquiera trataron de defenderse, sino que nos enviaron un sarraceno que entendía nuestro latín, para ofrecernos que nos entregarían aquel fuerte, con tal que les diésemos algunos de nuestros hombres para que les guardasen de la muerte.
Mientras estábamos negociando con los de la Almudaina para que se entregasen, llegaron dos hombres de Tortosa que querían hablar con Nos sobre cosas que, según dijeron, nos interesaban muchísimo. Apartámonos con ellos a un lado, y nos manifestaron: que si queríamos darles alguna gratificación, pondrían en nuestro poder el rey de Mallorca. -¿Cuánto queréis? les dijimos: -Dos mil libras, nos contestaron. –Sobrado es, les replicamos; por que si está dentro de la ciudad, al cabo habrá de caer en nuestras manos. Sin embargo, daríamos de buena gana mil libras, con tal de que pudiésemos cogerle sano y salvo. –Así se hará, nos respondieron-; y dejando en lugar de Nos a uno de los ricoshombres al frente de la Almudaina, con órden de no atacarla hasta que Nos volviésemos, nos fuimos con ellos a buscar al rey sarraceno, después de haber llamado a don Nuño, a quien dimos luego noticias del caso, para que nos acompañase.
Llegados ambos a la casa donde se hallaba el rey, nos apeamos, entramos armados, y al descubrirle, vimos que estaban delante de él tres de sus soldados con sus azagayas. Cuando nos hallamos en su presencia, se levantó: llevaba una capa blanca, debajo de ella un camisote, y ajustado al cuerpo un juboncillo de seda también blanco. Mandamos entonces a aquellos dos hombres de Tortosa que le dijesen en algarabía, que Nos les dejaríamos allí a dos caballeros con algunos de nuestros hombres para guardarle, y que no tenía ya que temer, porque hallándose en poder nuestro podía contar salva su vida.
Así lo verificámos, y nos volvimos en seguida a la puerta de la Almudaina, donde habiendo dicho a los que estaban dentro que nos diesen en rehenes y saliesen al muro viejo para ajustar los tratos, convinieron en entregarnos, como lo verificaron, al mismo rey de Mallorca, jóven que tendría a la sazón unos trece años. Abrieron entonces la puerta advirtiéndonos que pusiésemos cuidado en los que entrasen; y Nos confiamos la guarda del tesoro y de las cosas del rey a dos frailes predicadores, dándoles diez de nuestros mejores y más discretos caballeros, para que con sus escuderos les ayudasen a guardar toda la Almudaina, pues anochecía ya, estábamos Nos sumamente fatigado, y queríamos descansar un poco.
*Historia del Rey de Aragón Don Jaime I, el Conquistador, escrita en lemosín por el mismo monarca. Traducida al castellano y anotada por Mariano Flotals y Antonio de Bofarull. Fragmentos de los capítulos LIII, pág. 80, a LXXX, pág. 123.