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  • 1 Mensaje de Carolus V

Tema: Casticismo

  1. #1
    Avatar de Carolus V
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    Casticismo

    Etimología

    El adjetivo castizo procede del sustantivo casta, documentado por primera vez en 1417, palabra cuyo origen, aunque incierto, se sabe que procede de la Península Ibérica. Según Joan Corominas y José Antonio Pascal, deriva del gótico kasts, con el significado de “grupo de animales o nidada de pájaros.
    En 1516, los portugueses denominaron casta a los grupos, sin mezcla ni contacto externo, de la India; esta concepción es la más divulgada entre los eruditos, teniendo este significado en el ensayo de Miguel de Unamuno en torno al casticismo.
    Se identifica lo castizo con lo bueno, lo conocido y lo leal, lo que a su vez se relaciona con la pureza.

    Características

    El casticismo es una cuestión de identidad común, una imagen proyectada al exterior y al interior, pero también un concepto cultural ligado a las formas de vida y expresión de un pueblo. Lo castizo debe ser algo aprobado colectivamente, nunca algo marginal, y siempre algo propio, aunque luego se emplee como reclamo de cara al exterior. Cuando lo castizo se consume en el exterior, deja de ser idéntico, aunque los cambios sean mínimos, como en el caso de lenguaje, a su comunidad de origen.

    Lo castizo está subordinado a un todo formado por la comunidad a la que pertenece y las circunstancias temporales. No se trata de algo inmutable, estando sujeto a cambios de índole material -nunca espiritual-, como modas o la adopción de elementos foráneos. De esta forma, se explica por qué son castizos el gusto por los belenes, originarios de Nápoles; por el sombrero de ala ancha cuya prohibición causó el motín de Esquilache (1766), originales de la guardia flamenca de Carlos II; la figura de los majos y las majas, una moda que no sobrevivió al reinado de Isabel II; e incluso hoy podemos definir la afiliación por el fútbol –originalmente inglés- como algo castizo.

    Un rasgo castizo es verdaderamente castizo siempre y cuando, habiendo siendo sacado de su comunidad de origen de forma espacial o cronológica, sea capaz de reflejar su lugar de origen, aunque este elemento ya no sea reconocido como castizo por su comunidad. Tal es el caso de los majos de la novela francesa Carmen, elementos castizos españoles que no eran reconocidos castizos en ese tiempo (1844) por los propios españoles, que tenían en aquella época unas costumbres menos libertinas que en la época de los majos.

    El Casticismo y la Sociedad Tradicional

    La “cultura popular” se identifica con la cultura popular tradicional, es decir, las sociedades pre-industriales y pre-burguesas caracterizadas por el fuerte respeto a las tradiciones que, si bien evolucionan, lo hacen muy lentamente.

    Con la llegada de la sociedad industrial, la sociedad tradicional se ve sustancialmente afectada por la aparición de la sociedad de clases –que imitan el modo de vida de las clases superiores para acceder a éstas- y por la pérdida de peso de la tradición. En España este proceso cobra importancia durante la Restauración escindiéndose el Proletariado del Pueblo o sociedad tradicional. A la cultura popular -unión del Proletariado y la sociedad popular tradicional- le sucede, con la llegada de los mass media, a la “sociedad de masas”.


    El Casticismo y la Cultura Intelectual


    Frente a la Cultura Popular está la Cultura Intelectual, caracterizada por ser elitista, individualista y anti-tradicionalista, y por su culto a la razón. La Cultura Intelectual da lugar a sociedades de grupos que utilizan ese saber como medio de escala social y, por lo tanto, para lograr poder.

    Cuando en una sociedad se acelera la diversificación sociocultural la cultura popular y la intelectual entran en conflicto. En Europa, este proceso se inició en la Baja Edad Media, se aceleró en el Renacimiento y se consolidó en el “Siglo de las Luces”, donde triunfa la cultura intelectual y se pasa a menospreciar la cultura popular, lo que dura hasta nuestros días.

    El Casticismo, movimiento de cultivo de lo castizo, en España tiene orígenes en la Edad Media, apareciendo y desarrollándose en el siglo XVIII y extendiéndose al XIX, cuando se agotará convirtiéndose en un movimiento de exotismo interno. En las ciudades donde triunfa la cultura intelectual, el casticismo es propio de las clases populares, en cambio, donde fracasa, es algo más general.

    El pueblo de tendencia casticista se niega a ser menospreciado y marginado, especialmente tras el ensalce de su idiosincrasia durante el Barroco, durante el cual trataba con el Rey de igual a igual. En esta oposición, el pueblo se vio auxiliado por la Iglesia y la aristocracia, enfrentados a su vez con los Ilustrados.

    Tras la victoria irreversible de la cultura intelectual, ésta se ve atraída parcialmente por la cultura popular o a la inversa, como fue el caso de Don Ramón de la Cruz Cano y Olmedilla, quién afrancesó sus entremeses.


    Reflexiones acerca del tradicionalismo y el casticismo

    En el seno del tradicionalismo, el casticismo constituye una parte fundamental de hecho, pues mientras el tradicionalismo constituye la teoría de la tradición, el casticismo supone llevarlo a la práctica.

    Las tradiciones suponen una evolución constante y tienen como núcleo al Pueblo, que decide aquello que hace o deja de hacer conforme a sus gustos y sin renunciar a su fondo espiritual. El tradicionalismo debe plegarse a esos gustos sabiendo distinguir entre la sociedad popular urbana y entre la sociedad popular tradicional.

    Asimismo, los enemigos del tradicionalismo coinciden siempre con los enemigos jurados del casticismo. El liberalismo, tanto el conservador como el progresista, no buscan la defensa de la sociedad tradicional, sino la de aquella que la menosprecia y la perjudica, la urbana. Entre el liberalismo, destaca la actitud progresista, que busca la aniquilación abierta de la sociedad tradicional, lo castizo y el casticismo. De igual manera, el carlismo, movimiento tradicionalista por antonomasia, ve al liberalismo conservador y al progresista como enemigos igualmente perjudiciales y sin diferencias circunstanciales.
    Joven Nacionalista dio el Víctor.

    Todo el mundo moderno se divide en progresistas y en conservadores. La labor de los progresistas es ir cometiendo errores. La labor de los conservadores es evitar que esos errores sean arreglados. (G.K.Cherleston)

  2. #2
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    Re: Casticismo

    Fuente: http://rodin.uca.es/xmlui/bitstream/...pdf?sequence=1

    El documento tiene diversos aspectos criticables, pero en general está muy bien, como anotaciones personales o innecesarias o la omisión del papel que ocupan en relación al casticismo los movimientos políticos del XIX desde el carlismo al marxismo.

    Todo el mundo moderno se divide en progresistas y en conservadores. La labor de los progresistas es ir cometiendo errores. La labor de los conservadores es evitar que esos errores sean arreglados. (G.K.Cherleston)

  3. #3
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    Re: Casticismo

    Reflexiones sobre Madrid y el casticismo en Infokrisis:

    Reflexiones sobre Madrid y el casticismo (I de III). Del centro a la periferia | INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

    Infokrisis.- Hemos pasado dos días en Madrid presentando la revista IdentidaD y saludando a los amigos de la capital. A diferencia de otras visitas a Madrid, en esta ocasión no hemos salido del Madrid de los Austrias. El hábito del madrugón hizo, además que pudiéramos darnos una vuelta por el amanecer madrileño, cuando las calles están casi desiertas y se experimenta el frescor de la reciente noche que excluye el olor a gasolina quemada, el calor sofocante y el gentío abigarrado y “multicutural” de algunas zonas. Eso nos ha permitido reflexionar sobre Madrid, el casticismo y España. Tómense estas líneas como apuntes y reflexiones de uno de provincias vagando por los amaneceres de la capital, nada orgánico en definitiva.“El París de la Francia” o “la Francia de París”

    Desde tiempo inmemorial a nadie se le ha ocurrido discutir a París el carácter de capital francesa. Puede decirse, sin temor a equivocarnos, que París ha hecho a Francia especialmente a partir del siglo XVII, aunque siempre, desde la formación del reino en los siglos XII y XIII, el impulso de construcción nacional ha tenido como centro a París.

    En buena medida, la historia de Francia es la historia de París y mucho más desde la revolución francesa. El jacobinismo exasperó esta tendencia convirtiendo a París en denominador común de toda Francia y “lo parisino” fue exportado a todo el territorio nacional convirtiéndose en estándar de “lo francés”. Y en eso están. Ayer mismo, mientras leía la prensa en la Plaza de la Ópera de Madrid supe que la Asamblea Francesa había rechazado el proyecto sobre las lenguas regionales (75 en Francia) con los votos del Partido Comunista, el Partido Socialista y buena parte del centrismo francés. Y es que la izquierda francesa es jacobina por definición y uno de los “valores de la República” es, precisamente, el jacobinismo. Donde hubo mucho todavía queda algo.

    Esto ha hecho que toda Francia se intentara construir a medida y modelo de París, lo que ha tenido como contrapartida el arrinconamiento de las riquezas culturales y antropológicas de las regiones que si bien ha desterrado la posible irrupción de cualquier movimiento separatista, también ha estado en el origen del chauvinismo, esto es, de la desmesura nacionalista llevada más allá de todo límite razonable. Francia, afortunadamente, es algo más que París, es Normandía y Bretaña, es Aquitania y Auvernia, es la Costa Azul y Saboya, son los “tres Pirineos” (tan diferentes cada uno de ellos de los otros dos), es Alsacia, etc.

    A diferencia de la derecha española y no digamos de la extrema-derecha carpetobetónica, en Francia, es frecuente que las banderas regionales estén muy presentes en sus manifestaciones y actos. Lo que aquí es un desdoro allí se ve como una riqueza e incluso como una revuelta contra el jacobinismo y la república. La derecha tradicional francesa, en tanto que antijacobina, prefiere partir de la “Francia profunda” y de la “Francia real”, aludiendo a aquel tiempo anterior al marasmo de 1789 en la que las regiones sumadas daban como resultado “Francia”. La visión de la derecha nacional francesa es pre-revolucionaria en tanto que antijacobina: las regiones sumadas más París dan Francia. El propio Maurras desconfiaba de la vida parisina que veía la quintaesencia de la relajación y la pérdida de valores. Él y toda la primera generación de intelectuales que dieron vida a Action Française (en particular Leon Daudet autor de las Cartas desde mi molino y Tartarin de Tarascón) confiaban mucho más en la Francia profunda, más auténtica y sencilla –aquí diríamos, más castiza- que en el Gran París cosmopolita. Esa generación de intelectuales que dieron vida con Maurras al frente al “nacionalismo integral” desconfiaban de aquel París que había impreso su carácter a Francia y se había convertido en el sinónimo de Francia y de “lo francés”. En España, naturalmente, las cosas han ido de otra manera.

    Los madriles, refugio de desarraigos y azote de periferias

    Madrid no es París, ni Lutetia era la presunta Mantua Carpetana en el que se situaría el origen del Madrid mítico. París era capital de Francia desde que Clovis se instaló allí en el 508 y la ciudad había sido fundada en el 250 a. de C. con un primer núcleo de población del que hay constancia arqueológica indiscutible en la Isla de la Cité. Así que no estamos hablando de una capitalidad joven sino de una ciudad que, prácticamente desde hace 2000 años ya era emblemática.

    Mucho más nebulosa es la existencia de una Mantua Carpetana que estaría en el origen de la actual Madrid [tratamos este tema en un artículo ya lejano titulado: Madrid, el misterio de los orígenes]. Si existió no debió tener importancia y no fue sino hasta un período relativamente reciente, a partir de 1561 cuando Felipe II estableció la corte. De hecho, los visigodos ignoraron a la presunta Mantua Carpetana y asentaron su capital en la no muy lejana Toledo. Para colmo, capital de facto, hubo que esperar hasta 1931 para que la II República oficializara el rol de Madrid como capital reconocida.

    El fondo de la cuestión es que:

    - Madrid es una ciudad joven, mucho más jóvenes que Burgos, Santiago, Pamplona, Barcelona o Valencia.

    - Todos los reinos peninsulares, sin excepción, son anteriores a la irrupción de Madrid en la historia.

    - Esto hace que exista en toda la periferia identidades y tradiciones específicas y muy ricas, pero no así en Madrid.

    - Las tradiciones y costumbres madrileñas de las que se tiene constancia se forman en los siglos XVII-XVIII y especialmente en el XIX son, pues, recientes, y desde luego muy posteriores a la formación de las tradiciones satures, leonesas, castellanas, vascas, o a las procedentes de los antiguos reinos y condados catalano-aragoneses.

    Para colmo, el crecimiento originario de Madrid se debe sobre todo a que ha sido elegida como lugar en el que se asienta la Corte. Madrid crece porque es corte y quien desea algo de la realeza debe de acudir a Madrid para obtenerlo.

    Madrid está en el eje de las dos Castillas… pero es otra cosa y siempre ha aspirado a ser otra cosa diferente a Castilla, al margen de que la ciudad tomara partido por el bando comunero antes de ser sede capitalina. Con el paso del tiempo Madrid ha sido poblado por gentes que iban a Madrid, vivían en Madrid, pero no eran de Madrid. Aún hoy es difícil encontrar madrileños de origen en la capital y si ellos lo son, los padres de estos son de cualquier lugar de España. En apenas 100 años, Madrid ha pasado de estar poblada por 500.000 habitantes a tener en toda la provincia 6.500.000 de habitantes. Es difícil encontrar algún madrileño cuyos abuelos hayan nacido en la capital.

    Madrid es una ciudad hecha a base de migraciones interiores venidas de todos los puntos de España. Barcelona, por su parte, solamente registró llegada de inmigrantes de otros puntos de España durante la primera revolución industrial e incluso entonces los principales contingentes seguían procediendo de las zonas rurales deprimidas de la propia Catalunya que tenían mucho más reforzado incluso que los propios barceloneses de origen su identidad regional. Esto ha hecho que la tradición catalana pudiera pervivir –hasta cierto punto- en el seno de la modernidad.

    El proceso de formación de la población madrileña ha tenido otras consecuencias. Madrid creció con aportaciones por goteo procedentes de todas las regiones. El hecho de que fuera por goteo dificultó el que esos contingentes, una vez llegados a la capital, conservaran sus tradiciones y su identidad regional de origen. Madrid se convirtió en eso que Camilo José Cela llamaba “una mezcla de Navalcarnero y Kansas City poblada por subsecretarios”.

    No es raro lo que siguió: a la inexistencia de una tradición específicamente madrileña siguió la identificación del casticismo madrileño con lo español. Dicho de otra manera: desde Madrid es muy difícil percibir la riqueza regional de España y se tiende a considerar esa riqueza como rival y concurrente de “lo español”. Desde Madrid apenas se percibe que Catalunya es infinitamente más que ERC y Euskal Herria mucho más que el PNV. La falta de tradición específicamente madrileña hizo que “lo madrileno” y “lo español” se confundieran. Y “lo español” terminó siendo visto desde Madrid como concurrente de “lo regional”.

    Aún hoy es frecuente que los catalanes se sientan “catalanes” y no entren en discutir lo obvio que, por historia, también son españoles y por eso se entiende que utilicen un lenguaje propio, tengan unas fiestas propias, unas tradiciones específicas e incluso una forma de ser que, hasta la irrupción del proceso de nivelación operado por la globalización, era acusado y específico. Salvo en sectores muy minoritarios y enfermizos, lo normal en Catalunya es que la selección española de fútbol tenga el mismo seguimiento que en cualquier otro lugar del Estado. A nivel de calle el problema lingüístico no existe y es raro encontrar a algún cenutrio que se niegue a hablar castellano por principio y por pura cabezonería. El problema lingüístico ha sido creado por la clase política y por la reaparición del nacionalismo catalán en los años 60 que ya tenía poco que ver con el regionalismo anterior de Cambó y de la Lliga Regionalista con su carácter católico de derecha regionalista dotado de un proyecto muy claro y rotundo: que los catalanes aspiraran a llevar las riendas de España (y estaba en su derecho a la vista de que en el siglo XIX el empresariado catalán había logrado lo que fracasó en otros lugares de España, la industrialización).

    A diferencia del PNV que sostiene la existencia de un grupo étnico diferenciado para basar su nacionalismo, en Catalunya éste solamente podía tener la lengua como elemento diferenciador. De ahí la importancia que el nacionalismo ha puesto siempre en la promoción del catalán. Veinticinco años después de acelerar este proceso, la Generalitat ha terminado comprobando –como le ha ocurrido al gobierno vasco- que el catalán cada vez se conoce más… y se habla menos (noticia leída en el ABC del viernes 20 leída en un bar de la plaza de la Ópera en Madrid). Esta constatación les ha inducido a nuevas medidas de proteccionismo lingüístico por pura desesperación (exigencia de hablar catalán para los profesores universitarios… si Einstein hubiera querido dar clases en Catalunya hubiera debido aprender catalán y su tesis sobre la relatividad habría valido tanto a la hora del currículo como su Nivel C de catalán…) o bien anular toda enseñanza en castellano en Euskal Herria, medidas ambas aprobadas en la semana que concluye.

    Paréntesis sobre la “guerra del francés”

    Mientras que en Madrid, el jacobinismo fue un producto ideológico de la revolución francesa, en España existió un jacobinismo ante litteram que emergió desde Madrid unido a otros factores (la crisis imperial, la formación de la mentallidad castiza, la irrupción del siglo de las luces y de las ideas de la ilustración, la implantación de la dinastía borbónica) y contribuyó a la laminación de los particularismos de la periferia en beneficio de un centralismo cada vez más nivelador que concluiría bruscamente, no con una revolución, sino con el inicio de la “guerra de la independencia”.

    Los hechos que siguieron al 2 de mayo de 1808 tienen mucho más de verdadera guerra civil en el que una España ilustrada partidaria de la renovación del Estado y de la administración sirviendo a la nueva monarquía de José I, se enfrenta a otra España ilustrada reunida en Cádiz y dotada de los mismos objetivos, a la que se añaden una España profunda que combate desde las guerrillas; los primeros est´n apoyados por los ejércitos napoleónicos y los segundos por los ejércitos ingleses de Wellington. Las ideas de la ilustración y de las luces estaban presentes en ambos bandos y ambos bandos encontraron el mismo impulso ideológico solo que uno creyó que José I podía encarnar las ideas de reforma y los oros creyeron que podían ser encarnadas por Fernando VII. Obviamente, unos y otros se equivocaron.

    De hecho, el 2 de mayo es importante porque sobre él se cimenta el mito (entendido en el sentido positivo y soreliano de “idea indiscutible”, situada por encima del razonamiento lógico) del nacionalismo español. El cuadro de Goya sobre los fusilamientos de la Moncloa, el bando del Alcalde de Móstoles, el “¡Se nos los llevan!” (marcado hoy a pocos metros de la entrada principal del Palacio Real), se convirtieron en dramáticas declaraciones de independencia de la “Nación Española”.

    Además, el hecho de que el primer centenario del 2 de mayo, tuviera lugar a muy poca distancia de la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, hizo que el tema de “la revuelta contra el invasor” dominara sobre cualquier otro factor. Lo que nos había hecho el extranjero en Cuba, rememoraba lo nos había hecho el otro extranjero en 1808. Ambos hechos contribuyeron a exacerbar ese frente del rechazo que fue el nacionalismo español y el desprecio hacia todo lo que procedía del exterior, tics que todavía conservan buena parte de los nacionalistas españoles en sus últimas trincheras.

    Finalmente se consiguió la victoria sobre “el francés” como suma de muchas circunstancias (desgaste de los ejércitos napoleónicos tras el fracaso de su marcha hacia Moscú y unido a la eficacia de las tropas inglesas desplegadas en España). También sería erróneo no recordar que entre los 12.000 exiliados afrancesados (a los que hay que sumar el séquito de cada uno de ellos, compuesto por familiares, sirvientes, secretarios, etc., que probablemente elevaran la cifra hasta 50-60.000 personas) pertenecientes a todas las clases sociales, la inmensa mayoría de ellos no tenían conciencia de haber “traicionado a España”. Los bandos del “intendente de Segovia” (cargo equivalente al de delegado del gobierno) de origen catalán, aventurero y explorador, Domingo Badía, más conocido como “Alí Bey”, son ilustrativos a este respecto.

    Cundo Alí Bey retorna de su viaje a La Meca como primer europeo que, disfrazado de árabe, ha conseguido entrar en la Gran Mezquita, ver la Kaaba y dar las res vueltas rituales en torno suyo, el 9 de mayo de 1808, corre inmediatamente a Bayona sin preguntar nada, para ponerse al servicio de Carlos IV. Éste le dice que “España ha pasado a Francia en virtud de un pacto” y que se ponga al servicio de Napoleón para lo cual le da una carta de recomendación. Domingo Badía se presenta ante Napoleón, departe con él sobre Egipto y, a partir de ese momento empieza a trabajar para la administración de José I, como intendente de Segovia.

    Sus biógrafos, dada a relevancia del personaje, nos han detallado su drama: las tropas francesas cada vez exigen más, especialmente después del desembarco inglés. Los guerrilleros queman las cosechas, roban los almacenes y sabotean la producción… pero da la sensación de que no se trata de un movimiento organizado, con un mando único y que responde a una estrategia militar unificada, sino que estamos ante un fenómeno muy similar al bandolerismo en el que unos grupos situados en la montaña sabotean para sobrevivir y han entrado en una dinámica de vendettas más que de operaciones de guerrilla rural propiamente dichas.

    Para colmo, el ejército francés, poco dotado para la política, considera que España es “territorio ocupado” y, por tanto, son dueños de comportarse como en cualquier otra país doblegado militarmente, buscando el botín y el saqueo. Muchos de los mariscales hacen un juego propio: enriquecerse al máximo en menos tiempo. Las exacciones están a la orden del día y los militares ni siquiera respetan a la administración que surge en torno a José I de quien, a estas alturas, no cabe la menor duda que aspiraba a una profunda reforma y modernización del país. La España de 1808 es un gigantesco caos inestable e ingobernable en el que se esté donde se esté, se está siempre en el lugar equivocado y/o difícil

    Malasaña, Agustina de Aragón, el timbaler del Bruch, los guerrilleros de La Mancha y de Castilla, de Andalucía ¿han hecho bien luchando por Fernando VII el más bandido y vil que haya visto la institución monárquica en lugar alguno de la tierra? Unos terminarán en el bando liberal, otros gritando “viva las caenas”… El mito fundador de la nación española estalla pronto a poco de terminado el conflicto. Se ha luchado contra el opresor y por Fernando VII que, a poco de llegar, se convierte en el opresor…

    Esta no es la menor de las contradicciones de aquella época: los grandes nombres de nuestra marina –y nuestra marina entera que jamás se recuperó precipitando la desconexión con las colonias de América- muertos en Trafalgar combatieron codo a codo junto al almirante Villeneuve y los marinos franceses… algo que frecuentemente se olvida, pocos años antes de 1808. La Francia napoleónica y la España de Carlos IV eran naciones aliadas. Los afrancesados durante la Guerra de la Independencia estaban donde siempre habían estado, al lado de Francia y al lado de Carlos IV… que finalmente firma los acuerdos con Napoleón (que despreciaba a todo lo borbónico) el cual pone como rey a su hermano.

    Como todo mito –y la Guerra de la Independencia es un “mito fundacional”- funciona siempre y cuando sea indiscutible. Y este mito tiene sobre todo impacto en Madrid con los hechos del 2 de mayo. Cuando se cumpla en Barcelona el bicentenario de la sublevación frustrada contra los franceses, se recordará muy poco a los menestrales escondidos en los tubos del órgano, detenidos allí y fusilados en la playa del Somorrostro por las tropas napoleónicas y, en cualquier caso, en el resto de España tendrán un nivel de conmemoración menor que el que ha tenido lugar en Madrid.

    Los hechos de 2 de mayo en Madrid, desarrolados sobre todo en la capital, dan a los madrileños la sensación de que ellos tienen la patente de la idea de España Nación y contribuye a aumentar el distanciamiento entre la periferia y el centro y hacer del centro el intérprete de “lo español” y el único detentador de la patente de marca.

    Por otra parte, a lo largo del siglo XIX cuaja el “casticismo” que ya se había adivinado desde mediados del siglo XVIII cuando empiezan a ponerse de relieve las reformar de los primeros Borbones y Madrid experimenta un salto cualitativo y empieza a ser “capital” y no solamente “sede de la corte”. La segunda parte de nuestra digresión irá precisamente centrada en el casticismo entendido como intento de creación de una tradición madrileña propia.

    Reflexiones sobre Madrid y el casticismo (II de III). El casticismo y lo castizo | INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà

    Resumamos las ideas que hemos intentado transmitir: la modernidad de Madrid hace que, a diferencia de toda la periferia, no tenga una tradición propia. De ahí que, dadas las aportaciones población peninsular a la Villa y Corte, Madrid sea un caso aparte: llega a la “españolidad” directamente, sin pasar a través de tradiciones periféricas y sea muy difícil de entender desde Madrid, porque otras regiones alardean de sus propias tradiciones que son vistas como incompatibles con la idea de España. Finalmente, Madrid termina generando su propia tradición específica: lo castizo. En esta segunda entrega vamos a dar vueltas sobre este tema.
    Las tres ramas de la nobleza del XVIII

    Lo castizo cuaja durante el período previo al motín de Esquilache, cuando a los vientos renovadores que proceden de la corte con la inserción en el entorno real de los “ilustrados” o “afrancesados” (las ideas de la ilustración ya otorgaban mucho antes que las tropas napoleónicas entraran en España, el título de “afrancesados” a quienes las compartían) reacciona el pueblo de Madrid –sobre todo el pueblo de Madrid- oponiendo “lo propio”. Pero lo propio es poco: como máximo el sombrero de ala ancha, la capa larga que sirve de embozo, la redecilla en el pelo, y poco más. Eso es lo que Esquilache quiere combatir porque individualiza en estos usos formas arcaicas que impiden el “progreso” y las “luces”. Aspira a introducir usos y costumbres europeas y, sobre todo, el farol de gas.

    Oponerse a estas reformas era “lo castizo” ¿Por qué se elige la palabra “castizo” para definir esta tendencia que era eminentemente reaccionaria en su época? Casticismo viene de “casta” y, en general, se utiliza para definir el “carácter nacional español”.

    Las reformas de los primeros borbones implicaron también un cambio en la aristocracia. Si hasta entonces los aristócratas eran descendientes de familias que habían destacado por hechos de armas en la Reconquista o en las guerras imperiales, con la llegada de Felipe V y de los borbones apareció una nueva aristocracia basada, especialmente en el amiguismo o en los servicios prestados no de carácter estrictamente militar. Esta nueva aristocracia, a diferencia de la anterior, tenía cierto sentido de lo popular y se sentía más próxima al “pueblo” que a la aristocracia de la sangre.

    A lo largo del siglo XVIII esos cambios en la composición de la casta aristocrática y su “proximidad” al pueblo, fueron mutando la sociedad. Si hasta ese momento solamente existía el toreo a caballo, esto es, el toreo aristocrático –pues, no en vano, el caballero era, fundamentalmente, aristócrata- a partir de ese momento aparece el toreo a pie, esto es, popular. En esa misma discusión tercia el tercer grupo de la aristocracia, los ilustrados… contrarios a cualquier forma de toreo por entender que, a pie o a caballo, era un arte bárbaro.

    Así pues, ya tenemos definidos –a través del toreo- los tres grupos de la nobleza que participan en la historia de España del XVIII: el grupo tradicionalista que no había entendido que el Estado debía modernizarse y que vivía de glorias pasadas; el grupo de cortesanos que recibieron títulos de nobleza por mero amiguismo y cuyo único programa era aproximarse al pueblo, en sus fiestas, en sus celebraciones y en su idiosincrasia; y, finalmente, el tercer grupo de los nobles ilustrados partidarios de reformas radicales, cuyos modelos eran europeos. Estos veían al pueblo como un colectivo infantil incapaz de guiarse por sí mismo, lo merecían todo… pero había que actuar sin contar con ellos según los principios ilustrados (“todo el pueblo, pero sin el pueblo”).

    La revuelta contra Esquilache (exponente de este tercer grupo), instigada por el segundo, corta la posibilidad de las reformas radicales. Es nuestra opinión, si en España ese motín que en algunas ocasiones se ha sido considerado como similar al desencadenante de la Revolución Francesa, no tuvo continuidad y se quedó en una mera algarada contra un valido muy cuestionado, fue simplemente porque un movimiento del tipo francés precisa de la existencia de una burguesía media que estaba en España casi completamente ausente y de una aristocracia distante como la existente en Francia que, como hemos visto, en España tenía una presencia mucho menor.

    El gusto por lo exótico de la Carmen de Merimée al Spain is different de Fraga

    Después de las guerras napoleónicas, esa burguesía apenas emerge y por eso la periferia española sigue conservando un costumbrismo y unas tradiciones que llamarán la atención de los visitantes del exterior: desde Washington Irving hasta próspero Merimée pasando por Frederic Chopin y George Sand. Lo que deslumbra a todos estos viajeros es que reconocen en España un arcaísmo que ya se ha perdido en sus respectivos países o que quizás no ha existido jamás.

    En esas mismas fechas –reinado de Isabel II- se produce un fenómeno que recientemente hemos tratado en el número 9 de la revista IdentidaD en el artículo de Enrique Ravello,Andalucía, ni mora ni gitana. La nobleza populista encabezada por Isabel II puso de moda acudir a los colmaos de flamenco y vestir batas de cola y lunares que no tenían nada que ver con la vestimenta tradicional andaluza (de origen castellano, pues castellanos fueron los contingentes que la repoblaron tras la Reconquista) y que eran propios de los ambientes desclasados. No es por casualidad que ese vestido de lunares se llamara “traje de gitana”, pues no en vano era solamente utilizado por gitanas. Las marquesonas y condesas, la nobleza populista buscaba el contacto con “el pueblo” y con “lo popular” que identificaban como lo más exótico y excitante… y, en realidad, lo era, pero no formaba parte ni de la cultura andaluza, ni de la española, sino que se trataba de interpolaciones foráneas y muy marginales respecto al eje central de la cultura española.

    Lo dramático fue que el desastre continuado de nuestro siglo XIX se cerró con la pérdida de los restos del Imperio y de ahí emergió una frustración nacional y un resentimiento hacia una Europa que al ver imposible de alcanzar entonábamos el “no están maduras” del cuento infantil. En ese período entre la crisis finisecular y la guerra civil hay toda una tendencia que hace de la necesidad virtud: es el “que inventen ellos”, el “españolizar Europa”, el “África empieza en los Pirineos”, el desprecio por todo lo europeo y la tendencia a resaltar las diferencias y roces con cualquier nación europea, la ideología de la Hispanidad que sirvió como justificación para dar la espalda a esa Europa a la que siempre estuvimos ligados y de la que las culturas peninsulares forman parte. Todo esto forma parte de lo que podemos llamar “ideología del rechazo” terminó plasmándose en doctrina oficial cuando el Ministerio de Información y turismo, con Fraga al frente, a mediados de los años 60 lanzó la campaña “España es diferente” como reclamo para el turismo. Y España es tan diferente de Francia como puede serlo Dinamarca, de la misma forma que Grecia es tan diferente de España como distante es de Inglaterra. Puestos a encontrar diferencias, Europa es un mosaico… con tantas interferencias históricas, étnicas, culturales y antropológicas que más que de diferencias podemos hablar de un continuum.

    Las fuentes de lo castizo

    El casticismo había surgido de ese gusto por lo arcaico y por la diferencia que ya se percibe en los sainetes de Ramón de la Cruz o en las obras de Mesonero Romanos, cronista oficial de la Villa y Corte durante muchos años.

    Una de las primeras sintonías del magazine presentado por Tico Medina y Yale que a las 14:00 horas precedía al telediario a finales de los años 50, era la suite España de Chabrier. El músico auvernés, había pasado varios meses viajando por España en 1883 y plasmó sus impresiones en esa partitura. Ya en esta obra se percibe un aroma a zarzuela que luego eclosionará en el “género chico” y muy especialmente en La Verbena de la Paloma, no por casualidad ambientado en Madrid. La Carmen de Bizet (y la de Merimée) terminaron por rizar el rizo y hacer que de “lo castizo” lo más significativo de “lo español” y presentado como su quintaesencia hasta el punto de que Unamuno pudo decir que «Se usa lo más a menudo el calificativo de castizo para designar a la lengua y al estilo. Decir en España que un escritor es castizo es dar a entender que se le cree más español que a otros» (En torno al casticismo).

    Los hitos del Madrid castizo
    Así pues el casticismo encontró algunos elementos tópicos en el organillo, caja de música procedente de Inglaterra que aparece en zarzuelas y en la vida callejera de los barrios más castizos, acompañado inevitablemente por el barquillero y el vendedor de horchata de cebada. Incluso hasta la posguerra, estos elementos eran inseparables del Retiro o el Rastro. Ese Madrid tenía en los chulos, chulapas y chisperos a sus elementos más populistas; la palabra “chulo” deriva de “cheol” o “scheol” que en lengua sefardí indica a los más jóvenes de la comunidad que por serlo son también conflictivos. Los chisperos por su parte eran, originariamente, los herreros, por su profesión “vendedores de chispa” y, por extensión, todo lo relativo al ambiente pícaro. Inevitablemente, el chispero iba en pos de la maja; éstas, por su parte, no terminan su vida en los cuadros de Goya o antes alentando la revuelta contra Esquilache, sino que prolongan su existencia a lo largo del XIX, no tan desnudas como la pintada por Goya sino más bien cubiertas con mantones de Manila tal como las pinta Bretón.
    Todos estos personajes eran especialmente relevantes en los aledaños de la Puerta del Sol, en torno al reloj que desde el XVII da las campanas de fin de año y donde se sitúan algunos de los símbolos del Madrid más castizo: la señal del kilómetro cero en donde empiezan y terminan todos los caminos. La estatua de la Mariblanca y de Carlos III, el símbolo del oso y del madroño y el recuerdo a los héroes del 2 de mayo.
    Sería imposible sintetizar en tan poco espacio todos los mitos madrileños ntre los cuales los héroes tienen su parte. Al Madrid castizo siempre le ha gustado honrar a sus héroes. Hoy, muy pocos madrileños saben quien fue Eloy Gonzalo, pero nadie ignora donde está la imagen “de Cascorro”. En pleno Lavapies, hoy sucursal de Naciones Unidas y festival continuado del multiculturalismo, por donde parte la ribera de Curtidores y arranca el Rastro, aparece la estatua triunfal de este soldado, madrileño de origen y héroe de la guerra de Cuba que roció las cabañas desde las que les hostigaban con petróleo obligando a los insurrectos a abandonar sus refugios. Eso le valió dominar hasta hoy la escena madrileña como recuerdo de las glorias imperiales que fueron y ya no serán.
    Es habitual que el turista –como fue mi caso las primeras veces que visité Madrid rápidamente- tienda a visitar primero la Plaza Mayor y sus alrededores. Nosotros, en aquellos primeros viajes asociábamos lo castizo al Arco de Cuchilleros y a la Cava de San Miguel y, por supuesto, a sus mesones. Cerca de allí, el Mercado de san Miguel era otro de los puntos inseparables del Madrid más castizo que hundía sus raíces en los años más turbulentos del siglo XIX, años de bullangas y disturbios civiles (1835).
    El Madrid castizo, sobre todo estaba asociado a la música y a lo musical. Ya hemos visto que uno de sus elementos inseparables era el organillo y otro de sus símbolos será la zarzuela, emblemática del llamado “género chico” que no aspiraba a rivalizar con la ópera, pero que era la “respuesta nacional” al género de Wagner y Donizzeti, Puccini y Bizet. Seguramente, de entre todas las Zarzuelas, La Verbena de la Paloma es la que pinta mejor el Madrid castizo, su tipología, su jerga y su alegría. Cuando se oyen las notas de la obra de Tomás Bretón, es inevitable retrotraerse a aquel Madrid ya desaparecido subsusimido entre edificios burocráticos, inmigrantes procedentes de todo el mundo y turistas acalorados. De ese Madrid queda sólo la obra de Bretón y algunas calles con el sabor perdido.
    Así mismo del Madrid de los couplets apenas quedan los teatros en los que hicieron furor. En la calle de Alcalá abundaban las salas de fiestas que servían couplets como las máquinas expendedoras sirven tabaco. De todo esto queda solo la atrabiliaria Sarita Montiel detrás de algún puro, recordada por sus miserias del corazón más que por sus gorgoritos de El Último Couplet. Pero el Madrid castizo tenía todavía más productos que ofrecer a sus buenas gentes inconscientes de que la modernidad los estaba dejando atrás. Si había un “género chico”, especie de ópera minimal, también hubo un “género ínfimo”, la revista picarona y mordaz, con su humor de sal gruesa, sus vedetes monumentales alzadas sobre tacones imposibles dominando una escena en la que sus oponentes eran hombres esmirriados en estado permanente de cherchez la femme. Del género, el maestro Guerrero obsequió a los madrileños especialmente con decenas de piezas que cimentaron el éxito de Celia Gámez.
    El colofón del Madrid castizo eran las verbenas populares. Había tantas como barrios. Los escenarios tenían que ver con lo religioso pero eran expresiones de lo mundano: eran las fiestas de San Isidro patrón de Madrid, con su romería en la pradera y en la ermita que le dedicaron los madrileños, la verbena de San Antonio cuando empieza a apretar el calor el 13 de junio; la fiesta de San Cayetano cuando el calor ha ganado en intensidad transformándose en “el calor” o la verbena de San Lorenzo en Lavapies cuando ya no vale la pena hablar de “el calor”, sino multiplicándolo por “n”, aludir a “las calores” el 15 de agosto.
    Visitante: si buscas algo de todo esto en el Madrid del siglo XXI, abandona toda esperanza de encontrarlo. Ese Madrid ha desaparecido y sólo lo verás en museos o bien en representaciones teatrales o en libros de antropologia. Ni barquillero, ni cantante de couplets, ni organillero, todos han sido sustituidos por individuos de razas ignotas al son de bongos en las calles y música de rap; ni un chulapo, pero sí miles de miembros de bandas latinas; las majas y chulapas tocadas con el mantón de Manila, cambiadas por patibularias prostitutas de a 20 euros, “francés” incluido. Las calles del Madrid de los Austrias y de Lavapies, de Vallecas y de Carabanchel, están donde siempre, pero el paisaje ha cambiado. El Madrid tradicional ha desaparecido y de nada sirve que Esperanza Aguirre o el alcalde Gallardón intenten asentar su poltrona sobre una base “tradicional”. Ni él ni ella son el chulapo y la chulapa de La Verbena de la Paloma, ni siquiera el héroe y la heroína del Madrid del 2 de mayo. Son, como máximo, los héroes quintaesenciados de la especulación y la multiculturalidad, es decir, de la ausencia de riqueza y de la negación de la cultura.
    Lo castizo y lo casticista como problemas

    La palabra castizo había aparecido mucho antes del siglo XVIII en la lengua castellana. Se tenía por castizo al hijo de mestizo y español. Era un concepto nacido de la España colonial que había recuperado un concepto anterior. El “castizo” era el sinónimo por el que se mencionaba al castellano antiguo del que derivaría el sefardí. De estos antecedentes nadie se acuerda y el casticismo está asociado al costumbrismo literario madrileño que aparece en el siglo XIX de la mano de los sainetes de Ramón de la Cruz o de las obras de Mesonero Romanos.

    Tras la derrota de 1898 las dos generaciones literarias que siguieron (la del 14 y la del 27) insistieron en la reflexión sobre lo castizo y el casticismo. Unamuno, Azorín y Ortega y Gasset se preocuparon sobre todo del asunto. Todos ellos lanzaban elogios hacia lo castizo y denostaban el casticismo. Ortega en su elogio a Azorín decía que el casticismo es una “de las infinitas maneras entre que un poeta puede elegir para no serlo”. Denostaba la permanente búsqueda del purismo y de la identidad y sostenía que Grecia fue solamente grande y expansiva mientras estuvo abierta a lo extranjero, lo cual resulta, como mínimo peligroso si no se define qué es lo extranjero. En realidad, Ortega estaba aludiendo al “aldeanismo” y “provincianismo” en el que empezaba y terminaba el casticismo literario. Y ya que estamos en esto, esto fue una de las interpolaciones en nuestra cultura que realizaron extranjeros con una visión parcial, exótica y turística del país en sus viajes a lo largo del siglo XIX. Como si el llegar a Bolivia uno visitara la “calle de los brujos” del mercado indígena de La Paz y concluyera que todo lo boliviano es pura brujería. La Carmen de Merimée y la de Bizet, dan que pensar sobre sí ambos habían reducido lo español a lo gitano. Y en algunas obras de Heminway da la sensación de que el autor pasó demasiado tiempo en los colmaos de flamenco (menos mal que tuvo su ración de adrenalina ante algún toro en Pamplona).
    En cuanto a lo castizo, Ortega –como Unamuno o Azorín- le profesaban un culto no enmascarado. Decía Ortegea: “Lo castizo, precisamente porque significa lo espontáneo, la profunda e inapreciable sustancia de una raza, no puede convertirse en una norma. Las normas son siempre abstracciones, rígidas fórmulas provicionales que no pueden aspirar a incluir las ilimitadas posibilidades del ser. ¡Por amor a la España de hoy y de mañana no se nos quiera reducir a la España de un siglo o de dos siglos que pasaron! La psicología de una raza ha de entenderse como una fluencia dinámica, siempre variable, jamás conclusa. (...) Creer que depende de nuestra voluntad ser o no castizos, es conceder demasiado poco al determinismo de la raza. Queramos o no, somos españoles, y huelga, por tanto, que encima de esto se nos impere que debemos serlo”.
    Sí, porque en el fondo, manejando el Diccionario de la Real Academia se encuentran algunas explicaciones que legitiman el uso de determinados palabros. Estaba yo hablando el otro día de lo gilipollas que resultaban los 12.000.000 de españoles que votaron al PSOE y no lo estaba haciendo por gusto a la malsonancia sino porque el “gilipollas” es aquel que se hace daño a sí mismo sin tener conciencia de hacérselo. Así mismo, el castizo es aquel “de buen origen y casta”, “lo genuino de cualquier país, región o localidad”, se aplica a “lo puro, y sin mezcla de voces ni giros extraños”.
    Ese mismo diccionario, unas columnas después señala da la razón de por qué los grandes del pensamiento español del siglo XX condenaron al casticismo, pues no en vano, no supone un permanecer en lo auténtico, sino la mera “afición a lo castizo en las costumbres, usos y modales”. Una cosa es “el ser” y otra la “afición a ser” que, a fin de cuentas, por sí misma, no puede ser más que exterior al ser que se pretende. Unamuno, grande entre los grandes, pero también pensador de vaivén que rectificó y rectificó siempre con una sinceridad intelectual que le honra escribía cuando aún no tenía la barba cana en 1894 en su obra En torno al casticismo: « Decir en España que un escritor es castizo es dar a entender que se le cree más español que a otros». Había dado en el clavo. Porque éste a fin de cuentas es el problema de cierto casticismo madrileño que en su percepción de “lo nacional” termina siendo más papista que el Papa y, como hemos dicho antes [véase primera entrega de estos apuntes] el desarraigo de buena parte de sus habitantes llegados de todos los rincones de España y que han dejado atrás sus tradiciones y hábitos, unido a la ausencia de una tradición específicamente madrileña, hace que este vacío y aquella distancia se suplan con el recurso a lo español. De ahí que el “español de Madrid” tienda a sentirse más “español” que el de la periferia y que desde Madrid se tienda a desconfiar de las expresiones culturales, antropológicas o lingüísticas regionales aunque estas den por sentado que son españolas y no planteen de manera continua lo que son y a lo que pertenecen, como si una estrella tuviera necesariamente que llevar colgado el cartel de la constelación de la que forma parte. Desde la periferia no se considera tan necesario recordar constantemente lo que es obvio, pero en Madrid, en cambio, sí.
    Y esta contradicción está en la base del problema de España y de lo español: porque el casticismo se convierte en específicamente madrileño y, como decía Unamuno, tiene tendencia a creer que es más español que otros. Y eso es lo malo que la reflexión sobre el casticismo nació en Madrid como búsqueda de la “autenticidad” de lo español… pero lo español no estaba sólo en Madrid sino también en la periferia y, sobre todo, podríamos decir, en una periferia más auténtica y con más raíces españolas que el propio Madrid.

    Reflexiones sobre Madrid y el casticismo (III de III). La casta de lo castizo | INFOKRISIS, el blog de Ernest Milà


    Hablar de casta es hablar de diferencias, identidades y especificidades. Decía Schuon que la casta es al espíritu lo que la raza a la materia y debía tener algo de razón porque en la Edad Media era más fácil que se entendieran dos de la misma casta pertenecientes a comunidades y religiones diversas que dos de casta diferente pertenecientes a la misma comunidad.
    De todas formas este planteamiento se hizo ocioso después de las expulsiones de judíos y moriscos, que no tenían más objetivo que crear una comunidad homogénea y coherente, la diferenciación de castas siguió existiendo pero con notables alteraciones. Entre 1492 (expulsión de los judíos) y la de los moriscos en 1504 en Castilla y en 1526 en Aragón, así como tras la guerra de las Alpujarras, ser judío o morisco, aun adinerado, queda sumido en el desprestigio. La clase aristocrática autóctona era la única que, a partir de ese momento, se arrogaba la preeminencia social.
    Muchas de las conversiones, especialmente de judíos, fueron forzadas por las conveniencias sociales. Los “cristianos nuevos” fueron cientos de miles. El judío salió del kahal (judería, call, calle), tuvo acceso a todas las profesiones que antes le estaban vedadas. España reacciona ante esto de manera diversa: mientras que, por una parte, aparece un interés por la pureza racial y por los “estatutos de limpieza étnica”, por otra, especialmente, un sector de la aristocracia que ha casado con millonarios de conversos, comprueba que su sangre no es pura. Es el pueblo llano y un sector de la nobleza el que sigue jactándose de ser “cristiano viejo” y dando importancia al elemento étnico y racial, mientras que la aristocracia dirigente descubre entre sus antepasados a linajes judíos.
    El catolicismo, referente de lo español en aquel momento (siglo XVI y todo el XVII), influye en todo este proceso de manera sorprendentemente doble: por una parte, la Inquisición multiplica sus investigaciones sobre judaizantes, criptojudios y marranos (conversos que seguían practicando en secreto sus ritos). Lo sorprendente es que, en cierta medida, la represión contra estas actividades corre a cargo de personajes de ascendencia judía (lo que evoca la frase de Louis Ferdinand Celine: “Si en Francia se creara una asociación antisemita, el presidente, el secretario y el tesorero serían judíos”… Otro tanto ocurrió en España). Tomás de Torquemada no fue una excepción. Y muchos judíos más colaboraron con la Inquisición en la represión contra sus propios hermanos de raza.
    Existe una palabra en el español de las Américas de la época inquisitorial, "malsinar", que viene del hebreo "lehalshín", delatar. Dentro de las comunidades secretas sefardíes, existían "malsines", judíos que se habían convertido y que querían mostrarse más católicos que sus correligionarios para no quedar ellos bajo sospecha, algo que hicieron denunciando a sus camaradas. Aparece así la proverbial “fe del converso”, mucho más papista que la del papa y que está en el origen de cierta intransigencia del catolicismo español: demostrar mediante la exasperación de la propia fe que no se es, lo que a fin de cuentas se es, judío converso. Estamos más ante un drama psicológico que ante otra cosa y el drama de estos conversos conviene analizarlo desde un punto de vista psiquiátrico. Incluso en pleno siglo XX hemos conocido a integristas ultramontanos de lo más sinceros –y si se nos apura, también de lo más enfermizos- que hacían gala de un fundamentalismo religioso católico que no tendría nada que envidiar al de Torquemada, entre otras cosas, porque en ambos casos, la sangre judía aparecía directa o indirectamente.
    Para colmo, la nobleza de sangre que no ha emparentado con conversos huye de la posibilidad de que se sospeche que está contaminada. En esas época hay profesiones “sospechosas” de ser practicadas por los conversos: el negocio, el comercio… ¡e incluso el estudio! Tenemos, pues, una nobleza que llega en algunos casos extremos a jactarse de que son analfabetos porque el serlo es un indicio de ser “cristiano viejo”. A nadie se le escapa que entre los siglo XVII y XVIII se produce un declive acelerado de la nobleza del blasón lastrada por estos tópicos. Así como en Europa, ajena a estos prejuicios –o mejor dicho, habiendo adoptado el prejuicio opuesto y protestante de la riqueza como signo de bendición de Dios y del trabajo como forma de expiar la “culpa”- se produjo luego un desarrollo industrial, en buena medida ligado a la aristocracia y a una burguesía emergente a partir de los menestrales, en España no hubo nada de todo esto. La figura del Hidalgo que tiene blasones y nobleza, pero ni un real de vellón, ni el hábito del trabajo, es más, que rechaza el trabajo por principio, es una figura típicamente española y que corresponde al período del Lazarillo y a algunas figuras de El Quijote. De hecho, el propio Alonso Quijano es el hijodalgo que dedica su tiempo a revivir las gestas de sus antepasados en las novelas de caballerías: hubiera sido un buen guerrero, sin duda, honra de sus ancestros, doscientos años antes, pero es pura irrisión en la España del Siglo de Oro, cuando la caballería y la nobleza de la sangre han muerto, limitándose Cervantes a extender su acta de defunción.
    En el límite de este proceso tenemos a una aristocracia de la sangre y del blasón empobrecida y que alardea de “sangre pura” y de su condición de “cristiano viejo”. A esto se suma, la otra componente de la nobleza que, más pragmática, no ha tenido problema en cruzarse con los conversos y que, a la postre, termina siendo más papista que el papa; y tenemos, finalmente, también a un pueblo llano en el que la pureza racial se convierte en obsesión autotitulándose “cristianos viejos”, algo equivalente al “orgulloso de ser español” actual… y exasperando también la práctica del catolicismo. No es raro que a lo largo del siglo XVIII estas dos tendencias confluyan… en el casticismo. La primera componente va perdiendo fuelle poco a poco. A cada generación que pasa, el patrimonio está más empequeñecido. Sobreviven a costa de vender patrimonio ya que el trabajo les sigue estando vedado por imperativo moral. En el siglo XXI todavía he reconocido en zonas rurales a los últimos mohicanos de esta tendencia que recorriendo los valles te cuentan que aquella era la casa de sus bisabuelos, la montaña pertenecía a sus tatarabuelos y el valle entero era de la propia familia ducal en un tiempo remoto. Hoy el patrimonio queda reducido a unas pocas hectáreas y no sobrevivirá más de 10 años a tenor de los gastos y de que todo se acaba en esta vida. Otro de estos me comentaba que de pequeño había dicho a su padre a la vista de unos vendedores de horchata: “Parece que ese negocio permite vivir bien” a lo que el padre le repuso: “Sí, pero ¿y la vergüenza que pasas?”. Para el venerable padre, trabajar era, ante todo, algo bochornoso. Y si bien es cierto –como Evola apuntó en varias de sus obras- que el trabajo no es, desde luego la actividad más alta que pueda hacer un ser humano, la negativa a trabajar por “dignidad” o por vergüenza torera, no es tampoco un síntoma de buena salud mental.
    Pero lo sorprendente fue que las otras dos componentes de la sociedad española del XVII y XVIII terminaran por converger. La nobleza adaptada a las circunstancias y convertida de nobleza del blasón en nobleza del dinero tenía su espíritu de casta relajado –estaba dejando de ser “casta” para convertirse en “clase”- y quería confluir con los villanos (con el “pueblo”) no sólo porque sentía que la rústica simplicidad del pueblo llano estaba más cerca de su origen que la aristocracia del blasón de la experimentaba su desprecio a causa de sus orígenes “contaminados” por la sangre conversa.
    Además, el “pueblo” aportaba diversión: toros, tabernas, bailes, francachelas, alegría y fiesta. El arquetipo de esta nobleza son las duquesas de Alba tan dadas a folgar con toreros y torerillos, a hacerse ver en paradas de cante jondo, a buscar compañía de bailaores de flamenco y palmiseros asilvestrados, y, naturalmente, a vestir en los saraos el traje de gitana con más porte que el traje de noche. Lo mismo ocurrió con todos los borbones a partir de Carlos III de los que, prácticamente como única virtud –y en algunos sin el “prácticamente”- profesaban el culto a lo popular. Se dice que Alfonso XIII arrancó un aplauso en la Academia Militar cuando presionando la colilla del cigarrillo con el pulgar, manteniéndola sobre el índice de la mano, acertó a arrojarla al cenicero. De Alfonso XII se glosa su romanticismo más lánguido y melancólico que el de cualquier poeta del XIX, sus amores y desgracias sentimentales eran seguidos por el pueblo con el interés que hoy se siguen las peripecias de la corona monegasca. De Isabel II –denominada “reina castiza”- se glosan sus performancessexuales, la promiscuidad con la que elegía a sus amantes en el cuerpo de palafreneros reales, así como su gusto por los tugurios y lupanares. De los borbones actuales, mejor ni comentarlos aun cuando, bueno es recordar, que todo el mundo coincide en que el tal Juan Carlos I es un “tipo enrollado” y simpaticote.
    Pues bien, esa forma de ser de cierta aristocracia, con su proximidad al pueblo, llevó a episodios como el motín de Esquilache y vacunó a este país contra estallidos revolucionarios similares al francés. Aquí no había noble a quien tumbar ni guillotinar porque su populismo desarmaba a los agitadores. La sociedad cambiaba, la Europa del Tratado de Westfalia empezó a distanciarse del anterior modelo europeo… y España siguió como antes, oscilando entre Trento de un lado y la sucesión de fiestas, celebraciones, jolgorios y saraos que imprimieron carácter a un país que si sabe de algo es divertirse. No en vano aquí hay lo que no hay en ningún lugar de Europa: tapeo, verbenas y fiestas mayores sin fin, fiestas autonómicas, carnavales, ferias de abril, romerías de mayo, semanas santas kilométricas y puentes que son acueductos.
    Sin darse cuenta, las castas fueron desapareciendo y, tras unos siglos de tímido ascenso, las clases de fueron imponiendo. En el XIX la casta era lo viejo y la clase social lo nuevo. Este proceso vino favorecido por las acumulaciones de capital que se produjeron en las colonias de América. La actividad de algunos colonos hizo que aumentara la movilidad social: se gestaron fortunas que luego –especialmente en Catalunya- se utilizaron para arrancar el proceso de industrialización. La clase terminó imponiéndose porque no dependía del lugar de nacimiento, sino de la escala ocupada en el proceso de producción. Los “ricos de sangre humilde” que tan a menudo aparecían ya en El Quijote (dando a entender lo mucho que sorprendían a Cervantes) se hicieron habituales en nuestro suelo. Entre ellos, los borbones fueron eligiendo una nueva nobleza que ya no era casta, sino clase.
    Tras el motín de Esquileche y mucho más tras la entrada de las tropas francesas, da la sensación de que la tragedia se evidencia en toda su magnitud: el tiempo de las reformas necesarias que podían realizarse ya ha pasado y no se hicieron; ahora, cuando parecía claro que Europa avanzaba a otra velocidad y nos estábamos quedando atrás, habíamos entrado en el tiempo de las reformas imposibles. La tragedia de la guerra de la independencia es que tanto la España de las Cortes de Cádiz como la de la corte de José I, estaban persuadidos de la necesidad de imponer unas reformas a la sociedad española que nos llevaran a la modernidad. La incapacidad para emprender esta vía condujo al “estúpido siglo XIX” y a que apenas fuera otra cosa que una larga ristra de discordias civiles. La época de las reformas imposibles se prolongó hasta 1898. Después se abrió el tiempo del lamento y la reflexión.
    Entre la retirada francesa y la derrota que 1898, España hace de la necesidad virtud. Es entonces cuando Andalucía se convierte en paradigma de “lo español”, no tanto por los rasgos de lo esencial de su población, sino por el exotismo, el morbo y la curiosidad que suponían para los extranjeros y para la aristocracia económica, el cante jondo, el flamenco, el traje de gitana y el lupanar con aroma de fritanga. Es en ese momento en que nuestros antepasados empiezan a alardear de los tópicos nacionalistas más desgraciados: “somos descendientes de los árabes y el islam es nuestra religión” (Blas Infante), “no somos europeos” (como reacción antifrancesa y olvido de que la victoria sobre los franceses se debió militarmente mucho más a la acción de la tropas de Wellington que a las guerrillas), “nuestras raíces son exóticas”(indicando por “exotismo” al folklore de etnia gitana que es tan español como el chop-chuey o el kebab). Y, finalmente, Fraga, padre de la constitución, gran timonel del PP, ayatolah del desarrollismo en los 60 y adelantado de la democracia en tiempos de la oprobiosa, cristalizó todo esto en el “Spanish is different”, para poco después, nombrado embajador en Londres, cambiar el sombrero cordobés y la chaquetilla corta por el bombín, la gabardina de exhibicionista y el paraguas propios de los brokers de la city en aquella época.
    Dado que la casta se consideraba anterior a la clase, castizo y casticismo se convirtieron en sinónimos de búsqueda de los orígenes y retorno a las fuentes, pero el problema es que esos orígenes y esas fuentes ya no se estaban analizando con los ojos de la aristocracia del blasón –la única que podía alardear de haber forjado a las Españas con las armas en la mano durante la Reconquista- sino a la aristocracia del pelotazo y al pueblo del jolgorio y la pandereta, con lo que la búsqueda quedó lastrada desde el principio y no es raro que algunos intelectuales del 98 y del 27, insistieran en la facilidad con que “lo castizo” degenera en forma de “casticismo”.
    Cuando Machado mira la áspera meseta de Castilla le es imposible reconocer en ella el casticismo de lo exótico y, sin embargo, en buena medida Castilla era uno de los puntales de la Reconquista y de lo español. Machado alude a la llanura como el lugar “por donde pasó herrante la sombra de Caín” e imagina el cabalgar del Cid por aquellas tierras: “El ciego sol, la sed y la fatiga. / Por la terrible estepa castellana, / el destierro, con doce de los suyos
    -polvo, sudor y hierro- , el Cid cabalga”. Para Machado, a fin de cuentas, lo importante es cabalgar en busca de un destino, antes que el destino te arrastre. El “cabalgar” de Machado es el “vivere non est necese, navigare necese est” de la vieja Roma patricia.
    La generación del 98 y la del 27 alumbraron una España mística basada en mitos históricos que el franquismo en sus distintas formulaciones (nacional-sindicalismo de 1937 a 1943, nacional-catolicismo de 1943 a 1956 y desarrollismo tecnocrático en los veinte años siguientes) aupó terminaron en el “Spanish is different” fraguista y en la Constitución que abrió el camino al Estado de las Autononías (por cierto, Constitución con su pizca de fraguismo).
    España cayó víctima de una “especialización”, mal derivado del paradigma newtoniano. El mecaninismo es aquella doctrina según el cual un organismo está compuesto por distintos aparatos cada uno de los cuales funciona, por sí mismo, independientemente del resto. Adoptar esta concepción mecanicista de España traída por la constitución del 78, llevó a concebir España como sumatorio de 17 autonomías. Pero ni las partes eran el todo, ni todo eran las partes. Cuando se llega a la Constitución del 78 las futuros autonomías ya tienen muy adulterada su naturaleza: así se llega a que en las autonomías extremeña y andaluza el verde del Islam y el blanco de los Omeyas luzcan en las banderas autonómicas, a que el 11 de septiembre sea considerado en Cataluña como una fecha de reivindicación nacionalista e independentista y así sucesivamente. Los nacionalistas han pervertido cualquier idea regional porque la han exasperado, han convertido factores marginales de las identidades regionales en “rasgos diferenciales” solamente para asumir una especificidad creciente y exigida por quien desea verse dotado de un techo autonómico más alto.
    Ya que parecía imposible deducir un casticismo estatal, éste se “especializó” en 17 comunidades cada una de la cual aportaba su propia especificidad al Estado de los Autonomías. El remedio fue peor que la enfermedad y explica el porqué ahora más que nunca lo madrileño y lo español se identifiquen como no ocurre en lugar alguno de España, ni en Castilla ni en León, ni en tierras de Aragón… Lo madrileño se considera como lo español quintaesenciado y así se encuentra en Madrid más que en ninguna otra parte a tipo que dan y quitan patentes de españolidad. La falta de una tradición específicamente madrileña y el fracaso de los debates de postguerra entre los que veían a “España como problema” (Laín) o los que veían justo lo contrario “España sin problema” (Calvo Serer), así como el alejamiento de la progresía más acrisolada de los espacios de poder autonómicos, llevó nuevamente a considerar a lo madrileño como sinónimo de lo español. Pero no era así.
    Habían ocurrido dos fenómenos nuevos: la integración en la UE (y lo que es más importante, la demostración práctica de que solamente una dimensión continental basta para que una nación afronte los retos del siglo XXI) y el arraigo actual de la división autonómica de España (con la aprobación de los 17 Estatutos de Autonomìa). Y en esos momentos –a partir de 1978- cuando era más necesario actualizar el nacionalismo español, resulta que éste no actualizó sus principios (que por lo demás, estaban inmóviles desde 1898).
    Una nación existe cuando tiene una misión y un destino (tal es la concepción orteguiana de nación). Mientras eso se definió con paradigmas no había problemas: “Por el Imperio hacia Dios”, “la defensa de la fe”, “la hispanidad y la catolicidad”, unían destino nacional a defensa y promoción de la fe. Pero eso valió hasta que el Vaticano II chapó cancelas. A partir de ese momento, el Vaticano quería “Estados amigos”, no “defensores de la fe”, quería democracias cristianas y no vociferantes ultramontanos, quería concordatos y no dirigentes políticos bajo palio o naciones consagradas al Sagrado Corazón. Bruscamente, el nacionalismo español dejó de estar asentado en una doctrina sólida y pasó a pender sobre el vacío. No es de extrañar que el nacionalismo español goce de achaques constantes cuando la selección de fútbol es derrotada y de euforias breves cuando obtiene un 1 a 0 a su favor; fuera del fútbol valdría la pena preguntarse si España existe como idea: no ha estado en condiciones de responder a las dos preguntas claves, a saber, ¿cuál es hoy el destino de España? Y ¿cuál es hoy la misión de España?
    Las respuestas de los últimos nacionalistas españoles en estos dos terrenos son tristes y anacrónicas. Están todavía ancladas en el “Por el Imperio hacia Dios”, para un pueblo que ha dejado de tener Dios y para una religión que sigue estando presente en la sociedad española, pero de manera mucho más disminuida y, por lo demás, en el mismo Vaticano soplan otros vientos.
    El silencio ante estas dos preguntas es lo que ha permitido la emergencia de conceptos anómalos como el “patriotismo constitucional” o el “patriotismo del Gobierno de España” en donde la idea de patria se tiende a identificar con su contrato de organización (constitución) que siempre es puntual y temporal, o con un gobierno que se mece como una caña al viento.
    Nota.- somos perfectamente conscientes de que estas notas inconexas y apresuradas carecen de coherencia y de valor probatorio, no representando nada más que intuiciones personales y percepciones directas. Pero es que esto es un blog, no es un tesis doctoral. Así que esperamos que nos sepáis disculpar.

    Todo el mundo moderno se divide en progresistas y en conservadores. La labor de los progresistas es ir cometiendo errores. La labor de los conservadores es evitar que esos errores sean arreglados. (G.K.Cherleston)

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    Re: Casticismo

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    Revista Filipina



    FILIPINESCAS:
    LA FORNARINA Y EL SINO DEL CASTICISMO ESPAÑOL


    ISAAC DONOSO JIMÉNEZ
    Universidad Normal de Filipinas










    I. CUPLETISMO: CONSUELO BELLO


    ....Jácaras y tonadillas, a más gracia dramática sainetes y mojigangas, composiciones de la literatura más popular que formalizadas a finales del siglo XIX y, aderezadas con el pomposo nombre parisino de couplet, germinarán en el género ínfimo del lugarón manchego de la villa de Madrid. Mientras se discutía sobre Belmonte y Joselito, la República y la Monarquía, liberales y conservadores hacían ojos ciegos a la sangre que corría ya después de un siglo de episodios nacionales y cataclismo político. Más se perdió en Cuba, decían los optimistas, pero de Filipinas llegaban las rémoras que testificaban la verdadera realidad post-noventayochista: el mantón de Manila y la guerra perdida. España era un país de casino, de tertulia impertinente mientras el jornalero se partía la espalda de sol a sol. Se había perdido el Imperio, pero quedaba la risa, la gracia, el salero, aquello genuino que, bienvenido de la Perla del Oriente, ya era parte del concepto—lo Castizo:




    “El casticismo se nutre de objetualidades que asume como propias y atemporales, y cuyo origen es frecuentemente exógeno. Es el caso de los mantones de Manila, por ejemplo. El mantón de Manila es una prenda femenina asimilada, por el costumbrismo pictórico, e incluso por algunos integrantes de las vanguardias, como Matisse, a la feminidad meridional. En particular mantiene un fuerte vínculo con las artes de la seducción femenina de las andaluzas. Sin embargo, el origen de los mantones de Manila se encuentra en China, y en el comercio que llevaban a cabo las islas Filipinas en dirección a Sevilla, sobre todo a partir de que en 1821 se creara la Real Compañía de Filipinas, lo que permitió establecer un contacto directo entre aquella ciudad y la colonia más oriental de España. Los motivos florales eran imitados por los chinos, habituados desde antiguo a ese trabajo de encargo, o bien bordados directamente en Sevilla. La prenda se convirtió así en un elemento clave y referencial de la imagen castiza de las andaluzas, siendo sin embargo, de procedencia exógena a la propia cultura local. La orientalidad andaluza se afirmaba objetualmente desde los confines del Oriente” 1,




    ....El casticismo español es un concepto cultural ciertamente complejo que se remonta a la formación por abstracción de un ideario secular en torno a una nacionalidad peninsular. En tal sentido, tiene sus verdaderas bases de construcción durante el Romanticismo, no influyendo en menor medida la imagen idealizada que los extranjeros, especialmente viajeros y aventureros de los siglos XVIII y XIX, dieron a la idea de “carácter español”. A través del súmmum de heterogeneidades culturales en una península divergente, se estableció un hilo conductor desde el alhambrismo hasta el majismo, estrategia cultural que no es inocente a las conflictividades revolucionarias que se desarrollaban de forma contemporánea en Europa. La exaltación de las formas populares y la popularización de la aristocracia y la burguesía como elementos pertenecientes a un cuerpo homogéneo, daban legitimidad a un status quo de flagrante injusticia social. Lo Castizo, frente a lo Francés, creaba una idea de unidad cultural de trasfondo político, buena para las relaciones exteriores, pero sin duda buena para el mantenimiento de una Monarquía centralizada. De ahí que en ese ideario amalgamado, donde morenas con mantón de Manila paseaban por la Alhambra, divergentes realidades del mundo popular español acaben construyendo una idealidad de España— lo Folklórico.
    ....Es aquí donde un elemento tan extravagante como los mantones de seda y filigrana china que desde Filipinas fueron llegando al puerto de Sevilla y se fueron naturalizando como objetos de lujo, la propia aprehensión de lo exótico, de los flujos culturales que no tienen fronteras y mueven por consiguiente al deseo, lo llevó a prenda del vulgo. El mantón de Manila se convirtió en la prenda genuina de la mujer más castizamente española. Con el paso por los diferentes estratos sociales y deseos de identificación con el concepto cultural, se llegó al Madrid chulesco, chulapas de verbena y, con poco más descuido tertuliano por los madriles del Retiro, a la formación del género chico y la Zarzuela. Como las formas culturales son de ida y vuelta, la misma zarzuela fue importada posteriormente a Filipinas, creando la Sarswela filipina tanto en español como en las diferentes lenguas filipinas. Pero en la capital se seguía un proceso de apología del género popular, y el Cuplé vino a culminar esa linealidad, que seguirá con el género de variedades y la revista, en una reinterpretación más inocente de lo que supuso la vida azarosa de las cupletistas.
    ....Y en este contexto debemos situar a Consuelo Bello (1885-1915), icono del cuplé español, mujer trágica y misteriosa que murió siendo aún joven, mujer que impuso modas y modales, o bien dio que pensar sobre esos modales que la sociedad madrileña aún mantenía como provinciana. Nacida de familia humilde, fue creciendo a través de los escenarios y recorriendo España y parte del extranjero y, así, en ciudadana europea, se consolidó el cuplé como modernidad de la escena peninsular 2.

    Todo el mundo moderno se divide en progresistas y en conservadores. La labor de los progresistas es ir cometiendo errores. La labor de los conservadores es evitar que esos errores sean arreglados. (G.K.Cherleston)

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