Fuente: La Hora. Semanario de los estudiantes españoles. Número 73, 10 de Diciembre de 1950. Páginas 6 – 7.





Carta de un caballero de España al Honorable señor Harry Truman, Presidente de la U.S.A.

Por JESÚS EVARISTO CASARIEGO



WASHINGTON

Honorable señor:

Entre los millones de parabienes que estos días estaréis recibiendo por haber salido ileso de un atentado terrorista, no quiero que falte el mío. Vos, naturalmente, no me conocéis; pero no importa. Os diré que soy un periodista español sin trabajo y sin periódico, que, para no olvidar del todo su oficio, redacta cartas que casi nunca llegan a su destino y artículos que no los lee ni a su mujer. Y también me permitiré deciros, como simple anécdota histórica, una curiosa coincidencia: mi quinto abuelo, oficial de la Marina española, sirvió como voluntario a la causa del general Washington y recibió heridas en el servicio de la libertad y la independencia de la U.S.A.; en cambio –¡cosas de la vida!–, mi primer abuelo fue herido por la Artillería norteamericana en Cuba, y yo mismo recibí heridas combatiendo en nuestra guerra civil contra el batallón «Lincoln», procedente de Nueva York, armado con excelentes ametralladoras made in U.S.A. y agregado al Ejército comunista español. Como veis, señor, tengo una curiosa historia de familia que me coloca en especial situación y me permite decir, refiriéndome a la poderosa nación que acaudilláis y hacia la que ahora se extienden tantas manos pedigüeñas: «La U.S.A. está en deuda con mi casta, pero yo por nada del mundo aceptaría sus beneficios.»

¡Y es que tiene tanta y tan gentil hermosura eso de saberse acreedor de los poderosos!

Perdonadme, poderoso señor, esta digresión sobre mis linajes y sus servicios, que vino rodando con mi presentación, cuando, en realidad, lo que pretendo es felicitaros. Enhorabuena, señor, por haber salido en bien del horrible crimen que contra vos se perpetró. Se ve que Dios quiso conservar vuestra preciosa vida –¡alabado sea Dios!– y que los criminales sufran el castigo de sus culpas. De todo corazón, señor Presidente, os envío mi parabién y de todo corazón declaro y afirmo que el atentado personal es siempre y en todos los casos vituperable, indigno y contrario a la voluntad divina y a la razón humana, y, en el orden de la eficacia que buscan los terroristas, resulta casi siempre contrario a sus fines: hace mártir a la víctima, odiosos a los asesinos y no da honor a la causa que pretende servir. Quede, pues, bien claro, señor, mi condena, sin restricciones ni reservas mentales, del atentado de que fuisteis objeto y mi felicitación por haber librado vuestra vida de él.

He leído, señor, los detalles del crimen, sus antecedentes y sus ramificaciones. Se ve en él la mano de unos fanáticos que en sus desvaríos se consideraron manos vengadoras de un pueblo aherrojado y oprimido al que creían liberar dando muerte al que consideraban el tirano opresor. Todo ello tiene un marcado aire de tragedia neoclásica, muy en el ambiente de esas exaltadas conspiraciones. Pero no olvidéis que siempre ocurrieron hechos así, y uno, muy parecido por sus orígenes y fines, fue el de Sarajevo, en 1914. Claro está que en aquel caso los ideales y los objetivos del asesino triunfaron al fin en 1919 gracias a las ayudas poderosas que impusieron a cañonazos lo que, en fin de cuentas, se pretendía alcanzar a puñaladas. Vos, como oficial de Artillería del Ejército de la U.S.A. en la primera guerra mundial, sabéis muy bien todo esto. Sabéis muy bien cómo el puñal asesino de Sarajevo consiguió al fin derrumbar el Imperio católico de los Habsburgos; el florido, alegre y culto Imperio de Viena, que fue una de las más bellas arquitecturas políticas de Occidente, fórmula de transigencia en un mosaico de pueblos, labrada por la experiencia de los siglos y de cuyo derrumbamiento tantos y tan evidentes males se han seguido en Europa.

Os decía, honorable señor, que soy un periodista sin trabajo y sin periódico. Por ello os explicaréis cómo la forzosa ociosidad me lleva a meditar; y como vivo en un país abrumado por la historia, un país riquísimo de pasado, casi un museo vivo, mis meditaciones tienden, generalmente, a relacionar lo presente con lo pretérito, para establecer una sólida base desde la que pueda especular sobre lo porvenir. Naturalmente, estos días medité sobre la significación histórica del atentado de que fuisteis víctima y medité sobre este punto que atrajo, no sé por qué, preferentemente mi atención; que la atrajo incluso sobre el de las peligrosísimas guerras del Asia Oriental y sobre el de la bamboleante política de eso que las gentes empiezan a llamar la Organización de las Naciones Desunidas (pues ¿puede haber mayor desunión que entre ustedes y los rusos y los respectivos bandos de amigos de ambos?). Quizá el tema de Puerto Rico (base del frustrado magnicidio) sedujo fatalmente mi alma españolísima con sangre criolla y secular historia de familia vinculada a las cosas de la América hispánica. ¿Me permitís, honorable señor, que escriba América hispánica donde ustedes escriben Latin-American, para borrar hasta en el nombre la huella de España?).

Pero procedamos con método y lógica, porque, como bien sabéis, el método es necesario al discurso científico, esto es, al discurso del que busca la verdad. Y si el atentado contra vos fue hecho por unos fanáticos nacionalistas de Puerto Rico, tenemos que discurrir: ¿Qué es y cómo es Puerto Rico? ¿Qué relación tiene la minúscula isla hispánica con vos, poderoso señor, y con la no menos poderosa nación que acaudilláis?

Puerto Rico, como nadie ignora, es una pequeña isla, descubierta, poblada y civilizada por los españoles. No voy ahora a tratar aquí datos de Manual o Enciclopedia sobre su historia. Pero sí recordar que hasta mediados del año de 1898 constituía una provincia española dentro de la nación española, como Galicia o Andalucía. Era española, y vivía a la española, con el patriotismo de su cultura, su lengua y sus costumbres hispánicas. Tenía gobernador, obispo, Audiencia, jueces, ayudantes de Marina, párrocos y, como magistrados de elección popular, diputados nacionales y provinciales, alcaldes y concejales. Todos estos cargos podían ser desempeñados por los portorriqueños y los portorriqueños podían ser en la península europea de España ministros de la Corona, capitanes generales, embajadores, sin que ningún empleo ni honor del Estado les estuviese vedado, puesto que eran ciudadanos libres de una provincia libre, rodeada de agua, como hoy lo son nuestras provincias insulares de Canarias y Baleares; y en Portugal, las Azores y Madeira; en Francia, Córcega; y en Italia, Cerdeña y Sicilia.

En Puerto Rico jamás se había atentado contra la unidad de la patria hispana, una y varia en sus hombres y en sus tierras aquende y allende de la mar. En Puerto Rico se había resuelto el problema de la esclavitud casi al mismo tiempo que la U.S.A., pero sin necesidad de guerra civil de secesión, por cierto. Puerto Rico era, pues –fácil es comprobarlo–, una provincia libre de una nación libre, que vivía pacífica y democráticamente con un régimen representativo, sufragio universal directo y secreto, libertad de prensa, de palabra y de asociación, garantías individuales, jurado, etcétera, etc. Tan pacífica y normalmente iban allí las cosas públicas, que mientras en la Península andábamos revueltos con guerras civiles y sublevaciones militares y populares, allí, en todo el siglo XIX, no se disparó un solo tiro por discordias políticas o sociales. Me parece, señor, que este hecho es ya por sí solo un argumento de mucho peso para probaros que Puerto Rico era una de las provincias españolas, uno de los lugares del mundo donde se vivía con mayor tranquilidad y placidez.

De las cinco provincias insulares que España tenía entonces (Cuba, Baleares, Filipinas, Canarias y Puerto Rico) había una de ellas con gravísimos problemas: Cuba; otra con problemas graves, aunque menos importantes: Filipinas; otra tercera con leves problemas regionalistas: Baleares; y dos sin ninguna clase de problemas políticos: Puerto Rico y Canarias.

Cuba, próxima a Puerto Rico, tenía –como os acabo de advertir– gravísimos y difíciles problemas. Por causa de su riqueza y de su grandeza, excitaba la codicia de los funcionarios administrativos y de las potencias extranjeras. Desde mediados del siglo XIX, su posición venía siendo incómoda, como se dice en el alambicado lenguaje diplomático. Por otra parte, la administración política, económica y burocrática, admirable en Puerto Rico, era detestable en Cuba. El poder gubernativo se ejercía allí con mayor pesadumbre y no siempre con acierto. La esclavitud fue abolida mucho más tardíamente que en Puerto Rico. El capitalismo de azucareros y tabaqueros contribuía a corromper la administración. Ya veis, señor, que no me duelen prendas para reconocer errores y defectos, en el servicio de la pura y absoluta verdad y a la estricta y rigurosa justicia que anima mi pluma. Pues bien, todos esos y otros factores crearon en Cuba un clima de descontento y hostilidad hacia la integridad política española. Surgió el autonomismo y luego el separatismo. Se conspiró y pronto comenzaron las rebeliones y alzamientos. Los enemigos de la unidad española se llamaron a sí mismos nacionalistas, patriotas, y los partidarios de la unidad española les llamaron insurrectos. Existió, pues, en Cuba un nacionalismo y una insurrección. Los partidarios de separarse del resto de la nación española procedían de muy semejante manera a los que en la U.S.A. eran partidarios de separar los Estados del Sur de los Estados del Norte; que cuando llueve, llueve para todos, poderoso señor.

Pero no creáis que todos los cubanos, por el hecho de serlo, eran secesionistas. Una gran parte de ellos eran autonomistas y otros constitucionalistas (el partido de la unidad se llamaba «Unión Constitucional»). Había, en cambio, bastantes peninsulares que eran defensores de la independencia insular. Y es que, Honorable señor, nuestras luchas de América fueron siempre verdaderas guerras civiles en las que los hombres se movían, más que por el lugar geográfico del nacimiento, por el logos ideológico del pensamiento.

En fin, el caso y lo cierto es que en Cuba falló la política y la administración y hubo descontento, conspiraciones y, al fin, guerra. Pero, ¿sabéis, señor, por qué pudo haber físicamente guerra? Pues porque la U.S.A. tomó desde el primer momento el partido del Nacionalismo y de la insurrección, como queráis llamarle. Rifles, ametralladoras (entonces empezaban), artillería, municiones, voluntarios, tren sanitario, víveres, equipo, caudales, todo, absolutamente todo lo que materialmente hacía posible la guerra, procedía de la U.S.A. Y no era eso sólo. La U.S.A. vibraba de entusiasmo por la causa nacionalista. Actos públicos con violentos discursos antiespañoles, colectas de dinero, organización de fuerzas nacionalistas en la misma Nueva York, cuarteles en Tampa, estación de etapa en Cayo Hueso…, todo, en fin, una ayuda civil y militar total y pública, sin tapujos ni disimulos, con tremendas catilinarias en el Senado de Washington, plagados de terribles ataques a España, no siempre asistidos de pruebas y argumentos convincentes, y de insultos a nuestro honor de Nación y de soldados.

En barcos de la U.S.A. se llevaban a Cuba las tropas y pertrechos. Ello constituía una flagrante violación del derecho internacional y vigente. Muchas veces tales barcos filibusteros (así los llamábamos, señor) eran apresados por nuestras fuerzas de mar. Entonces el Cónsul general de ustedes en La Habana y el Embajador de ustedes en Madrid ponían el grito en el cielo, reclamando y protestando. Casi siempre nuestros débiles gobiernos accedían y los filibusteros tornaban a la U.S.A. sanos y salvos y eran allí recibidos con ostentosas manifestaciones, como héroes y mártires de la opresión española, de la barbarie española, de la brutalidad española, que esos y otros epítetos (literalmente traducidos) nos dedicaban los oradores y periodistas de la U.S.A.

Pero algunas veces nuestros Gobiernos no claudicaban. Os recordaré el caso del Virginius; un filibustero apresado durante el desembarco de las armas y municiones que llevaban a los insurrectos. Este hecho ocurrió precisamente cuando España se gobernaba muy democráticamente con su primera República, en 1873. Es decir, demócrata y republicana España y demócrata y republicana la U.S.A. y, sin embargo… Pues bien, los tripulantes del Virginius capturados en el momento de alijar las armas con las que morían nuestros soldados, incursos en las más severas penas de nuestro Código de Justicia Militar y puestos fuera del amparo del derecho internacional por «piratas», eran un caso típico de eso que ustedes han dado en llamar ahora «criminales de guerra» y como a tales criminales de guerra se les trató; pero vencidos y presos no quisimos humillarles con la horca y se les fusiló como a soldados…

Esos fusilamientos produjeron una explosión de rabia y un deseo de venganza en ese país. En todos los pueblos de la U.S.A. se pidió la guerra y el exterminio de los españoles. Por lo visto los españoles tenían que dejar operar libremente a los filibusteros contra su territorio y en sus aguas jurisdiccionales y playas. Los abuelos de los que iban a ahorcar a los «criminales de guerra», en Europa, buscándoles en el interior de sus propias patrias, no admitían que los nuestros fusilasen a los «criminales de guerra» que venían a traer la muerta y la desolación a la tierra española. Eso es lo que aquí llamamos, señor, la «ley del embudo» (Para mí lo ancho; para tí lo agudo) o lo que expresamos con un viejo refrán castellano, que creo que también tiene correspondencia en inglés: Cuando seas martillo, pega; cuando seas yunque, aguanta.

La ayuda de la U.S.A. a los nacionalistas cubanos fue total. Hasta formaciones de tropas militarmente regimentadas de «voluntarios» norteamericanos desembarcaron para luchar contra nosotros en Cuba (entre otras la expedición del «Perrit»), exactamente como en estos días los chinos y los rusos en Corea, con gran indignación del ilustre general Mac Arthur y de vos mismo, señor.

Es decir, que la intervención de la U.S.A. alimentaba la guerra. Este es un hecho histórico, irrebatible, indudable, reconocido y proclamado en millares y millares de documentos por los propios norteamericanos y cubanos. Y con las balas de los Winchester morían a millaradas los mozos españoles. ¿Os dais cuenta de esto, señor? Millares y millares de madres españolas, de esposas españolas, de hijos españoles, lloraron durante generaciones el dolor de ver caer a nuestros hombres en la flor de la edad, tronchados por las perfectas y modernas armas «Made in U.S.A.» enviadas por ciudadanos de la U.S.A. con la aprobación –tácita o expresa– del Gobierno de la U.S.A., lo cual, entre otras cosas, venía a constituir un magnífico negocio para los capitalistas de la U.S.A., fabricantes y comisionistas de armamentos. Acabada la guerra de secesión y limitadas las rebeliones de los «pieles rojas» (esto de los pieles rojas es otro interesantísimo capítulo aparte), bien venían aquellas guerras de Cuba, aunque se despedazasen los hombres de hispánica raza, peninsulares y criollos.

Y al llegar a este extremo quizá sea conveniente preguntar ¿qué habíamos hecho nosotros para determinar la enemistad y la agresión de la U.S.A.? Pues la respuesta es bien fácil y bien clara: nada; absolutamente nada. Tratábase, evidentemente, de un pleito interior de España en el que los cubanos tenían, indudablemente, sus razones; como en la U.S.A. también podían tenerlas los secesionistas del Sur, pero en el que a ninguna potencia extranjera le era lícito intervenir y menos aún en este caso, pues en España no existía ninguna opinión hostil ni desfavorable a la U.S.A. Quizá algunos espíritus próceres de nuestra raza, en España y en América, vieran con pena y con dolor la injusta guerra imperialista de agresión con la cual la U.S.A. invadió y arrebató violentamente a Méjico la mitad de su territorio en la campaña de 1846-48; pero esto, repito, no trascendió de la protesta retórica y justificadísima del pensamiento íntimo de algunos hombres hispanoeuropeos y criollos de fina sensibilidad y espíritu cultivado. Por lo demás, nuestras relaciones con la U.S.A. eran correctas, amistosas, dentro de las normas del protocolo y del derecho internacional. Tan correctas que durante la guerra civil de Secesión nos abstuvimos totalmente de ayudar a ninguno de los dos bandos.

He aludido a las relaciones entre España y la U.S.A., que en nada disculpan la actitud agresiva de ésta en el problema de Cuba. Pero se me olvidaba un detalle, un detalle de poca importancia si queréis, señor Presidente. Y es nuestra ayuda y colaboración al pueblo norteamericano para alcanzar su fecunda independencia y darse su veneranda Constitución. Entonces, cuando Washington y sus hombres eran nacionalistas (como los cubanos de ayer) nosotros, que estábamos en guerra con Inglaterra porque nos había robado Gibraltar y Mahón, aprovechándose de las desdichas de una guerra civil dinástica española, acudimos en ayuda de ustedes (el caso es muy distinto al de ustedes con relación a Cuba, pues nosotros éramos enemigos de los ingleses y ustedes no lo eran nuestros, sino que, por el contrario, nos tenían que estar agradecidos). Y para que ustedes fueran libres les enviamos cañones y fusiles y vestuario y dinero (120 cañones, 15.000 fusiles, 15.000 uniformes y otro material), que por cierto creo que todavía, a los 170 años, están sin pagar, por lo cual resulta que, en conciencia, la única nación de Europa con quienes ustedes están en deuda es con nosotros, con esta pobre y maltratada old Spain. Y con esos armamentos y recursos que les enviamos fueron distinguidos oficiales españoles para asesorarles a ustedes y ayudarles en su lucha. Esto es, que hicimos con ustedes algo muy parecido a lo que ustedes están haciendo ahora con los chinos de Formosa y los coreanos del Sur. ¡Quién lo habría de decir! ¡Y es que no hay cosa mejor que vivir para ver, señor Presidente!

Y después de todas esas historias, ¿qué pasó? Pues que como la ayuda de la U.S.A. por grande que fuese no bastaba para provocar la expulsión de los españoles de Cuba, la U.S.A. decidió la guerra directa contra nosotros. Señor Presidente, recordad lo del Maine, en la bahía de La Habana, en 1898. Repasad el informe que sobre las causas de la voladura dio una comisión norteamericana quince años después del suceso al extraer el casco. España fue, en 1898, como Méjico en 1848, objeto y víctima de una preparada y calculada guerra imperialista de agresión, de invasión y de conquista (palabras que están ahora muy de moda), en la que el agresor rehuyó los medios pacíficos del arbitraje y con su absoluta superioridad de armamentos (¡mucho habían progresado ustedes en eso desde los días en que le enviábamos cañones a Washington!), con su magnífico y mortífero arsenal bélico decidieron la guerra a su favor y conveniencia.

Cuba, pues, debía alcanzar la independencia y la alcanzó (aunque limitada por la enmienda Platt). Pero, ¿y la otra provincia, Filipinas, que también había reclamado la suya? Pues no señor, ésa no tuvo tanta suerte. Tardó cincuenta años, a lo largo de los cuales ustedes borraron las huellas de nuestra cultura y proscribieron nuestra lengua en todo el vasto archipiélago que aún lleva, aunque en inglés, el nombre de uno de nuestros reyes: Philipines islands.

¿Y Puerto Rico? ¿Qué pasó con Puerto Rico? Ya hemos llegado al centro de la cuestión. Puerto Rico no había luchado por la independencia, por la sencilla razón de que era y se consideraba provincia libre de una nación independiente, como os dije líneas atrás. Puerto Rico no había pedido nada a la U.S.A. y seguía su vida pacífica, normal, feliz, sin amenazar a nadie, sin pensar sobre nadie, sin llamar la atención de nadie.

¿Qué pasó entonces con Puerto Rico? Pues que la U.S.A., la gran nación que ahora condena las guerras injustas, las guerras imperialistas de agresión, el derecho de conquista, la imposición por las armas a la voluntad de los pueblos, etcétera, etcétera, en nombre de todo lo cual bombardeó con trilita y fósforo las más bellas y nobles ciudades europeas y cortó con la bomba atómica la existencia de 300.000 seres humanos en un solo minuto, en Hirosima, la U.S.A., vencedora por la pura fuerza de España, le impuso al país vencido la entrega sin condiciones de la pequeña, pacífica, feliz y libre provincia insular de Puerto Rico. Se lo exigió terminantemente y sin opción, en el protocolo de paz firmado el 12 de agosto de 1898, cuyo artículo segundo dice literalmente:

«Article 2.º: Spain will assign to the United States The Island of Perto Rico and the other islands wich at the present time are under sovereignty of Spain…»

Artículo 2.º: España cederá a los Estados Unidos la isla de Puerto Rico y demás islas que actualmente se encuentran bajo soberanía de España…

¿Y para qué quería la poderosísima U.S.A. la cesión de la minúscula isla de Puerto Rico? ¿Acaso para darle la independencia y crear una nueva nación en la libre América? Pues, no; no la quiso para eso, sino para quedarse con ella, sometiéndola a un régimen de coloniaje que nunca había conocido nuestra provincia, a un régimen de coloniaje impuesto por la victoria militar, mantenido por la fuerza de las armas de un ejército extranjero de ocupación y ejercido por gentes extranjeras, de lengua, de raza, religión y costumbres distintas y, en algunos aspectos, opuestas a las del noble y desventurado pueblo portorriqueño.

Os decía, honorable señor, repitiéndola con intencionada machacona insistencia, que Puerto Rico era una provincia libre de una nación libre, que elegía sus representantes por sufragio universal directo y secreto y que estos diputados, como todos los demás de España, representaban no sólo a su distrito, sino a todas y a cada una de las partes de la Nación. Con arreglo a esa nuestra doctrina de derecho público, los diputados de Puerto Rico intervenían desde el Parlamento de Madrid en toda la vida nacional y con su voto podían, por ejemplo, decidir la entrada de España en una guerra o paralizar la construcción de un ferrocarril de Madrid a Barcelona.

¿Y cuál fue la condición del libre pueblo portorriqueño bajo la ocupación militar colonial de la U.S.A. durante más de cincuenta años? Vos, poderoso señor, sabéis que muy distinta. Los diputados de Puerto Rico no van al Senado de Washington como iban al Congreso de Madrid, por la sencilla razón de que no los tiene. ¿Podríais concebir, vos, honorable y poderoso señor, un diputado mestizo de Puerto Rico negando decisivamente con su voto el establecimiento de líneas aéreas entre Nueva York y San Francisco? ¡Qué desvarío! Los habitantes de Puerto Rico no merecieron alcanzar la gloriosa condición de ciudadanos «natos» de la U.S.A., ni podían aspirar a las ventajas de tales, ni a las altas magistraturas de esa gran República. Su obligación era pagar los tributos impuestos por los vencedores, ver desfilar por sus calles a sus soldados, aprender a hablar el inglés («¿tantos millones de hombres hablaremos inglés?», imprecaba en un verso castellano el inmortal Rubén), y después de todo eso, callar la boca y no enojar a los dominadores.

Es decir, que, indudablemente, el pueblo portorriqueño sufrió un depresivo retroceso en su evolución política histórica. Pasó de provincia de una Madre Patria a colonia de una potencia extranjera. Y a los cincuenta años de todo ello sigue tan colonia como el día en que así lo determinaron las armas vencedoras e imperialistas de la U.S.A.

¿No es verdad, honorable señor, que resulta todo esto incongruente y extraño? Una gran verdad y una triste realidad incongruente y extraña puesto que, gracias a la generosidad democrática de la U.S.A. con las colonias ajenas de sus amigos y aliados alcanzaron su independencia, en estos últimos años, pueblos de civilización rudimentaria, que hoy son un caos y un peligro para la paz del mundo. Y es que ¡es tan fácil ser pródigo con los bienes de los demás!

Después de todo esto (que es la verdad, sólo la verdad y únicamente la verdad; y que es notorio y sabido por todos y facilísimo de comprobar con realidades materiales a vista de ojos, aunque 10.000 periódicos y 100.000 estaciones de radio y 1.000.000 de imágenes de noticiario en cadena colosal de propaganda dirigida, quieran hacer ver estos días lo contrario), después de todo esto ¿puede extrañar a nadie que haya «nacionalistas» en Puerto Rico y que os encontréis con el grave problema de una «insurrección», aunque ésta no pueda consolidarse materialmente por falta de apoyos?

Y permitidme también, honorable y poderoso señor, que os haga una pregunta (el protocolo impide interrogar a los reyes de derecho divino, pero es menos exigente con un Presidente democrático de humanísimo derecho). Permitidme, repito, que con todo respeto os haga una pregunta: ¿Qué pensaríais y que haríais si en un país extranjero, en perfectas relaciones diplomáticas con la U.S.A., se desencadenase una furiosa campaña de propaganda a favor de los insurrectos (o nacionalistas o patriotas) portorriqueños con graves acusaciones e insultos al honor de la U.S.A.? ¿Y qué haríais si desde ese imaginario país, que no existe (tranquilizaos, señor), se enviasen armas y municiones y voluntarios a los insurrectos portorriqueños y por ellas fueran muriendo a millares, día tras día, los guapos mozos de Ohio, Minnesota y Oklahoma como antes cayeron, bajo los Winchester, millares y millares de mozos de Asturias, Andalucía y Cataluña?

Y permitidme, poderoso señor, que os pregunte también: si Cuba tenía el derecho a ser libre, totalmente libre, con su propia soberanía, su Estado, su Ejército, su diplomacia, etc., y el «insurrecto» cubano que por eso luchaba era un patriota, un héroe lleno de nobleza, cruzado de una santa causa, ¿por qué Puerto Rico no tiene ese mismo derecho cincuenta años después y por qué el insurrecto portorriqueño es un agitador, un revolucionario, un extremista peligroso, y si se alza en armas como los valientes cubanos en 1895 es un loco, un irresponsable, un agente del comunismo de Moscú, y hay que ametrallarlo y encarcelarlo?

Por cierto que en bastantes periódicos norteamericanos y norteamericanizantes, he leído varias veces estos días esa especie de que los nacionalistas portorriqueños son agentes de Moscú. Bien sabéis, señor, que eso no es cierto; que los nacionalistas portorriqueños luchan por tener una patria libre, por poder hablar libremente en sus Universidades, escuelas y templos la lengua que heredaron de sus abuelos, por tener representación propia ante el mundo y por vivir libre y democráticamente, eligiendo sus gobernantes y señalando sus contribuciones sin topes de un poder extraño ni presencia de policías y soldados extranjeros.

Y respecto a un aspecto de lo anterior, me tomo la libertad de daros mi opinión personalísima. Eso de hacer comunistas a todos los que no están conformes con ustedes es un poco peligroso y suena a disco averiado de propaganda dirigida. Porque resulta que ahora todo el que no aplaude, adula y dice «amén» a la poderosísima U.S.A. y se atreve a mostrar disconformidad con su ideología y sus procedimientos, es tachado inmediatamente por 10.000 periódicos y 100.000 estaciones de radio en cadena colosal, de comunista enmascarado, de agente de Moscú, del mismo modo, exactamente del mismo modo que hace años era tachado de nazi o de fascista. Total, que: o todos feudatarios del omnipotente capitalismo y plutocracia de la U.S.A. o todos nazis antes y comunistas ahora. Yo no sé, señor, el resultado que esa técnica propagandística dará a la U.S.A., pero sí sé que en nuestra Europa, en esta vieja Europa tan traída y llevada por la Historia, que vio, oyó y pasó tantas cosas, sólo despierta una sonrisa como la de aquel camarero de gran Hotel que se inclinaba comprensivo ante el pródigo cliente enriquecido para decirle con su más almibarada e hipócrita sonrisa: «El señor tiene siempre razón…» Bien sé, poderoso señor, que nadie se atreve a deciros estas cosas y es posible que por eso vuestra información sea, en este aspecto de nuestro espíritu europeo, tan deficiente como lo fue vuestro servicio de información militar de Corea en junio del presente año, y por ello debéis de agradecerme la lealtad franca y libre con que os hablo, que seguramente no ignoráis aquel principio de la lealtad monárquica de los viejos tiempos: «Al Rey se le sirve diciéndole la verdad, no adulándole.»

Si yo no fuera quien soy, no me atrevería a escribiros estas cosas ante el temor de que 10.000 periódicos y 100.000 estaciones de radio en cadena colosal me señalaran como agente de Moscú. Pero yo, señor, estoy muy libre de esa sospecha. Frente al reciente anticomunismo de todos ustedes (acuérdense de los días optimistas de Yalta y Potsdam), está mi veterano y combatiente anti-comunismo. (No olvide que yo fui herido por el batallón «Lincoln», del ejército comunista español). Y mientras ustedes enviaban armas y apoyos a la U.R.S.S., declarándola ante la faz del mundo a través de 10.000 periódicos y 100.000 estaciones de radio en cadena colosal, buena, noble, leal y valerosa camarada, nosotros luchábamos a cara descubierta contra ella en nuestra gloriosa División Azul que peleó por lo mismo que ahora pelean las divisiones de ustedes en Corea… ¡Pero ocho años antes! Es muy posible, honorable señor, que no veáis del todo claro las razones de este último párrafo, lo comprendo; pero sí os aseguro que si algún día los jóvenes de la U.S.A., prisioneros en Manchuria o Siberia, se encuentran en un campo de concentración con los supervivientes prisioneros de nuestra División Azul, a buen seguro que se entenderán perfectamente como camaradas y mártires de una misma causa, aunque es posible que vista con matices distintos y en distintos lugares y momentos.

Y ahora, para terminar, señor, sólo me resta deciros que yo os escribo estas líneas con el único propósito de que alguna voz hispánica –aunque sólo sea una– se alce en la vieja y dolorida Madre Patria para enviar su mensaje de solidaridad y su aliento de raza y de Historia a la causa del Nacionalismo portorriqueño, brindando por la total independencia de Puerto Rico, pueblo noble y valiente, de nuestra sangre, de nuestra cultura y de nuestra lengua, que tiene tantos derechos como la propia U.S.A. para constituir una Nación enteramente libre y soberana en el concierto de los libres y soberanos pueblos de la tierra.

Y otra advertencia final, señor, y ya termino: Como no tengo ninguna representación del Estado, ni soy funcionario ni estoy ligado por nada a la vida y esferas oficiales de mi país, mi voz es sólo mía, es la voz de un caballero particular de España que tiene memoria y honor, de un solitario, de un guerrillero disperso; y mis opiniones y la responsabilidad de ellas, tan sólo mías; nacidas y emitidas en el uso de mis naturales e imprescriptibles derechos de hombre libre, a pensar y expresar mi pensamiento, en cuya expresión creo que guardo todas las formas de corrección y buen gusto propias de los ciudadanos del mundo civilizado. ¿Verdad, honorable señor, que vos, gran campeón de los Derechos del hombre y de la libertad del pensamiento, no podéis recusar mis tan sacratísimos derechos ni estorbar su legítimo ejercicio?

Y nada más. Recibid, señor, la renovación de mi sincero parabién por vuestra salud y mis votos para que Dios os ilumine en vuestras decisiones, encaminándolas al mejor servicio de la Causa de la Civilización y de la Paz.

Con todo respeto, señor.

Madrid, diciembre de 1950.