Por cuatro veces ha sido España el centro y el eje de los acontecimientos universales.
Segunda parte
El segundo momento en que España ocupa el centro del escenario de la historia universal fue cuando el mundo árabe, desencadenado en uno de los vendavales más extraordinarios que registra la historia, invade por Occidente Europa, inunda España y amenaza volcarse como catarata sobre todo el resto del continente europeo y aniquilar la cristiandad.
Entonces un puñado de españoles conscientes de su alta misión histórica, un puñado de españoles en quienes las virtudes futuras de la raza habíanse ya depurado, fortalecido y acrisolado, oponen a la ola musulmana una resistencia verdaderamente milagrosa. En las montañas de Asturias salvóse la cristiandad y con ella la esencia de la cultura europea.
Mas he aquí, entonces, a España, constreñida durante ocho siglos a montar la guardia en el baluarte de Europa, para permitir que el resto de los países europeos vague en paz y tranquilidad a sus menesteres interiores. España, a quien la Providencia confirió la misión de salvar la cultura cristiana europea, asume su destino con plenitud de valor y de humildad; y durante ocho siglos lleva a cabo, a la vez, dos empresas ingentes: la de oponer su cuerpo y su sangre al empujón de los árabes, asegurando así la tranquilidad de Europa, y la de hacerse a sí misma, crearse a sí misma como nación consciente de su unidad y de su destino. La compenetración de esas dos tareas históricas explica muchos de los caracteres más típicos de la hispanidad; porque en la península, durante esos siglos de germinación nacional, la vida ha debido manifestarse y desenvolverse siempre en dos frentes, por decirlo así, en negación de lo ajeno y en simultánea afirmación de lo propio, como repulsa de las formas mentales y espirituales oriundas del mundo árabe y como tenaz mantenimiento de las primordiales condiciones y aspiraciones de la naciente nacionalidad. Por eso el espíritu religioso, cristiano, católico, llega a constituir un elemento esencial de la nacionalidad española. Durante ocho siglos no hay diferencia entre el no ser árabe y el ser cristiano; la negación implica la afirmación, la afirmación lleva en si la negación.
La nación española, teniendo que forjar su ser, su más propia e intima esencia, en la continua lucha contra una convicción religiosa ajena, contraria, exótica e imposible, hubo de acentuar cada día más amorosamente, en el seno de su profunda intimidad, el sentimiento cristiano de la vida. El cristianismo desde entonces es algo consubstancial con la idea misma de la hispanidad, y ojalá, en efecto, no sea olvidada jamás.
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