En líneas generales, esta fue la génesis del homenaje y reverencia a los Caídos en la Cruzada de Liberación, que en España se mantuvo (aunque en permanente declive) durante el mandato de Francisco Franco para finalmente desaparecer con él, en 1975:
El final de la guerra de España, que proclamó el último parte del Cuartel General Militar del Generalísimo en la noche del 1 de abril de 1939, Sábado Santo, hizo inmediatamente presente el dolor y el duelo a los Caídos en la terrible contienda.
El 16 de abril de 1939 el papa Pío XII expresó radiofónicamente a los católicos españoles su congratulación por «el don de la paz y de la victoria, con que Dios se ha designado coronar el heroísmo cristiano de vuestra fe y caridad, probado en tantos y tan generosos sufrimientos». En el mensaje, manifestó sus halagüeñas esperanzas de que el camino de la tradicional y católica grandeza de España había de ser el norte que orientara a todos los españoles, amantes de su religión y su patria, en el esfuerzo de organizar la vida de la nación en perfecta consonancia con su nobilísima historia de fe, piedad y civilización católicas. Pío XII no olvidó reverenciar la memoria de los mártires que habían muerto por su fe y amor a la religión católica.
En la política de pacificación, el Episcopado aconsejó a todos que siguiesen los principios inculcados por la Iglesia y proclamados por el Generalísimo Franco: justicia para el crimen y benévola generosidad con los equivocados. No había que olvidar a quienes habían sido engañados por una propaganda mentirosa y perversa, conduciéndoles nuevamente con paciencia y mansedumbre al seno regenerador de la Iglesia y al tierno regazo de la patria.
Ya en la inmediata posguerra, la Jerarquía Eclesiástica se ocupó de la rehabilitación del recuerdo de los mártires de la Iglesia. Ello ocupó la consideración de la Conferencia de Metropolitanos españoles. En la reunión que se celebró en Toledo, presidida por el Cardenal Isidro Gomá, Arzobispo Primado, los días 2 a 5 de mayo de 1939, fueron varios los acuerdos que se tomaron para la ejecución de los que se habían adoptado en la conferencia de noviembre de 1937, para cuando acabara la guerra.
En primer lugar, se convino nombrar una comisión que se encargase de recoger todo el material posible que ofreciera los datos fehacientes para la historia de la persecución que la Iglesia había padecido en España durante aquellos últimos años, particularmente «con fines de apologética y de glorificación de nuestros mártires y singularmente de los obispos y sacerdotes». Fundamentalmente podrían servir los cuestionarios remitidos o que se enviaran a las últimas diócesis que habían sido liberadas. Fruto de los trabajos de la comisión, podría ser la publicación de uno o varios folletos o libros sobre la naturaleza, extensión y magnitud de la persecución sufrida por la Iglesia en España y sobre el número y la magnificencia de sus mártires.
Otro resultado especial sería la publicación de un libro de síntesis sobre la historia de la catástrofe que había sufrido la Iglesia española, añadiendo a la parte histórica el estudio de sus causas morales y sociales. Asimismo, y como tributo del episcopado a sus hermanos difuntos, podría publicarse una monografía sobre su historia y martirio. Por último, cada diócesis publicaría un opúsculo semejante dedicado a sus sacerdotes, seminaristas y religiosos martirizados.
- Se acordó también proponer a todos los prelados que,como homenaje a los eclesiásticos asesinados por los marxistas, se celebrara un funeral solemne en todas las catedrales, iglesias parroquiales y conventuales. Asimismo, se dispuso que se celebrase otro funeral por todos los españoles que habían sucumbido por Dios y por España. La Conferencia propuso igualmente que se colocara, en el interior de las catedrales, una lápida en la que estuviesen inscritos los nombres de los sacerdotes asesinados, de las diócesis respectivas, figurando a la cabeza el del prelado, si hubiera sido asesinado también. Ello sin perjuicio de que se inscribieran, en sus respectivas parroquias, los nombres de los sacerdotes que allí ejercieron su ministerio. Además,donde hubiese constancia de que hubiera sucumbido algún sacerdote, si fuese un sitio público, se señalaría el lugar al menos con una cruz y una sencilla inscripción.
Estos acuerdos fueron una réplica a la disposición legal, por Decreto de 16 de noviembre de 1938, de que figurase una inscripción en los muros de cada parroquia con los nombres de los caídos durante la guerra.
De igual forma se decidió la celebración de funciones de desagravio a Dios, como reparación de los sacrilegios cometidos en España por la Revolución, en la forma que cada prelado ordenase para su diócesis, y se propuso que se hicieran en toda España durante la novena y fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, dándoles solemnidad extraordinaria y fervor de expiación y penitencia.
- Por Ley de 10 de diciembre de 1938 se restableció la integridad, propiedad y jurisdicción eclesiástica en los cementerios parroquiales, poniendo fin a su secularización. Se recuperó la práctica de los enterramientos ad santos, o al menos dentro del espacio sagrado de los templos, criptas y casas religiosas.
- Al margen de la autoridad eclesiástica sobre los lugares sagrados, desde el Nuevo Estado se homenajeó a los Caídos. Por Ley de 16 de mayo de 1939 se facultó a los ayuntamientos para dispensar o reducir las exacciones municipales que gravaban las inhumaciones, exhumaciones y traslados de los cadáveres de los Caídos por la barbarie roja o en el frente; lo que fue justificado en el breve preámbulo de la Ley por «la necesidad de rendir el postrero homenaje de respeto a los restos queridos de personas asesinadas en circunstancias trágicas o muertas en el frente y cuyo enterramiento se ha verificado muchas veces en lugares inadecuados».
- En 1939, en carta pastoral, el Cardenal Isidro Gomá afirmó que una lección altísima de la guerra era la fuerza religiosa del espíritu español, ejemplificada en el martirio: «Nos referimos al volumen imponderable del número, del heroísmo, de las formas inverosímiles de tormento, de paciencia invicta que nos ofrece el martirio de millares de españoles sacrificados por su profesión de cristianos». Hasta el punto que, tal vez, lo que diese definitivamente su eficacia al Movimiento Nacional fuera el martirio que sufrió por Jesucristo un gran número de millares de católicos españoles, que como testigos eran prueba invicta del arraigo de la fe colectiva de todo un pueblo.
El Cardenal Gomá expresó su pesar por ciertas formas de traducir este pensamiento y hecho universal ante la muerte que tal vez desdecían del pensamiento cristiano sobre Dios y patria, y hasta de la idea cristiana del heroísmo y de la muerte:
«Una llama que arde continuamente en un sitio público, ante la tumba convencional del «soldado desconocido», nos parece cosa bella, pero pagana. Es símbolo de la inmortalidad, de la gratitud inextinguible, de un ideal representado por la llama que sube, pero sin expresión de una idea sobrenatural. Un poema ditirámbico que se canta en loor de los “caídos”, con pupilas de estrellas y séquito de luceros, es bellísima ficción poética, que no pasa de la categoría literaria: ¿Por qué no hablar el clásico lenguaje de la fe, que es a un tiempo el clásico lenguaje español?
Más cristiano es lo que hemos visto en las parroquias de Francia, en las que se ha esculpido en mármol el nombre de los feligreses que sucumbieron en la gran guerra, con los símbolos y fórmulas tradicionales de la plegaria cristiana por los difuntos: es una forma de memento que al par que fomenta el espíritu de parroquia, recuerda a la feligresía el heroísmo cristiano de sus muertos y el deber de dedicarle soraciones y sufragios»
El entierro con honores fúnebres del general Sanjurjo encuadró la celebración del 29 de octubre, día de los Caídos, en aquel Año dela Victoria. Tras haber sido trasladados sus restos mortales desde el cementerio portugués de Estoril, se dijeron misas sin interrupción en la capilla ardiente instalada en la madrileña Estación de Mediodía. Desde aquí se organizó la comitiva que trasladó sus restos hasta la Estación del Norte. El convoy fue recibido en acto de homenaje a pie de andén a su paso por las estaciones de Villalba, El Escorial, Ávila, Valladolid, adquiriendo los actos especial relevancia en Burgos y, tras su paso por Vitoria, en Pamplona.
El periodista Francisco de Cossío subrayó, en el artículo «Un entierro histórico», que los restos mortales se hacían símbolo y, descendiendo de nuevo el espíritu, vivificaba cuanto el hombre muerto representó en la vida. El entierro de Sanjurjo era no sólo el homenaje que se debía a un héroe, sino el acto de adhesión profunda y grave que España debía a su Ejército. Apiñados en torno al féretro, iban todos los Caídos por España, los supervivientes y héroes. Un acto que era estimado por el columnista del ABC como un buen reactivo para los desmemoriados («Un entierro histórico», ABC, Madrid,21-X-1939).
El deber de recordar, sobre todo a los muertos anónimos cuyos cadáveres no habían sido recuperados, fue señalado también por Francisco de Cossío, el 28 de octubre, en el artículo «Los caminos sagrados».
En 'La Vanguardia Española', de Barcelona, ese día 29 de octubre, escribió Jacinto Miquelarena que el grito «¡Presente!» no había de convertirse en la fórmula de un rito sin calor, pues era la esencia misma de la Nueva España y exigía cumplir con el deber: «Los Caídos cumplieron con su deber y exigen que cumplamos con el nuestro».
El editorial de 'La Vanguardia Española' del 29 de octubre de1939 destacó aquel origen, que daba sentido al martirio de muchos antes y después del 18 de Julio:
«Caídos por Dios y por España. Hoy hace seis años que José Antonio os trazó, con su mano de profeta y de precursor, el camino del martirio, al trazaros las normas para vuestra voluntad de servicio. ¡Caídos que asistíais al discurso fundacional de nuestra Falange! Muchos de vosotros sucumbisteis en la altiva intemperie de la primera hora; a otros os cupo mayor notoriedad en el sacrificio, aunque no mayor gloria en el mérito, porque el mérito de todos se iguala en la sublimidad del martirio común. Hoy hace seis años que la mano del maestro, del apóstol y del camarada os trazó la ruta por donde él mismo os había, como siempre, de acompañar» ("In hoc signo vinces", La Vanguardia Española, 29-X-1939.)
Luis de Galinsoga, director del diario barcelonés, escribió, en su columna periódica «Los hombres y los días», que aquel acto fundacional fue germen del Nuevo Estado («Semilla y fruto», La Vanguardia Española, 29-X-1939.)
El escritor Eduardo Marquina afirmó en otro artículo en el mismo diario barcelonés: "No hay otro modo de culto que vivir a imagen y semejanza de los Caídos, debiéndose confirmar y renovar los votos periódicamente en el aniversario ante la Cruz de los Caídos". («Renovación de votos», La Vanguardia Española, 29-X-1939).
-El editorial de ‘Arriba’ de aquel 29 de octubre de 1939 destacó en José Antonio Primo de Rivera su santidad por el sacrificio de su muerte el 20 de noviembre de 1936 y por su entrega voluntariamente aceptada a la causa de España ya desde el acto de fundación del partido. Desde el 19 de noviembre de 1939, el culto del 'Ausente' alcanzó su mayor exaltación en el ritual de traslado de sus restos mortales a hombros de militantes falangistas con todo el ceremonial y sentimiento por carreteras y pueblos desde Alicante (donde había sido fusilado y enterrado) hasta El Escorial (Madrid).
Tras la sepultura del cadáver de José Antonio Primo de Rivera, se incidió en la localización del recuerdo a los Caídos, señalando y delimitando los emplazamientos que debían acoger los restos mortales de todos ellos.
El lugar de Paracuellos de Jarama (Madrid) se situó en el centro de aquella exigencia. Por Decreto de 3 de febrero de 1940 se concedieron honores de capitán general, con mando en plaza, a los restos de los españoles asesinados en Torrejón de Ardoz. Con anterioridad, en diciembre de 1939, la Asociación de Familiares había llevado a cabo la exhumación de restos mortales en ese término municipal, siendo recuperados 414 cadáveres, de los que se lograron identificar 64. En el acto de homenaje celebrado el 18 de febrero de1940, seis cadáveres, a los que se les dio sepultura con honores de capitán general, fueron trasladados al cementerio de Paracuellos.
En el editorial de ‘La Vanguardia Española’ del martes 20 de febrero se destacó que la ceremonia había sido, de manera digna a la memoria que se evocaba, “un tácito juramento de guardar el legado de los «mártires que murieron por la patria haciendo imperecedera, con el recuerdo del crimen sin nombre, la voluntad tensa e irrevocable de defender a España contra todos los enemigos más o menos larvados del pensamiento y de los amores en cuyo holocausto aquellos compatriotas heroicos dieron su sangre generosa».
Cada homenaje fúnebre en toda España era —subrayó el editorial de la edición madrileña de ABC del día siguiente— una lección alentadora para alcanzar el porvenir de España. Cada fosa debía ser un ejemplo, y no un símbolo funerario. Multiplicándose así los monumentos a los Caídos» en todas las localidades de nuestra geografía.
Sin embargo, tal homenaje también conllevaba la focalización en un único punto espacial de la Península. Así, el Decreto de 1 de abril de 1940, de la Presidencia del Gobierno, dispuso, con objeto de perpetuar la memoria de los que cayeron en la Cruzada, la elección como lugar para su reposo la finca situada en las vertientes de la Sierra de Guadarrama, conocida como Cuelgamuros y declaró de urgente ejecución las obras para alzar una basílica, un monasterio y un cuartel de Juventudes. La necesidad particular de este lugar respondía, según el preámbulo justificativo del Decreto, a la dimensión de la Cruzada, la heroicidad de los sacrificios que la victoria encerraba y la trascendencia de esa epopeya para el futuro de España, que no podían quedar perpetuados por los sencillos monumentos conmemorativos alzados en villas y ciudades. Por su capacidad de rememorar la enormidad del acontecimiento de la guerra y la magnitud del sacrifico de las víctimas, se concluía:
«Es necesario que las piedras que se levanten tengan la grandeza de los monumentos antiguos, que desafíen al tiempo y al olvido y que constituyan lugar de meditación y de reposo en que las generaciones futuras rindan tributo de admiración a los que les legaron una España mejor. A estos fines responde la elección de un lugar retirado donde se levante el templo grandioso de nuestros muertos en que por los siglos se ruegue por los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria. Lugar perenne de peregrinación en que lo grandioso de la naturaleza ponga un digno marco al campo en que reposen los héroes y mártires de la Cruzada».
Si el Generalísimo Franco como jefe del Estado encabezó la suscripción para alzar un altar en Paracuellos, la Presidencia del Gobierno —que Francisco Franco ocupó junto a la Jefatura del Estado— impulsó este otro magno proyecto de panteón bajo su control a través del Consejo de Obras del Monumento. Este fue un gesto para la perpetuación del recuerdo de la Cruzada y de los Caídos en defensa de la causa nacional. Así, se previó el traslado de los restos de víctimas no identificadas, que hubieran padecido bajo la dominación roja, al Panteón de los Caídos.
En la Orden de 4 de abril de ese año 1940 se expuso que la diversidad de lugares donde la saña marxista condujo a sus víctimas para darles muerte había motivado la existencia, en muchos términos municipales, de sitios con restos humanos que, al no ser posible su identificación, no habían sido reclamados por familiares para trasladarlos al cementerio. El debido homenaje a los Mártires exigía que, hasta que pudieran ser recogidos esos restos en el Panteón de los Caídos, se adoptasen medidas para evitar posibles profanaciones y asegurar el respeto debido.
El Monumento Nacional a los Caídos
Próxima la terminación de las obras en el Valle de Cuelgamuros se creó una Fundación, que había de ejercer, bajo el patronato del Jefe del Estado, la titularidad del monumento con todos sus bienes y pertenencias. Por Decreto-Ley de 23 de agosto de 1957 se creó la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Sus fines serían rogar a Dios por las almas de los muertos en la Cruzada Nacional, impetrar las bendiciones del Altísimo para España y laborar por el conocimiento e implantación de la paz entre los hombres sobre la base de la doctrina social cristiana.
Para el cumplimiento de estos fines, el Patronato de la Fundación concertaría, con la abadía benedictina de Silos, el establecimiento en el Valle de Cuelgamuros de una abadía benedictina de la «Santa Cruz del Valle de los Caídos», que tendría carácter independiente. En el preámbulo de esta disposición, el significado del monumento se justificó por la fe religiosa del pueblo español, el sentido profundamente católico de la Cruzada y el signo social del Nuevo Estado que nació de la guerra.
Pero este recuerdo debía ir acompañado del perdón que impone el mensaje evangélico. Además, los lustros de paz tras la Victoria vieron el desarrollo de una política guiada por el más elevado sentido de unidad y hermandad entre los españoles: «Este ha de ser en consecuencia, el Monumento a todos los Caídos, sobre cuyo sacrificio triunfen los brazos pacificadores de la Cruz».
La inauguración del monumento ocurrió el 1 de abril de 1959, en el vigésimo aniversario del final de la Cruzada. El Jefe del Estado, Francisco Franco, fue recibido a la entrada de la cripta por la comunidad benedictina del monasterio del Valle de los Caídos, con su abad mitrado al frente, fray Justo Pérez de Urbel, que le ofreció agua bendita y le dio a besar el Lignum Crucis. Seguidamente, bajo palio, y a los acordes del himno nacional, entró en la cripta acompañado por su esposa, Carmen Polo. El funeral fue oficiado en el interior de la basílica por el cardenal primado Pla y Deniel. Tras finalizar elacto litúrgico, y salir del recinto de la cripta bajo palio, el general Franco se dirigió al templete instalado en la explanada de la basílica para pronunciar un discurso ante una explanada concurrida de excombatientes.
El acontecimiento de la guerra de España conservaba el mismo sentido original, como Franco remarcó en su discurso. La guerra no fue una mera contienda civil, sino una verdadera Cruzada, que había adquirido la dimensión de una epopeya que trajo la mayor y más trascendente independencia contra la anti-España.La reactualización de aquel conflicto se imponía en el presente, pues el enemigo continuaba al acecho, sobre todo envenenando y avivando la curiosidad y el afán de novedades de la juventud:
“Mucho fue lo que a España costó aquella gloriosa epopeya de nuestra liberación para que pueda ser olvidado; pero la lucha del bien y del mal no termina por grande que sea su victoria. Sería pueril creer que el diablo se someta, inventará nuevas tretas y disfraces, ya que su espíritu seguirá maquinando y tomará formas nuevas de acuerdo con los tiempos.
La anti-España fue vencida, y derrotada, pero no está muerta. Periódicamente la vemos levantar cabeza en el exterior y en su soberbia y ceguera pretender envenenar y avivar de nuevo la innata curiosidad y el afán de novedades de la juventud. Por ello es necesario cerrar el cuadro contra el desvío de los malos educadores de las nuevas generaciones».
"La unidad que trajo la victoria en la guerra hay que mantenerla, pues la victoria no se ha administrado a favor de un grupo ni de una clase, sino en el de toda la nación. No cabe el descanso y no pueden desmovilizarse los espíritus después de la batalla.”
Franco acabó haciendo un llamamiento a mantener la hermandad original forjada en las filas de la Cruzada; “a evitar que el enemigo, siempre al acecho, pueda infiltrase; a inculcar en los hijos y aproyectar en las generaciones venideras la razón permanente del Movimiento”.
En el acto ceremonial de inauguración del Valle de los Caídos destacaba una novedad al respecto conforme se manifestó en el discurso legal y político: si la redención de penas había sido el centro de la política penitenciaria del Nuevo Estado en sus inicios, aparece ahora el acto del perdón de los culpables como imperativo moral cristiano.