EMBAJADAS EXÓTICAS EN LA ESPAÑA IMPERIAL

11 abril, 2020 por administrador1




Dibujo inserto en el protocolo de Alonso Sánchez de la Cruz, carmona, 1619.


Cuando España era la metrópolis del mundo, en tiempos de Felipe II, se pasearon por España un sinnúmero de embajadores y viajeros de todos los confines del planeta. Como es bien sabido, desde que Sevilla se convirtiera, a raíz del Descubrimiento de América en la puerta y el puerto de las Indias, se instalaron en ella nutridas colonias de extranjeros: genoveses, venecianos, flamencos, alemanes y portugueses, entre otros. Pero, también hubo la presencia de personas pertenecientes a lugares y naciones más lejanas y exóticas, lo mismo procedentes de Oriente que del Magreb que de lejanas tierras americanas.


1.-SULTANES MAGREBÍES

El Magreb fue siempre una frontera permeable de la que llegaron a España, n numerosas embajadas, formadas por sultanes, jeques y príncipes; otros, como una parte de la realeza nazarí, permanecieron en la Península tras la toma de Granada en 1492. Personajes como Carlos de África, la reina de Vélez, el infante de Bugía, Gaspar de Benimerín, Juan de Castilla, Alonso de Fez, María de Bona, Juan de Persia o Felipe Francisco de Orán o don Felipe de África.

De todos ellos el más conocido fue el caso de Muley Xeque, posteriormente bautizado como don Felipe de África, nació en Marruecos en 1566. Era hijo de Muhammad, rey de Fez y Marruecos, destronado en 1576 por su tío Abd al-Malik con la ayuda otomana y los dos fallecidos, junto a don Sebastián de Portugal en la célebre batalla de Alcazarquivir o de los Tres Reyes. Luego los portugueses lo llevaron a Lisboa y cuando ésta fue ocupada por Felipe II, éste lo llevó hasta la localidad sevillana de Carmona.

Al parecer, la elección de esta villa se debió a que, además de disponer de un alcázar real en el que hospedarlo, poseía un cierto tamaño que permitía repartir mejor la carga entre su población. Para que los gastos no fuesen tan excesivos se decidió que Muley Xeque con su corte fuese a Carmona y su tío Muley Nazar quedase en Utrera. Aún así, la corte del primero era tan extensa que causó en un enorme quebranto económico a las arcas locales, así como un gran malestar.

El carmonense Gabriel de Villalobos recordaba en 1635, siendo un anciano, la entrada del Muley Xeque en su localidad natal:

Reinando en España el rey don Felipe nuestro señor segundo de este nombre el año de mil y quinientos y ochenta y siete entró en Carmona el Príncipe de Marruecos, acompañado de muchos moros, hombre mancebo, y se aposentó en los alcázares reales de Carmona donde estuvo aposentado tres años a costa de Su Majestad el rey nuestro señor y de Carmona…

Traía consigo un séquito de 57 personas, incluyendo a seis mujeres, permaneciendo en la villa hasta febrero de 1591. Debía llamar la atención este muchacho de talle extremado, fornido y de perfectas proporciones, por su color de la piel moreno, lo suficiente como para que fuese conocido popularmente como el Príncipe Negro. Fue alojado en el de Arriba o de Pedro I, una fortaleza inexpugnable construida en época almohade y, posteriormente, restaurada y engrandecida por el rey Pedro I, quien se construyó dentro un palacio que era réplica del que poseía en el alcázar Real de Sevilla. Luego fue trasladado a Andújar, ciudad que tenía fama de poseer pocos moriscos y de profesar una gran devoción a Nuestra Señora de la Cabeza. Todavía recién llegado a la ciudad jiennense volvió a escribir a Felipe II insistiendo en su deseo de retornar a Berbería para recuperar su trono. Está claro que trece años después de su llegada a la Península Ibérica seguían intactas sus aspiraciones como rey marroquí.

Sin embargo, las cosas iban a cambiar drásticamente en cuestión de meses, pues el saadí, decidió allí su conversión al cristianismo. Las autoridades españolas, decepcionadas ya de su utilidad en la estrategia norteafricana vieron esta conversión con buenos ojos, como un signo claro del triunfo del cristianismo sobre el islam. Desde ese momento, Muley Xeque, dejaría de ser el príncipe de Fez y Marruecos para convertirse en el príncipe de los moriscos, un ejemplo a seguir en su conversión sincera y en su integración en la sociedad cristiana.

Junto a la conversión, se le conceden preeminencias sociales y concesiones económicas. En cuanto a las primeras se le concede el tratamiento de grande de España al tiempo que al año siguiente se le concedía un hábito de caballero de la orden de Santiago, tras hacer una información sobre su nobleza. Asimismo, se le compensó como la comendadoría, concretamente la de la histórica encomienda de Bédmar y Albánchez, en la diócesis jiennense.

Entre 1594 y 1609 vivió habitualmente en Madrid, concretamente en una amplia casa ubicada en la confluencia de las calles de Huertas y del Príncipe, en unas casas que eran de Ruy López de Vega, justo en el sitio que después se construiría el palacio de los duques de Santoña. Allí disfrutó de un cuerpo de servicio, que incluye jardinero, y arrienda asimismo un aposento en el corral de comedías, desde el que asistía a las funciones de teatro.




Marroquí. Eugenio Delacroix.


Pero expulsados los moriscos, decidió marchar a Italia, al interpretar que su situación en España era incómoda. Tras una fugaz visita al Vaticano, donde se entrevistó con el Papa Pío V, se dirigió a Milán. En la ciudad lombarda entabló una buena amistad con el gobernador Pedro Enríquez de Acevedo, Conde de Fuentes, a cuyas órdenes se puso como capitán de infantería. Y prueba de ello es que en el testamento del anciano gobernador, fallecido el 22 de julio de 1610, designó al príncipe morisco como uno de sus albaceas. Su relación con el nuevo gobernador no fue la misma por lo que, desde 1612 se trasladó a un pueblo cercano Vigevano, donde viviría los últimos años de su vida. El 4 de noviembre de 1621 fallecía a los 55 años de edad el príncipe de los moriscos, siendo su cuerpo inhumado en la catedral de Vigevano.


2.-ARMENIOS Y PERSAS

Entre este grupo de personas de países tan distantes destacaron los armenios, muy presentes tanto en Sevilla como en Cádiz. Quede constancia que dentro de esta denominación no solo se englobaba a los que procedían de lo que hoy podría ser la actual Armenia sino a todos los cristianos orientales que residían dentro de las fronteras del imperio turco.

El caso más conocido es el Jorge Adro Dato, Obispo de la ciudad de Van. Conocíamos este caso por una escueta referencia que sobre su enterramiento dejó Ortiz de Zúñiga en sus Anales de Sevilla. Así al referirse a la iglesia de San Vicente destacó, además de su gran antigüedad, su extensa feligresía y el lustre de sus moradores el enterramiento allí de este personaje. El obispo vivió en la collación de San Vicente, según parece de forma muy cristiana y edificante, hasta su fallecimiento el jueves 19 de noviembre de 1643. Al día siguiente fue enterrado solemnemente en el altar de la cofradía de Ánimas de la parroquia que se encontraba entonces en el muro de la epístola, junto a la capilla del Bautismo. Sus exequias fueron costeadas por la feligresía, los presbíteros y los cofrades del templo. Y los actos, celebrados de cuerpo presente por el presbítero beneficiado de la parroquia, el reverendo Paulo de Carmona Valderrama, debieron ser muy populosos.

En el libro de fábrica correspondiente a los años de 1543 a 1549, se menciona el gasto de 1.292 maravedís en el entierro, incluyendo celebraciones, el coste de la caja de madera y en “traerla y llevar las andas”. Encima de su tumba le colocaron una monumental lápida que todavía se conserva al lado de una de las puertas de acceso al templo.


3.-AMERINDIOS REALES Y NOBLES

Los motivos por los que llegaron a España fueron sin duda muy diversos. Unos venían simplemente a conocer estos reinos, como si de un turista del siglo XXI se tratase. Ese fue el caso de don Gabriel y don Pedro, este último hijo del Rey del Imperio Azteca, Moctezuma, que llegaron acompañados por dos indios de servicio y tutelados por Francisco de Santillana a ver las cosas de España. Ya el 24 de julio de 1533 se le concedió al hijo de Moctezuma el cargo de Contino de la Casa Real para que de esta forma se pudiese mantener. El 22 de noviembre de 1540 solicitaron pasaje para volverse a Nueva España, pero dos años después, al menos don Pedro, continuaba reclamando permiso para retornar a México. Lástima que estos indios no dejasen ningún testimonio escrito de su viaje por tierras castellanas que hubiese sido tremendamente revelador para los historiadores y seguro que también fuente de inspiración de literatos. En cualquier caso queremos insistir en el buen recibimiento que las autoridades españolas proporcionaron siempre a los indios nobles en contraposición al desprecio que sentían por el resto de los miembros de la etnia. Incluso, sabemos que Juan de Moctezuma llegó a poseer por disposición Real una renta de 2.000 pesos de oro, situada nada menos que en los «indios vacos de México». Está claro el trato preferente dispensado por las autoridades españolas a los indios nobles, conscientes de que la mejor garantía de la sumisión de los indios estaba en el control de sus caciques.

En otras ocasiones, se trataba de indios que ostentaban una cierta responsabilidad y que acudían a España a informar a las autoridades españolas o a hacer alguna petición. Eso ocurrió con Juan Garçés, un indio empleado en la hacienda de la rivera de Toa, en la isla de San Juan, que acudió con su mujer e hijos a nos informar de algunas cosas. En febrero de 1528 solicitó pasaje para volverse a San Juan, disponiendo Carlos V que fuese encomendado a alguien que lo trate bien y le de comer a quien sirva para que lo pase allá. Nuevamente, en 1584 encontramos el caso del cacique de los pueblos de Ypales y Potosti -actual Ecuador-, Pedro de Henao, que una vez en la Península acudió dos veces consecutivas a la Corte de Felipe II con un pliego de peticiones en favor de sus indios. Ahora bien, dado que la afluencia de caciques a la Península comenzó a ser más usual de lo deseable, hubo que expedir una orden prohibiéndolo, salvo aquellos casos autorizados expresamente por el monarca. No obstante, parece que la norma no se cumplió pues continuaron llegando a la Península, durante toda la época colonial.

Otros muchos fueron traídos de manera forzada, unos por formar parte de la realeza, mexicana o incaica, y el riesgo que existía de revueltas, o bien, niños de la élite para educarlos en España y devolverlos aculturados a sus lugares de origen. De ambos casos, hay innumerables ejemplos, pues el propio Colón ya pensó en la importancia que tenía para la conquista y pacificación les llevar y aprender nuestra habla y volverlos a sus naturalezas… Así, en 1518 un español, llamado Cristóbal de Mendoza, trajo un indio Caribe con la intención de mostrarle a leer y (a) escribir y adoctrinarlo en las cosas de nuestra Santa Fe» para que a su regreso contribuyese a la pacificación de sus congéneres.

Desde un primer momento las autoridades españolas tuvieron un trato muy diferente y favorable con los indios pertenecientes a la élite. Había precedentes cercanos en el tiempo, pues, ya los portugueses, en su proceso de expansión atlántica por el África Negra, habían llevado una política similar de respeto a los privilegios de los reyezuelos locales. Sin embargo, al margen de los precedentes históricos, había una realidad evidente de la que las autoridades españolas no tardaron en percatarse y era la fe ciega que los indios profesaban a sus caciques. Así, pues, la postura oficial de reconocimiento de la nobleza indígena tenía su lógica, mucho más allá de la tradición histórica, pues se tenía claro que, atrayéndose al grupo caciquil, se podría controlar mucho más fácilmente al grueso de los indios. Por ello, una de las principales estrategias utilizadas por las autoridades españolas para hispanizar al indígena fue precisamente la conversión y transformación de los caciques en vasallos ejemplares a los ojos de sus distintas comunidades indígenas. Estos se convirtieron en el nexo de unión entre los españoles y los indios, los mismos que se encargaron de recaudar los tributos y de fijar los turnos de los servicios personales. Por temor a perder sus privilegios, estos jefes locales obedecieron ciegamente lo que les mandaban los nuevos señores. La Corona, a cambio, los terminó equiparando a la nobleza castellana, pudiendo acceder a los altos cargos de la administración, obtener escudos de armas, e incluso, hábitos de las órdenes de caballería.

Pero, al menos en el caso de la familia de los incas del Perú, había otra razón de peso. La mayoría de los quechuas consideraba a los descendientes de la dinastía Inca, los verdaderos herederos del Perú. Todavía en 1615, mucho después de consumada la conquista, Poma de Ayala decía que Castilla era de los españoles, las Indias de los indios y Guinea de los negros. Había razones de peso para traer a la nobleza incaica a la Península, apartándolos del incario, y de paso hacerles un tratamiento acorde con su rango.

Así, pues, desde las primeras décadas del siglo XVI se expidieron una serie de disposiciones tendentes a igualar el estatu de los caciques indios con el de los hidalgos castellanos. De hecho, desde muy pronto se expidieron autorizaciones para que algunos indios de alto rango social utilizasen el título de «don». Concretamente, tal merced fue concedida en la temprana fecha de 1533 a don Enrique, indio alzado en las sierras del Bahoruco en la Española y, con posterioridad, a un sinnúmero de indios. Y hasta tal punto fue cierta la intención de equiparar a estos caciques con la nobleza española que incluso encontramos algún caso, como el del indio Melchor Carlos Inga, descendiente de Huayna Cápac a quien, en 1606, se autorizó su ingresó como caballero de la Orden de Santiago.

Embajadores reales de muy diversos confines del planeta, presentes en la metrópolis del mundo y cuya historia permanece todavía en la actualidad bastante inexplorada.


PARA SABER MÁS

ALONSO ACERO, Beatriz: Sultanes de Berbería en tierras de la cristiandad. Exilio musulmán, conversión y asimilación en la Monarquía hispánica (siglos XVI y XVII). Barcelona, Bellaterra, 2006.

CUTILLAS FERRER, José Francisco: “Las relaciones de don Juan de Persia: una imagen exótica de Persia narrada por un musulmán shií convertido al cristianismo a principios del S. XVI”, Sharq al-Andalus Nºº 16-17, 1999-2002, pp. 211-225.

DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio: “Armenios en Sevilla”, en Archivo Hispalense, Nº 61-62. Sevilla, 1953.

MIRA CABALLOS, Esteban: “Indios nobles y caciques en la corte real española”, Temas Americanistas Nº 16. Sevilla, 2003, pp. 1-7.

OLIVER ASÍN, Jaime, Vida de Don Felipe de África, príncipe de Fez y Marruecos (1566-1621). Granada, Universidad, 2008

SANCHO DE SOPRANIS, Hipólito: “Los armenios en Cádiz” en Sefarad, fasc. 22 de 1954.




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Fuente:

EMBAJADAS EXÓTICAS EN LA ESPAÑA IMPERIAL - Esteban Mira Caballos