Tomado de aquí:
https://gredos.usal.es/bitstream/han...CA0?sequence=1
Autor: Enrique Ucelay da Cal
El presente artículo analiza el papel nuclear que el nacionalismo cubano tuvo en la aparición y crecimiento de los nacionalismos contemporáneos en España. Tanto el nacionalismo español como los nacionalismos periféricos, especialmente el catalán y el vasco, estuvieron determinados por el modelo y las formas nacionalistas que surgieron de manera pionera en la Gran Antilla. Por otro lado, el enfrentamiento entre nacionalismo cubano y respuesta españolista establecería las pautas ideológicas de radicalización que posteriormente serían repetidas en contextos metropolitanos. Desentrañar esas determinaciones y esas pautas en el marco de la dimensión cubana de la política española es, pues, el tema central de este trabajo.
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LOS HEREDEROS METROPOLITANOS DE LA AUTODETERMINACIÓN CONTRA EL IMPERIO
A mediados del siglo XIX, la discusión formativa sobre nacionalismo en Europa —pongamos de Mancini (1851-1852) o John Stuart Mill (1861) a Renan (1882)— daba vueltas a la relación entre definir la categoría "nación", el juego de deberes y derechos del concepto de ciudadanía y la articulación del "gobierno representativo": en todo caso, en perspectiva española, como mostró el mismo Cánovas, el tema nacional era algo mejor dejado de lado. Con la excepción muy relativa de la ampliada Confederación Helvética (que pudo sobrevivir a la guerra civil), fracasaron todas las entidades federales salidas de la paz de Viena en 1815 —los Países Bajos Unidos, Suecia-Noruega, la Confederación Germana, los dualismos polaco y finlandés ante Rusia— dando pie a las revoluciones de 1830 y 1848, así como a las guerras de 1859-1871, para llegar a los últimos estertores de inestabilidad finisecular (la separación de Luxemburgo de Holanda en 1890, la división de Noruega y Suecia en 1905, la "rusificación" de Finlandia a partir de 1899)· Sin embargo, pasada la gran fase de inestabilidad de los años sesenta y primeros setenta, marcada por guerras generales, el sistema de Estados quedó fijado en Europa —con algún matiz— durante más de cuatro décadas. La reorientación de Prusia, atribuida a la mano de Bismarck, resolvió las fronteras en toda la Europa central, desde una Dinamarca y una Francia reducidas a una nueva federación monárquica germana unificada, una flamante Italia centralizada dentro del marco del Estado de los Saboya, y Austria convertida en un Estado dual germano-húngaro. Una vez resuelta la política interna francesa tras su derrota en 1870-1871, Francia era la única república significativa en el continente, ya que Suiza (forzosamente impuesta la confederación a los escisionistas en 1847) era un régimen en extremo "sui generis". A partir de entonces, la soberanía compartida habría de pasar del "principio dinástico" al "democrático", según la jerga de la época. Con ello, el "problema de las nacionalidades" se convirtió en el de la racionalización de los imperios.
En las últimas décadas del siglo XIX y hasta la primera Guerra Mundial, la forma dominante de Estado seguía siendo el imperio. En 1871, virtualmente todos los Estados europeos eran imperios, o sea "reino de reinos", por su misma naturaleza en el continente o por su extensión en Ultramar. Las entidades menores —excepto Suiza— eran Estados nacionalistas, con la carga de constituir movimientos patrióticos en ascenso, y aspiraban a ser imperios en un futuro no muy lejano, a expensas de sus enemigos históricos: tal descripción serviría para Grecia y las semisoberanías surgidas a expensas del poderío turco, cuyo carácter "europeo" era entonces muy discutido. La moda imperial —forjada por Bonaparte en 1804 y copiada por Francisco de Habsburgo en 1806— tomó plenitud justamente al estabilizarse el sistema de Estados: la fórmula del rey-emperador se estrenó en Austria-Hungría en 1867, se copió en la Alemania unificada-Prusia en 1871, y en Gran Bretaña-India en 1876. La concepción dinástica de la soberanía compartida dominó la política europea como poco hasta el final de la Primera Guerra Mundial (para lo que sólo hay que recordar los proyectos germanos para la victoriosa post-guerra) y, si se apura, siguió en pie hasta el final de la segunda gran contienda global, como muestra la proclamación italiana de la figura del rey-emperador en 1936.
Pero la noción de soberanía compartida estaba también implícita, como fuente de confrontación, en el paso del liberalismo (basado frecuentemente en acuerdos constitucionales que reconocían el incómodo equilibrio entre la corona y el parlamento) a la democracia, forma de régimen ésta sin otra legitimación que la representación popular. Ahora bien, a su vez, la categoría "Pueblo" como sujeto en el liberalismo era fuente de compromisos, sin un reconocimiento pleno, ya que los mecanismos censitarios o selectivos hacían que la representación colectiva, nacional o popular, fuera ejercida por unos en nombre de todos. En toda Europa, a mediados del siglo XIX, el tema de si votaban los campesinos era potencialmente explosivo, sobre todo donde, desde el Reino Unido (Irlanda) hasta Hungría, los "patanes" eran culturalmente diversos respecto a los señores o los burgueses. Basarse en el voto campesino fue precisamente lo que hizo "avanzado" a Luis-Napoleón Bonaparte, pronto convertido en Napoleón III, a pesar de las ironías que sobre ese tema puso en circulación Marx. La necesidad de afrontar un sufragio universal masculino sin limitaciones o intermediarios fue el gran desafío de casi toda Europa, excepto la Francia de la III República al empezar el nuevo siglo, y las contradicciones y tensiones que esto representó fueron una causa interna de la búsqueda del conflicto externo en aquellos años, como se viene argumentando para la historia británica desde hace más de medio siglo. Traducido a términos españoles, significa que, en primer lugar, el supuesto lastre excepcional de "oligarquía y caciquismo" no es tal, sino todo lo contrario, una muestra del buen encaje (aunque por mal funcionamiento, es verdad) del contexto español en el marco contemporáneo.
Fuera de Europa, incluso en lugares cuya cultura cívica había sido siempre republicana, como Estados Unidos o los Estados neo-holandeses de Sudáfrica, la problemática de la desigualdad como soberanía compartida formaba la esencia del liberalismo, aun cuando éste fuera de discurso democrático. Era el modelo "ateniense" de J. C. Calhoun y otros líderes políticos sureños en Estados Unidos, cara no solamente a los esclavos o los libertos sino también a sus mismas mujeres
En el esquema "ateniense", la base de la verdadera libertad, lo que permitía a los representantes tratar con ecuanimidad y de tú a tú a sus representados era la existencia de los esclavos: sin ellos, era impensable la ciudadanía libre. Dentro del federalismo, los sureños insistieron en un discurso de "hecho diferencial", negando el derecho de los abolicionistas a inmiscuirse en sus asuntos, que tal era su manera peculiar de vivir ("our peculiar insitution"). La necesidad de proteger el "hecho diferencial" hizo que los portavoces más radicales sureños defendieran una lectura "confederada" del pacto federal, según la cual cada estado partícipe en la unión tenía derecho a "nulificar" la legislación federal que contraviniese sus propias leyes, siempre que fuera necesario. Un primer ensayo por parte de Carolina del Sur en 1829 fracasó sin que llegara la sangre al río, pero la tesis de la "nulificación" continuó siendo la base de las actuaciones sureñas, hasta el momento decisivo de la secesión en el invierno de I860-I86I. En esencia, tal enfoque era el que, copiado y adaptado, planteaban los reformistas y/o anexionistas cubanos en aquellos mismos años: es decir, exigían el derecho a regir sus asuntos, con instituciones propias, sin que la legislación metropolitana (la temida abolición) les hiriera en sus intereses, y, si no era así, estaban dispuestos a la separación. Pero, en la medida en que Cuba era el camino natural por donde pasaban las ideas americanas a España, quienes recogieron tal planteamiento de autodeterminación fueron los federales catalanes más radicales, netamente "calhounianos" en su gusto por el veto particularista, por mucho que fueran doctrinalmente abolicionistas militantes.
El fracaso del nacionalismo sureño ante el unionismo en Norteamérica en 1865, por lo tanto, no afectó en nada a la recepción de los conceptos de auto-determinación, que llegaban a la metrópolis purgados por la Lucha cubana. Por otra parte, la lentitud española en afrontar la necesidad de la liquidación de la esclavitud en Cuba, más cuando la República la había suprimido en Puerto Rico, por mucho que los intereses isleños tuvieran mucho que ver con tal retraso, desgastó todavía en mayor grado la imagen internacional de España como un régimen irremisiblemente retrógrado, pero, al mismo tiempo, mantuvo a la opinión metropolitana bien familiarizada con la noción de una sociedad segregacionista, basada en la distinción entre ciudadanos y seres inferiores, sin derechos.
De forma contradictoria, y a pesar del peso del federalismo doctrinal, el republicanismo español fue sin embargo netamente afrancesado, hasta jacobino, aunque buscara sus raíces en mitos patrióticos como el de los comuneros u otras resistencias históricas de fueros y cortes ante la rapacidad de la corona. El Estado debía ser un instrumento en manos de la representación popular para reformar la sociedad, romper las cadenas del pasado y crear una sociedad más justa y libre. Tal discurso, de exaltados, progresistas y demócratas, llegó a los republicanos sin muchos más matices que los de la profundización ideológica y el tacticismo. Desde este punto de vista, la autodeterminación entraba mediante el iberismo, ya que la plenitud ideal sería a la vez territorial y institucional. Si bien los sueños de una federación monárquica con Portugal todavía eran posibles para liberales (como en 1868-1869), los demócratas podían ser tan anexionistas como los norteamericanos y manifestar argumentos parecidos respecto al destino geopolítico-moral de Lusitania en un conjunto peninsular redondeado.
En Cataluña, sin embargo, el atractivo del republicanismo estaba precisamente en su carácter negativo que, de manera implícita, preveía la destrucción del Estado existente y la creación de otro de tipo nuevo. El republicanismo catalán, fuera el que fuera su articulación conceptual, era en substancia dualista: reflejaba la medida en la cual el discurso histórico catalán del siglo XVII, recogido por la crítica romántica catalana, sostenía que Castilla había falseado, mediante el absolutismo, la invención de España, dado que la verdadera España se componía de Cataluña en rango de igualdad con Castilla. Por lo tanto, en el contexto catalán, construir la república española, hacer España en este sentido de una vez por todas, comportaba la autodeterminación de Cataluña, no sólo como "el Pueblo" consciente y genérico, sino también como pueblo territorial; de ahí, el discurso separatista, que suponía que la ruptura era el paso previo imprescindible para la creación de una federación o confederación ibérica de nuevo cuño.
Las mitologías vascas, por el contrario, apelaban al más rancio discurso de hidalguía, según el cual a los "vizcaínos", en justa correspondencia con su condición de nobleza colectiva y cristianos viejos, les correspondían privilegios en el Estado, tanto en casa como en los confines del imperio. Puesto en jerga decimonónica, tal planteamiento se adaptaba sin problemas a la idea "ateniense", un pueblo de demócratas tratando entre sí, con unos "helotos" labrando sin derechos bajo su benigno mando. El marco antillano, aunque menos colonizado en época contemporánea por vascos que por catalanes, les brindó a ambos unos esquemas de libertad alternativa a los discursos estatalistas y les permitía truncar sus derechos-privilegios historicistas en derechos democráticos de autodeterminación. La experiencia cubana ofrecía buenas pistas para la adaptación de los particularismos —hasta entonces justificados con argumentos de privilegios, implícitamente aristocráticos (tanto por fuero individual como institucional) contrarios al Estado nivelador, jacobino— al nuevo lenguaje de la revolución liberal y el ideal democrático...
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