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Tema: Cuba y el despertar de los nacionalismos en la España peninsular (s. XIX)

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    Cuba y el despertar de los nacionalismos en la España peninsular (s. XIX)

    Tomado de aquí:

    https://gredos.usal.es/bitstream/han...CA0?sequence=1

    Autor: Enrique Ucelay da Cal

    El presente artículo analiza el papel nuclear que el nacionalismo cubano tuvo en la aparición y crecimiento de los nacionalismos contemporáneos en España. Tanto el nacionalismo español como los nacionalismos periféricos, especialmente el catalán y el vasco, estuvieron determinados por el modelo y las formas nacionalistas que surgieron de manera pionera en la Gran Antilla. Por otro lado, el enfrentamiento entre nacionalismo cubano y respuesta españolista establecería las pautas ideológicas de radicalización que posteriormente serían repetidas en contextos metropolitanos. Desentrañar esas determinaciones y esas pautas en el marco de la dimensión cubana de la política española es, pues, el tema central de este trabajo.

    (... )
    LOS HEREDEROS METROPOLITANOS DE LA AUTODETERMINACIÓN CONTRA EL IMPERIO

    A mediados del siglo XIX, la discusión formativa sobre nacionalismo en Europa —pongamos de Mancini (1851-1852) o John Stuart Mill (1861) a Renan (1882)— daba vueltas a la relación entre definir la categoría "nación", el juego de deberes y derechos del concepto de ciudadanía y la articulación del "gobierno representativo": en todo caso, en perspectiva española, como mostró el mismo Cánovas, el tema nacional era algo mejor dejado de lado. Con la excepción muy relativa de la ampliada Confederación Helvética (que pudo sobrevivir a la guerra civil), fracasaron todas las entidades federales salidas de la paz de Viena en 1815 —los Países Bajos Unidos, Suecia-Noruega, la Confederación Germana, los dualismos polaco y finlandés ante Rusia— dando pie a las revoluciones de 1830 y 1848, así como a las guerras de 1859-1871, para llegar a los últimos estertores de inestabilidad finisecular (la separación de Luxemburgo de Holanda en 1890, la división de Noruega y Suecia en 1905, la "rusificación" de Finlandia a partir de 1899)· Sin embargo, pasada la gran fase de inestabilidad de los años sesenta y primeros setenta, marcada por guerras generales, el sistema de Estados quedó fijado en Europa —con algún matiz— durante más de cuatro décadas. La reorientación de Prusia, atribuida a la mano de Bismarck, resolvió las fronteras en toda la Europa central, desde una Dinamarca y una Francia reducidas a una nueva federación monárquica germana unificada, una flamante Italia centralizada dentro del marco del Estado de los Saboya, y Austria convertida en un Estado dual germano-húngaro. Una vez resuelta la política interna francesa tras su derrota en 1870-1871, Francia era la única república significativa en el continente, ya que Suiza (forzosamente impuesta la confederación a los escisionistas en 1847) era un régimen en extremo "sui generis". A partir de entonces, la soberanía compartida habría de pasar del "principio dinástico" al "democrático", según la jerga de la época. Con ello, el "problema de las nacionalidades" se convirtió en el de la racionalización de los imperios.

    En las últimas décadas del siglo XIX y hasta la primera Guerra Mundial, la forma dominante de Estado seguía siendo el imperio. En 1871, virtualmente todos los Estados europeos eran imperios, o sea "reino de reinos", por su misma naturaleza en el continente o por su extensión en Ultramar. Las entidades menores —excepto Suiza— eran Estados nacionalistas, con la carga de constituir movimientos patrióticos en ascenso, y aspiraban a ser imperios en un futuro no muy lejano, a expensas de sus enemigos históricos: tal descripción serviría para Grecia y las semisoberanías surgidas a expensas del poderío turco, cuyo carácter "europeo" era entonces muy discutido. La moda imperial —forjada por Bonaparte en 1804 y copiada por Francisco de Habsburgo en 1806— tomó plenitud justamente al estabilizarse el sistema de Estados: la fórmula del rey-emperador se estrenó en Austria-Hungría en 1867, se copió en la Alemania unificada-Prusia en 1871, y en Gran Bretaña-India en 1876. La concepción dinástica de la soberanía compartida dominó la política europea como poco hasta el final de la Primera Guerra Mundial (para lo que sólo hay que recordar los proyectos germanos para la victoriosa post-guerra) y, si se apura, siguió en pie hasta el final de la segunda gran contienda global, como muestra la proclamación italiana de la figura del rey-emperador en 1936.

    Pero la noción de soberanía compartida estaba también implícita, como fuente de confrontación, en el paso del liberalismo (basado frecuentemente en acuerdos constitucionales que reconocían el incómodo equilibrio entre la corona y el parlamento) a la democracia, forma de régimen ésta sin otra legitimación que la representación popular. Ahora bien, a su vez, la categoría "Pueblo" como sujeto en el liberalismo era fuente de compromisos, sin un reconocimiento pleno, ya que los mecanismos censitarios o selectivos hacían que la representación colectiva, nacional o popular, fuera ejercida por unos en nombre de todos. En toda Europa, a mediados del siglo XIX, el tema de si votaban los campesinos era potencialmente explosivo, sobre todo donde, desde el Reino Unido (Irlanda) hasta Hungría, los "patanes" eran culturalmente diversos respecto a los señores o los burgueses. Basarse en el voto campesino fue precisamente lo que hizo "avanzado" a Luis-Napoleón Bonaparte, pronto convertido en Napoleón III, a pesar de las ironías que sobre ese tema puso en circulación Marx. La necesidad de afrontar un sufragio universal masculino sin limitaciones o intermediarios fue el gran desafío de casi toda Europa, excepto la Francia de la III República al empezar el nuevo siglo, y las contradicciones y tensiones que esto representó fueron una causa interna de la búsqueda del conflicto externo en aquellos años, como se viene argumentando para la historia británica desde hace más de medio siglo. Traducido a términos españoles, significa que, en primer lugar, el supuesto lastre excepcional de "oligarquía y caciquismo" no es tal, sino todo lo contrario, una muestra del buen encaje (aunque por mal funcionamiento, es verdad) del contexto español en el marco contemporáneo.

    Fuera de Europa, incluso en lugares cuya cultura cívica había sido siempre republicana, como Estados Unidos o los Estados neo-holandeses de Sudáfrica, la problemática de la desigualdad como soberanía compartida formaba la esencia del liberalismo, aun cuando éste fuera de discurso democrático. Era el modelo "ateniense" de J. C. Calhoun y otros líderes políticos sureños en Estados Unidos, cara no solamente a los esclavos o los libertos sino también a sus mismas mujeres

    En el esquema "ateniense", la base de la verdadera libertad, lo que permitía a los representantes tratar con ecuanimidad y de tú a tú a sus representados era la existencia de los esclavos: sin ellos, era impensable la ciudadanía libre. Dentro del federalismo, los sureños insistieron en un discurso de "hecho diferencial", negando el derecho de los abolicionistas a inmiscuirse en sus asuntos, que tal era su manera peculiar de vivir ("our peculiar insitution"). La necesidad de proteger el "hecho diferencial" hizo que los portavoces más radicales sureños defendieran una lectura "confederada" del pacto federal, según la cual cada estado partícipe en la unión tenía derecho a "nulificar" la legislación federal que contraviniese sus propias leyes, siempre que fuera necesario. Un primer ensayo por parte de Carolina del Sur en 1829 fracasó sin que llegara la sangre al río, pero la tesis de la "nulificación" continuó siendo la base de las actuaciones sureñas, hasta el momento decisivo de la secesión en el invierno de I860-I86I. En esencia, tal enfoque era el que, copiado y adaptado, planteaban los reformistas y/o anexionistas cubanos en aquellos mismos años: es decir, exigían el derecho a regir sus asuntos, con instituciones propias, sin que la legislación metropolitana (la temida abolición) les hiriera en sus intereses, y, si no era así, estaban dispuestos a la separación. Pero, en la medida en que Cuba era el camino natural por donde pasaban las ideas americanas a España, quienes recogieron tal planteamiento de autodeterminación fueron los federales catalanes más radicales, netamente "calhounianos" en su gusto por el veto particularista, por mucho que fueran doctrinalmente abolicionistas militantes.

    El fracaso del nacionalismo sureño ante el unionismo en Norteamérica en 1865, por lo tanto, no afectó en nada a la recepción de los conceptos de auto-determinación, que llegaban a la metrópolis purgados por la Lucha cubana. Por otra parte, la lentitud española en afrontar la necesidad de la liquidación de la esclavitud en Cuba, más cuando la República la había suprimido en Puerto Rico, por mucho que los intereses isleños tuvieran mucho que ver con tal retraso, desgastó todavía en mayor grado la imagen internacional de España como un régimen irremisiblemente retrógrado, pero, al mismo tiempo, mantuvo a la opinión metropolitana bien familiarizada con la noción de una sociedad segregacionista, basada en la distinción entre ciudadanos y seres inferiores, sin derechos.

    De forma contradictoria, y a pesar del peso del federalismo doctrinal, el republicanismo español fue sin embargo netamente afrancesado, hasta jacobino, aunque buscara sus raíces en mitos patrióticos como el de los comuneros u otras resistencias históricas de fueros y cortes ante la rapacidad de la corona. El Estado debía ser un instrumento en manos de la representación popular para reformar la sociedad, romper las cadenas del pasado y crear una sociedad más justa y libre. Tal discurso, de exaltados, progresistas y demócratas, llegó a los republicanos sin muchos más matices que los de la profundización ideológica y el tacticismo. Desde este punto de vista, la autodeterminación entraba mediante el iberismo, ya que la plenitud ideal sería a la vez territorial y institucional. Si bien los sueños de una federación monárquica con Portugal todavía eran posibles para liberales (como en 1868-1869), los demócratas podían ser tan anexionistas como los norteamericanos y manifestar argumentos parecidos respecto al destino geopolítico-moral de Lusitania en un conjunto peninsular redondeado.

    En Cataluña, sin embargo, el atractivo del republicanismo estaba precisamente en su carácter negativo que, de manera implícita, preveía la destrucción del Estado existente y la creación de otro de tipo nuevo. El republicanismo catalán, fuera el que fuera su articulación conceptual, era en substancia dualista: reflejaba la medida en la cual el discurso histórico catalán del siglo XVII, recogido por la crítica romántica catalana, sostenía que Castilla había falseado, mediante el absolutismo, la invención de España, dado que la verdadera España se componía de Cataluña en rango de igualdad con Castilla. Por lo tanto, en el contexto catalán, construir la república española, hacer España en este sentido de una vez por todas, comportaba la autodeterminación de Cataluña, no sólo como "el Pueblo" consciente y genérico, sino también como pueblo territorial; de ahí, el discurso separatista, que suponía que la ruptura era el paso previo imprescindible para la creación de una federación o confederación ibérica de nuevo cuño.

    Las mitologías vascas, por el contrario, apelaban al más rancio discurso de hidalguía, según el cual a los "vizcaínos", en justa correspondencia con su condición de nobleza colectiva y cristianos viejos, les correspondían privilegios en el Estado, tanto en casa como en los confines del imperio. Puesto en jerga decimonónica, tal planteamiento se adaptaba sin problemas a la idea "ateniense", un pueblo de demócratas tratando entre sí, con unos "helotos" labrando sin derechos bajo su benigno mando. El marco antillano, aunque menos colonizado en época contemporánea por vascos que por catalanes, les brindó a ambos unos esquemas de libertad alternativa a los discursos estatalistas y les permitía truncar sus derechos-privilegios historicistas en derechos democráticos de autodeterminación. La experiencia cubana ofrecía buenas pistas para la adaptación de los particularismos —hasta entonces justificados con argumentos de privilegios, implícitamente aristocráticos (tanto por fuero individual como institucional) contrarios al Estado nivelador, jacobino— al nuevo lenguaje de la revolución liberal y el ideal democrático...
    Última edición por ALACRAN; 12/01/2021 a las 21:20
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Cuba y el despertar de los nacionalismos en la España peninsular (s. XIX)

    ...Tal trasvase de ideas políticas también se puede plantear de otra manera. La "sacarocracia" cubana jugó al chantaje de la autodeterminación —copiada de los Estados Unidos— en la presión reformismo/anexionismo. En el contexto isleño, la inmigración catalana, como vanguardia del interés comercial peninsular, reaccionó y se apuntó a la respuesta españolista, negación absoluta del anexionismo: de ahí, por el discurso imperial de los años sesenta y del reflejo de Prim, el paso de los "voluntarios catalanes" con su romántica barretina de las glorias de Tetuán a la lucha contra la insurrección separatista de Céspedes. Pero la dinámica de guerra civil antillana sirvió como transmisor ideológico, ya que era contacto e interacción, por negativa que fuera: así se descubrió la autodeterminación tanto en el medio cultural catalán, como en el canario, el vasco o el gallego, de manos de la "sacarocracia" cubana, que debía resituarse tras la derrota de la causa sureña en la contienda interna norteamericana. Las ideas sobre autodeterminación fluyeron desde la política cubana a los equivalentes ambientes regionales metropolitanos en los treinta años que mediaron entre la primera guerra civil cubana, iniciada a finales de los años sesenta, y el final del conflicto definitivo en 1898.

    Además, la idea heredada de autodeterminación recogía el sentido exclusivista del nacionalismo criollo, que, por su lógica de plantación, a duras penas incorporaba a la sub-clase de gentes de color (a quienes, por ejemplo, sólo en 1892 en Cuba se les permitió el trato de "Don"). Si bien reformismo, autonomismo o independentismo representaban un ascendente continuo en términos de teoría estatal, la diferencia real en el medio cubano estaba en su enfoque racial y en la manera de conceptuar el mercado de trabajo, matices que eran adaptables a contextos peninsulares. El racismo ha sido explícito en el nacionalismo vasco, cuyo "anti-maketismo" sabiniano explícito ha sobrevivido hasta 1976, cuando finalmente se les ha permitido a los no-vascos entrar en el partido "jelkide". En el nacionalismo catalán, en cambio, ha sobrevivido la raíz de ciudadanía ideológica propia del antecedente remoto norteamericano, que fue mantenido en toda la tradición "mambisa" de guerra, según la cual los negros que luchaban por la independencia (pronto la base de las armas rebeldes en la "Guerra Larga", así como después) eran reconocidos como propios: para el catalanismo, el vínculo inclusivo decisorio ha sido el uso del idioma.

    El nacionalismo cubano, pues, aportó un discurso democrático de privilegio masificable, garra ideológica de gran modernidad, que pasó acumulativamente de las fórmulas de los tiempos anexionistas-garibaldianos a la dura competición ideológica del siglo XX. La anexión prometía la entrada en la utopía del bienestar esclavista norteamericano. La independencia fue su heredera, augurando el mismo bienestar pero como protectorado de Estados Unidos, lo que permitiría la verdadera autonomía local que España insinuaba pero era incapaz de otorgar (y que sólo concedió como medida desesperada, cuando los norteamericanos le forzaron la mano). El "incondicionalismo" o españolismo planteó el mismo discurso de privilegio: en paráfrasis orwelliana, “todos los españoles eran iguales, pero unos eran más iguales que otros”.

    El agrio debate sobre la autonomía antillana de los años noventa fue, por extensión, una discusión sobre la validez general del sistema provincial de 1833, controversia que llevaba en pie desde mediados de la década anterior. Hablar de caciquismo, como estuvo de moda tras la publicación del informe famoso de Costa en 1903, era poner en tela de juicio las instituciones locales —ayuntamientos, diputaciones— ante una legislatura central lejana, que operaba por mecanismos liberales de representación selectiva, no participativa. Por lo tanto, los problemas cubanos no fueron "coloniales" y remotos, sino todo lo contrario. La coyuntura decisiva fue de los años ochenta: en Cuba se desarrolló un sistema de partidos propio, dirigido a las elecciones legislativas para la lejana Madrid, pero en anticipación de una asamblea isleña: el Partido Unionista Constitucional (antiguos "incondicionales"), el Partido Liberal Autonomista, el Partido Reformista.

    Tal es el peso de la Gran Antilla, que su polarización se reflejó en Puerto Rico —Partido Incondicional Español y Partido Liberal Reformista, y luego Partido Autonomista— aun sin haber pasado por la polarización de una guerra civil. Sin embargo, tales fuerzas cubanas se encontrarán sin un marco adecuado, puesto que tanto autonomistas como unionistas vieron la autonomía —para bien o para mal— como un mero paso en el camino: para entonces, una Cuba autónoma bajo la bandera española podía ser entendida como análoga de alguna manera a los principados balcánicos o las islas egeas tipo Creta o Samos, con una independencia "de facto" bajo soberanía turca. Tal percepción era debida al hecho de que la economía cubana —y desde hacía muchos años— dependía notoriamente de los Estados Unidos, por mucho que la soberanía titular se ejerciera desde Madrid; aunque se presumiera lo contrario, el mercado metropolitano no tenía la capacidad, ni las dimensiones, para ocupar esa interacción. El resultado fue una dinámica de definición nacionalista en la misma Cuba a lo largo de la década que serviría como faro orientador para la radicalización de actitudes nacionalistas en la Península.

    La extensión de la ley municipal de 1877 para las Antillas, seguida por la adaptación de la ley electoral de 1878 y, al empezar los años ochenta, completada por la inclusión teórica de las islas americanas en el marco constitucional del que habían estado excluidas, en conjunto tuvieron implicaciones para la política metropolitana: finalmente, se hizo posible plantear una reorganización sin exclusiones del sistema provincial, reforma considerada por todos pendiente, cara a la apertura del sistema político potenciado por los liberales sagastinos. Era posible presentar el proceso jurídico de la abolición de la esclavitud en adelante como un aperturismo sistemático del marco cubano, que, a su vez, podía reflejarse en una reforma metropolitana cada vez más ambiciosa.

    De hecho, las reformas liberales sagastinas, reintroduciendo y consolidando el programa de la "Gloriosa" (sufragio universal masculino en comicios municipales en 1882, manumisión definitiva de los esclavos en 1886, un nuevo código comercial, también en 1886, el derecho de asociación en 1887, el jurado en 1888, un nuevo código civil en 1889, y finalmente, como culminación, el sufragio universal masculino en las elecciones legislativas en 1890) potenciaron una adaptación de todo el espectro político, marcado por la aparición de nuevos extremos ideológicos, más allá de republicanos y carlistas, proceso que vio aparecer los primeros grupos regionalistas y/o nacionalistas. Empezaron a circular propuestas de un encaje entre regiones y provincias en los partidos constitucionales, lo que lógicamente estimuló la fantasía de los flamantes catalanistas, "bizkaitarras" y galleguistas. En 1883, a la década de su desastre cantonalista, los federales recuperaron el aliento perdido y formularon propuestas estatutarias para unos hipotéticos estados catalán y gallego dentro de una anhelada federación. A principios del año siguiente, Segismundo Moret, ministro de gobernación de Posada Herrera, presentó un proyecto de regionalización (con el gabinete de Izquierda Dinástica a punto de caer), que creaba la figura del gobernador regional y reducía los antiguos cargos a delegados provinciales, lo que había tenido un brevísimo antecedente en 1847. A finales de 1884, su sucesor, Romero Robledo, del gobierno Cánovas, y notorio portavoz de posturas españolistas, provocativamente planteó una propuesta contraria, según la cual la región, lejos de ser entidad superior a la provincia, sería una entidad intermedia entre los municipios y las provincias. En consonancia, su postura sobre Cuba fue tajante ante el autonomismo.

    En 1891, Sánchez de Toca, el subsecretario de Silvela, ministro conservador de gobernación, volvió al tema de la reforma de la ley provincial. Luego, Antonio Maura, ministro de ultramar en el gabinete Sagasta de 1892, intentó promover otro proyecto de administración local, pero, dentro de su competencia, dirigido a las dos Antillas, sin éxito, ante la dureza de la respuesta de Romero Robledo y la Unión Constitucional cubana, que consideraban que la propuesta de una "Diputación Única" isleña abriría la puerta al separatismo. El nuevo gabinete Sagasta, ya sin Maura y con Abarzuza en el cargo de ultramar, siguió adelante con el proyecto, devenido "fórmula Abarzuza", haciendo esfuerzos —al potenciar seis diputaciones provinciales— para atraer a la oposición españolista. En todo caso, la promulgación eventual de la ley Abarzuza, en marzo de 1895, vino un mes después del "Grito de Baire", que reiniciaba la guerra independentista. Finalmente, otra vez con Sagasta, con gobierno formado a principios de octubre de 1897, y bajo propuesta de Moret como ministro de ultramar, se aprobaron a finales de noviembre las autonomías isleñas como medida de guerra. En resumen, la discusión sobre la reorganización de la administración local metropolitana quedó absorbida —o consumida— por la candente cuestión autonómica cubana.

    Las reacciones españolas ante el alzamiento independentista del 1895 recurrieron a analogías de todo signo: con la mirada puesta en Estados Unidos, Cánovas dijo que Cuba era "la Alsacia-Lorena de España", parte irrenunciable de la patria; Castelar aludió al derecho inglés a dominar Irlanda, menor que el que tenía España en el Caribe, y se lamentó de lo que significaría el triunfo de la raza negra en la Gran Antilla, inclusive para los intereses de Norteamérica. El problema era de cultura política profunda; tal como remarcó el embajador americano en octubre de 1897, había una "incapacidad absoluta de la mentalidad oficial española de entender la autonomía tal como la comprenden americanos o ingleses". En efecto, en la tradición política española, la delegación de poder se entendía exclusivamente como pérdida: como dijo el conservador Conde de Casa Valencia, al disertar en 1877 sobre el federalismo con su experiencia como diplomático en Washington y México:

    En nuestra patria, no acierto á [sic] comprender cómo hay quien [sic] no vea el inmenso peligro, no compensado por ventaja alguna, que habría en retroceder y deshacer la magnífica obra de muchos años y reinados para restablecer los antiguos reinos que ya no existen, ó [sic] formar nuevas provincias casi independientes, añadiendo este germen de agitación y desobediencia á [sic] los que constantes trastornos ya nos han traído [sic]. Confío en que son pocos los partidarios de una federación artificial, caprichosa y sin raices [sic] y fundamento sólido; y que no es necesaria para el desarrollo y prosperidad de las ciudades, para que la administración pública sea buena, y para que el país intervenga, por medio de sus legítimos representantes, en la gobernación del Estado.

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    Re: Cuba y el despertar de los nacionalismos en la España peninsular (s. XIX)

    ...Y concurrió el liberal Manuel Alonso Martínez, que aseguró, a la vista de las unificaciones italiana y germana, que: "Lejos, pues, de disgregarse los Estados unitarios constituyéndose en federaciones, son éstas las que desaparecen, organizándose en vigorosas nacionalidades bajo la enseña de la monarquía, que es la institución que mejor representa y realiza la unidad". Por otra parte, el evidente autoritarismo del sistema político español en Cuba, con su talante esencialmente militarista y su tradicional corrupción, eran entendidos desde la Península en la misma clave defensiva, una especie de "teoría de dominó" según la cual la menor concesión simbólica produciria una cascada de humillaciones, lo que, a su vez, llevaba a giros y argumentos francamente torturados, tanto por la izquierda como por la derecha.

    Así, por ejemplo, Blasco Ibáñez aseguraba, en la primavera de 1895, que la guerra civil en Cuba, que amenazaba con el "Finis Hispania", era el producto del "mortal eclipse" que padecía la "virilidad nacional"; todo era culpa de la situación reaccionaria: "Después de Gibraltar, que perdimos por culpa de los Borbones, perder la fértil isla de Cuba sería una nueva vergüenza para la institución monárquica". Según el republicano valenciano: "las gestiones de los monárquicos en la isla, las arbitrariedades de los reaccionarios sólo han servido para excitar las pasiones del separatismo, para producir esas terribles guerras civiles que tanta sangre y dinero le han costado a la patria. En cambio, los autonomistas, los republicanos cubanos [sic], son los que con su propaganda quitan fuerzas a los enemigos de España y consolidan los derechos que ésta tiene sobre la isla". Por el contrario, el conservador Aguirre de Tejada, que había sido ministro de Ultramar, retrospectivamente convirtió necesidad en virtud, para pretender que: "Jamás colonia alguna ha visto realizados por su metrópoli [sic] mayor número de beneficios económicos en menor número de años, atendidas más eficazmente sus peticiones racionales, ni con mejor intención llevadas á [sic] cabo las soluciones propuestas después de haberle otorgado, con las demás libertades políticas, esa representación que todavía no ha concedido Inglaterra á Lina gran parte de sus colonias". A favor o en contra, ambos explicitaban la analogía con el Canadá, pero sin poder salir de la angosta visión de un único "Estado transoceánico".


    La demanda de nuevas formas políticas creció tras el desgaste de los partidos constitucionales parlamentarios —lo que en el cambio de siglo se formuló como la "crisis de dirección" de conservadores y liberales tras la muerte de Cánovas en atentado (ácrata y posiblemente cubano) y el eclipse de Sagasta, ambos protagonistas desde los años sesenta. Nueva política, pues, era cualquier cosa que abominase de las hueras generalidades del '68 y del 76, con lo que las adaptaciones locales de los argumentos criollos cubanos estaban precisamente al día. ¿Qué podía producir más sensación de novedad que citar a Teddy Roosevelt, protagonista simbólico de la derrota de la "vieja política" española, como hicieron gustosos tanto Sabino Arana como Prat de la Riba?. Luego, introducir doctrina americana, ya aclimatada a los temperamentos hispanos, era también de agresiva modernidad. Y además, nadie tuvo que ser consciente de probar fuertes mixturas criollas, extrañas a los paladares peninsulares, ya que tales argumentos fueron embadurnados con las ricas salsas del romanticismo localista que se venía produciendo desde hacía medio siglo.

    Más aún, las comunidades de inmigrantes, organizadas por su origen "regional", acentuaron paradójicamente esta dinámica. Evidentemente, hubo quien quiso afiliarse como "español" genérico y quien prefirió ser "catalán" y hasta quien, pese a agruparse como "asturiano", no quiso dar sentido político nacionalitario a tal gusto por la "morriña". Los centros o casinos, las sociedades de beneficencia y las múltiples asociaciones que se reprodujeron en la emigración "indiana" a las Antillas no se caracterizaban por su potencia intelectual, más bien el contrario, vivían de sencillas imágenes —casi de cromos oleográficos rebosantes de nostalgia— aderezadas con un cultismo cursi, siempre retrasado respecto a la moda imperante entre la burguesía metropolitana, con ejercicios de "parnaso poético" o sesiones de recital de señoras rapsodas. Pero la ingenuidad de los "bodegueros" endomingados tuvo una importante función cara al desarrollo de sus respectivos nacionalismos y/o regionalismos. Aunque sus centros fueran una respuesta regionalista o republicana a los "Casinos Españoles", nidos del "incondicionalismo", ellos salían del mismo medio socio-económico y su ideología era en gran medida "españolismo" invertido a la catalana, gallega, etc., adaptado a los tópicos más digeribles del discurso "cubanista".

    Luego, el medio "indiano" permitió una radicalización verbal al homogeneizar su anti-españolismo con el contexto antillano, especialmente tras 1898, bajo la ocupación norteamericana y, especialmente, a partir de la independencia cubana en 1902. Finalmente, puede que los "indianos" no tuvieran mucha cultura política, pero tenían dinero, ingrediente político siempre admirable, y estaban dispuestos, con su fe idealista cubano-catalana, cubano-canaria, etc., a financiar opciones puras, extremistas. Así, a partir de alguna versión inicial diseñada en Santiago de Cuba hacia 1903-1904, la bandera independentista catalana se inventó en 1918 en Barcelona, siendo una simple adaptación del triángulo azul y la estrella solitaria cubanos a las barras catalanas. Maciá llegaría a dejar que los "Catalans d'Amèrica" compartiesen el peso económico de su conspiración en los años del primorriverismo y se redactó en Cuba un proyecto de constitución independiente para Cataluña en 1928. El separatismo canario se moldeó según patrones cubanos: su fundador empezó su labor publicística en defensa de su "patria isleña" en Tampa (Florida), con el apoyo de exiliados de la Gran Antilla. El Partido Nacionalista Canario nació en La Habana en 1924. El "arredismo" o separatismo gallego apareció antes en los Centros Gallegos americanos (primero en Buenos Aires, luego en Cuba, hecho visible en los años veinte), que en Galicia. Los Centros Vascos igualmente fueron influyentes en el sustento ideológico de la facción "aberri", las más radical y sabiniana dentro del conjunto nacionalista vasco, durante la Dictadura primorriverista. Las analogías entre las actitudes ideológicas nuevas centrífugas a la Península y las viejas pendencias insulares, por lo tanto, eran evidentes para todos los contemporáneos, aunque también hubiera quien las minimizara justamente por esta razón. Como dijo un observador irónico hacia 1907:

    Aquí [en Barcelona], como tiempo atrás en las Antillas, es muy frecuente tropezar con personas que se declaran separatistas queriendo expresar no otra cosa, con ese concepto, que el radicalismo en las ideas, el non plus ultra, del liberalismo y del regionalismo. 'Fulano es muy separatista', solía decirse en Cuba de alguien que era muy liberal. 'Fulano es muy español, solía decirse en Puerto Rico de alguien que era muy reaccionario. Y en puridad de la verdad, ni Fulano deseaba seriamente la independencia de Cuba, ni mengano era más o menos español que cualquier otro que lo fuese.

    Con todo, hay que evitar cualquier interpretación sentimental que, en la tradición autoindulgente de la historiografía cubana, atribuya tales copias o analogías a una liberalidad intrínseca del nacionalismo cubano, decorado con guirnaldas sacadas del idealismo generoso de Martí. A menos de una década de la independencia, el nacionalismo cubano aplastó cualquier afirmación de negritud con un pogrom —la "Guerrita de 1912" envuelta en la vieja excusa del miedo a una "haitización"-, que dejó claro el racismo existente a pesar de las buenas palabras al contrario. En los breves meses del primer gobierno de Grau San Martín, en el filo entre 1933 y 1934, se impuso una "nacionalización" del mercado de trabajo de servicios —la "ley del 50%"— que, bajo la pretensión de dar oportunidades a los trabajadores nativos, sirvió como excusa para poner el sector de servicios español en su sitio bien subalterno y fue, de hecho, una expulsión de españoles, vivida así por la opinión peninsular.

    No hay que decir que el castrismo, en 1959-1960, completó la tarea, echando a los estadounidenses. Habría que considerar hasta qué punto —como ha argumentado Franklin Knight— todo el mundo antillano forma un "nacionalismo fragmentado" por el mismo hecho de ser archipiélago y, entonces, cuál debería ser el lugar que le correspondería a Cuba. En todo caso, para tener idea del juego irónico de las evoluciones, en Puerto Rico, sometido a una nada dúctil administración militar americana hasta 1948, se vio la evolución de los autonomistas en nacionalistas, y la aparición de un independentismo borinqueño —de Albizu Campos— que miraba las evoluciones del españolismo peninsular con cierta simpatía en los años 1930.

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    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
    Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)

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    Re: Cuba y el despertar de los nacionalismos en la España peninsular (s. XIX)

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    CONCLUSIÓN

    Lo primero que se evapora del registro histórico es la coetaneidad. A partir del incremento de las comunicaciones en la primera mitad del siglo XIX, los actores históricos han vivido envueltos por influencias visibles, tomadas de noticias verídicas o falsas sobre el mundo que les rodeaba. Los historiadores, probablemente de manera inevitable, no son conscientes de los múltiples cruces, digamos horizontales, que se viven en un momento y lugar determinados. Por ello, crean un retrato erudito pero vertical, lo que se ha llamado una "visión de túnel", que aisla unos protagonistas y resalta unas influencias como únicas, olvidando que su diseño es más un resultado del desconocimiento del historiador que de los factores propios de lo investigado. Por ejemplo, se habla de la utopía integrista de los Nocedal y del fundamentalismo religioso de la Guerra Carlista de 1872-1876 como si tales posturas significasen un aislamiento forzoso del mundo. Pero los integristas tenían un modelo latinoamericano bien querido: la dictadura católica de Gabriel García Moreno en Ecuador, ejercida entre 1861 y 1875. Un autor ultra-montano tan significativo como Francisco Navarro Villoslada, autor de la famosa novela Amaya, o los vascos del siglo VIII (1878) que tan efectivamente popularizó el discurso racial-ancestral euzkaldun, publicó su versión de una hagiografía del presidente-mártir ecuatoriano en 1892.

    El trauma psicológico de 1898 transformó la visión española del mundo. En muchas partes de Europa, la "invención de la nación" dio lugar a una disyuntiva conceptual, que contraponía la macro-nación o imperio a un núcleo nacional duro y puro, exento de inmoralidades expansivas. Así la creación de la Alemania unificada provocó el enfrentamiento entre los partidarios de soluciones "grossdeutsch" y los favorables a una entidad reduccionista o "kleindeutsch". En Gran Bretaña, la expansión colonial, la proclamación del Imperio de la India y la propuesta de "Home Rule" para Irlanda dividieron la opinión pública entre los defensores de little England' y los que soñaban con una aún mayor "Greater Britain". Estos debates fueron muy longevos y subsistieron hasta que la post-guerra de 1945 dio al traste con los imperios como categoría internacional aceptable. Así, también la política española desde el '98 hasta la muerte de Franco (coincidente con la pérdida de la última "provincia" de ultramar) fue una confrontación ideológica pertinaz sobre la naturaleza imperial o restringida de España. Los "noventayochistas", de tanto huir del esquema imperial, se hicieron esencialistas de una España concentrada y, en consecuencia, castellanistas de hecho.

    En general, a lo largo del siglo XX, la tradición liberal y de izquierdas se ha identificado con una "pequeña España", mientras que, como réplica rabiosa, la derecha ha sido todo lo neo-imperial que las circunstancias han permitido, al menos hasta pasada la "transición democrática" de los años 1976-1977. Que el aznarismo quisiera identificarse en I993-I996 con Azaña sólo ha sido la pública aceptación por la derecha constitucional del fin del recuerdo imperial. En paralelo, los nacionalismos competidores han asumido positivamente la perspectiva "pequeño-española" al afirmar su particularismo y reivindicar el derecho americano a la autodeterminación, olvidando al tiempo sus raíces, pero, de manera simultánea y algo perversa, han insistido en el esquema de España como conjunto imperial, para así poder demonizar a "Madrid y el centralismo" y mejor presentar sus legitimaciones diferenciadoras. En resumen, la historiografía ha seguido pautas ideológicas preestablecidas, buscando exclusivamente los orígenes de los nacionalismos hispánicos en dinámicas interiores, aisladas para cada caso. Y las influencias ideológicas externas se han buscado con inconsciente criterio eurocentrista. Pero el españolismo no nació en Madrid, ni fue producto únicamente de las guerras civiles peninsulares que debatían la organización interna del Estado. Y los nacionalistas catalanes, vascos, gallegos y canarios aprendieron su recurso dialéctico a la autodeterminación de los "mambises" que la ejercieron, mediante la guerra civil, en la Manigua cubana.

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    Última edición por ALACRAN; 12/01/2021 a las 21:44
    "... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
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