...Tal trasvase de ideas políticas también se puede plantear de otra manera. La "sacarocracia" cubana jugó al chantaje de la autodeterminación —copiada de los Estados Unidos— en la presión reformismo/anexionismo. En el contexto isleño, la inmigración catalana, como vanguardia del interés comercial peninsular, reaccionó y se apuntó a la respuesta españolista, negación absoluta del anexionismo: de ahí, por el discurso imperial de los años sesenta y del reflejo de Prim, el paso de los "voluntarios catalanes" con su romántica barretina de las glorias de Tetuán a la lucha contra la insurrección separatista de Céspedes. Pero la dinámica de guerra civil antillana sirvió como transmisor ideológico, ya que era contacto e interacción, por negativa que fuera: así se descubrió la autodeterminación tanto en el medio cultural catalán, como en el canario, el vasco o el gallego, de manos de la "sacarocracia" cubana, que debía resituarse tras la derrota de la causa sureña en la contienda interna norteamericana. Las ideas sobre autodeterminación fluyeron desde la política cubana a los equivalentes ambientes regionales metropolitanos en los treinta años que mediaron entre la primera guerra civil cubana, iniciada a finales de los años sesenta, y el final del conflicto definitivo en 1898.
Además, la idea heredada de autodeterminación recogía el sentido exclusivista del nacionalismo criollo, que, por su lógica de plantación, a duras penas incorporaba a la sub-clase de gentes de color (a quienes, por ejemplo, sólo en 1892 en Cuba se les permitió el trato de "Don"). Si bien reformismo, autonomismo o independentismo representaban un ascendente continuo en términos de teoría estatal, la diferencia real en el medio cubano estaba en su enfoque racial y en la manera de conceptuar el mercado de trabajo, matices que eran adaptables a contextos peninsulares. El racismo ha sido explícito en el nacionalismo vasco, cuyo "anti-maketismo" sabiniano explícito ha sobrevivido hasta 1976, cuando finalmente se les ha permitido a los no-vascos entrar en el partido "jelkide". En el nacionalismo catalán, en cambio, ha sobrevivido la raíz de ciudadanía ideológica propia del antecedente remoto norteamericano, que fue mantenido en toda la tradición "mambisa" de guerra, según la cual los negros que luchaban por la independencia (pronto la base de las armas rebeldes en la "Guerra Larga", así como después) eran reconocidos como propios: para el catalanismo, el vínculo inclusivo decisorio ha sido el uso del idioma.
El nacionalismo cubano, pues, aportó un discurso democrático de privilegio masificable, garra ideológica de gran modernidad, que pasó acumulativamente de las fórmulas de los tiempos anexionistas-garibaldianos a la dura competición ideológica del siglo XX. La anexión prometía la entrada en la utopía del bienestar esclavista norteamericano. La independencia fue su heredera, augurando el mismo bienestar pero como protectorado de Estados Unidos, lo que permitiría la verdadera autonomía local que España insinuaba pero era incapaz de otorgar (y que sólo concedió como medida desesperada, cuando los norteamericanos le forzaron la mano). El "incondicionalismo" o españolismo planteó el mismo discurso de privilegio: en paráfrasis orwelliana, “todos los españoles eran iguales, pero unos eran más iguales que otros”.
El agrio debate sobre la autonomía antillana de los años noventa fue, por extensión, una discusión sobre la validez general del sistema provincial de 1833, controversia que llevaba en pie desde mediados de la década anterior. Hablar de caciquismo, como estuvo de moda tras la publicación del informe famoso de Costa en 1903, era poner en tela de juicio las instituciones locales —ayuntamientos, diputaciones— ante una legislatura central lejana, que operaba por mecanismos liberales de representación selectiva, no participativa. Por lo tanto, los problemas cubanos no fueron "coloniales" y remotos, sino todo lo contrario. La coyuntura decisiva fue de los años ochenta: en Cuba se desarrolló un sistema de partidos propio, dirigido a las elecciones legislativas para la lejana Madrid, pero en anticipación de una asamblea isleña: el Partido Unionista Constitucional (antiguos "incondicionales"), el Partido Liberal Autonomista, el Partido Reformista.
Tal es el peso de la Gran Antilla, que su polarización se reflejó en Puerto Rico —Partido Incondicional Español y Partido Liberal Reformista, y luego Partido Autonomista— aun sin haber pasado por la polarización de una guerra civil. Sin embargo, tales fuerzas cubanas se encontrarán sin un marco adecuado, puesto que tanto autonomistas como unionistas vieron la autonomía —para bien o para mal— como un mero paso en el camino: para entonces, una Cuba autónoma bajo la bandera española podía ser entendida como análoga de alguna manera a los principados balcánicos o las islas egeas tipo Creta o Samos, con una independencia "de facto" bajo soberanía turca. Tal percepción era debida al hecho de que la economía cubana —y desde hacía muchos años— dependía notoriamente de los Estados Unidos, por mucho que la soberanía titular se ejerciera desde Madrid; aunque se presumiera lo contrario, el mercado metropolitano no tenía la capacidad, ni las dimensiones, para ocupar esa interacción. El resultado fue una dinámica de definición nacionalista en la misma Cuba a lo largo de la década que serviría como faro orientador para la radicalización de actitudes nacionalistas en la Península.
La extensión de la ley municipal de 1877 para las Antillas, seguida por la adaptación de la ley electoral de 1878 y, al empezar los años ochenta, completada por la inclusión teórica de las islas americanas en el marco constitucional del que habían estado excluidas, en conjunto tuvieron implicaciones para la política metropolitana: finalmente, se hizo posible plantear una reorganización sin exclusiones del sistema provincial, reforma considerada por todos pendiente, cara a la apertura del sistema político potenciado por los liberales sagastinos. Era posible presentar el proceso jurídico de la abolición de la esclavitud en adelante como un aperturismo sistemático del marco cubano, que, a su vez, podía reflejarse en una reforma metropolitana cada vez más ambiciosa.
De hecho, las reformas liberales sagastinas, reintroduciendo y consolidando el programa de la "Gloriosa" (sufragio universal masculino en comicios municipales en 1882, manumisión definitiva de los esclavos en 1886, un nuevo código comercial, también en 1886, el derecho de asociación en 1887, el jurado en 1888, un nuevo código civil en 1889, y finalmente, como culminación, el sufragio universal masculino en las elecciones legislativas en 1890) potenciaron una adaptación de todo el espectro político, marcado por la aparición de nuevos extremos ideológicos, más allá de republicanos y carlistas, proceso que vio aparecer los primeros grupos regionalistas y/o nacionalistas. Empezaron a circular propuestas de un encaje entre regiones y provincias en los partidos constitucionales, lo que lógicamente estimuló la fantasía de los flamantes catalanistas, "bizkaitarras" y galleguistas. En 1883, a la década de su desastre cantonalista, los federales recuperaron el aliento perdido y formularon propuestas estatutarias para unos hipotéticos estados catalán y gallego dentro de una anhelada federación. A principios del año siguiente, Segismundo Moret, ministro de gobernación de Posada Herrera, presentó un proyecto de regionalización (con el gabinete de Izquierda Dinástica a punto de caer), que creaba la figura del gobernador regional y reducía los antiguos cargos a delegados provinciales, lo que había tenido un brevísimo antecedente en 1847. A finales de 1884, su sucesor, Romero Robledo, del gobierno Cánovas, y notorio portavoz de posturas españolistas, provocativamente planteó una propuesta contraria, según la cual la región, lejos de ser entidad superior a la provincia, sería una entidad intermedia entre los municipios y las provincias. En consonancia, su postura sobre Cuba fue tajante ante el autonomismo.
En 1891, Sánchez de Toca, el subsecretario de Silvela, ministro conservador de gobernación, volvió al tema de la reforma de la ley provincial. Luego, Antonio Maura, ministro de ultramar en el gabinete Sagasta de 1892, intentó promover otro proyecto de administración local, pero, dentro de su competencia, dirigido a las dos Antillas, sin éxito, ante la dureza de la respuesta de Romero Robledo y la Unión Constitucional cubana, que consideraban que la propuesta de una "Diputación Única" isleña abriría la puerta al separatismo. El nuevo gabinete Sagasta, ya sin Maura y con Abarzuza en el cargo de ultramar, siguió adelante con el proyecto, devenido "fórmula Abarzuza", haciendo esfuerzos —al potenciar seis diputaciones provinciales— para atraer a la oposición españolista. En todo caso, la promulgación eventual de la ley Abarzuza, en marzo de 1895, vino un mes después del "Grito de Baire", que reiniciaba la guerra independentista. Finalmente, otra vez con Sagasta, con gobierno formado a principios de octubre de 1897, y bajo propuesta de Moret como ministro de ultramar, se aprobaron a finales de noviembre las autonomías isleñas como medida de guerra. En resumen, la discusión sobre la reorganización de la administración local metropolitana quedó absorbida —o consumida— por la candente cuestión autonómica cubana.
Las reacciones españolas ante el alzamiento independentista del 1895 recurrieron a analogías de todo signo: con la mirada puesta en Estados Unidos, Cánovas dijo que Cuba era "la Alsacia-Lorena de España", parte irrenunciable de la patria; Castelar aludió al derecho inglés a dominar Irlanda, menor que el que tenía España en el Caribe, y se lamentó de lo que significaría el triunfo de la raza negra en la Gran Antilla, inclusive para los intereses de Norteamérica. El problema era de cultura política profunda; tal como remarcó el embajador americano en octubre de 1897, había una "incapacidad absoluta de la mentalidad oficial española de entender la autonomía tal como la comprenden americanos o ingleses". En efecto, en la tradición política española, la delegación de poder se entendía exclusivamente como pérdida: como dijo el conservador Conde de Casa Valencia, al disertar en 1877 sobre el federalismo con su experiencia como diplomático en Washington y México:
En nuestra patria, no acierto á [sic] comprender cómo hay quien [sic] no vea el inmenso peligro, no compensado por ventaja alguna, que habría en retroceder y deshacer la magnífica obra de muchos años y reinados para restablecer los antiguos reinos que ya no existen, ó [sic] formar nuevas provincias casi independientes, añadiendo este germen de agitación y desobediencia á [sic] los que constantes trastornos ya nos han traído [sic]. Confío en que son pocos los partidarios de una federación artificial, caprichosa y sin raices [sic] y fundamento sólido; y que no es necesaria para el desarrollo y prosperidad de las ciudades, para que la administración pública sea buena, y para que el país intervenga, por medio de sus legítimos representantes, en la gobernación del Estado.
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