Revista FUERZA NUEVA, nº 133, 26-Jul-1969
Santiago, en el principio de las Españas
No, no es con sueños con lo que se escribe la historia. Ciertamente, la historia se escribe con prosa aprobada. Sin embargo, hay una raíz profunda en la de los hombres, difícil de distinguir y de encasillar. Una raíz delicada, que, a veces se escapa de los hábiles dedos de los investigadores para quedarse en leyenda, en balbuceo. Demasiado endeble para historia, pero suficiente como base para que todo un pueblo, y hasta toda una cristiandad, monte su ambiente vital, su fondo irrenunciable de creencias.
Así Santiago, en el principio de las Españas; Santiago, nebulosa, constelación en los tiempos antiguos; Apóstol del Señor, navegante, peregrino desde la Bética por la calzada romana que conducía, a través de Emérita Augusta y de la brava Lusitania, hacia las tierras suaves de Galicia. Santiago, evangelizador de la hosca Celtiberia, desde Astúrica, por Clunia y Numancia hasta el emporio de César Augusta, donde montaba guardia en un castro de piedras ciclópea la Legio Séptima Gémina. Santiago en coloquio íntimo con la Virgen Nuestra Señora en carne mortal, a orillas del Ebro.
Y casi mil años después, Santiago reencontrado, casi redivivo. Santiago, historia para el santo obispo Teodomiro, para el casto Alfonso II de Asturias, para el Papa León III, que reconoce y consagra el milagro en encíclica solemne de cincelado latín vaticano.
Y Santiago, leyenda en Clavijo, jinete fantasmal entre la hueste cristiana de. Ramiro o de Ordoño. Grito de guerra y sueño de caudillos. bandera de victoria y promesa fiel de reconquista.
Y Santiago, explosión de fe, camino y santuario de la Europa cristiana. Centro de atracción supremo, donde confluyen hombres y mujeres de las más lejanas tierras en cántico y oración. Donde se cuaja la europeidad de España y la catolicidad de Europa.
Después, con el tiempo, Santiago cobra forma y vida propia en España. Con las órdenes militares, con el rudo batallar de siglos por las tierras nuestras, con los fijosdalgo y los hombres libres de nuestras ciudades, el Apóstol se hace inspiración para resolver el gran problema de la Reconquista. El problema acuciante de entonces, que lleva directamente a la apoteosis de gloria de los Reyes Católicos; que lleva en consecuencia, a la unidad nacional y a la apertura de nuevos caminos, inéditos, que marcan para siempre nuestro destino.
Nada tiene, pues, de extraño que la finura guerrera de Santiago a caballo prime en nuestra Patria sobre el habitual cliché del Apóstol caminante, que vino (o no vino) desde la Bética a la vieja Galicia. No es raro que lo más próximo y comprobable nos vele el recuerdo de lo lejano e impreciso.
Aun para nosotros, para una inmensa multitud de españoles de todos los tiempos, Santiago es el milagroso jinete que cabalgó en Clavijo, el que dio la victoria de Las Navas, el que redondeó nuestra geografía y buscó caminos espirituales y materiales para nuestros hombres en Europa y América.
Y si, como antes decimos, no es extraña a España la figura de Santiago ecuestre, menos aun lo es a los españoles que sirvieron al país desde el difícil puesto de combate de los lomos de un caballo. De los hombres de nuestra caballería, quiero decir.
Larga es la historia y muchas las conexiones entre el Apóstol impetuoso y nuestros jinetes. Larga historia desde aquellos años castrenses de la Reconquista, en los que los monjes caballeros supieron unir una vida monástica y recoleta a un quehacer militar activo y, a veces heroico. Alto ejemplo de virtudes, menos conocido de lo que debiera y pocas veces igualado.
Pero los hombres mudan y las formas cambian. A las viejas cabalgadas de los infanzones y de los ricoshomes, suceden los ligeros estradiotes y las Viejas Guardias de Castilla, auténtica Caballería, moderna, disciplinada y fiel.
Y en Flandes y en Italia, extranjeros y españoles se alistan a los Tercios de España y galopan y vencen o mueren en sus compañías.
Con la casa de Borbón, aparecen en nuestras filas los institutos de “Dragones”, “Carabineros” y “Húsares”. Más tarde, entran en escena “Lanceros” y “Cazadores”. Las unidades del Arma pasan a denominarse Regimientos, subdivididos en Escuadrones y aparecen los vistosos uniformes que caracterizaron a los jinetes durante largo tiempo.
Pero el tiempo se lo lleva todo, armas, equipos, uniformes y formas de combatir. En el Arma, como nexo con el pasado, como tradición honrosa queda sólo el recuerdo borroso, impreciso del caballero fantasmal de Clavijo. El Apóstol ecuestre sigue teniendo siempre sobre los jinetes un especial ascendiente, un oficioso reconocimiento.
Han de pasar, sin embargo, muchos años hasta que tal estado común de sentimiento encuentre una confirmación oficial. Fue el 20 de julio de 1892, siendo ministro de la Guerra el general Azcárraga.
Hoy (1969) la figura a caballo de Santiago continúa su patronazgo sobre los tripulantes de nuestros carros de combate, herederos del nombre y del espíritu de lanceros y dragones, de húsares y cazadores.
La Caballería, siguiendo los caminos impuestos por la técnica, ha dejado ya atrás, con dolor pero sin dudas, los viejos caballos. Los vehículos, blindados o no, los carros de combate son el sustitutivo conveniente del noble animal.
Sin embargo, como en otras coyunturas de cambio, lo inmutable ha seguido siendo la estrecha vinculación con nuestro Apóstol, con las viejas virtudes de siempre. Con su interés en llegar los primeros, en sacrificarse antes, en sublimarse siempre tras la huella, imprecisa a los ojos pero clara al espíritu, del jinete fantasmal de Clavijo. Huella inaprensible para los hombres cortos de fe, y clara para los de corazón abierto y sencillo. Clara para hombres que saben exigirse, sin pedir: que han aprendido a servir sin regatear.
Así, la historia sencilla y borrosa de nuestro Santiago ecuestre, más propia para poetas que para investigadores: más adecuada para hombres de realidades urgentes que para estetas contemplativos; comprensible quizá solamente para hombres-niño, para hombres-alma.
Gabriel PALACIOS
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