LA CAPILLA REAL DE GRANADA, SEPULTURA DE LOS REYES CATOLICOS
He aquí un suceso histórico digno de meditación: el 6 de noviembre de 1504, a la hora sosegada y piadosa del mediodía, en los desaparecidos palacios de la plaza mayor de Medina del Campo, a la sombra del castillo de la Mota que le sirviera tantas veces de residencia, después de otorgar su inmortal testamento, falleció la gran reina Isabel la Católica. Al morir contaba 53 años de edad, habiendo reinado sobre los españoles durante treinta.

UN ATAÚD CONSTRUIDO CON CUEROS DE BECERRO
Los biógrafos de la soberana relatan con toda minuciosidad las solemnes exequias que se celebraron en sufragio de su alma, así como la rapidez con que se dispuso lo necesario para el traslado de su cadáver, conforme a sus deseos, a Granada.
Amortajado con un hábito de áspera estameña franciscana, fue encerrado en un mísero ataúd construido con cueros de becerro y envuelto en una funda encerada. Sujeto a unas andas de madera, se acomodó en un carro, y veinticuatro horas después del fallecimiento, seguido de un nutrido cortejo de prelados, caballeros y damas de honor, entre las que figuraban sus leales servidoras, la Bobadilla y la Galindo, emprendió el camino de Granada, adonde llegó el 18 de diciembre.

Religiosos del convento de San Francisco de la Alhambra salieron a recibir los mortales despojos a lo remoto de la Vega. En Puerta Elvira se unieron al fúnebre cortejo el capitán general conde de Tendilla, el arzobispo fray Hernando de Talavera, el cabildo de la catedral y los cleros parroquiales. Y al compás de todas las campanas granadinas, entre pendones enlutados, responsos funerarios yhachas encendidas; a través de las calles de Elvira, Plaza Nueva, Cuesta de los Cuchilleros, Pavaneras, Realejo, Campo del Príncipe, Carril de San Cecilio, Caldera y Campo de los Mártires
arribó al recinto florecido y encumbrado de la Alhambra.

En el presbiterio del templo conventual de San Francisco «guardaba ya, abierta, «la sepultura baxa y llana» que la soberana había descrito en su testamento, en la que fue inhumado el cuerpo de la gran Isabel. Sobre la real sepultura colocaron una lápida con emotiva inscripción.
El 6 de febrero de 1516, por su propia voluntad, dando una elocuente prueba de
su amor conyugal, fue enterrado también allí el cadáver del rey don Fernando el Católico. Y, en el seno de la misma fosa, cubiertos por la misma marmórea lauda, hubieron de permanecer hasta el 10 de noviembre de 1521, en que fueron trasladados a la cripta de la capilla real.

MAUSOLEOS REALES
Desde tan lejana fecha, peregrinos procedentes de los más apartados lugares de la península, viajeros procedentes de las nobles tierras del continente descubierto por Cristóbal Colón, vienen, a diario, postrándose de hinojos ante el artístico cenotafio que cinceló Dominico Fancelli en el más rico mármol de Carrara, coronado por las estatuas yacentes de Isabel y de Fernando.
De planta cuadrangular, presenta forma de tronco de pirámide, novedad introducida por su autor en las construcción de sarcófagos, que, hasta entonces, venían siendo, generalmente, verticales. Sobre tan insigne peana reposan las mencionadas estatuas; ataviadas con túnica y manto, la de la reina, que apoya una mano sobre otra y tiene pendiente del cuello una medalla con la cruz de Santiago; y la del rey, vistiendo armadura completa, cubierta en parte con el manto, sujeta la espada con sus manos caídas sobre el pecho. Lleva, asimismo, pendiente del cuello, otra medalla con la efigie de San Jorge, y reposan ambos sus nobles cabezas en amplios almohadones.

Inmediato al de los Reyes Católicos está, asimismo, el grandioso mausoleo de doña Juana la Loca y de su esposo Felipe el Hermoso. Lo realizó el escultor español Bartolomé Ordóñez, cumplimentando órdenes del emperador Carlos V. El mármol sepulcral se encuentra cubierto de blasones guirnaldas y animales, y sobre él reposan las yacentes estatuas de la reina loca de amor y del archiduque galante y bello. El rey sostiene la espada, y la reina, el cetro. Las cabezas se apoyan en almohadones.

Rodea los cenotafios una verja de hierro, adosada a la cual destacan las finas columnas de estilo corintio que realizó el maestro cantero Francisco Florentín, unidas entre sí por los férreos varales sustentadores de los paños de terciopelo que, en determinadas ceremonias religiosas cubrían los mencionados monumentos.

LA CRIPTA
Los cuerpos de doña Isabel l de Castilla y de don Femando V de Aragón, al igual que los de don Felipe y doña Juana, no yacen en los mencionados cenotafios, sino en el interior de dos descomunales féretros de plomo, reforzados con fajas de hierro, con coronadas iniciales, que se encuentran depositados en una pequeña cripta emplazada al pie del altar mayor, en derredor de la cual corre un banco de piedra donde, en parecidos ataúdes, yacen doña Juana la Loca y don Felipe el Hermoso y el príncipe don Miguel, hijo del rey de Portugal don Manuel el Venturoso y de doña Isabel de Castilla, la malograda primogénita de los Reyes Católicos.

Al lado de los ínclitos monarcas, hasta que Felipe II dispuso su traslado al real monasterio de San Lorenzo de El Escorial, estuvo enterrada también la emperatriz doña Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, la hermosísima soberana que retrató «El Tiziano» y que fue causa que aceleró la conversión de San Francisco de Borja al proceder a la entrega de su cadáver, que, por orden de su imperial esposo, condujo hasta allí, desde Toledo.

La cripta sepulcral de los Reyes Católicos se compone de una pequeña estancia abovedada, que preside un pequeño crucifijo, obra de arte alemán de la primera mitad del siglo XVI, al pie del cual destacan una corona y un cetro.

Restaurada en el año 1938, produce una fuerte impresión a cuantos la visitan. Tan impresionante lugar hace vibrar el corazón con la visión plácida y austera de la muerte. En la ciudad del Darro abundan por doquier las reliquias históricas. Pero nada puede superar en emoción a las magnas reliquias españolas de esas dos cajas fúnebres, augusta y sencillamente señaladas, cada una de ellas, con una sola letra: una «F» y una «Y».