Un método infalible para equivocarse:
La visión naturalista de la historia.
Por Federico José Ezcurra Ortíz
Tan habituados están los hombres modernos a ver examinada la historia exclusivamente bajo la óptica naturalista, que muchos han llegado hasta el extremo de suponer que es la única y legítima forma de considerar los sucesos ocurridos desde Adán a nuestros días, con lo que despojan a su protagonista —el hombre— de una parte de su propia naturaleza, y no precisamente la menos importante, deformando de esa manera la realidad, urdimbre del humano acontecer, y obteniendo como resultado final una visión distorsionada de esa historia, que debiera ser incuestionablemente conforme con dicha realidad precisamente por ser la maestra de la vida. Si no sabemos de dónde venimos, ignoraremos a ciencia cierta a dónde vamos, y si no atinamos con la exacta ubicación del Norte difícilmente podremos seguir el rumbo correcto.
El hombre fue creado por Dios, y por Él elevado al plano sobrenatural por un privilegio absolutamente gratuito pero de ninguna manera optativo; esto quiere decir que, una vez ubicado como ha sido por el Creador en ese plano sobrenatural, el hombre no puede regresar voluntariamente al plano estrictamente natural y permanecer únicamente allí. Por consiguiente, y a pesar de que entre los dones que recibió del Creador figura la libertad, esta libertad no lo faculta para cumplir o no los mandamientos de Dios. Puede —porque así se lo ha permitido el Creador al respetar esa libertad de la que el hombre tanto se enorgullece— llegar incluso a hacer mal uso de ella, desobedeciendo los divinos mandatos: pero esta desobediencia, aunque admitida por Dios, le acarreará como consecuencia inexorable el condigno castigo.
Recapitulando: los hombres —¡absolutamente todos los hombres sin distinción!— deben fiel acatamiento a los divinos preceptos, pero se les ha otorgado la libertad de negarse a ello, aunque no de sufrir las consecuencias de su orgullosa negativa. En eso consiste la verdadera dignidad humana del libre albedrío: su salvación o su condena eternas dependen exclusivamente de él mismo.
Por tanto, desde una óptica católica tradicionalista, la correcta valoración de los hechos históricos deberá hacerse siempre teniendo en cuenta en qué medida esos hechos —es decir, en última instancia, las acciones humanas— cumplen o no los fines para los cuales ha sido creado el hombre, y de esa manera otorgar una calificación cualitativa en mérito a su mayor o menor adecuación al cumplimiento de dichos fines.
Aceptado que sea que el hombre no puede abrogar voluntariamente su pertenencia al plano sobrenatural —porque si esto no se acepta a priori, aconsejamos al lector cerrar la revista y dedicarse a leer otra cosa— también tendremos que aceptar consecuentemente que lo sobrenatural es un ingrediente habitual en la vida de ese hombre, y por lo tanto no existirá verdadera historia humana si se mutila ese aspecto de su naturaleza.
Dom Prosper Guéranger (1805-1875), célebre monje benedictino francés, historiador y liturgista, restaurador de la vida monástica en Francia, en su pequeño pero valioso opúsculo «El sentido cristiano de la historia» (ICTION – Buenos Aires, 1984 – págs. 7 y 8) escribía con meridiana claridad respecto de lo sobrenatural en la historia:
«Así como, para el cristianismo, la filosofía separada no existe, así también para él no hay historia puramente humana. El hombre ha sido divinamente llamado al estado sobrenatural; este estado es el fin del hombre; los anales de la humanidad deben ofrecer su rastro. Dios podía dejar al hombre en estado natural; plugo a su bondad el llamarlo a un orden superior, comunicándose a él y llamándolo, en último término, a la visión y a la posesión de su divina esencia; la fisiología y la psicología naturales son, pues, impotentes para explicar al hombre en su destino. Para hacerlo completa y exactamente, es preciso recurrir al elemento revelado, y toda filosofía que, fuera de la fe, pretenda determinar únicamente por la razón el fin del hombre está, por eso mismo, atacada y convicta de heterodoxia. Sólo Dios podía enseñar al hombre por la revelación todo lo que él es en realidad dentro del plan divino; sólo ahí está la clave del verdadero sistema del hombre».
«No cabe duda de que la razón puede, en sus especulaciones, analizar los fenómenos del espíritu, del alma y del cuerpo, pero por lo mismo que no puede captar el fenómeno de la gracia que transforma el espíritu, el alma y el cuerpo para unirlos a Dios de manera inefable, ella no es capaz de explicar al hombre tal como es, ya sea cuando la gracia santificante que habita el él hace de él un ser divino, ya sea cuando habiendo sido expulsado este elemento sobrenatural por el pecado, o no habiendo éste aun penetrado, el hombre siente haber descendido por debajo de sí mismo».
«No hay, pues, no puede haber un verdadero conocimiento del hombre fuera del punto de vista revelado. La revelación sobrenatural no era necesaria en sí misma: el hombre no tenía ningún derecho a ella; pero de hecho Dios la ha dado y promulgado; desde entonces, la naturaleza sola no basta para explicar al hombre».
Nos resulta tan clara y convincente esta explicación que nos ha parecido provechoso incluirla en estas líneas, y al mismo tiempo pensamos que ella nos exime de mayor extensión sobre este tema.
Continúa Dom Guéranger reflexionando que, si para el estudio histórico del hombre no puede omitirse su componente sobrenatural, tampoco puede omitírselo para escudriñar la historia de la humanidad —sumatoria de los actos individuales y colectivos de todos los que en el mundo han sido, los que hoy somos y los que serán en el futuro—, humanidad cuyo destino de conjunto no puede ser diferente en líneas generales de los de los individuos que la componen, según lo que la recta razón nos permite inferir de todo lo antedicho.
Siendo esto así, vemos claramente que la pretensión de escribir una historia puramente humana aparece herida de muerte desde su concepción, pues al dejar de lado el aspecto sobrenatural —que es consubstancial a la condición humana— se está mutilando al sujeto de esa obra y, por ese motivo, viciando de nulidad su resultado final.
En nuestros pagos rioplatenses no faltan quienes, a sabiendas de esta circunstancia y ya sea en forma consciente o inconsciente, han pretendido y aun hoy continúan pretendiendo, a medio camino entre ambas visiones de la historia —la naturalista y la cristiana— bautizar a la llamada Revolución de Mayo tratando, por medio de este subterfugio, de obtener así una historia de nuestros maltratados países que aparezca cumpliendo formalmente las condiciones que la colocaran en la línea de un desarrollo tradicional, y aceptando así —aunque a regañadientes— lo que con claridad meridiana expone el aludido autor en su obra ya citada:
«La historia tiene que ser entonces cristiana, si quiere ser verdadera; porque el cristianismo es la verdad completa, y todo sistema histórico que hace abstracción del orden sobrenatural en el planteamiento y la apreciación de los hechos, es un sistema falso que no explica nada, y que deja a los anales de la humanidad en un caos y en una permanente contradicción con todas las ideas que la razón se forma sobre los destinos de nuestra raza aquí abajo» (Ibid., pág. 10).
El verdadero problema de estos falaces historiadores —cuya a veces admisible buena voluntad no los exime por ello de responsabilidad— estriba en que de esa manera, en lugar de una historia razonablemente veraz, a pesar de las falencias que toda obra humana entraña, por mejor intencionada que esta sea, sólo logran componer una ficción, una fábula para uso de los políticos y los ideólogos que insisten en apuntalar sus absurdas concepciones democrático-liberales sobre una falsedad o seudo-verdad, procurando hacerlas conceptualmente potables a la mayoría de nuestros conciudadanos, y apartándolos de esa manera —como lo venimos viendo desde años y seguimos viéndolo hoy mismo— de la posibilidad de reaccionar cuerda y atinadamente contra un orden de cosas que nos va llevando, insensible pero inexorablemente, a la decadencia material y, lo que es aun peor, a la ruina espiritual.
Quienes así emprenden su trabajo de investigación histórica bajo la óptica naturalista —me refiero aquí a los que lo acometen así de buena fe— no comprenden, afectados de un cierto voluntarismo, que las cosas, objetivamente, son como son y no como ellos desearían que fueran, y que la realidad no puede meterse a martillazos dentro de los moldes de sus propias concepciones quiméricas, pues de esa manera, amén de esterilizar su propio trabajo como historiadores o filósofos de la historia, arrastran tras de sus funestos errores a sus compatriotas, obstaculizándoles así comprender las razones verdaderas y profundas de las nefastas transformaciones que han venido sufriendo nuestras patrias hispanoamericanas desde sus tan pretendidas cuanto aparentes independencias, que no fueron en definitiva más que un cruento desgajamiento del original tronco hispánico promovido por las logias masónicas y los intereses imperialistas dominantes, eficazmente secundados por la inepcia de los monarcas y funcionarios españoles de la época, a los que debemos agregar los ideólogos liberales vernáculos, aquejados de deformación doctrinaria grave y dependencia cultural aguda.
Pero el daño más importante realizado en perjuicio de esos compatriotas es que así logran convertirlos en verdaderos parias, al enseñarles una historia falsificada que les impide tomar conciencia de la verdadera significación de la patria y, por ende, de asumir en plenitud su pertenencia a ella.
La divisa del pueblo ateniense decía:«El oráculo más cierto es el que ordena defender a la patria». Y así, impidiendo a nuestros compatriotas tener claro el concepto de patria, nuestros enemigos estarán logrando anestesiar la voluntad de su rotunda afirmación y su denodada defensa, con lo que verán allanado el camino para su final derrota y conquista, aunque sólo sea a través de lograr nuestra dependencia cultural al principio, que es el primer escalón para obtener la dependencia total y definitiva, como no puede escaparle al menos avisado. Y en esa escalera de descenso al averno de las naciones, creo que ya llevamos bajados sobrados peldaños.
La tarea que nos espera no es precisamente fácil, porque a las dificultades propias del planteo y consideración de un tema de suyo extremadamente arduo, que aparece hoy tan al margen del interés de la inmensa mayoría de nuestros hermanos, más preocupados por subvenir a sus necesidades materiales reales o ficticias, cuando no de obtener el mayor goce de los bienes terrenales a su disposición, hemos de sumar las emergentes de la imprescindible revisión a fondo de temas tabú, tales como son —sólo por dar unos pocos ejemplos— la indiscutible militancia masónica del general San Martín y su probado desempeño en el escrupuloso desarrollo de una campaña militar que fuera minuciosamente proyectada en los albores del año 1800, en Inglaterra, por el general Maitland; la sorprendente y probada anglofilia de don Juan Manuel de Rosas y su predilección por un régimen monárquico constitucional, bien alejado de una postura contrarrevolucionaria, junto al innegable mérito de haber impedido la disgregación del conjunto de las Provincias Unidas del Río de la Plata; o la prolongada resistencia armada de muchos hispanoamericanos —nativos o no— a aceptar su separación de la Corona de España, actitud que hasta hoy aun se mantiene oscuramente inexplicada, aunque demostrada con hechos de indudable veracidad.
Y finalmente —para complicar aun más este panorama— todo este fárrago de dificultades enmarañado por la característica vernácula de considerar los hechos sin matices, es decir, crudamente en blanco o negro, cuando la vera realidad es muy otra y la estimación aséptica de los hechos, amén de ser insoslayable por una elemental seriedad científica, no tiene por qué llevar implícito un juicio condenatorio: un padre puede ser alcohólico, y el hecho de que su hijo lo admita como un dato inconcuso de la realidad no tiene por qué impedir que asimismo lo quiera, o le reconozca simultáneamente posibles méritos.
A todo lo antedicho, que calibrarán los lectores que no es poco, debemos agregarle las casi insalvables dificultades de transmitírselo a nuestros contemporáneos —sobre todo a las nuevas generaciones— y esto en un lenguaje, el nuestro, que lamentablemente para ellas y para nuestra pretensión de lograr comunicarnos con ellas, se torna de más en más ininteligible, como bien lo señalara don Rafael Gambra en su libro «El lenguaje y los mitos», (Ediciones Nueva Hispanidad – Buenos Aires, 2001 – pág. 18) cuando reflexiona:
«Las nuevas generaciones piensan, sienten y valoran de acuerdo con categorías distintas —a menudo opuestas— a las del mundo espiritual en que nacieron. Pero también hablan un lenguaje diferente, en el que multitud de palabras y expresiones han cambiado de significación y otras muchas han trasmutado su resonancia emocional. Ello dificulta, a veces hasta la exasperación, ese diálogo o apertura a que apela constantemente la actual mentalidad “humanista” y democrática».
A pesar de todas estas dificultades, que como hemos dicho no son pocas ni menudas, y que desde ya prevemos derivarán en fuertes animosidades, hostilidades y malquerencias de parte de muchas apreciadas amistades de pensamiento afín, animémonos a retomar vigorosamente el camino — no siempre victorioso, aunque invariablemente honroso— del pensamiento tradicional, tanto en materia religiosa como histórica y política; mantengamos bien alto los estandartes de nuestra verdadera fe y de nuestra verdadera patria —ambas atacadas hoy desde el propio interior de su tronco nutricio— y defendamos con valor y energía todos los contenidos de ese tradicionalismo católico que, alejado de cualesquier rutina o costumbrismo, nos vincula a nuestras verdaderas y vitales raíces históricas y culturales, tradicionalismo que se mantendrá vigente únicamente si lo revivificamos asiduamente con nuestro espíritu y lo tonificamos diariamente con nuestro entusiasmo, como tan lúcidamente lo propugnara don Juan Vázquez de Mella.
Queremos cerrar estas reflexiones citando unos pocos pero rotundos párrafos del trabajo del Dr. Andreas Böhmler publicado en este mismo número: « ... en situaciones difíciles, la esperanza tiene que unirse al coraje desesperado, a la energía desesperada. Es precisamente esta clase de coraje y energía la que hoy necesitan los católicos para reconquistar la vida pública. He aquí la postura del catolicismo tradicional, tan hostigado, ya no desde fuera sino desde dentro de la Iglesia. La presión del pensamiento único, de lo políticamente correcto, impera también entre los católicos, laicos o no. No obstante, creo firmemente que los católicos de hoy necesitamos justamente ese coraje para actuar. Lo necesitamos también para pensar. Los católicos que se unen para hacer frente al gran impostor no pueden hacerlo sin inquietar ni chocar a nadie. A una gran causa corresponde una disposición al riesgo de igual magnitud. Pero la disposición de correr grandes riesgos siempre fue virtud solitaria de los magnánimos, de las elites, no sólo de cabeza sino también de corazón» (Los destacados son nuestros).
Y si Dios dispone que tengamos que apurar hasta las heces aquí abajo —en este mísero mundo terrenal— la amarga copa de la humana derrota, tengamos por cierto que nuestra obligación en este aspecto estará cabalmente cumplida sólo con no arriar la bandera, ya que sólo la lucha es nuestro deber, pero el destino final de la batalla no nos pertenece a nosotros sino al Señor de los ejércitos, que en cualquiera de los casos dispondrá —¡que duda cabe!— lo que sea más conveniente para nuestra salvación eterna.
Laus Deo.
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