CARTAS DE CARLOS VII TRANSCRITAS POR ANTONIO APARISI Y GUIJARRO



CARTA AL INFANTE SEÑOR DON ALFONSO DE BORBÓN Y DE ESTE

Mi querido hermano:

En folletos y en periódicos se ha dado bastante a conocer a España mis ideas y sentimientos de hombre y de rey. Cediendo al general vehementísimo deseo que ha llegado hasta mí desde todos los puntos de la Península, escribo esta carta, en que no hablo sólo al hermano de mi corazón, sino a todos los españoles, sin excepción ninguna, que también son mis hermanos...

Yo no puedo, mi querido Alfonso, presentarme a España como pretendiente a la Corona. Yo debo creer y creo que la Corona de España está ya puesta sobre mi frente por la santa mano de la ley. Con ese derecho nací, que es al propio tiempo obligación sagrada; mas deseo que ese derecho mío sea confirmado por el amor de mi pueblo. Mi obligación, por lo demás, es consagrar a este pueblo todos mis pensamientos y todas mis fuerzas; morir por él o salvarle.

Decir que aspiro a ser rey de España y no de un partido, es casi vulgaridad; porque, ¿qué hombre digno de ser rey se contenta con serlo de un partido? En tal caso se degradaría a sí propio, descendiendo de la alta y serena región donde habita la Majestad, y a donde no pueden llegar rastreras y lastimosas miserias. Yo no debo, ni quiero ser rey sino de todos los españoles; a ninguno rechazo, ni aun a los que se digan mis enemigos, porque un rey no tiene enemigos; a todos llamo, hasta a los que parecen más extraviados; y les llamo afectuosamente en nombre de la patria; y si de todos no necesito para subir al trono de mis mayores, quizá necesite de todos para establecer sobre sólidas e inconmovibles bases la gobernación del Estado, y dar fecunda paz y libertad verdadera a mi amadísima España: Cuando piensa en qué deberá hacerse para conseguir tan altos fines, pone miedo en mi corazón la magnitud da la empresa. Yo sé que tengo el deseo ardiente de acometerla y la resuelta voluntad de terminarla; mas no se me esconde que las dificultades son imponderables, y que no sería hacedero vencerlas sin el conseja de los varones más imparciales y probos del reino, y sobre todo sin el concurso del mismo reino, con­gregado en Cortes, que verdaderamente representen todas sus fuerzas vivas y todos sus elementos conservadores.

Yo daré con esas Cortes a España una ley fundamental que, según expresé en mi carta a los soberanos de Europa, espero que ha de ser definitiva y española.

Juntos estudiarnos, hermano mío, la historia moderna, meditando sobre grandes catástrofes, que son enseñanzas a los reyes y a la vez escarmiento de pueblos. Juntos hemos meditado también y convenido en que cada siglo puede tener, y tiene de hecho, legítimas necesidades y naturales aspiraciones.

La España antigua necesitaba de grandes reformas; en la España moderna ha habido grandes trastornos. Mucho se ha destruido; poco se ha reformado. Murieron antiguas instituciones, algunas de las cuales no pueden renacer; hase intentado crear otras nuevas, que ayer vieron la luz y se están ya muriendo. Con haberse hecho tanto, está por hacer casi todo. Hay que acometer una obra Inmensa; una inmensa reconstrucción social y política, levantando en ese país desolado, sobre bases cuya bondad acreditan los siglos, un edificio grandioso en que puedan tener cabida todos los intereses legítimos y todas las opiniones razonables.

No me engaño, hermano mío, al asegurarte que España tiene hambre y sed de justicia; que siente la urgentísima e imperio­sa necesidad de un Gobierno digno y enérgico, justiciero y honrado; y que ansiosamente aspira a que con no disputado imperio reine la ley, a la cual debemos todos estar sujetos, grandes y pequeños.

España no quiere que se ultraje ni ofenda la fe de sus padres; y poseyendo en el catolicismo la verdad, comprende que si ha de llenar cumplidamente su encargo divino, la Iglesia debe ser libre.

Sabiendo, y no olvidando, que el siglo XIX no es el siglo XVI, España está resuelta a conservar a todo trance la unidad católica, símbolo de nuestras glorias, espíritu de nuestras leyes, bendito lazo de unión entre todos los españoles.

Cosas funestas, en medio de tempestades revolucionarias, han pasado en España; pero sobre esas cosas que pasaron hay concordatos, que se debe profundamente acatar y religiosamente cumplir.

El pueblo español, amaestrado por una experiencia dolorosa, desea verdad en todo, y que su rey sea rey de veras y no sombra de rey; y que sean sus Cortes ordenada y pacífica junta de independientes e incorruptibles procuradores de los pueblos, pero no asambleas tumultuosas o estériles de diputados empleados o de diputados pretendientes; de mayorías serviles y de minorías sediciosas.

Ama el pueblo español la descentralización y siempre la amó; y bien sabes, hermano mío, que si se cumpliera mi deseo, así como el espíritu revolucionario pretende igualar las provincias vascas a las restantes de España, todas estas semejarían o igualarían en su régimen interior con aquellas afortunadas y nobles provincias.

Yo quiero que el municipio tenga vida propia y que la tenga la provincia, previendo, sin embargo, y procurando evitar abusos posibles.

Mi pensamiento fijo, mi deseo constante, es cabalmente dar a España lo que no tiene, a pesar de mentidas vociferaciones de algunos ilusos; es dar a esa España la amada libertad, que sólo conoce de nombre; la libertad, que es hija del Evangelio; no el liberalismo, que es hijo de la protesta; la libertad, que es al fin el reinado de las leyes, cuando las leyes son justas, esto es, conformes al derecho de naturaleza, al derecho de Dios.

Nosotros, hijos de reyes, reconocíamos que no era el pueblo para el rey, sino el rey para el pueblo; que un rey debe ser el hombre más honrado de su pueblo como es el primer caballero; que un rey debe gloriarse además con el título especial de padre de los pobres y tutor de los débiles.

Hay en la actualidad, mi querido Alfonso, en nuestra a España una cuestión temerosísima: la cuestión de Hacienda. Espanta considerar el déficit de la española; no bastan a cubrirlo las fuerzas productoras del país; la bancarrota es inminente... Yo no sé, hermano mío, si puede salvarse España de esa catástrofe; pero, si es posible, sólo su rey legítimo la puede salvar. Una inquebrantable voluntad obra maravillas. Si el país está pobre, vivan pobremente hasta los ministros, hasta el mismo rey, que debe acordarse de don Enrique el Doliente. Si el rey es el primero en dar el gran ejemplo, todo será llano; suprimir ministerios, y reducir provincias, y disminuir empleos, y moralizar la administración, al propio tiempo que se fomente la agricultura, proteja la industria y aliente al comercio. Salvar la Hacienda y el crédito de España es empresa titánica, a que todos deben contribuir, gobiernos y pueblos. Menester es que, mientras se hagan milagros de economía, seamos todos muy es­pañoles, estimando en mucho las cosas del país, apeteciendo sólo las útiles del extranjero... En una nación hoy poderosísima, languideció en tiempos pasados la industria, su principal fuente de riqueza, y estaba la Hacienda mal parada y el reino pobre. Del Alcázar Real salió y derramose por los pueblos una moda: la de vestir sólo las telas del país. Con esto la industria, reanimada, dio origen dichoso a la salvación de la Hacienda y a la prosperidad del reino.

Creo, por lo demás, hermano mío, comprender lo que hay de verdad y lo que hay de mentira en ciertas teorías modernas; y, por tanto, aplicada a España, reputo por error muy funesto la libertad de comercio, que Francia repugna y rechazan los Estados Unidos. Entiendo, por el contrario, que se debe proteger eficazmente la industria nacional. Progresar protegiendo, debe ser nuestra fórmula.

Y por cuanto paréceme comprender lo que hay de verdad y de mentira en esas teorías, se me alcanza también en qué punto lleva razón la parte del pueblo que hoy aparece más extraviada; pero es seguro que casi todo lo que hay en sus aspiraciones de razonable y legítimo no es invención de ayer, sino doctrinas de antiguo conocidas, aunque no siempre, y singular­mente en el tiempo actual, observadas. Engaña al pueblo quien le diga que es rey; pero es verdad que la virtud y el saber son la principal nobleza; que la ley debe guardar así las puertas del palacio como las puertas de la cabaña; que conviene crear instituciones nuevas, si las antiguas no bastasen, para evitar que la grandeza y riqueza abusen de la pobreza y de la humildad; que debiendo hacerse justicia igualmente a todos y conservar a todos igualmente su derecho, le está bien a un Gobierno bueno y previsor mirar especialmente por los pequeños; y directa o indirectamente procurar que no falte trabajo a los pobres, y que puedan sus hijos, que hayan recibido de Dios un claro en­tendimiento, adquirir la ciencia que, acompañada de la virtud. les allane el camino hasta las más altas dignidades del Estado.

La España antigua fue buena para los pueblos; no lo ha sido la revolución. La parte de pueblo que hoy sueña en la República, va ya entreviendo esa verdad. Al fin la verá clara y patente como la luz, y verá que la monarquía cristiana puede hacer en su favor lo que nunca harán trescientos reyezuelos disputando en una Asamblea clamorosa. Los partidos o los jefes de los partidos naturalmente codician honores, o riquezas, o imperio; pero, ¿qué puede apetecer en el mundo un rey cristiano sino el bien de su pueblo? ¿Qué le puede faltar a ese rey en el mundo, para ser feliz, sino el amor de su pueblo?

Pensando y sintiendo así, mi querido Alfonso, soy fiel a las buenas tradiciones de la antigua y gloriosa monarquía española, y creo ser a la vez hombre de tiempo presente, que no desatiende el porvenir.

Comprendo bien que es tremenda la responsabilidad de quien tome sobre sí restaurar las cosas de España; mas si sale vencedor en su empeño, inmensa será su gloria. Nacido con derecho a la corona de España, y mirando en ese derecho una saGrada obligación, yo acepto aquella responsabilidad y busco esta gloria, y me anima la secreta esperanza de que, con la ayuda de Dios, el pueblo español y yo hemos de hacer grandes cosas; y ha de decir el siglo futuro que yo fui buen rey y el pueblo español un gran pueblo.

Tú, hermano mío, que tienes la dicha envidiable de servir bajo las banderas del inmortal Pontífice, pide a ese nuestro rey Espiritual para España y para mí su bendición apostólica.

Y a Dios que te guarde, hermano mío... Tuyo de corazón, tu hermano,

CARLOS.

París, 30 de junio de 1869.



CARTA AL SEÑOR MARQUES DE VILLADARIAS


Recibe, querido Villadarias, las gracias que desde el fondo del corazón os envío: a ti, a la junta que presides, y a todas las del reino.

Una pérdida muy sensible ha puesto de realce la unidad y la grandeza de la España católica y monárquica. Como si fuera un solo hombre, se ha levantado y gritado: Dios, Patria, Rey. Y el rey, al oír ese grito que amaron nuestros padres, eleva más alta la bandera española, y pidiendo a Dios que la bendiga, da gracias a todos en nombre de la patria.

Los que seguís, querido Villadarias, esa bandera, sois más que un partido, sois un pueblo, sois el pueblo español. Yo saludo a ese pueblo, siempre generoso y magnánimo, así en la próspera como en la adversa fortuna.

Cierto que no todos los españoles están con nosotros; pero son españoles al fin, y espero en Dios que vendrán. Vendrán, según vayan comprendiendo la bondad de nuestras doctrinas, la verdad de nuestros propósitos, y el corazón de quien nació con derecho a ser rey, pero que jamás ha visto en ese derecho sino la santa obligación de morir o de vivir por el bien de España.

Un principio, extraño a nuestra tierra, dividió y enemistó a los hijos de la misma madre, y a esta la ha ensangrentado, empobrecido y arrastrado al extremo que todos conocemos y lloramos.

Un principio español puede unir a los discordes, reconciliar a los contrarios, y hacer brotar de entre ruinas una España nueva, tan grande como la antigua en sus tiempos felices.

Yo soy el representante de ese principio; yo soy el amigo de esta unión. Conservar con religioso amor la sagrada herencia de nuestros padres; aceptar como favor de la Providencia los adelantamientos y mejoras de nuestra época; constituir, con ayuda de los genuinos representantes de España, un gobierno verdaderamente nacional; regir y gobernar al pueblo en paz y justicia, asistido el rey por los celosos Procuradores del reino, hablándole siempre la lengua de la verdad, y guardando igualmente el derecho de todos, grandes y pequeños, ¿no sería esto mostrarme digno de nuestro pasado glorioso, y hombre del tiempo presente, que allana, sin humillación de nadie, el camino a la reconciliación de todos los de buena voluntad, y lleva a cima la obra que habrían de coronar las bendiciones del siglo futuro?

Este es el pensamiento de mi vida; este el deseo ardiente de mi alma; y pues Dios lo sabe, a Dios le pido que me haga digno de tanta merced, e instrumento principal de obra tan grande.

Di, querido Villadarias, a esa junta que presides, y a todas las del reino, que estoy satisfecho de ellas, y diles que tengan fe. La fe salvará a España.

Dios la proteja y os guarde.

Tu afectísimo,

CARLOS.

La Tour, 8 de junio



A LOS ESPAÑOLES
La revolución, que en 1833 sentó en el trono de España a una niña inocente, después de haber deshecho su obra y por varias partes mendigado un rey, de quien necesita por algún tiempo al menos, ha ofrecido la corona de Felipe V a un príncipe de la casa de Saboya.

Carlos Alberto, rey de Cerdeña, reconoció como rey legítimo de España a mi augusto abuelo don Carlos de Borbón. Víctor Manuel, antes de llamarse rey de Italia, tenía por rey legítimo de España a mi augusto tío el Conde de Montemolín.

El príncipe Amadeo ha aceptado la corona que me pertenece de derecho. Infiel a las tradiciones de la antigua Saboya, no se ha atrevido siquiera a exigir los procedimientos de la Italia nueva. Ciento noventa y un individuos, que se llaman constituyentes, y que no representan la décima parte del pueblo español, con voluntad más o menos espontánea, le han alargado la corona, y él la ha tomado.

Debo protestar y protesto. Lo hago, no por temor de que el silencio se interprete en daño del derecho, porque jamás el mundo creería que yo asintiese, en ninguna manera, al enorme atentado, sino para advertir en tan solemne ocasión a todas las potestades legítimas del peligro que crece, y recordar al pueblo español el amor que le tengo.

Protesto, pues, por mí, y en nombre de mi familia, y hasta tomando el de todas las potestades legítimas, contra Felipe V, en que se ordenaba y ordena la sucesión a la corona entre sus descendientes legítimos; violación que envuelve, explícita o implícitamente, la de los tratados diplomáticos que con aquella ley se relacionan, y van dirigidos a mantener el equilibrio europeo, y a evitar guerras sangrientas.

Protesto en nombre del pueblo español de 1808, y de todos los tiempos, pues que en todos fue católico y libre, contra el insulto que se infiere a su noble altivez por una minoría facciosa y armada, que intenta imponerle un rey, y un rey extranjero. Protesto contra el ultraje que se causa a la fe de España buscando cabalmente ese rey en el hijo del que está hiriendo hoy al Catolicismo y a toda la cristiandad en la augusta y santa cabeza de Pío IX, Vicario de Jesucristo en la tierra.

Protesto, en una palabra, contra la revolución, que acaba de dar un paso adelante, encontrando, en una casa real de Europa, un nuevo auxiliar o un nuevo instrumento.

Si no se tratase de conspiraciones impías y de reyes extranjeros; si se tratase meramente de un derecho personal; si el abandono de ese derecho pudiese contribuir al bien del pueblo español, no sería para mí penoso sacrificio, sino bendecida mi fortuna. Y si fuera sacrificio, yo lo haría pensando en mi España. Mas aquí el deber es obligación; la causa de España es mi causa, como la causa de los reyes legítimos debe ser la causa de los pueblos. La revolución española no es más que uno de los cuerpos del grande ejército de la revolución cosmopolita. El principio esencial de ésta es una soberana negación de Dios en la gobernación de las cosas del mundo; el fin a que tiende, la subversión completa de las bases hijas del Cristianismo, sobre las cuales se asienta y afirma la humana sociedad. No hay potestad legítima en el mundo que no esté amenazada en sus derechos; amenazadas están en todos los pueblos la paz y la justicia, la civilización cristiana y la libertad verdadera.

Por eso levanto hoy mi voz, protestando ante Dios, ante las potestades legítimas, ante el pueblo español. Y ruego al pueblo español, con quien estoy identificado por mi sangre, por mis ideas, por mis sentimientos, v hasta por comunes dolores, que tenga confianza en mí, como yo la tengo en él. Por la memoria de nuestros padres y por la salvación de nuestros hijos cumplirá ese hidalgo pueblo con su deber y yo con el mío,

CARLOS.



DOS DE MAYO. DON CARLOS SE DIRIGE AL PAIS DESDE VERA DE BIDASOA


"Españoles: Ya estoy entre vosotros. Que vengo a consagraros mi vida lo sabe España, lo sabe el mundo entero. Los principios escritos en mi bandera públicos son, porque solemnemente los tengo proclamados. Son los santos principios que hicieron tan glorioso y respetable nuestro nombre.

Víctimas sois de una minoría audaz, que os ha impuesto el yugo de un extranjero. Yo vengo a salvaros, a devolveros vuestra importancia en el mundo, vuestra independencia nacional. Cada gota de sangre que se derrame será una herida para mi corazón y mi corazón es el vuestro, es el corazón de la patria. Españoles: El rey os llama a todos sin excepción para que os agrupéis alrededor de nuestra tradicional bandera. Humillemos nuestras cabezas ante Dios, honremos su nombre y sus altares y él nos dará alientos para dar cima a la empresa salvadora.

Unámonos todos gritando: ¡Abajo el extranjero! Y al rugido del león español huirán espantados los instrumentos de la revolución y los satélites de Italia. Españoles: Venid todos a mí, que si venís unidos será fácil empresa devolveros la paz, la abundancia, los fueros y la verdadera libertad.

Vuestro rey, CARLOS."

Vera de Bidasoa. 2 de mayo de 1872.



DON CARLOS PROMETE LOS FUEROS DE LA CORONA DE ARAGÓN


Catalanes, aragoneses, valencianos: El 2 de mayo llamé desde Vera a todos los españoles, lleno de fe en la grandeza de la causa cuyo depósito me ha confiado Dios.

Lo que entonces era una esperanza, será muy pronto magnífica realidad.

Sí se acerca el día en que sean realidad mis más vehementes aspiraciones.

Por lo tanto, amante de la descentralización, según consigné en mi carta-manifiesto de 30 de junio de 1869, hoy os digo públicamente, solemnemente, intrépidos catalanes, aragoneses y valencianos:

Hace siglo y medio que mi ilustre abuelo Felipe V creyó deber borrar vuestros fueros del libro de las franquicias de la patria.

Lo que él os quitó como rey, yo, como rey, os lo devuelvo: que si fuisteis hostiles al fundador de mi dinastía, baluarte sois ahora de su legítimo descendiente.

Yo os devuelvo vuestros fueros, porque soy el mantenedor de todas las justicias, y para hacerlo, como los años no transcurren en vano, os llamaré, y de común acuerdo podremos adaptarlos a las exigencias de nuestros tiempos.

Y España sabrá una vez más que en la bandera donde está escrito Dios, Patria y Rey, están escritas todas las legítimas libertades.

Vuestro rey,

CARLOS.

Frontera de España, 16 de julio de 1872.